7 – Problema

McClane estaba entrevistando a otra posible cliente, una mujer solitaria de mediana edad. Ésas solían ser clientes bastante corrientes; las mujeres parecían tener más sueños reprimidos que los hombres, y un poco más depresivos. Tampoco resultaban, necesariamente, más pobres; sólo estaban cansadas de permanecer en casa mientras sus maridos disfrutaban de toda la acción. Lo que él ofrecía era ideal para ellas.

– Como puede ver, señora Killdeer, es cierto que nosotros podemos recordarlo todo por usted. ¡Será la mejor experiencia que jamás haya vivido!

– Pero no dispondré de ningún recordatorio -se quejó ella.

– Eso no es cierto -repuso con vigor McClane-. Por unos pocos créditos más, nosotros le suministramos postales, fotografías de los paisajes que ha visto, cartas de los hombres atractivos que ha conocido…

El zumbido del videófono lo interrumpió. ¡Maldición! Les había advertido que no hicieran eso mientras cerraba un trato. Activó el videófono, y la doctora Lull apareció en la pantalla.

– ¿Bob? -dijo inmediatamente. Su voz era tensa-. Será mejor que bajes aquí de inmediato.

McClane alzó los ojos al cielo delante de la señora Killdeer, como si estuviera del lado del cliente y en contra de la compañía. No exageraba mucho; las buenas ventas no resultaban tan corrientes, y detestaba que le estropearan el discurso con el que atrapaba la atención del interesado.

– Estoy con una cliente muy importante.

– Parece que se ha producido otra embolia esquizoide -anunció llanamente la doctora Lull.

McClane quedó petrificado. Peor aún, también la señora Killdeer. ¡Entendió la referencia! Casi con toda seguridad esto le iba a costar dos clientes: Quaid y Killdeer. ¡Qué horrible final!

Se puso de pie y trató de esbozar una sonrisa tranquilizadora.

– Regresaré en un momento.

Sin embargo, temía que ella ya no estaría allí a su vuelta. ¡Maldición, maldición, maldición!

Salió de la oficina de ventas y se dirigió pasillo abajo, hacia el estudio de los recuerdos. ¡Imbéciles, interrumpirle con semejante anuncio en presencia de un cliente! ¡Iba a patear unos cuantos culos! ¿Es que Renata Lull creía que podía hacer algo así y…?

No obstante, cuando entró en el estudio, se detuvo en seco, olvidada su cólera. Quedó perplejo ante lo que sucedía.

El cliente, Douglas Quaid, se había vuelto loco. Gritaba y se debatía en su sillón, luchando con violencia en sus intentos por romperlas correas que le inmovilizaban. Era un hombre muy fuerte -McClane no se había percatado de la fuerza que poseía-, y la conexión intravenosa corría el peligro de soltarse. En realidad, todo el sillón sufría sacudidas. ¿Qué había ocurrido? ¿Una reacción adversa al sedante?

Quaid parecía otra persona. No estaba tan enloquecido como furioso. Sus ojos se mostraban inexorables, y su voz era fría y amenazadora.

– ¡Sois carne muerta, todos vosotros! -gritó, con perfecta claridad-. ¡Habéis destruido mi pantalla!

La doctora Lull y Ernie se arrinconaban temerosos contra una esquina de la estancia, intentando mantener una distancia segura con respecto al furioso hombre. Pero McClane tenía más experiencia con casos que habían salido mal; resultaban más corrientes de lo que dejaba ver en los informes. Cada cliente era un individuo distinto, con sinapsis y reacciones distintas; resultaba inevitable que se produjeran algunos desajustes.

– ¿Qué demonios está sucediendo aquí? -demandó McClane, irritado-. ¿Es que no podéis instalar un jodido implante doble? -La educación era para los posibles clientes, no para los empleados incompetentes.

– No fue culpa mía -protestó la doctora Lull-. Dimos con una capa de recuerdo.

– ¡Soltadme, imbéciles! -rugió Quaid-, ¡Llegarán en cualquier momento! ¡Os matarán a todos!

¿Eh?

– ¿De que está hablando? -restalló McClane.

– ¡Detened esta operación ahora!

¿Cómo es que el tipo hablaba con tanta precisión? Un loco por reacción inducida podía gritar y soltar espuma por la boca, pero sus palabras, en su mayor parte, eran obscenidades ininteligibles. Quaid sonaba de una forma alarmantemente coherente.

– Señor Quaid, cálmese, por favor -pidió McClane, tratando de apaciguarlo.

Quizá debieran cambiar la mezcla, sedarlo por completo y, luego, explorar el problema. ¿Una capa de recuerdo? ¡Quién habría esperado eso!

– ¡Yo no soy Quaid!

