11 – Ayuda

Richter y Helm salieron furiosos de la estación y cruzaron la lluvia hasta su coche. Richter estaba colérico. Después de todo, habían perdido su presa y, luego, les detuvieron los agentes de seguridad del metro porque sus armas habían activado de nuevo las alarmas. Eso no sería positivo en su historial. Sin mencionar a los cuatro agentes de bajo rango que habían perdido. Ya sumaban un total de ocho, más uno o dos civiles. ¡Para todas las personas involucradas en el asunto, esto apestaría! La primera misión había sido estropeada por Harry, sin lugar a dudas un incompetente al que, en primer lugar, no se le tendría que haber asignado aquel caso. Sin embargo, en esta ocasión, fue el mismo Richter el que falló, y no le darían ningún crédito por haber estado a punto de tener éxito. ¡«Estar a punto» equivalía casi a una degradación!

Odiaba a ese hombre que creía ser Douglas Quaid. Nunca le había gustado. Había algo en él en lo que no confiaba, pero Cohaagen simplemente no podía verlo. ¡Él había promocionado al hijo de puta, por el amor de Dios! Richter bufó, disgustado.

Pero no había empezado a odiar realmente al bastardo hasta que a Lori le había sido asignada la misión de representar el papel de su «esposa». Después de todos los chistes sobre la Bella y la Bestia, aquello había sido algo imposible de soportar. Y, ahora que el hombre le había eludido y humillado, ese odio se había convertido en algo al rojo blanco y apenas controlable. Vería los sesos del hombre esparcidos por el paisaje antes de terminar con él, y eso aún no sería suficiente. Si tenía suerte, quizá tuviera la oportunidad de contemplar al hombre sudar antes de morir.

Subieron al coche. Helm se sentó en el asiento del conductor, Richter a su lado, donde se encontraba todo el equipo. La lluvia que había empapado sus ropas pronto inundó el interior del vehículo con su polución, empeorando su humor.

El salpicadero se hallaba atestado de sofisticados aparatos de rastreo, mapas electrónicos y equipos de comunicación. Con gesto furioso, Richter activó interruptores y apretó teclas, tratando de obtener una lectura de su presa. Maldita sea, se suponía que el seguimiento era continuo; ¿qué era lo que interfería? ¿Había algún desperfecto en el equipo? ¡Adivina quién sería el culpable de que un rastreador en mal funcionamiento les fallara! Sabía que Cohaagen no estaba de acuerdo con él en este procedimiento, y si el tío conseguía un pretexto para apartarle del caso…

La radio cobró vida.

– Seis beta nueve, tenemos una transmisión del señor Cohaagen.

Richter miró a Helm y gruñó. ¡Pensando en el diablo!

Sin embargo, tenía que contestarla.

– Aquí Richter. Pásemela.

Se secó la lluvia de la cara y se alisó el cabello, aunque eso no le ayudó mucho. La ciencia moderna era maravillosa, pero en ese momento deseó que no hubieran inventado una forma de eliminar la limitación de la velocidad de la luz, convirtiendo la comunicación instantánea entre los planetas en algo virtualmente posible. Entonces, Cohaagen no podría pedirle explicaciones sobre la misión mientras se llevaba a cabo una persecución.

El monitor de video se iluminó, osciló levemente y, luego, mostró la granulosa imagen de la cara de Cohaagen. El hombre no era ni tan apuesto ni tan bien hablado como en las entrevistas televisadas, lo cual no resultaba ninguna sorpresa. Clavó los ojos en Richter y frunció el ceño.

– ¿Qué mierda estás haciendo, Richter?

Richter mostró una sonrisa congraciadora que sabía que no engañaba a nadie; tampoco era ésa su intención.

– Tratando de neutralizar a un traidor, señor. -¡Y ésa es la palabra adecuada! ¡Trágate ésa, señor!

El fruncimiento de ceño de Cohaagen se transformó en una cólera abierta.

– Si hubiera querido que lo mataran, ¡no lo habría mandado a la Tierra!

