18 – Edgemar

Quaid se relajó precavidamente en su habitación del Hotel Hilton. Era un cuarto con una noche especial para turistas, distinta de la noche de Marte. La media hora añadida al día marciano quizá no fuera ningún problema para los trabajadores locales, pero para los turistas recién llegados de la Tierra podía significar la pérdida total de sincronización. De modo que en cada habitación se podía establecer cualquier ritmo y tiempo determinado que deseara su ocupante. Quaid no se había molestado en quitarle el horario que el cliente anterior había fijado. Después de todo, él también era un turista. De ese modo, en la habitación reinaba la noche, mientras que fuera aún no había empezado a anochecer.

Los lacayos de Cohaagen aún no habían venido en su busca. ¿Les había despistado de verdad, o todavía aguardaban el momento en que creyeran que dormía? Después de los varios intentos fallidos para liquidarle, quizás habían aprendido algo de cautela. Lo más probable era que no desearan armar un escándalo en el distrito turístico de Marte. Puede que lograran cogerle; pero, si ello les costaba una mala temporada con los turistas debido a que los viajeros tuvieran miedo de ser asesinados en las habitaciones de sus hoteles, sería un precio muy elevado. Así que, de momento, quizá se encontrara a salvo…, o tal vez no. Por las dudas, adoptaría medidas de precaución para dormir, poniendo un muñeco en la cama mientras él descansaba en otra parte.

Sin embargo, en ese momento su mente no se hallaba concentrada en la supervivencia. Pensaba en Melina. ¿Qué debió haber hecho para que ella le creyera? Ya no tenía ninguna duda de que se trataba de la mujer de su sueño, porque una impostora le habría seguido la corriente, intentando sacarle la mayor información posible mientras, supuestamente, mantenía una relación sexual espontánea con él. Luego haría que los matones le atraparan. Por el contrario, ella le había echado. A pesar de lo doloroso que le resultaba, eso le convenció. Quizá, después de todo, él había actuado bien, porque ahora sabía que podía confiar en ella…, si tan sólo lograba convencerla para que ella confiara en él.

Bueno, dormiría con eso en mente. Quizá volviera a soñar con ella y, en el sueño, ella le explicara cómo podía aproximársele. Mientras tanto, trataría de relajarse. Había comido un montón de barritas de chocolate Mars y unas cuantas vitaminas, con el fin de mantener el equilibrio. No es que fuera un fanático de los dulces; sin embargo, le hacían sentirse cercano a Hauser, lo que le permitía mantener la esperanza de llegar lo más lejos posible en el conocimiento de su personalidad y, de ese modo, tener la posibilidad de recordar algo vital. No era más psicólogo que un asistente social; pero le parecía que, cuanto más se sumergiera en las cosas que se asociaban con Hauser, más probabilidades tenía de activar algún recuerdo adicional que le permitiera adentrarse en el hombre. Algo así podría salvarle la vida, o darle más significado.

Conectó el video. La habitación no tenía una pantalla que abarcara toda una pared, ya que Marte no poseía una gran industria de consumo; no obstante, se acostumbraría a una más pequeña.

Apareció un documental local sobre ¿qué podía ser? Marte. Eran imágenes monótonas de unas rocas negras en el desierto. Eso mismo le había fascinado antes; pero, ahora que se había peleado con Melina, todo lo que no se pareciera a ella le resultaba aburrido.

– La primera evidencia de una presencia alienígena en Marte no fue descubierta hasta transcurridos cuarenta años de la primera expedición tripulada -comentó un locutor-. Cuando la arena vitrificada suministró pruebas de la visita que realizaron viajeros no humanos.

Quaid estaba tendido en su cama, a oscuras, en el cuarto del hotel, bañado por el pálido resplandor azul de la pantalla y el tenue brillo rojo del cielo. Sabía que el programa debería interesarle; sin embargo, la imagen del rostro colérico de Melina cubría lo demás. Con ella a su lado, todo lo referente a Marte resultaba maravilloso; sin ella, el encanto desaparecía.

Cambió de canal. El rostro de Vilos Cohaagen llenó la pantalla, y Quaid se sentó en la cama para mirar más atentamente. Cohaagen estaba pronunciando un discurso desde su oficina.

