Parpadeo. Aquí estamos. Como un golpe en el plexo solar. Casi me caigo. Me agarro a su cintura. Entierro la cara en su capa.
Calma, muchacha. Te dijo que estuvieses preparada para esta… transición. Él siente sobrecogimiento. Con rapidez dice al viento: «Ave Maria gratiae plena … » En el cielo hace frío. No hay luna, pero sí estrellas por todas partes. Se acercan las luces de un avión, encendiéndose, apagándose, encendiéndose, apagándose.
La península es tremenda, una galaxia extendida, a casi un kilómetro por debajo de nosotros. Blanco, amarillo, rojo, verde, azul, el reluciente fluir de los coches, desde San José a San Francisco. Masas negras a la izquierda donde se elevan las colinas. Una oscuridad estremecida a la derecha, la bahía, atravesada por los puentes. Se entrevén ciudades, chispazos de luz en la costa opuesta. Son como las diez en punto de una noche de viernes.
¿Cuántas veces lo habré visto? Desde aviones. Pero una motocicleta espacio—temporal, yo en el asiento del pasajero tras un hombre nacido hace cinco siglos, es muy diferente.
Se controla. Ese coraje suyo de león… sólo que un león no cargaría directamente contra lo desconocido, no como lo hicieron esos tipos después de que Colón les mostrase un mundo listo para ser ocupado.
—¿Es éste el reino del hada Morgana? —dice.
—No, aquí es donde vivo. Eso son faroles, faroles en las calles y casas y… carros. Esos carros se mueven por si mismos, sin caballos. Allí va una nave voladora. Pero no puede saltar de sitio en sitio, de año en año como ésta.
Una supermujer no estaría soltando datos. Le diría una mentira, la engañaría, usaría su ignorancia para atraparla de alguna forma. Sí, «de alguna forma» es lo difícil. Sólo soy yo, y él es un superhombre, o algo muy parecido. La selección natural en su época. Si no eras físicamente resistente no vivías para tener hijos. Y un campesino podía ser estúpido, podría incluso irle mejor si lo era, pero no un oficial militar que no tenía ningún Pentágono para que le planificase las maniobras. Además, esas horas de interrogatorios en Santa Cruz (que yo, Wanda May Tamberly, soy la primera mujer en haber pisado) me han dejado agotada. No me ha puesto la mano encima, pero ha sido muy insistente. Ha demolido toda mi resistencia. Mi idea principal, ahora mismo, es que es mejor cooperar. En caso contrario podría cometer con facilidad un error que nos matase y dejase aislado al tío Steve.
—Había pensado que los santos vivirían en tal brillo de gloria —murmura Luis. Las ciudades que él conoció se apagaban de noche. Necesitaba una linterna para encontrar el camino. Si era una buena ciudad, ponía piedras para pisar en medio de las calles sin aceras, para que te mantuvieras por encima de las mierdas de caballo y la basura.
Se vuelve táctico.
—¿Podemos descender sin que nos vean?
—Si tienes cuidado. Ve despacio y te guiaré. —Reconozco el campus de Stanford, en su mayoría una zona sin iluminación. Me inclino contra él, con la mano izquierda agarrada a la capa. Los asientos están muy bien diseñados; las rodillas me mantendrán en posición. Pero es una caída muy larga. Paso el brazo derecho por un costado. Señalo.
—Hacia allá.
La máquina se inclina. Nosotros también. Mi nariz se llena con su olor. Ya lo había notado: fuerte más que desagradable; sí, muy masculino.
Hay que admirarlo. Un héroe según sus propios términos. No puedo dejar de desear que consiga cumplir sus planes desesperados.
Casray, chica. Esto es una trampa. Has oído hablar de gente secuestrada, incluso de gente torturada, que desarrolla cariño por sus captores. No te conviertas en una Patty Hearst.
Maldición, aun así lo que Luis ha hecho es fantástico. Tiene cerebro además de valor. Piensa en todo. Intenta, mientras vais por el aire, ordenar en tu mente lo que te dijo, lo que viste, lo que supusiste.