Richter suavizó sus facciones, jugando al subordinado obsequioso, de nuevo sin mostrar ninguna preocupación porque le creyeran.

– No podemos dejar que se nos escape, señor Cohaagen. Sabe demasiado.

– Lori dice que no puede recordar ni una mierda.

– Eso es ahora -respondió Richter-. Dentro de una hora puede recordarlo todo.

– Escúchame, Richter. -Había estática en la línea, pero no la suficiente como para hacer ininteligibles las palabras de Cohaagen-. Quiero que Quaid sea entregado vivo para reimplantación. ¿Lo has entendido? Lo quiero de vuelta aquí junto con Lori.

Sobre mi cadáver, pensó Richter. Aquello era todo lo que podía hacer para impedirse arrancar el monitor de video del tablero y arrojarlo fuera del coche.

– ¿Me has entendido? -repitió Cohaagen. Richter adelantó una mano y giró un dial, interfiriendo la recepción. Desde el otro lado sería imposible descubrir qué había causado la disrupción.

– ¿Qué ha dicho, señor? No le he entendido.

Cohaagen le miró con ojos furiosos.

– He dicho xtrfb… lsw… rojwf…

Richter incrementó la interferencia, evitando de forma deliberada escuchar las órdenes de Cohaagen. Helm miraba impasible por el parabrisas hacia la lluvia, fingiendo no ser consciente de nada de lo que ocurría. A él le gustaba menos que a Richter que la presa escapara del lazo.

– ¿Hola? -dijo Richter-. Tenemos manchas solares. Cambio a otra frecuencia. -¡Qué agradable resultaba que esas transmisiones no fueran de confianza cuando ocurría algo a escala solar!

Un punto rojo parpadeante apareció en el dispositivo rastreador de la consola. Helm dio un codazo a Richter, y Richter asintió. Tenían localizado de nuevo a su hombre.

– Señor Cohaagen, ¿está usted ahí? -continuó Richter-. ¿Me escucha? ¿Me escucha? -Muy educadamente, con un leve toque de perplejidad: la grabación mostraba que no tenía la menor idea de que las órdenes habían cambiado.

Con un despectivo giro del dial, Richter finalizó la transmisión. Cohaagen no podría probar nada; las transmisiones interplanetarias eran notables por las interferencias. Un precio que había que pagar por violar la velocidad de la luz. Había la suficiente interferencia real como para cubrirle las espaldas.

Richter se permitió emitir una sonrisa sombría y fugaz. Se volvió hacia Helm.

– Jodido tonto del culo. Debió de matar a Quaid cuando tuvo la oportunidad -dijo. Ahora sería él, Richter, quien lo haría, y con sumo placer. Había localizado la presa, y ninguna mancha solar, real o falsa, interferiría.

Helm metió el coche en el tráfico, salpicando de agua a los usuarios que salían de la estación de metro. Escuchó sus leves protestas, que sonaron como música a oídos de Richter. Alzó una mano por encima del hombro y levantó un dedo en dirección a ellos, aunque sabía que no podían ver el interior del vehículo. No obstante, el gesto le proporcionó satisfacción. Era una pena que no pudiera mostrarle el mismo respeto a Cohaagen.


Quaid había tomado la decisión de no ir muy lejos. Ellos esperarían que abandonara la ciudad, de modo que se apresurarían a cortar todas las salidas. Por lo tanto, se quedó cerca…, aunque no demasiado. Su otro yo le había dejado; sólo se manifestaba cuando era necesaria la acción inmediata y efectiva, como matar a varios hombres en segundos. Ahora dependía de sí mismo y, de momento, eso le agradaba.