– Esta noche, a las 6:30 p.m., he firmado la orden declarando la ley marcial en toda la Colonia Federal de Marte. No toleraré más daños a nuestras operaciones de exportación de mineral. El señor Kuato y sus terroristas deben de comprender que sus esfuerzos abocados a la derrota sólo traerán miseria…

Quaid contempló el rostro de su enemigo. ¿Por qué declaraba Cohaagen la ley marcial? ¿Cuál era su utilidad? Con su poder como Administrador y con la Agencia en la punta de sus dedos, parecía ridículamente redundante. Pero así actuaban los políticos. Mientras las cosas parecieran exteriormente claras, podrían seguir con todo el trabajo sucio que les pareciera bajo mano.

El noticiario cambió. Aquí había otra cosa que no se mencionaba nunca a los terrestres que consideraban el emigrar a Marte.

La escena era en una cámara de descompresión en la que había de pie cuatro prisioneros con grilletes. Estaban despresurizando poco a poco la cámara. Resultaba claro que los prisioneros conocían la situación y se hallaban indefensos.

– Francis Aquado, por destrozar una propiedad pública -explicó el locutor-. Judith Redensek y Jeanette Wyle, por ofrecer resistencia al arresto. Thomas Zachary, por traición.

La descompresión continuaba. Los prisioneros jadeaban, sofocándose. Sus membranas mucosas sangraban. Tenían los ojos desorbitados. La cámara se centró en ellos de uno en uno, mientras los primeros planos mostraban todos los detalles que podría desear un sádico. No cabía duda de que eso era muerte por tortura. No sólo resultaba evidentemente estándar, sino que se encontraba tan firmemente arraigado que se hacía de forma abierta, televisado para una audiencia masiva. Eso no hablaba muy a favor del público. Por lo menos en la Tierra, normalmente, el polvo se barría debajo de la alfombra.

La pantalla se quedó a oscuras. La había apagado de modo involuntario. Se llevó las manos a la cabeza, sintiéndose perdido.

Si el castigo por estropear una propiedad pública en Marte era una muerte agonizante, ello significaba que si se atrapaba a alguien en el acto de realizar una pintada estaba perdido. Si una persona inocente era arrestada por un cargo falso y se resistía, la resistencia ofrecida daba pie a una ejecución. La traición quizá sólo significara que alguien había objetado en voz alta contra semejante política. ¡Él ya era culpable de todos esos cargos! Odiaba a Cohaagen y, de hecho, había destrozado propiedades públicas cuando se resistió al arresto, ya que seguro que le culparían por el ventanal roto del espaciopuerto. No cabía duda de que era culpable de traición, debido a que él ya había condenado al gobierno de Marte. Si alguna vez aparecía ante él un botón mágico con la frase abolición del gobierno de Marte, no vacilaría un instante en oprimirlo. Sin embargo, las posibilidades eran que el gobierno marciano le cogiera a él primero y apretara el botón de abolición de Hauser/Quaid.

Pero se suponía que en su cabeza había un secreto que podía desenmascarar toda la situación. ¡Si pudiera recordarlo!

Le sorprendió escuchar una llamada en la puerta. Permaneció inmóvil, alerta. ¿Llamarían los matones?

Repitieron la llamada.

– Señor Quaid…

Titubeó un instante y, luego, tomó la decisión de contestar. Después de todo, los matones, probablemente, habrían irrumpido por la fuerza o disparado una ráfaga a través de la puerta.

– ¿Sí?

– Tengo que hablar con usted… acerca del señor Hauser.

Quaid no había empleado ninguno de esos dos nombres en el hotel. Estaba registrado bajo el nombre de Brubaker. Eso significaba que la persona que llamaba no lo hacía por nada rutinario. La voz, sin embargo, parecía familiar, y Quaid frunció el ceño en un esfuerzo por situarla. No lo consiguió.

No podía arriesgarse. Sacó la pistola y le quitó el seguro. Lo primero que había hecho, apenas llegar al hotel, fue montar los diversos segmentos que llevaba en los bolsillos y que, a su vez, habían sido montados de los diferentes objetos que aparentaban ser los componentes. Con suma cautela, se acercó a la puerta y se colocó a un lado.