Es difícil. Él mismo admitió estar confundido. En general se aferra a su fe en la Trinidad y en los santos guerreros. Triunfará, le dedicara a ellos sus victorias y será más importante que el Santo Emperador, o morirá en el intento e irá al Paraíso con todos los pecados perdonados porque todo lo que hizo fue en nombre de la cristiandad. La cristiandad católica.
El viaje en el tiempo es real. Existe algún tipo de policía del tiempo, y tío Steve trabaja para ella (oh, tío Steve, mientras reíamos, charlábamos, íbamos a excursiones familiares, veíamos la tele y jugábamos al ajedrez o al tenis, todo esto estaba tras tus ojos). Además hay bandidos o piratas corriendo por la historia, ¿y no es aterradora la idea? Luis escapó de ellos, cogió la máquina, me cogió a mí, para sus propios alocados Propósitos.
Cómo llegó hasta mí… Sacó la información básica del tío Steve. Temo imaginar cómo, aunque él dice que no le causó ningún daño permanente. Fue a las Galápagos, estableció un campamento antes de que las islas fuesen descubiertas. Realizó cautelosos viajes de reconocimiento al siglo XX, a 1987 para ser exactos. Sabía que yo estaría por allí y que era la única persona que podía esperar… usar.
El campamento está en el jardín botánico tras la Estación Darwin. Allí podía dejar con seguridad la máquina durante varias horas seguidas, especialmente muy de mañana o muy tarde, o de noche. Podía caminar hasta la ciudad o por la zona sin la armadura. Su ropa tenía un aspecto extraño, pero tuvo la precaución de acercarse sólo a habitantes locales de clase trabajadora, y éstos se han acostumbrado a los turistas locos. Convenció a algunos, pegó a otros, quizá sobornó a unos cuantos. Tengo la impresión de que robó dinero. Sin piedad. En todo caso, planteó preguntas inteligentes a intervalos bien espaciados. Descubrió cosas sobre esta era. Descubrió cosas sobre mí. Una vez que supo que me iba de permiso, y más o menos adónde, pudo flotar demasiado alto para que lo viésemos, vigilando por medio de la pantalla amplificadora que me mostró, esperar su oportunidad y atacar. Y aquí estábamos.
Hará esas cosas, llegado septiembre. Estamos en el fin de semana del Día de los Caídos. Quería que lo llevase a mi casa en un momento en que nadie pudiese molestarnos. Sobre todo yo (¿cómo es encontrarse con una misma?). Estoy con papá, mamá y Suzy en San Francisco. Mañana salimos para Yosemite. No volveremos hasta el lunes por la noche.
Él y yo en mi apartamento. Sé que las otras tres unidades están vacías, los estudiantes siempre se van por vacaciones.
Bien, me atrevo a esperar que siga «respetando mi honor». Hizo ese comentario desagradable sobre que me vestía como un hombre o una puta. Bien, me alegro de haber tenido la presencia de ánimo suficiente para indignarme y decirle que es ropa de dama respetable allí de donde vengo. Se disculpó, más o menos. Dijo que yo era una mujer blanca, a pesar de ser una hereje. Los sentimientos de las mujeres indias no contaban, claro.
¿Qué hará a continuación? ¿Qué quiere de mí? No lo sé. Probablemente él tampoco lo sabe todavía con seguridad. Si yo tuviese la misma oportunidad que él, ¿cómo la usaría? Es un poder casi divino. Es difícil ser razonable con esos controles entre los dedos.
—Gira a la derecha. Despacio.
Hemos volado sobre la avenida University, sobre Middlefield y más allá de la plaza; mi casa está por ahí. Sí.
—Para.
Nos detenemos. Miro tras su hombro hasta el edificio cuadrado, a tres metros por debajo de nosotros y a seis por delante. Las ventanas están ciegas.
—Tengo habitaciones en ese piso de arriba.
—¿Tenéis espacio para el carruaje?
Problema.
