3 de junio de 1533 (calendario juliano)

Ese día los peruanos llevaron a Caxamalca otro cargamento del tesoro que debía comprar la libertad de su rey. Luis Ildefonso Castelar y Moreno los vio desde lejos. Había estado fuera ejercitando a los jinetes bajo su mando. Ahora debían volver, porque el sol se encontraba bajo en las cumbres occidentales. Contra las largas sombras del valle, el río relucía y los vapores se volvían dorados al elevarse de las fuentes calientes de los baños reales.

Llamas y porteadores humanos venían en hilera por la carretera desde el sur, cansados por los pesos y las muchas leguas. Los nativos dejaron de trabajar en los campos para mirar, luego volvieron apresuradamente a la labor. La obediencia había sido bien aprendida, sin que importase quién fuese su amo.

—Toma el mando —le ordenó Castelar a su teniente, y clavó las espuelas en el potro. Tiró de las riendas justo fuera de la pequeña ciudad y esperó la caravana.

Un movimiento a su izquierda le llamó la atención. Otro hombre salió a pie de entre dos edificios blancos con techo de paja. El hombre era alto; si los dos estuviesen de pie, le sacaría al jinete diez centímetros o más. El pelo alrededor de su tonsura era del mismo castaño terroso de su túnica franciscana, pero la edad apenas había marcado un rostro anguloso y claro —ni tampoco la viruela— y no le faltaba ni un diente. Incluso después de semanas y aventuras, Castelar reconoció al padre Esteban Tanaquil. El reconocimiento fue mutuo.

—Saludos, reverendo padre —dijo.

—Dios sea con vos —contestó el monje. Se detuvo al lado del estribo. En la ciudad resonaban gritos de júbilo.

—Ah —dijo Castelar con alegría—. Una visión espléndida, ¿no?

Al no obtener respuesta, bajó la vista. Había dolor en el otro rostro.

—¿Pasa algo? —preguntó Castelar.

Tanaquil suspiró.

—No puedo evitarlo. Veo lo cansados y destrozados que están esos hombres. Pienso en la herencia del tiempo que llevan, y cómo se les ha arrebatado.

Castelar se envaró.

—¿Vais a hablar en contra de nuestro capitán?

Aquél era un tipo extraño, pensó: empezando por su orden, cuando los religiosos de la expedición eran casi todos dominicos. Era una especie de enigma cómo Tanaquil había conseguido venir, para ganarse con el tiempo la confianza de Francisco Pizarro. Bien, eso último podía deberse a sus conocimientos y maneras agradables, ambos raros en aquella compañía.

—No, no, claro que no —dijo el fraile—. Y sin embargo… —Dejó de hablar.

Castelar se sintió un poco incómodo. Creía saber lo que pasaba bajo el cráneo tonsurado. Él mismo se había preguntado por la corrección de lo que habían hecho el año anterior. El inca Atahualpa había recibido a los españoles en paz; dejó que se alojaran en Caxamalca; entró en la ciudad por invitación, para continuar las negociaciones, y su litera lo llevó a una emboscada. Sus asistentes fueron asesinados a cientos mientras que él era hecho prisionero. Ahora, por orden suya, sus súbditos retiraban toda la riqueza del país para llenar una habitación con oro y otra con plata, el precio de su libertad.

—Es la voluntad de Dios —contestó Castelar—. Traemos la fe a estos paganos. Al rey se le trata bien, ¿no? Incluso tiene a sus esposas y sirvientes para asistirlo. Y en cuanto al rescate, Cristo. —Se aclaró la garganta—. Santiago, como todo buen líder, recompensa bien a sus tropas.

El fraile levantó la cabeza y sonrió con debilidad. Parecía que recurrir a la oración no era lo adecuado para un soldado. Al final, se encogió de hombros y dijo:

—Esta noche lo veré.

—Ah, sí. —Castelar sintió alivio al alejar la disputa. No importaba que él también en una ocasión hubiese estudiado para las órdenes sagradas, hubiese sido expulsado por problemas con una chica, se alistase en la guerra contra los franceses y, al fin, siguiese a Pizarro hasta el Nuevo Mundo con la esperanza de cualquier fortuna que el empobrecido hidalgo de Extremadura pudiese encontrar: seguía sintiendo respeto por el hábito—. He oído que repasáis cada cargamento antes de añadirlo al tesoro.

—Alguien debe hacerlo, alguien que tenga ojos para el arte y no para el simple metal. Convencí a nuestro capitán y a su capellán. Los estudiosos en la corte del emperador y en la Iglesia agradecerán que se salve algún fragmento de conocimiento.

—Humm. —Castelar se acarició la barba—. Pero ¿por qué lo hacéis de noche?