– ¿Quién es usted? -preguntó.

– El doctor Edgemar -replicó la voz apagada-. Trabajo para Rekall, Incorporated.

– ¿Cómo me encontró?

– Es difícil de explicar -repuso Edgemar-. ¿Podría abrir la puerta, por favor? No voy armado.

Quaid abrió la puerta con precaución, dispuesto a disparar al menor movimiento brusco.

Una persona de aspecto intelectual y poco amenazador, con una chaqueta de tweed, estaba allí de pie. Al verle, Quaid supo finalmente dónde había oído antes su voz. Era el narrador del anuncio de Rekall que había visto en el metro, allá en la Tierra. El anuncio que había desencadenado toda aquella cadena de acontecimientos.

Apuntó con el arma al hombre y miró a ambos lados del pasillo.

– No se preocupe -le dijo Edgemar-. Vengo solo. ¿Puedo pasar?

Quaid metió rápidamente al hombre en el cuarto y cerró la puerta. Cacheó a Edgemar, sin hallar ningún arma.

– Le resultará muy difícil aceptar lo que voy a decirle, señor Quaid.

– Le escucho -comentó Quaid sucintamente.

– Me temo que usted, en este instante, no está aquí de verdad.

Quaid no pudo evitar una risita, a pesar de hallarse en tensión.

– ¿Sabe, Doc?, me podría haber engañado.

¡Lo cual era quizá exactamente lo que el hombre estaba haciendo! De momento, no había mencionado ni a Cohaagen ni a Melina…, y en cualquier caso a Quaid le resultaba imposible confiar en él. Podía afirmar que venía de parte de Melina, tentar a Quaid y conseguir que le acompañara tranquilamente a una trampa tendida por Cohaagen. Sin embargo, la trama que le exponía resultaba interesante, incluso en esta situación de tensión nerviosa. ¿Qué ganaría Cohaagen si convencía a Quaid de que se hallaba en alguna otra parte? Resultaría más fácil enviarle a otra parte…, como al infierno con una bala en el cráneo.

– Tal como le decía, usted no está aquí de verdad -insistió el hombre-. Y yo tampoco.

¡Vaya engaño si el doctor lo compartía con el paciente! Quaid apretó el hombro de Edgemar con la mano libre para comprobar la solidez del hombre.

– Sorprendente. ¿Dónde nos encontramos?

– En Rekall.

La seguridad e ironía de Quaid titubearon. ¿Podía tener aquello algún sentido? Él había ido a Rekall y había experimentado una gran desorientación. De hecho, su mundo se derrumbó, convirtiéndole en un fugitivo buscado.

– Se encuentra sujeto por unas correas a un sillón de implantes -continuó Edgemar-. Y yo le estoy monitorizando en una consola de sondeos psíquicos.

– Ya lo entiendo…, ¡estoy soñando! -exclamó Quaid con sarcasmo-. Y todo esto forma parte de aquellas deliciosas vacaciones que me vendió su compañía.

Con la salvedad de que ningún sueño almacenado podría incluir aquella escena con Melina donde, en vez de una satisfacción, recibió un rechazo. ¡Sólo la realidad le hacía eso a un hombre!

– No exactamente -dijo Edgemar, sin sentirse molesto por la actitud de Quaid. Los médicos aprendían pronto a no verse perturbados por las reacciones de sus pacientes-. Lo que usted experimenta es un engaño libre sacado de nuestras cintas de recuerdos. No obstante, usted mismo es quien lo inventa.

Ese comentario hizo que Quaid se detuviera. ¿Y si la cinta tenía a Melina programada para una reunión gozosa, con un acto sexual completamente satisfactorio, mientras su mente cínica era incapaz de conformarse con el resultado? De esa forma, dentro del sueño, su sospecha se convertía en la sospecha de ella, haciendo que le rechazara. Tenía entendido que la mente de una persona podía conseguir algo así; se lo llamaba transferencia, o algo parecido. ¡Se podría haber destruido a sí mismo!

