Poul Anderson El año del Rescate

10 de septiembre de 1987

«Excelente soledad.» Sí, Kipling podría haberlo dicho. Recuerdo cómo esos versos me recorrieron el espinazo cuando los escuché por primera vez, leídos por el tío Steve en voz alta. Aunque eso debió de ser hace una docena de años, todavía surten en mí el mismo efecto. El poema trata de¡ mar y las montañas, claro; pero también de las Galápagos, las islas Encantadas.

Hoy necesito un poco de su soledad. Los turistas son en su mayoría gente decente y brillante. Aun así, una temporada de pastorearlos por los senderos, contestando una y otra vez a las mismas preguntas empieza a cansarte. Ahora que ya son menos, mi trabajo de verano ha terminado y pronto estaré en casa, en Estados Unidos, para empezar mis estudios de postgrado. Ésta es mi última oportunidad.

—¡Wanda, cariño! —La palabra que emplea Roberto es «querida», que podría tener muchos sentidos. No necesariamente. Me lo planteo durante un parpadeo o dos—: Por favor, déjame ir contigo.

Un apretón de manos.

—Lo siento, compañero. —No, exactamente no; «amigo» tampoco se traduce directamente al inglés—. No estoy de mal humor ni nada parecido. Nada más lejos de la realidad. Todo lo que quiero son unas pocas horas Para mí. ¿No te ha pasado nunca?

Estoy siendo sincera. Mis compañeros guías están bien. Deseo que las amistades que he conseguido perduren. Seguro que así será si podemos reunirnos. Pero eso es incierto. Podría o no volver el año próximo. Con el tiempo podría o no conseguir mi sueño de unirme al personal de investigación de la Estación Darwin. No pueden aceptar a demasiados científicos; o mientras tanto podría aparecer otro sueño que me arrebatase. Este viaje, en el que media docena de nosotros recorremos el archipiélago en un bote con un permiso de acampada, podría bien ser el final de lo que hemos llamado el «compañerismo». Oh, vale, supongo que una postal de Navidad o dos.

—Necesitas protección. —Roberto se ha puesto dramático—. Ese hombre extraño del que hemos oído hablar, preguntando en Puerto Ayora por la joven americana rubia.

¿Dejar que Roberto me escolte? Tentación. Es guapo, vivaz y un caballero. No es que en estos últimos meses hayamos tenido un romance, Pero nos hemos hecho muy íntimos. Aunque nunca me lo ha dicho con palabras, sé que él querría ser todavía más íntimo. No ha sido fácil resistirse.

Hay que hacerlo, más por él que por mí. No por su nacionalidad. Creo que Ecuador es el país de Latinoamérica en el que los yanquis se sienten más a gusto. Para nuestro nivel, las cosas aquí funcionan. Quito es una ciudad encantadora, e incluso Guayaquil (desagradable, llena de humo, reventando de energía acumulada) me recuerda Los Ángeles. Sin embargo, Ecuador no es Estados Unidos, y desde su punto de vista tengo muchos defectos, empezando por el hecho de que no estoy segura de cuándo estaré lista para establecerme, si es que llega el día.

Por tanto, río.

—Oh, sí, el señor Fuentes de la oficina de Correos me lo contó. El pobre estaba muy preocupado. La ropa rara del extraño, el acento y todo lo demás. ¿Todavía no ha aprendido lo que puede salir de un barco de crucero? ¿Y cuántas rubias hay hoy en día en las islas? ¿Quinientas al año?

—¿Cómo iba a seguirla el admirador secreto de Wanda? —añade Jennifer—. ¿Nadando?

Resulta que sabemos que ningún barco ha tocado Bartolomé desde que dejamos Santa Cruz; no hay yates cerca, y todos hubiesen reconocido a un pescador local.

Roberto se pone rojo bajo el bronceado que todos compartimos. Con pena, le toco la mano mientras le digo al grupo:

—Adelante, gente, bucead con tubo o lo que queráis. Volveré a tiempo para mi parte de las tareas.

Luego, con rapidez, me alejo de la ensenada. Realmente necesito algo de soledad en esta extraña, dura y hermosa naturaleza.

Podría fusionarme sumergiéndome. El agua es clara como el cristal, sedosa a mi alrededor; de vez en cuando veo un pingüino, no nadando sino más bien volando por el agua; los peces danzan como fuegos de artificio, las algas bailan el hula; puedo hacer amistad con los leones marinos. Pero los otros nadadores, no importa lo encantadores que sean, hablarán. Lo que quiero es estar en comunión con la tierra. En compañía no podría admitirlo. Suena demasiado pomposo, como si perteneciese a Greenpeace o a la República Popular de Berkeley.

Ahora que he dejado atrás la arena blanca y los mangles, parece que bajo los pies tengo una desolación total. Bartolomé es volcánica, como sus hermanas, pero apenas tiene tierra. Ya hace calor bajo el sol de la mañana y no hay ni una nube para suavizar el resplandor. Aquí y allá se ve un arbusto desolado o una mata de hierba, pero se reducen al acercarme a Pinnacle Rock. Mis Adidas susurran sobre la lava oscura, en silencio.