—Bien, sí, en la habitación mayor. Como a —maldición, ¿cuántos?— tres pies tras esos vidrios en la esquina. —Estoy dando por supuesto que el pie español de su época no es muy diferente del pie inglés.
Evidentemente no. Se inclina hacia delante, mira, calcula. Se me dispara el pulso. La piel se me llena de sudor. Tiene la intención de realizar un salto cuántico por el espacio (no, realmente no es por el espacio. ¿Alrededor?) y aparecer en el salón. ¿Qué pasa si aparecemos en medio de algo?
Oh, hizo experimentos en su retiro en las Galápagos. ¡Hacía falta valor! Hizo descubrimientos. Intentó explicármelos. Más o menos como lo entiendo, en palabras del siglo XX, pasas directamente de un conjunto de coordenadas espaciotemporales a otro. Quizá es por medio de un «agujero de gusano» —recuerdos vagos de artículos en Scientific America, Science News, Analog— y durante un momento tus dimensiones son igual a cero; luego, al expandirte en el volumen de destino, desplazas la materia que se encuentre allí. Con las moléculas de aire es evidente. Luis descubrió que si en el camino hay un objeto pequeño, se aparta a un lado. Si hay un objeto grande, la máquina, contigo a bordo, se pone al lado, desplazada con respecto al punto de destino. Probablemente se trate de un desplazamiento mutuo. Acción igual a reacción. ¿De acuerdo, don Isaac?
Debe de haber límites. Supongamos que acabamos en la pared. Clavos atravesándonos el estómago, estuco y yeso como bolas de cañón y una caída de tres metros sobre este pesado objeto.
—Que san Jaime nos acompañe —dice. Siento sus movimientos. ¡Vaya!
Aquí estamos, a unos centímetros sobre el suelo. Nos hace bajar. Aquí estamos.
La luz de la calle penetra débil por la ventana. Me bajo. Se me doblan las rodillas. Comienzo a andar. Me detengo. Su mano en mi brazo es como una tenaza.
—Parad —me ordena.
—Sólo quiero tener mejor luz.
—Me aseguraré de eso, mi dama. —Viene conmigo. Cuando le doy al interruptor y todo se ilumina se queda boquiabierto. Sus dedos me aprietan mucho—. ¡Ay! —dice, y mira a su alrededor.
Debe de haber visto luces eléctricas en Santa Cruz. Pero Puerto Ayora es una villa muy pobre, y no creo que mirase en los cuartos del personal de la estación. Intento verlo a través de sus ojos. Es difícil. Yo lo doy todo por supuesto. ¿Realmente cuánto ve, considerando lo extraño que es para él?
La moto ocupa la mayor parte de la alfombra. Se pega a la mesa, el sofá, el armario de entretenimiento y la estantería.
He tirado dos sillas. Cuarta pared, puerta abierta al pequeño pasillo. Baño y armario de la escoba a la izquierda, dormitorio y armario de la ropa a la derecha, cocina al final, esas puertas están cerradas. Cuartitos pequeños. Y apostaría a que nadie por debajo de un príncipe mercader vivía así en el siglo XVI.
Lo que le sorprende inmediatamente:
—¿Tantos libros? No podéis ser un clérigo.
Vaya, dudo que tenga un centenar, libros de texto incluidos. Y Gutenberg es anterior a Colón, ¿no?
—Qué encuadernación más pobre. —Eso parece renovar su confianza. Supongo que los libros todavía eran caros y escasos. Y no los había de bolsillo.
Agita la cabeza ante un par de revistas; las portadas deben parecerle totalmente chillonas. Nuevamente la dureza.
—Me mostraréis esta vivienda.
Lo hago, explicándole lo mejor que puedo. Ha visto (verá) grifos y baños en Puerto Ayora.
—Cómo deseo un baño —digo con un suspiro. Dame una ducha caliente y ropa limpia y podrás guardarte tu Paraíso, don Luis.
—Luego, si lo deseáis. Sin embargo, tendrá que ser delante de mí, como todo lo que hagáis.
—¿Qué? Incluso el… ¿incluso eso?