No obstante, seguía sin creérselo.

– Bueno, si éste es mi engaño, ¿quién le invitó a usted?

– Yo he sido implantado de forma artificial como una salida de emergencia -repuso Edgemar sin la menor vacilación. Luego, con más seriedad, añadió-: Lamento comunicarle esto, señor Quaid, pero usted está padeciendo una embolia esquizoide. No podemos sacarle de su fantasía. Me han enviado para que intente que regrese por propia voluntad a la realidad.

– ¿Y la «realidad» es que yo no estoy verdaderamente aquí? -preguntó Quaid.

– Piénselo, señor Quaid. Su sueño comenzó en mitad del proceso de implantación. Todo lo sucedido después: las peleas, el viaje a Marte en una cabina de primera clase, su suite en el Hilton, forma parte del programa de Rekall.

– ¡Eso es una completa estupidez! -exclamó Quaid, empezando a temer que no lo fuera.

– ¿Y qué me dice usted de la mujer? -preguntó Edgemar, impasible-. Cabello castaño, voluptuosa, sensual y tímida, tal como usted especificó. ¿Es eso una estupidez?

– Ella es real -dijo Quaid-. Soñé con ella incluso antes de ir a Rekall.

– Señor Quaid, ¿se escucha a sí mismo? -preguntó Edgemar con tono persuasivo-. ¿Es real porque soñó con ella?

– Así es.

Y, en realidad, él lo creía, y no tenía la esperanza de que el doctor lo comprendiera.

Edgemar suspiró, desalentado.

– Quizás esto le convenza. ¿Le importaría abrir la puerta?

Quaid clavó la pistola en las costillas de Edgemar.

– Ábrala usted.

– No hace falta que se ponga violento. -El hombre cuadró los hombros y se acercó a la puerta. Quaid se pegó a él, dispuesto a cualquier cosa mientras el hombre la abría.

Cualquier cosa menos lo que vio.

¡Lori estaba en el umbral!

Quaid hizo lo mejor que pudo para absorber el impacto. Lori era hermosa, con el tipo exacto de sensualidad y timidez que a él le gustaban, mostrando más pecho de lo que parecía darse cuenta, el rostro con un leve moretón en el lugar en que la había golpeado con la pistola, al lado del ojo. De repente lo lamentó; nunca antes la había golpeado.

Lori adoptó una expresión valiente, como si estuviera conteniendo las lágrimas delante de un niño enfermo. No dejaba entrever la menor indicación que mostrara que jamás había sido la adorable esposa de Quaid.

– Cariño…

¡Pero ella le disparó con la pistola! Había intentado golpearle y matarle con un cuchillo de cocina. Los cortes recibidos en la piel aún estaban cicatrizando. Sólo adoptó una actitud seductora con el fin de distraerle mientras observaba a Richter y a Helm acercarse por el monitor. Ella misma le contó cómo toda su relación era un implante, salvo las últimas seis semanas. ¿Cariño?

¡Dios le ayudara, pero deseaba creer en ella! Si la situación era un sueño, entonces su ataque jamás se había producido y, de verdad, se trataba de su adorable esposa.

– Por favor, pase, señora Quaid -invitó Edgemar.

Lori entró en la habitación con gesto titubeante. Todavía movía las caderas de esa forma que siempre lo había enloquecido. Y aún lo hacía. Quizá no la amara; pero, ¡por todos los diablos que tampoco la odiaba!

Entonces, ¿por qué la había proyectado en sus sueños como semejante villana? ¿Para tener un pretexto con el que deshacerse de ella y perseguir a la mujer de Marte? Eso, de una forma desagradable, tenía sentido. Una mente desquiciada…, ¡él jamás se permitiría hacer eso en la realidad!

¡Tampoco podía permitirse el lujo de confiar en ella! Quaid atrajo a Lori hacia él y la cacheó con brusquedad. Incluso eso le causó dolor, ya que sus manos, al recorrerla, le comunicaron lo espléndido que era su cuerpo. Había acariciado aquel cuerpo en tantas ocasiones, recibiendo tanto placer de él. ¿Cómo podía dudar de ella ahora?