Se bajó del metro unas pocas estaciones después y se dirigió al lavabo. ¡Su aspecto era horrible! Se lavó la cara y las manos y frotó las manchas más grandes de su camisa; sin embargo, no pudo hacer gran cosa al respecto. Se le ocurrió una buena idea; se agachó, pasó los dedos por el suelo cerca del ángulo con la pared y se los llenó de tierra. Se los pasó por la camisa, cubriendo así las manchas de sangre restantes. De este modo parecía bastante sucio, como un vagabundo, no como un refugiado de un matadero. Eso debería bastar. Se echó el cabello hacia atrás y adoptó una expresión cansada, como si sólo fuera un trabajador agotado que regresaba a casa después de un día duro en las alcantarillas.

Se subió a otro metro, intentando dificultarles a los matones su rastro. No obstante, no podía continuar eternamente con eso; necesitaba trasladarse a otro lugar. Y para ello le hacía falta dinero.

Se detuvo en un cajero automático cerca del final de la línea del metro y sacó todo el efectivo que se atrevió: lo suficiente como para pagarse un vuelo a otro continente. La transacción sería localizada, y en unos pocos minutos los matones le seguirían el rastro de nuevo; ésa era la causa por la que aún no le hubieran cancelado su tarjeta de identidad. Pero, aunque carecía de la experiencia mortífera de su yo oculto, sí poseía una cierta astucia innata. En vez de dirigirse al aeropuerto, tomó el siguiente metro que volvía al centro de la ciudad y regresó casi al punto en el que comenzara todo. Eso les pillaría por sorpresa. Así lo esperaba. Quizá pensaran que no se había dado cuenta del rastreo de su tarjeta de identidad y que, de forma inocente, seguía su camino, y que no haría nada impredecible. Así lo esperó de nuevo.

Se bajó del tren y subió por unas escaleras mecánicas. Salió por un arco en el que se leía metro hacia la planta baja de unas galerías comerciales de los años 80, que habían degenerado por completo en una típica escena callejera de barrio: llenas de bares, pensiones de mala muerte, billares, tiendas de empeños y salas de masaje. Las galerías estaban atestadas de niños en monopatines y bicicletas, e incluso se veía a varios vagabundos durmiendo en los portales. Era como penetrar en el pasado, y casi sintió nostalgia. ¡La vida debió ser mucho más sencilla antes de que colonizaran los planetas!

Este era el lugar ideal para esconderse. Descubrió un hotelucho al otro lado de las galerías. Allí aceptarían efectivo sin hacer ninguna pregunta, y no tendría que mostrar su tarjeta de identidad. Podría descansar, lavarse la camisa o, tal vez, comprarse algo de ropa en una tienda de segunda mano. Empezaba a cogerle el ritmo a la supervivencia como un fugitivo anónimo.

Iba a cruzar en dirección al hotel cuando pasaron dos policías motorizados realizando una ronda. Se volvió hacia un escaparate y se quedó allí hasta que se alejaron. Demasiado tarde se dio cuenta de que no había tomado la mejor decisión: el escaparate mostraba unos maniquíes con sujetadores y lencería femenina. Bueno, quizá pareciera que era un mirón. Algunos de esos maniquíes tenían una buena silueta.

Sin embargo, la costa había quedado despejada. Reanudó la marcha y entró en el hotel.


Helm conducía el coche a gran velocidad a través de las mojadas calles.

– Hey, hombre -dijo-. Apuesto a que te alegra que Lori esté fuera de este caso.

La mandíbula de Richter se tensó, pero mantuvo los ojos fijos en el aparato de rastreo.

– Se trata sólo de un trabajo -dijo secamente.

– Bueno, yo puedo asegurar que no me gustaría que Quaid estuviera jodiendo a mi chica.

Richter hizo una mueca. Su mano salió disparada, agarró la oreja de Helm, y retorció dolorosamente. El coche dio un bandazo.

– ¿Acaso estás diciendo que a ella le gustó? ¿Es eso lo que estás intentando decir?

Helm luchó por controlar el coche y evitar que la oreja le fuera arrancada de la cabeza.

– ¡No, no, por supuesto que no! -dijo, rechinando los dientes-, ¡Estoy seguro de que ella odió cada minuto de ello!

Richter dio a la oreja de Helm otro doloroso giro y luego la soltó. Con el rostro enrojecido, volvió su atención al aparato de rastreo, que cambió a una sección más detallada del mapa.