—¿También lo habéis oído?

—Desde hace días. Tengo los oídos llenos de rumores.

—Me atrevería a decir que dais más de lo que recibís. Yo mismo querría hablar con vos largo y tendido. El viaje de vuestra expedición fue realmente hercúleo.

Por Castelar pasó un desfile confuso de los meses pasados, cuando Hernando Pizarro, el hermano del capitán, guió a un grupo al oeste por la cordillera, grandes montañas, barrancos de vértigo, ríos furiosos hasta Pachacanlac y su oscuro templo oracular en la costa.

—Ganamos poco —dijo—. Nuestro mejor botín fue el general indio Calcuchimac. Consigue tenerlos bajo control, a todos ésos… Pero ibais a contarme por qué estudiáis el tesoro sólo después de la puesta de sol.

—Para evitar la emoción codiciosa y la discordia que ya nos afectan. Los hombres se sienten cada vez más impacientes por la división de los despojos. Además, por la noche las fuerzas de Satán son más poderosas. Rezo sobre cosas que fueron consagradas a falsos dioses.

El último porteador pasó y se perdió entre las murallas.

—Me gustaría verlo —dijo Castelar. Fue un impulso—. ¿Por qué no? Me uniré a vos.

Tanaquil estaba anonadado.

—¿Qué?

—No os molestaré. Me limitaré a mirar.

La renuencia era inconfundible.

—Primero debéis obtener permiso.

—¿Por qué? Tengo la graduación. Nadie me lo negará. ¿Qué tenéis en contra? Pensé que os agradaría algo de compañía.

—Os resultará tedioso. A los otros les pasó, Ésa es la razón por la que me dejan solo en la tarea.

—Estoy acostumbrado a estar de guardia. —Rió Castelar.

Tanaquil se rindió.

—Muy bien, don Luis, si insistís… Reunios conmigo en la Casa de la Serpiente, corno la llamáis, después de completas.

Sobre la tierra alta las estrellas refulgían con claridad y en infinito número. La mitad o más de ellas eran desconocidas para los cielos europeos. Castelar se estremeció y se apretó más la capa. Su aliento era de vapor y sus botas resonaban en las calles estrechas. Caxamalca lo rodeaba, fantasmal en la oscuridad. Agradeció el peto, el casco, la espada, aunque allí pareciesen innecesarios. Tahuantinsuyu era como llamaban los indios a la región: Cuatro cuartos del mundo; y de alguna forma eso parecía más adecuado que Perú, un nombre cuyo significado nadie conocía con seguridad, para un reino cuya extensión empequeñecía la del Sacro Imperio romano. ¿Estaban ya dominados, o lo estarían alguna vez, sus gentes y sus dioses?

La idea no era digna de un cristiano. Se apresuró.

Los vigilantes del tesoro eran una visión tranquilizadora. El resplandor de las linternas se reflejaba en armaduras, picas, mosquetes. Aquellos eran los rufianes de hierro que habían venido desde Panamá, atravesado junglas, pantanos y desiertos, destrozado a todos sus enemigos, levantado fortalezas, atravesado en un puñado una cordillera que desafiaba los cielos para capturar al mismísimo rey de los paganos y obligar a su país a pagar tributo. Ningún hombre o demonio podría pasar sin permiso, ni detenerlos cuando volviesen a ponerse en marcha.

Conocían a Castelar y lo saludaron. Fray Tanaquil esperaba, con una linterna en la mano. Guió al caballero bajo una dintel esculpido en forma de serpiente, aunque ninguna serpiente igual había alterado jamás el sueño de un hombre blanco, al interior del edificio.

Era grande, con múltiples cámaras de bloques de piedra cortados y ajustados con exquisita precisión. El techo era de madera, porque había sido un palacio. Los españoles habían añadido a las entradas exteriores puertas resistentes allí donde los indios habían usado cortinas de caña o tela. Tanaquil cerró aquélla por la que habían entrado.

Las sombras llenaban las esquinas y se agitaban informes sobre murales que los sacerdotes habían desfigurado píamente. El cargamento de hoy se encontraba en la antecámara. Castelar vio el relucir más allá. Se preguntó medio mareado qué cantidad de metal precioso habría allí.

Debía contentarse por el momento con recrearse con lo que había visto llegar. Los oficiales de Pizarro habían desenvuelto con rapidez los paquetes, para asegurarse del contenido, y lo habían dejado todo donde había traído. Mañana pesarían la masa y la colocarían con el resto. Cuerdas y material de envolver rozaban las botas de Castelar y las sandalias de Tanaquil.

El fraile colocó la linterna sobre el suelo de barro y se sentó. Cogió una copa dorada, la acercó a la débil luz, agitó la cabeza y murmuró. El objeto estaba abollado, las figuras deformadas.