– Supongo que tú tampoco estás aquí -dijo con tono hosco.

Se estaba comportando como un patán; pero, ¿qué alternativa le quedaba? Un error significaría el desastre.

– Me encuentro aquí, en Rekall -comentó ella.

Quaid se rió y la apartó de sí con un empujón. Sin embargo, en su interior, sufría. ¡Si tan sólo ella se derrumbara y le maldijera, diciéndole que le odiaba! Entonces sentiría que el trato que le brindaba estaba justificado, ya fuera real o irreal esta escena.

– Doug, te amo -repuso Lori, con sus enormes ojos húmedos.

– Perfecto. ¡Por eso intentaste matarme!

Debía mantener la actitud con la que poder ocultar la duda que le carcomía.

– ¡Nooo! -protestó ella, prorrumpiendo en sollozos-. Nunca haría nada para herirte. Te amo. Quiero que vuelvas a mí.

Su desesperación le partía el corazón.

– Increíble -musitó.

Sin embargo, la certeza que sentía se había resquebrajado. Sería tan fácil cogerla entre los brazos…

– ¿Qué resulta increíble, señor Quaid? -preguntó Edgemar. Adoptó un tono de voz razonable-. ¿El hecho de que usted experimente un episodio paranoide activado por un agudo trauma neurológico? ¿O… -entonces su voz sonó burlona- que sea usted un agente secreto invencible de Marte y que sea la víctima de una conspiración interplanetaria que le hace creer que es un miserable trabajador de la construcción?

La poca certeza que le quedaba a Quaid estaba siendo más minada aún. ¡Ciertamente, los acontecimientos recientes que había experimentado sí parecían ahora carentes de toda lógica! Las cosas que no parecían tener mucho sentido…, ¿qué mejor forma de explicarlas que aduciendo que eran el producto de una mente soñadora y levemente perturbada?

Edgemar le observó con gran simpatía y calidez.

– Doug, ¿cuántos de nosotros somos héroes? Usted es un hombre bueno y honrado. Tiene una mujer hermosa que le ama.

Lori miró a Quaid, irradiando puro afecto.

– Posee un trabajo seguro con un futuro brillante -prosiguió Edgemar-. Le queda toda la vida por delante, Doug. -Frunció el ceño con gesto benévolo-. Pero tiene usted que querer regresar a la realidad.

Las piezas parecían encajar. Quaid casi estaba convencido. No cabía duda de que había deseado ser un héroe intrépido; sin embargo, esta aventura le había hecho cambiar de parecer con respecto a esas cosas. Deseaba a una mujer hermosa y, de hecho, así era Lori. Que su cabello no fuera oscuro…, ¿era una razón válida para rechazarla? Teniendo en cuenta la forma en que le tratara Melina…

– ¿Qué he de hacer? -preguntó.

Edgemar abrió la mano, mostrando una píldora pequeña.

– Tómese esta pastilla.

– ¿Qué es?

Quaid no era tan tonto como para no darse cuenta del hecho de que una pastilla imaginaria no podía hacer algo que a la imaginación le resultaba imposible.

– Es un símbolo. Un símbolo de su deseo de regresar a la realidad -explicó Edgemar-. Dentro de su sueño, se quedará dormido.

¿Y despertaría en la realidad? Ya le había ocurrido antes, cuando cayera en el precipicio de Marte para aparecer en su cama, al lado de Lori. ¡Tenía su atractivo! Cogió la píldora y la estudió. Podía apreciar su lógica: en la vida, una persona tomaba una pastilla para ponerse bien. En un sueño, tomaba una para querer ponerse bien. El efecto sería parecido.

– Ha de saber, señor Quaid, que Rekall le proporcionará una terapia gratuita durante todo el tiempo que le haga falta. Además, si firma un pliego de descargo contra nosotros, acordaremos una cantidad mayor como compensación económica.

– ¿Cuánto?

Formuló la pregunta de forma automática, aunque apenas le importaba. La pregunta más importante era si anhelaba la realidad que había conocido en la Tierra o una continuación de esta descabellada aventura en Marte. La respuesta debía de ser obvia; pero el recuerdo de Melina, y algo apenas vislumbrado, algo tan importante que…

– Mil créditos. Quizá más.