Está avergonzado pero decidido.
—Lo lamento mi dama, y mantendré el rostro apartado, aunque debo ver lo suficiente para asegurarme de que no preparáis ningún truco. Porque os creo un alma valiente y tenéis a vuestra disposición misteriosos dispositivos que no comprendo.
Ja. Si llevase una del calibre 45 en la ropa interior… Y tengo problemas para convencerlo de que la aspiradora no es un arma. Me hace llevarla hasta el salón y enseñarle cómo funciona. Una sonrisa lo vuelve humano.
—Dadme una sirvienta —dice—. No aúlla como un lobo enloquecido.
La dejamos donde está y volvemos por el pasillo. En la cocina, admira los fogones a gas. Le digo:
—Necesito un bocadillo… comida… y una cerveza. ¿Y tú? Has tenido agua sucia y tortuga medio cocida durante días.
—¿Me ofrecéis hospitalidad? —Parece sorprendido.
—Llámalo así.
Lo medita.
—No. Gracias, pero no puedo en conciencia tomar vuestra sal.
Es curioso lo emotivo que resulta.
—Está algo pasado de moda, ¿no? Si recuerdo bien, los Borgia iban a lo suyo en tu época. ¿O fue antes? Bien, aceptemos que somos oponentes que se han sentado a negociar.
Él inclina la cabeza, se quita el casco y lo deja sobre la mesa.
—Mi dama es muy amable.
Un tentempié nos hará mucho bien. Y quizá lo desarme. Soy una moza atractiva cuando lo pretendo. Aprende todo lo posible. Mantente alerta. Y, a pesar de la tensión… maldición, todo esto es fascinante.
Me observa poner en marcha la cafetera. Se muestra interesado cuando abro la nevera, sorprendido cuando quito el cierre de un par de latas. Tomo de la primera y se la paso.
—No está envenenada. Coge una silla. —Se sienta a la mesa. Yo me ocupo del pan, el queso y lo demás.
—Una bebida curiosa —dice. Seguro que había cerveza en su época, pero sin duda era diferente.
—Tengo vino, si lo prefieres.
—No, debo estar alerta.
La cerveza de California ni siquiera lo pondría alegre. Malo.
—Contadme cosas sobre vos, dama Wanda.
—Si tú haces lo mismo, don Luis.
Nos vale. Hablamos. ¡Qué vida ha llevado! Él encuentra la mía igualmente asombrosa. Bien, soy una mujer. Para él, debería de haber dedicado mis esfuerzos a reproducirme, cuidar de la casa y rezar. A menos que fuese la reina Isabel… Aprovéchalo. Haz que te subestime.
Eso exige técnica. No estoy acostumbrada a agitar las pestañas y animar a un hombre para que me describa lo maravilloso que es. Pero lo puedo hacer cuando es necesario. Es una forma de evitar que una cita degenere en un combate de boxeo. Nunca salgo dos veces con ese tipo de hombre. Dame un hombre que se considere mi igual.
Luis tampoco es del tipo bestial. Mantiene su promesa, y es absolutamente amable. Rígido, pero amable. Un asesino, un racista, un fanático; un hombre de palabra, sin miedo, dispuesto a morir por su rey y sus compañeros; sueños de Carlomagno, emotivos recuerdos de su madre, pobre y orgullosa en España. Sin humor, pero un encendido romántico.
Miro el reloj. Es cerca de medianoche. Buen Dios, ¿llevamos aquí tanto tiempo?
—¿Qué pretendes hacer, don Luis?
—Obtener armas para mi país.
Voz monótona. Sonrisa en los labios. Ve mi asombro.
—¿Estáis sorprendida, mi dama? ¿Qué otra cosa podría buscar? No viviría aquí. Desde el aire puede que se parezca a las puertas del cielo, pero creo que en el suelo, esos carruajes corriendo y rugiendo por millares hacen que se parezca más al infierno. Gente extranjera, lengua extranjera, costumbres extranjeras. Herejía y desvergüenza por todas partes, ¿no? Perdonadme. Creo que sois casta, a pesar de esa ropa. Pero ¿no sois una infiel? Está claro que desafiáis la ley de Dios en lo que respecta al papel adecuado para una mujer. —Agita la cabeza—. No, volveré a la época que me pertenece y a mi país. Volveré bien armado.