—Los receptores la dejaron caer o le dieron una patada. —¿Había rabia en su tono?—. No tienen más respeto por la artesanía que los animales.

Castelar cogió el objeto y lo sopesó. Un cuarto de libra fácil, supuso.

—¿Por qué deberían tenerlo? —preguntó—. Pronto estará fundido.

Con amargura:

—Cierto. —Después de un rato—: Enviarán algunas piezas intactas al emperador, por el interés que pueda sentir. He estado eligiendo las mejores, con la esperanza de que Pizarro me escuche y las elija. Pero, en general, no lo hará.

—¿Qué diferencia hay? Todo es igualmente desagradable.

Los ojos grises se elevaron para reprochar al guerrero.

—Suponía que seríais algo más sabio, un poco más capaz de comprender que los hombres tienen muchas formas de… alabar a Dios Por medio de la belleza que crean. Tenéis educación, ¿no?

—Latín. Leer, escribir, números. Un poco de historia y astronomía. En su mayoría me temo que lo he olvidado.

—Y habéis viajado.

—Luché en Francia e Italia. Conseguí ciertos conocimientos de esas lenguas.

—Tengo también la impresión de que habéis aprendido algo de quechua.

—Un mínimo. No puedo permitir que los nativos jueguen a hacerse los tontos o que conspiren delante de mí. —El mismo Castelar se sentía interrogado, de forma ligera pero segura, y cambió de tema—. Me dijisteis que registrabais lo que veíais. ¿Dónde tenéis pluma y papel?

—Poseo una excelente memoria. Como habéis señalado, no tiene mucho sentido describir con detalle cosas que van a convertirse en lingotes. Pero para asegurarse de que no hay maldiciones, no queda nada de brujería…

Tanaquil había estado ordenando y disponiendo varios artículos mientras hablaba, adornos, platos, vasijas, figuras, grotescos a ojos de Castelar. Cuando los tuvo dispuestos frente a él, metió la mano en la bolsa que le colgaba de la cintura y sacó un curioso objeto propio. Castelar se agachó y entrecerró los ojos para ver mejor.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Un relicario. Contiene el dedo de san Hipólito.

Castelar se persignó. Sin embargo miró más de cerca.

—Nunca he visto uno como ése. —Tenía el ancho de una mano, con líneas redondeadas, y era negro excepto por una cruz de material nacarado insertada en la parte superior y, en la delantera, dos cristales que sugerían más unas lentes que ventanas.

—Una pieza rara —le explicó el fraile—. Se la dejaron los moros al partir de Granada, y más tarde fue santificada por su contenido y obtuvo la bendición de la Iglesia. El obispo que me la confió dijo que era especialmente eficaz contra la magia de los infieles. El capitán Pizarro y fray Valverde están de acuerdo en que sería adecuado, y que, en todo caso, no haría daño, someter cada pieza del tesoro inca a su influencia.

Adoptó una posición más cómoda sobre el suelo, seleccionó una pequeña imagen dorada de una bestia y le dio vuelta en su mano izquierda sobre los cristales del relicario, que sostenía con la derecha. Movía los labios en silencio. Cuando hubo terminado, dejó el objeto y cogió otro.

Castelar cambió de un pie a otro.

Después de un rato Tanaquil rió y dijo:

—Os advertí que os resultaría tedioso. Me llevará horas. Bien podéis iros a dormir, don Luis.

Castelar bostezó.

—Creo que tenéis razón. Gracias por vuestra cortesía.

Una pequeña explosión y un zumbido le hicieron darse la vuelta. Durante un instante permaneció inmóvil atrapado por la incredulidad.

Cerca de la pared y en lo alto había aparecido una cosa. Una cosa —grande, reluciente, quizá de acero, con un par de mandos y dos sillas de montar—. La vio con claridad, porque salía luz de un bastón que sostenía el jinete que se encontraba más atrás. Los dos hombres vestían prendas negras y ajustadas. Hacían que las manos y caras resaltasen en blanco, sin mácula, sobrenaturales.

El fraile se puso en pie de un salto. Gritó. Las palabras no eran español.

En ese parpadeo de tiempo, Castelar vio asombro en los extraños. Si eran magos o demonios venidos directamente del infierno, no eran todopoderosos, no frente a Dios y sus santos. Castelar agitó la espada. Se lanzó al ataque.

—¡Santiago y cierra España! —rugió, el antiguo grito de batalla de su gente mientras expulsaban a los moros de España hacia África. Haría un escándalo tan grande que los guardias de fuera lo oirían y…

El jinete delantero levantó un tubo. Parpadeó. Castelar se hundió en la nada.

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