Lori se animó.

– Piensa en ello, Doug. Podríamos comprar una casa.

En vez del apartamento en el piso doscientos. También eso tenía su atractivo. Tal vez unas vacaciones en un domo submarino.

– Claro está -añadió Edgemar-, todo eso depende de que usted tome la píldora.

Cuando ya estaba a punto de sucumbir a su lógica, las sospechas de Quaid renacieron. ¿Por qué todo debía depender de que se tragara la pastilla? ¿Por qué no podía, simplemente, declarar: «¡He terminado de soñar! ¡Quiero regresar a la realidad y a Lori!», y estar allí? En muy contadas ocasiones había experimentado lo que creía que llamaban un sueño lúcido, en el que se daba cuenta de que estaba soñando y que, de alguna manera, podía controlar. Generalmente, cuando le ocurría eso, el sueño perdía su sustancia y se despertaba. De modo que, en vez de lanzarse hacia una chica desnuda de un anuncio, se despertaba con una erección y nadie con quien desfogarse. Aquello fue durante su adolescencia, antes de conocer a Lori. Sin embargo, el principio seguía siendo válido: si no conseguía salir sin la ayuda del símbolo, ¿por qué debería funcionar con el símbolo? ¿Por qué estaban tan ansiosos por ese símbolo?

– Digamos que tiene razón -comentó Quaid-. Que todo esto es un sueño. -Alzó la pistola a la cabeza de Edgemar-. Entonces, podría apretar el gatillo y no importaría.

Empezó a presionar el gatillo. Ésta era una prueba importante. ¡Si no se trataba de un sueño, Edgemar estaría muy ansioso por evitarla!

– ¡No lo hagas, Doug! -exclamó Lori.

No obstante, Edgemar permaneció con una calma preternatural. Sus ojos y su voz mostraban la preocupación altruista que sentía por su paciente.

– Para mí no significará ninguna diferencia, Doug; sin embargo, las consecuencias para usted serán devastadoras. En su mente, yo estaré muerto. Y, sin nadie que le guíe para salir, usted quedará estancado en una psicosis permanente.

¿Era posible? La psicosis era una enfermedad de la mente. ¿Su propia acción podía determinar el camino que seguiría su mente? ¿La decisión de dispararle a Edgemar representaría su decisión de evitar la realidad, más que cualquier hecho tangible de abrazarla, como el tomar la pastilla?

– ¡Por favor, Doug, deja que el doctor Edgemar te ayude! -rogó Lori.

Con el dedo en el gatillo, Doug se debatió entre la duda. Sabía que podía desperdigar por la estancia los sesos del doctor. Pero, ¿quería hacerlo? ¿Si eso significaba que se encerraría en un sueño de violencia, incertidumbre y amor frustrado?

– Las paredes de la realidad se derrumbarán -dijo Edgemar-. En un instante, usted será el salvador de la causa rebelde; luego, lo siguiente que verá es que usted es el camarada de Cohaagen. Hasta que, finalmente, en la Tierra le harán una lobotomía.

Quaid se sentía desmoralizado por completo. Debía de ser cierto: si, de verdad, se hallaba en un estado de semicoma allá en la Tierra y no le podían sacar de él, le harían una lobotomía. No tenía ningún sentido mantener a un vegetal. Era antieconómico. Un hombre lobotomizado quizá no fuera muy creativo; sin embargo, podía manejar un martillo perforador. Así que lo mejor era que tomara la decisión correcta; sería un desastre continuar con la ilusión, en cualquier dirección.

– De modo que contrólese firmemente, Doug -prosiguió Edgemar con voz severa-. Y baje la pistola.

Vacilante, Quaid bajó el arma. Si esto era un sueño, y él le disparaba a alguien, sería él quien moriría (o le harían una lobotomía, que era lo mismo) en vez de la otra persona.

– Eso es. Ahora tome la píldora, vamos… -Edgemar se detuvo unos instantes cuando la mano de Quaid, lentamente, cogió la pastilla-. Llévesela a la boca.