¿Personalidad múltiple? Eso podía explicar el arrebato; además, tendría la misma reacción que una capa de recuerdo, debido al recuerdo que se aferraba a la personalidad alternativa. ¡Sin embargo, Lull lo habría descubierto! Visiblemente nervioso, McClane se acercó para inspeccionar los ojos de Quaid.

– Lo que está experimentando es una reacción al implante -dijo, aunque no tenía la certeza de que fuera así. ¡Cualquier cosa con tal de calmar a esta cosa musculosa y salir del problema!-. No obstante, en unos minutos…

Quaid tiró de las correas. De repente, la que le sujetaba el brazo derecho se rompió. El brazo salió disparado y agarró a McClane por el cuello. ¡Qué poder devastador tenía el nombre!

– Desáteme. -La palabra fue pronunciada en voz baja; sin embargo, la suave amenaza resultaba clara.

McClane, ahogándose, intentó soltar los dedos de Quaid de su cuello. No obstante, ni con sus dos manos pudo aflojar el férreo apretón. Los trabajadores de la construcción poseían brazos fuertes; eso ya lo sabía. ¿Por qué no les indicó que duplicaran las correas? ¡Se iba a desmayar antes incluso de poder hablar!

Ernie salió de su inmovilidad. Se lanzó hacia el sillón y trató de bajar el brazo de Quaid, empleando en ello todo el peso de su cuerpo. Bien podría haber estado empujando la rama de un roble. McClane sintió que se desvanecía mientras se esforzaba infructuosamente por respirar.

La doctora Lull preparó a toda velocidad una pistola hipodérmica y, frenéticamente, la incrustó contra la cadera de Quaid. Disparó una dosis tras otra de narquidrina hasta que, por fin, el hombre relajó la mano y se desmayó.

McClane cayó al suelo, medio ahogado, mientras el estudio y todo el mundo daban vueltas. Ernie consiguió sujetarlo, suavizando la caída.

La doctora Lull se acercó a ellos.

– ¿Estás bien? -preguntó con cierta ansiedad, bajando la mano para tocar su frente.

McClane hizo a un lado la mano y jadeó en busca de aire. ¡Qué desastre de situación!

– ¡Escúchame! -exclamó la doctora Lull con tono urgente-. No ha parado de hablar de Marte. -Era evidente que estaba asustada de veras-. ¡Realmente ha estado allí!

El mundo se asentó con lentitud y recuperó su configuración normal; sin embargo, McClane aún sentía la presión de aquellos terribles dedos contra su cuello. Seguro que estaba amoratado; no obstante, era una suerte que no fuera algo peor. ¡Qué monstruo!

– ¡Usa tu jodido cerebro, zorra estúpida! -siseó-. ¡Se encuentra representando su papel de agente secreto en el Viaje del Ego! Debisteis haberle sujetado lo suficiente, de modo que cuando creyera…

– No es posible -repuso Lull con frialdad. No le gustaba el lenguaje fuerte, pero en esta ocasión su descuido había propiciado el desastre.

– ¿Por qué no? -preguntó McClane con tono condescendiente. ¡Ella no se iba a librar de este caos con ninguna jerga pseudomédica!

– Porque todavía no hemos hecho el implante.

McClane se la quedó mirando con los ojos muy abiertos, y tuvo que contener la réplica que pensaba lanzar la histeria

– Estábamos…

– Oh, mierda… -De repente, se sintió aterrado. ¿Ningún implante? ¿Y el hombre había estado hablando de una experiencia marciana real? ¡Esto ya no era raro, era peligroso!

– Es lo que he intentado decirte -comentó la doctora Lull con énfasis-. Alguien le borró la memoria. ¡El hombre ha estado de verdad en Marte! Y eso no es todo…

– ¿Alguien? -gritó Ernie, poseído por el pánico-!Está hablando de la jodida Agencia!

– ¡Cierra la boca! -le gritó la doctora Lull. El poderoso golpe verbal lo redujo atontado al silencio.

McClane intentó pensar. Pero, ¿cómo pensar en lo impensable? El lío en el que se habían metido hacía que la embolia esquizoide pareciera como un simple dolor de cabeza. Porque parecía como si Ernie tuviera razón: el enmascaramiento de su memoria debía haber sido realizado por la Agencia. Nadie más disponía de esa tecnología. Y todo el mundo, desde los jefes de estado hasta las más miserables ratas de túnel de las minas marcianas, sabía que interferir con los planes de la Agencia podía conducir a serios, por no decir fatales, resultados. No se necesitaba ser un Einstein para imaginar que el eliminar la pantalla protectora de un agente operativo, aunque fuera por accidente, podía calificarse de una interferencia importante.