Estoy horrorizada:
—¿Cómo?
Se tira de la barba.
—He estado pensando. Un carruaje de los vuestros sería de poco uso donde no hay carreteras ni combustible. Más aún, en el mejor de los casos sería una montura torpe en comparación con mi galante Florio… o el carruaje que he capturado. Sin embargo, debéis tener armas de fuego tan alejadas de nuestros mosquetes y cañones como éstos están más allá de las lanzas y arcos de los indios. De mano, sería lo mejor.
—Pero yo no tengo armas. No puedo conseguirlas.
—Sabéis cómo son y dónde están. En arsenales militares, por ejemplo. Os preguntaré mucho durante los próximos días. Después, bien, dispongo de los medios para atravesar todas las barreras y llevarme lo que desee.
Cierto. Y es probable que tenga éxito. Me tendrá a mí, primero para informarle y más tarde como guía. No hay forma de escapar, a menos que me muestre heroica y haga que me mate. Lo que lo dejaría en libertad para intentarlo en otro lugar, y tío Steve se quedaría donde está.
—¿Cómo… cómo usarás… esas armas?
Solemne:
—Al final, dirigiendo las tropas del emperador para llevarlas a la victoria. Atacar a los turcos. Arrancar la sedición luterana en el norte de la que he oído hablar. Enseñar humildad a franceses e ingleses. La cruzada final. —Toma aliento—. Primero, garantizaré la conquista del Nuevo Mundo y mi propio poder en él. No es que desee la fama más que otros. Pero Dios me ha nombrado.
Mi mente da vueltas por la locura que surgiría del menor de sus planes.
—¡Pero todo lo que nos rodea, no habrá existido! ¡Nunca habría nacido!
Él se persigna.
—Ésa es la voluntad de Dios. Sin embargo, si me ofrecéis fieles servicios, podría llevaros conmigo y garantizar vuestra seguridad.
Sí. Seguridad como una mujer española del siglo XVI. Si existo. Mis padres no existirían, ¿no? No tengo ni idea. Simplemente estoy convencida de que Luis juega con fuerzas más allá de su imaginación, o de la mía, o de la de cualquiera excepto la Guardia del Tiempo… como un niño que juega en un campo nevado antes de la avalancha…
¡La Guardia del Tiempo! Ese Everard del año pasado, preguntando por el tío Steve, ¿por qué? Porque Stephen Tamberly realmente no trabajaba para una fundación científica. Trabajaba para la Guardia del Tiempo.
Su labor debía de incluir evitar desastres. Everard me dio su tarjeta. Tenía un número de teléfono. ¿Dónde puse ese trozo de papel? Esta noche el universo depende de él.
—Debería empezar descubriendo que pasó en Perú desde que yo… me fui —dice Luis—. Después podré planear cómo arreglarlo. Decídmelo.
Me estremezco. Me deshago de la sensación de vivir una pesadilla. Piensa qué hacer.
—No puedo. ¿Cómo iba a saberlo? Eso sucedió hace más de cuatrocientos años. —Sólido, de carne, lleno de sudor, un fantasma de ese pasado lejano se sienta delante de mí, entre platos sucios, tazas de café y latas de cerveza.
Una erupción en mi cabeza.
Mantengo la voz baja. Bajo la vista. Tímida.
—Tenemos libros de historia, claro. Y bibliotecas donde cualquiera puede entrar. Iré a mirar.
Él ríe.
—Sois valiente, mi dama. Sin embargo, no abandonaréis estas habitaciones, ni os apartaréis de mí hasta que esté seguro de mi control de estas cosas. Cuando yo salga, a investigar, dormir, o por cualquier otra razón, volveré en el mismo minuto de mi partida. Evitad el centro de la habitación.