– Círculo veintiocho. Nivel superior -dijo inexpresivamente. Y luego sonrió-. Las viejas Galerías…, por supuesto. Quaid piensa que se puede ocultar entre la carroña. ¿Sabes una cosa? -le preguntó a Helm-. Creo que no se ha enterado de que lleva un transmisor. -Pero lo llevaba. En realidad, había sido ese transmisor el que les alertó en un principio de la visita que Quaid realizó a Rekall. La alarma saltó en el instante mismo en que el hombre se apartó de su ruta normal, y tuvieron que moverse rápido y visitar Rekall para interrogar al personal y ocuparse de ellos.

Helm dobló una esquina, con los ojos fijos en la carretera y frotándose la oreja.

Quaid se dirigió a su habitación del hotel. Era tal y como había esperado: poca cosa. Estaba separada de los otros cuartos básicamente por un tabique de escayola. Si se molestaba en escuchar, podía captar lo que pasaba en las otras habitaciones: el ruido de vasos, una discusión acalorada, una partida de póquer que duraba toda la noche, la vibración del sexo intenso, y un montón de ruido de video. Eso convertía el lugar en el sitio perfecto para ocultarse.

Sin embargo, apenas había cerrado las sucias cortinas de la ventana cuando sonó el videófono. No respondió. Pero eso le perturbó: ¿por qué le llamaría alguien aquí? ¿Sería para el inquilino de la noche anterior? En cuyo caso, quizá lo mejor sería que contestara y fingiera que era el mismo hombre, ocultando así su propia presencia. No obstante…

Cuando ya sonaba por cuarta vez, se situó al lado de la pantalla, de modo que no le vieran, y pulsó la tecla de respuesta. No habló. Si le pedían un nombre, inventaría uno. Se asomó levemente para espiar la pantalla, manteniéndose fuera de su campo.

Lo único que se veía era la mano de un hombre que bloqueaba la lente. ¡Vaya, ésa era otra forma de hacerlo!

– Si quieres vivir, no cuelgues -le dijo una voz hosca masculina.

¡No parecía que se hubiera equivocado de número! Quaid permaneció inmóvil, sin colgar, aunque también sin hablar.

– Llevas encima un transmisor que les indica tu posición -anunció el hombre-. Entrarán por esa puerta en unos tres minutos, a menos que hagas exactamente lo que yo te diga.

Quaid, manteniéndose fuera del campo de visión de la cámara, buscó el transmisor. ¡Como un maldito idiota, no pensó en ningún momento en eso!

– No te molestes en buscarlo. Lo tienes en el cerebro.

Quaid miró a su alrededor, intrigado.

– ¿Quién eres? -Estaba claro que su identidad no era un secreto para el hombre que le llamaba.

– No te preocupes por eso. Moja una toalla y enróllatela a la cabeza. Así se mitigará la señal. Además, no es muy fuerte.

– ¿Cómo me encontraste?

Tenía que suponer que se trataba de un amigo, y no de un enemigo. ¿Por qué un enemigo le haría una advertencia?

– Te aconsejo que te des prisa.

Quaid vio el lavabo en el otro extremo de la habitación. Pasó delante del videófono para ir hacia allí. Ya no parecía tener mucho sentido ocultarse.

– Eso te permitirá ganar algo de tiempo -dijo el hombre con tono de aprobación-. No podrán localizarte con precisión.

Quaid se sentía como un idiota, pero mojó una toalla grande y se la enroscó alrededor de la cabeza. Consiguió formar un tosco turbante, que le chorreaba por el cuello y la espalda.


Helm conducía el coche, acercándose a la señal generada por el transmisor de Quaid. El aparato rastreador cambió de un mapa detallado a un mapa general de la zona. La luz parpadeante se hizo más débil.

Richter se sobresaltó.

– ¡Mierda!

– ¿Qué ocurre? -preguntó Helm.

Richter trasteó con el aparato de rastreo y lo observó unas cuantas veces.