Sin embargo… entre peñascos y charcos, se mueven los cangrejos Sally Lightfoot, azul y naranja brillantes. En dirección al interior, espío un lagarto bastante raro en este lugar. Estoy a un metro de un alcatraz de patas azules; podría salir volando, pero se limita a mirarme, criatura ingenua. Un pinzón pasa por delante de mi vista; fueron los pinzones de las Galápagos lo que ayudaron a Darwin a comprender cómo la vida recorre el tiempo. Un albatros blanco. Más alto vuela un pájaro fragata. Me coloco los binoculares que me cuelgan del cuello y observo la arrogancia de las alas bajo la luz del sol, la cola dividida como la espada doble de un bucanero.

Aquí no hay ninguno de los senderos que normalmente obligo a seguir a los turistas. El gobierno ecuatoriano es estricto en ese punto. Considerando los recursos limitados, está haciendo un gran trabajo intentando proteger y restaurar el medio. Me preocupo de dónde coloco los pies, como corresponde a una bióloga.

Doy una vuelta alrededor del extremo oriental del islote, tomo el sendero y empiezo a dirigirme al pico central. La vista desde allí, por encima de isla Santiago y sobre el océano, es impresionante; y hoy la tengo para mí. Probablemente allí tomaré el almuerzo que me he traído. Puede que más tarde baje a la cala, me quite pantalones y camisa, y disfrute de un baño privado antes de dirigirme de nuevo al oeste.

¡Ten cuidado, niña! Estás a apenas veinte kilómetros por debajo del Ecuador. Este sol exige respeto. Me coloco bien el sombrero de ala ancha y bebo de la cantimplora.

Recupero el aliento, miro a mi alrededor. He ganado algo de altitud, que debo perder antes de llegar al final del sendero. No se ve ni la playa ni el campamento. En lugar de eso, veo un montón de rocas en la bahía Sullivan, agua azul, punta Martínez elevándose gris en la gran isla. ¿Es eso un halcón? Tomo los binoculares.

Un resplandor en el cielo. Reflejo de metal. ¿Un avión? No, no puede ser. Ha desaparecido.

Perpleja, bajo el instrumento. He oído muchas cosas sobre platillos volantes, ovnis, por darles el nombre respetable. Nunca me las he tomado en serio. Papá dio a sus hijos una buena dosis de escepticismo. Bien, es un ingeniero electrónico. Tío Steve, el arqueólogo, ha recorrido mucho más mundo y dice que está lleno de cosas que no comprendemos. Supongo que nunca sabré qué he visto. Sigamos.

De improviso, una ráfaga momentánea. El aire empuja. Una sombra cae sobre mí. Vuelvo la cabeza hacia arriba.

¡No puede ser!

Una motocicleta exagerada, sólo que diferente en todos los detalles, y no tiene ruedas, y cuelga del aire, a tres metros de altura, sin soporte, en silencio. Un hombre en el asiento delantero va asido a lo que puede ser el manillar. Le veo con toda claridad. Cada segundo dura una eternidad. El terror se apodera de mí, como no lo había hecho desde que tenía diecisiete años, cuando conducía por lo alto de un acantilado bajo una tormenta y el coche patinó.

Salí de aquélla. Ésta no termina.

Mide como un metro setenta, es huesudo pero de hombros anchos, piel oscura, llena de marcas, nariz ganchuda, pelo negro que le cae encima de las orejas, barba negra y un bigote desfilado pero no desgreñado. Su atuendo es lo que resulta por completo incongruente sobre esa máquina. Botas blandas, desaliñadas calzas marrones que salen de pantalones cortos abombados, una camisa de manga larga que podría ser azafrán bajo toda la porquería… peto de acero, casco, capa roja, una espada envainada sobre la cadera izquierda.

Como si el sonido llegase desde un centenar de kilómetros dice:

—¿Sois la dama Wanda Tamberly?

De alguna forma eso me vuelve a llevar al borde del grito. Sea lo que sea lo que está pasando, no puedo soportarlo. La histeria nunca ha sido obligatoria. ¿Pesadilla, sueño febril? No lo creo. El sol me calienta demasiado la espalda, el mar brilla demasiado y puedo contar cada espina de ese cactus. ¿Broma, chiste, experimento psicológico? Más imposible que la cosa en sí… Su español es de la variante castellana, pero nunca antes había oído un acento parecido.

—¿Quién es usted? —me obligo a decir—. ¿Qué busca?

Tensa los labios. Malos dientes. Su tono es medio feroz y medio desesperado.

—¡Rápido! Debo encontrar a Wanda Tamberly. Su tío Esteban corre gran peligro.

—Soy yo —dice mi boca.

Él se ríe. El vehículo desciende hacia mí. ¡Corre!

Se detiene a mi lado, se inclina y me pasa el brazo derecho por la cintura. Esos músculos son de titanio. Me levanta. El curso de defensa personal que tomé… Mis dedos buscan sus ojos. Es demasiado rápido. Me aparta la mano de un golpe. Hace algo en los controles. De pronto, estamos en otra parte.

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