La máquina del tiempo aparece en el mismo espacio que yo. ¡Bum! No, es más probable que me aparte unos centímetros. Seré arrojada contra la pared. Podría romperme un hueso, lo que no sería muy útil.
—Bien, podría hablar con alguien que conozca la historia. Tenemos dispositivos… para enviar la voz por cables, a kilómetros de distancia. Hay uno en la sala principal.
—¿Y cómo sabría yo con quién habláis o qué decís en vuestra lengua inglesa? Para asegurarme, no pondréis las manos en ese aparato. —Él no sabe qué aspecto tiene un teléfono, pero yo no podría empezar a usar el mío sin que él comprendiese.
La hostilidad desaparece. Seriedad:
—Mi dama, os lo ruego, comprended que no tengo malas intenciones. Hago lo que debo hacer. Allí están mis amigos, mi país, mi Iglesia. ¿Tendréis la sabiduría, la compasión, de aceptarlo? Sé que tenéis conocimientos. ¿No tenéis ningún libro propio que pueda ayudarme? Recordad que, suceda lo que suceda, seguiré adelante con mi sagrada misión. Podéis hacer que sea menos terrible para el hombre a quien amáis.
La emoción se va con la esperanza. Me siento cansada. Me duele cada una de mis células. Coopera con esto. Quizá después te deje dormir. Los sueños que pudiesen venir no podrían ser más terrible que la vigilia.
La enciclopedia. Regalo de cumpleaños de Suzy, mi hermana, hace un par de años, que estaría condenada si España conquista Europa, el Cercano Oriente y ambas Américas.
Helada. ¡Ya recuerdo! Tiré la tarjeta de Everard en el cajón superior, donde guardo lo que no sé clasificar. El teléfono está justo encima, al lado de la máquina de escribir.
—Señorita, tembláis.
—¿No tengo razones? —Me pongo en pie—. Ven. —El viento frío que me atraviesa me quita el agotamiento—. Tengo un par de libros con información.
Me sigue justo detrás. Su presencia es una sombra sobre mí, una sombra con peso.
En la mesa.
—¡Alto! ¿Qué queréis de ese cajón?
Nunca he sido una buena mentirosa. Debo mantener la cara oculta y que mi voz sea vacilante es de esperar.
—Puedes ver cuántos volúmenes hay. Debo consultar mis registros para localizar la crónica. Mira. No hay ningún arcabuz oculto. —Lo abro antes de que me agarre la cintura. Me quedo pasiva, dejándole buscar hasta que está satisfecho. La tarjeta salta entre las cosas, como mi pulso.
—Os pido perdón, mi dama. No me deis ninguna ocasión para sospechar de vos y no os trataré mal.
Le doy la vuelta a la tarjeta. Hago que parezca accidental. La vuelvo a leer: Manse Everard, una dirección de Manhattan, el número de teléfono, el número de teléfono. Me lo grabo en la cabeza. Busco. ¿Qué puedo sacar que parezca un catálogo de biblioteca? Ah, el seguro de mi coche. Lo saqué para echarle un vistazo después de aquel golpe hace meses… no, el mes pasado, abril… y todavía no he tenido tiempo de ponerlo en la caja de seguridad. Hago como que lo examino.
—Ah, aquí está.
Vale, ahora sé cómo pedir ayuda. Falta la oportunidad para hacerlo. Tengo que mantenerme atenta.
Rodeo la moto del tiempo para llegar a la estantería. Luis me sigue de cerca. Payn a Polka. Lo saco, lo hojeo. Él mira por encima del hombro. Exclama cuando reconoce Perú. Sabe leer. Pero no inglés.
Traduzco. Primera historia. El viaje de Pizarro a Túmbez, las terribles penalidades, su eventual retorno a España en busca de financiación.
—Sí, sí, lo he oído muchas veces. —A Panamá en 1530, Túmbez en 1531—. Estaba con él.
Lucha. Un pequeño destacamento realiza un viaje épico por las montañas. Entra en Cajamarca, captura al inca, su rescate.