– ¡Lo hemos perdido! -¿Qué demonios? Quizá se estaba dando una ducha. Richter sabía que el agua podía interferir la señal. Apretó los puños entre sus rodillas. No era un hombre paciente por naturaleza, pero podía aprender. Quaid no iba a permanecer toda la noche en la ducha, y cuando saliera…

Helm siguió conduciendo.


Quaid volvió a envolverse la cabeza con la toalla mojada, realizando un turbante mejor; sin embargo, aún le goteaba por el cuello.

– Con eso vale -le dijo el hombre-. Ahora, mira por la ventana.

Quaid se acercó a la ventana y, con cautela, apartó la cortina. Espió fuera. No se trataba de un rascacielos; se hallaba bastante cerca del pavimento.

– ¿Ves la cabina telefónica que hay al lado del bar? -le preguntó el hombre a su espalda.

Observó a través del limitado paisaje y descubrió el bar, luego la cabina. En ella, un mercenario con bigote le miraba, al tiempo que sostenía en alto un maletín de médico.

– Éste es el maletín que me diste -dijo el mercenario.

– ¿Que yo te di?

– Voy a dejarlo en la cabina -siguió el mercenario-. Ven a buscarlo, y luego no te pares.

Quaid vio que el hombre iba a colgar.

– ¡Espera!

El mercenario hizo una pausa. Era evidente que él tampoco deseaba pararse.

– ¿Qué? -preguntó, impaciente.

– ¿Quién eres? -Necesitaba saber el nombre de su misterioso aliado. Todo el mundo en quien había confiado se había vuelto contra él. Ese hombre podía ser el único amigo que le quedaba. Quaid tenía que saber quién era.

El mercenario titubeó; luego habló con brusquedad:

– Éramos amigos en la Agencia. Me pediste que te localizara si desaparecías. De modo que aquí estoy. Adiós.

– ¡Espera! -repitió Quaid, desesperado-, ¿Qué estaba haciendo yo en Marte? -Pero la comunicación se cortó. El mercenario abandonó la cabina. Quaid golpeó con los puños, frustrado, el alféizar de la ventana mientras veía al hombre alejarse rápidamente. Sin embargo, lo que le había comunicado era inapreciable. Si había pertenecido a la Agencia, y la dejó…

Pero no disponía de tiempo para formular conjeturas ahora. Salió disparado del cuarto, aferrándose el improvisado turbante a la cabeza.


Richter y Helm dieron vueltas alrededor de las galerías en el coche. La lluvia seguía cayendo, apestando más que nunca. Richter le dio un golpe al aparato rastreador, sin conseguir nada. Pero está aquí, pensó. Puedo olerlo. Sacudió de nuevo el aparato. La interferencia continuó.

Helm no hizo ningún comentario. Simplemente, continuó conduciendo.

Quaid salió corriendo del hotel. Buscó con la mirada al mercenario; sin embargo, el hombre había desaparecido. ¡Maldición! Tal vez el desconocido le había salvado la vida…, o tal vez no. ¿Podía confiar en él? ¿Supón que se hubiera encontrado a salvo en la habitación del hotel, y que esta maniobra le condujera ahora al lugar donde Richter pudiera dispararle? Eso no parecía tener mucho sentido; pero muy poca cosa de lo ocurrido durante todo el día lo tenía.

Pero olvidaba el maletín. Quizás eso respondiera algunas de sus preguntas. Se encaminó hacia la cabina telefónica, y le dio un vuelco el corazón cuando descubrió que una anciana se le había adelantado. Tenía el maletín en la mano.

– Disculpe, señora -dijo-. Pero esto es mío.

La anciana le miró hoscamente.

– No veo su nombre en él -restalló.

Quaid aferró el maletín y tiró suavemente de él.

– Alguien lo dejó ahí para mí.

La anciana se negó a entregar su presa.

– ¡Suéltelo! -gritó con voz fuerte.

Quaid tiró un poco más fuerte.

– Por favor, señora. Lo necesito.