Quaid se llevó la píldora a la boca. Sabía exactamente igual que cualquier otra píldora. Por supuesto, siempre sería así, tanto en un sueño como en la realidad.

– Y tráguela -continuó Edgemar, como si le estuviera dando instrucciones para aterrizar a un piloto ciego.

Quaid titubeó. Edgemar y Lori le contemplaban con gran expectación.

– Adelante, Doug -comentó Lori.

Sin embargo, aún se sentía desgarrado por la duda. ¿Y si esto no era un sueño? Entonces, la pastilla sería -de hecho, probablemente lo era- un tranquilizante potente o incluso algo letal.

En ese momento vio que una única gota de sudor bajaba por la frente de Edgemar.

Su reflejo Hauser se apoderó de él. Bruscamente, apuntó a Edgemar con la pistola y disparó.

El explosivo plástico de la pistola de plástico envió la bala de plástico a través de la cabeza del hombre. La sangre salpicó la pared, formando un círculo de espeso líquido.

Entonces la mancha de sangre explotó, arrojando a Quaid hacia atrás por los aires. Un agujero grande apareció en la pared. ¡Había tomado la decisión equivocada! Su mundo de sueños se estaba derrumbando, ¡exactamente de la forma en que el doctor Edgemar le había dicho que sucedería!

En ese momento chocó contra la pared, y cayó atontado al suelo. Cuatro agentes de Marte irrumpieron a través del agujero y le sujetaron.

¡Pero éste no era el fin del sueño! ¡Se trataba de la confirmación de la realidad de Marte! No le habían atacado antes porque intentaban cogerle vivo, con el fin de averiguar lo que sabía. Cuando no cayó en el engaño de la píldora, entraron a la fuerza para prenderle. ¡Encajaba a la perfección!

Tranquilizado, empezó a luchar. Trataban de esposarle, pero le dio con el codo a una mandíbula, dislocó un hombro, y se liberó de ellos a patadas y empujones. Se soltó de un agente que le aferraba el tobillo. ¡No estaban empleando armas, sólo querían abatirle!

Con las manos apoyadas en el suelo para recuperar el equilibrio, trastabilló en dirección a la puerta. ¡Pensaba largarse, y que el sueño se fuera al infierno!

Sin embargo, había alguien delante de él. Alzó la vista. Lori bloqueaba su camino. Oh, de acuerdo. Reemprendió la marcha…, y el pie de ella se aplastó contra su cara.

Se tambaleó, más herido por su odio que por el golpe. ¡No quería volver a pegarle! Ya había sido bastante desagradable allá en la Tierra.

Sólo se detuvo un momento; sin embargo, eso les brindó tiempo a los otros para cogerle y frenarle. Se puso tenso, preparándose para que las cabezas de los dos tipos que le sujetaban los brazos chocaran.

Entonces Lori le pateó los testículos, y el planeta estalló en una onda de dolor. Dejó de resistirse; sólo existían la agonía y la traición de ella. ¡Le había dicho que le amaba!

Como desde la distancia, de algún lugar más allá del radio del dolor, la escuchó hablar:

– Eso es por haberme obligado a venir a Marte. ¡Sabes cuánto odio este jodido planeta!

No, no lo sabía. Había pensado que sólo se trataba de una postura para desalentarle en su deseo de venir hasta aquí. Evidentemente, no todo lo referente a ella había sido una actuación.

Los agentes le esposaron las manos a la espalda. Estaba indefenso. Entonces Lori le lanzó un rodillazo en la cara, haciéndole perder el poco sentido que le quedaba.

Vagamente sintió que le arrastraban por el suelo hacia la puerta. Lori, al final, le había hecho un favor. Le había convencido definitivamente de sus auténticos sentimientos hacia él. Nunca más lograría engañarle. Aunque no creía que tuviera oportunidad de demostrarlo. Perdió el conocimiento.

Lori habló por un teléfono inalámbrico.

– Lo tengo -dijo, sonriéndole al rostro de Richter que apareció en la pantalla.

– Tráelo -indicó Richter.

Lori frunció los labios en un silencioso beso.

– Ciao. -Cortó la transmisión.

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