—¿Y luego, y luego?
Muerte judicial de Atahualpa.
—Oh, terrible. Bien, sin duda mi capitán decidió que era necesario.
Marcha a Cuzco. La expedición de Almagro a Chile. Pizarro funda Lima. Manco, su inca de paja, escapa, levanta a la gente contra los invasores. Cuzco es atacada desde principios de febrero de 1536 hasta que Almagro regresa y la libera en abril de 1537; mientras tanto, hay valor desesperado en ambos bandos por todo el país, justo después de la difícil victoria española, con los indios todavía en guerra de guerrillas, los hermanos Pizarro y Almagro se enfrentan entre sí. Batalla directa en 1538, Almagro es derrotado y ejecutado. Su hijo mestizo y sus amigos enfurecen; conspiración, asesinato de Francisco Pizarro en Lima, 26 de junio de 1541.
—¡No! ¡Por el cuerpo de Cristo que no sucederá!
Carlos V envía un nuevo gobernador, que toma el poder, derrota al bando de Almagro y ejecuta a los jóvenes.
—Horrible, horrible. Cristiano contra cristiano. No, está claro, necesitamos un hombre fuerte para tomar el mando en los primeros momentos de desgracia.
Luis saca la espada. ¿Qué demonios? Alarmada, dejo caer el volumen, me retiro hacia la mesa. Él se pone de rodillas. Levanta la espada por la hoja, la convierte en una cruz. Le caen lágrimas por las mejillas de cuero hacia la barba de medianoche.
—Dios todopoderoso, Santa Madre de Dios —solloza—, sed con vuestro sirviente.
¿Una oportunidad? No hay tiempo de pensar.
Agarro la aspiradora. La agito en alto. Él lo oye, se da la vuelta sobre las rodillas, se agacha para saltar. Es una maza pesada e incómoda. Le doy con todo lo que mis brazos y hombros pueden ofrecer. Al otro lado de la moto, le doy con el motor en la cabeza.
Cae. La sangre fluye como loca, de un rojo neón. Cráneo lacerado. ¿Lo he dejado inconsciente? No me detengo a comprobarlo. Dejo la aspiradora encima de él. Salto al teléfono.
Da tono. ¿El número? Mejor que acierte. Tic, tic, tic… Luis gruñe. Se pone de cuatro patas. Tic, tic.
Suena.
Suena, suena. Luis se agarra al estante, lucha por ponerse de pie.
La voz que recuerdo.
—Hola. Soy el contestador de Manse Everard.
¡Oh, Dios, no!
Luis agita la cabeza, se limpia la sangre de los ojos. Mancha, gotea, en cantidad imposible, imposiblemente brillante.
—Lamento no poder venir al teléfono. Si desea dejar un mensaje, le devolveré la llamada en cuanto pueda.
Luis se pone de pie con dificultad, con los brazos colgando, pero me mira.
—Luego —murmura—. Traición.
—Puede empezar a hablar cuando oiga la señal. Gracias.
Se agacha, recoge la espada, avanza. Tambaleándose, inexorable.
Grito:
—Wanda Tamberly. Palo Alto. Viajero en el tiempo. —¿Cuál es la fecha, demonios, cuál es la fecha?—. Noche del viernes antes del Día de los Caídos. ¡Ayuda!
La espada apunta a mi garganta.
—Arroja esa cosa —ruge. Lo hago. Me tiene contra la mesa—. Debería matarte por eso. Quizá lo haga.
U olvidará sus escrúpulos sobre mi virtud y…
Al menos dejé una pista a Everard. ¿No?
Una ráfaga. Una segunda máquina sobre la primera, sus pilotos apretados contra el techo.
Luis grita. Se echa atrás, sobre el asiento de la suya. Con la espada en una mano. La otra baila sobre los controles. Everard no puede moverse bien. Veo una pistola en su mano. Pero hay una ráfaga. Luis se ha ido.
Everard desciende.
Todo me da vueltas, se oscurece. No me he desmayado nunca. Si pudiese sentarme durante un minuto.