La Agencia era un departamento gubernamental semisecreto. Su red se había extendido a través de toda la Tierra y la Colonia Marciana, y no estaba sujeta a ninguna ley civilizada. Conseguía sus metas por todos los medios que fueran necesarios, aunque cuáles eran esas metas, y quién las establecía, era algo que nadie sabía con seguridad. Por supuesto, tenía agentes como Quaid: brutos asesinos que sólo podían ser detenidos por otros de su misma clase. El hecho de que esta exposición de uno de sus agentes no hubiera sido intencionada no significaría nada. Ellos tres podían considerarse literalmente como carne muerta, exactamente tal como Quaid había amenazado. ¿Por qué demonios había acudido el tipo a Rekall?

McClane no era ningún asesino. Pero, en este instante, y de una forma horrible, su vida se encontraba ante el abismo. Podían matar a Quaid simplemente aumentando la dosis sedante hasta un nivel letal. Podían hacerlo en el acto. Sin embargo, ¿lograrían con ello escapar con vida? ¿Qué harían con el cuerpo? Los tres juntos apenas podían moverlo, y menos aún sacarlo del edificio sin que nadie lo viera. ¿Llevaba encima algún transmisor? Temía que sí…, lo cual significaba que la Agencia entraría en acción en el instante mismo en que la señal vital de Quaid se apagara en el monitor de quien lo estuviera vigilando. ¿Podían drogarlo a un nivel casi de muerte y tener tiempo de arrastrarlo fuera de ahí y esconderlo en un lugar en el que no lo encontraran nunca? ¡No había ningún sitio en el que no lo encontraran nunca si disponían de un transmisor! Rastrearían el camino seguido por él, y caerían sobre Rekall sin hacer ninguna pregunta. Ésa no era la solución.

Entonces apareció en su mente. ¡No tenían por qué matarlo u ocultarlo! Lo único que debían hacer era esconderse ellos mismos, esconder a Rekall, Inc., de Quaid y la Agencia. Tenían que sacarlo de aquí y borrar todo recuerdo de su visita, tal como habrían hecho con el tratamiento normal. No obstante, con una diferencia…

– De acuerdo, esto es lo que vamos a hacer -dijo-. Renata, cubre cualquier recuerdo que tenga de nosotros o de Rekall.

– Lo intentaré -repuso ella, nerviosa-. Su mente es un lugar bastante revuelto.

McClane se volvió al asustado joven.

– Ernie, mételo en un taxi…, por la parte de atrás. Haz que Tiffany te ayude.

Ernie asintió. Llevaría a Quaid al taxi y le daría al conductor la dirección de su casa. No resultaría fácil localizar el punto exacto de la recogida y, si la doctora Lull llevaba a cabo su trabajo de forma correcta, nadie lo intentaría jamás. Una cosa estaba clara: la Agencia no había enviado a Quaid hasta aquí; vino por voluntad propia, debido a alguna filtración en su escudo de condicionamiento. Tenía la obsesión de Marte en su cabeza…, ¡no era de extrañar! Si conseguían sacarlo limpiamente de Rekall, no habría repercusiones. Siempre que nada saliera mal.

Siempre que nada saliera mal. Ahí estaba la clave. Sin embargo, Lull sabía que tanto su vida como la de él estaban en la cuerda floja; haría bien el trabajo. Ella conocía su profesión, igual que él conocía la suya.

– Destruiré su archivo y devolveré el dinero -explicó McClane, mientras sus pensamientos trazaban a gran velocidad todos los detalles. Se puso de pie y recorrió el limitado espacio del suelo-. Y, si alguien viene haciendo preguntas…, nunca hemos oído hablar de Douglas Quaid.

Los tres miraron a Quaid, tendido sin sentido en el sillón. McClane esperó con ardor no volver a saber nunca más nada del hombre.

Regresó a la oficina delantera. Tal como había supuesto, la señora Killdeer se había marchado. Ya no se lamentaba de la venta perdida; de hecho, se sentía aliviado. En este momento le acuciaban asuntos más urgentes. Tenía que borrar esos archivos, y explicarles a todos los que habían visto a Quaid que nunca le vieron, empezando por la recepcionista. De hecho, le podía ser de utilidad ahí atrás, ya que no podían tratar a Quaid adecuadamente mientras se encontrara completamente dormido, y existía la posibilidad de que se recuperara demasiado mientras realizaban los preparativos delicados. La recepcionista era excelente en pacificar a la gente, en especial a los hombres; ayudaría a mantener tranquilo a Quaid. Además, la devolución del dinero…, quizá lograra anular el pago antes de que quedara registrado de forma permanente en el sistema central de ordenadores, como si nunca se hubiera producido ningún pago. Eso sería mucho mejor. Ningún pago, ninguna devolución…, no había ocurrido nada.

Si esto salía bien, la vida seguiría igual que antes. Si no, podían encontrarse muertos antes de darse cuenta de ello. McClane supo que esa noche no iba a dormir bien, o ninguna noche de esa semana.

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