– ¡Encuentre su propio maletín! -respondió la mujer, apretándolo contra su pecho con todas sus fuerzas-. ¡Debería de sentirse avergonzado, con su tamaño! -Algunos transeúntes se habían parado para disfrutar del espectáculo gratuito.

Quaid se sintió perdido. No deseaba hacerle daño a la mujer, pero necesitaba ese maletín. Tiró fuertemente de él, arrancándoselo de las manos, casi perdiendo su turbante en el proceso.

– Disculpe, señora -se excusó-. Lo siento. -Giró sobre sus talones y echó a correr. La voz de la anciana resonó a sus espaldas:

– ¡Que te jodan, imbécil!


Desde un portal, el mercenario vigilaba. Contuvo el aliento durante la torpe disputa de Quaid con la anciana, y suspiró aliviado cuando Quaid recuperó el maletín y echó a correr. Habían pasado por muchas situaciones apuradas juntos, tanto en Marte como en la Tierra, y el hombre que ahora era conocido como Quaid había salvado su vida más de una vez. De hecho, había sido ese hombre quien lo había introducido en la Agencia. En estos momentos, el mercenario no estaba seguro de si había sido una bendición o una maldición.

Pensó en cómo había cambiado la Agencia desde que él fuera reclutado. Originalmente había sido creada para supervisar los distintos grupos de inteligencia del Bloque Norte. Su misión era mantenerlos en línea y asegurarse de que no se hicieran demasiado poderosos para que el gobierno del Bloque Norte pudiera manejarlos.

Luego, Vilos Cohaagen había sido nombrado jefe de la Agencia. Bajo su liderazgo, la Agencia había actuado no sólo como guardián de los otros grupos, sino que gradualmente los había ido absorbiendo. La cooperación que recibía de una amplia variedad de oficinas de refuerzo de la ley era engañosa. Cooperaban con la Agencia porque, a un nivel mucho mayor del que nadie imaginaba, ellas eran la Agencia. Cohaagen poseía la imaginación necesaria para ver lo que podía hacerse con una red así y, más importante aún, tenía el sentido común necesario para hacerla crecer de una forma invisible. Nadie cuestionaba sus acciones porque nadie se daba cuenta de ellas. Cuando comprendieron lo que había hecho, ya era demasiado tarde.

Cohaagen había utilizado la Agencia para reunir una enorme cantidad de suciedad sobre la gente clave del gobierno. Su dossier sobre el Presidente era especialmente dañino. Cuando llegó el momento, utilizó toda esa suciedad para conseguir su nombramiento como Administrador de la Colonia de Marte. Cohaagen sabía que quien controlara las minas de turbinio marcianas controlaba el Bloque Norte, todo el Bloque Norte, no sólo unos cuantos políticos poderosos. Sin turbinio para alimentar sus armas, el Bloque Norte se vería obligado a rendirse.

El Presidente sabía eso también, pero también sabía que Cohaagen tendría que renunciar a su puesto en la Agencia a fin de ocupar su puesto en Marte. El Presidente pensó que, enviando a Cohaagen a Marte y nombrando un sucesor para dirigir la Agencia, recuperaría el control y neutralizaría a Cohaagen.

Fue una estupidez. El nuevo líder de la Agencia no era más que una marioneta de Cohaagen. Para todo uso y finalidad, ésta seguía hallándose todavía bajo el control de Cohaagen. Y ahora las minas de turbinio eran suyas también.

Mientras pudiera retenerlas. El mercenario sonrió. Cohaagen podía ser un efectivo jefe de la Agencia, pero no sabía nada acerca de dirigir una colonia. Estaba tan metido en las intrigas políticas que ignoraba el bienestar de la gente en Marte, especialmente aquellos que trabajaban en las minas. Cuando protestaban por el deterioro de sus condiciones de vida, los aplastaba sin piedad. Pero sus tácticas de terror habían hecho que le saliera el tiro por la culata, creando la revolución que ahora amenazaba con detener la producción de turbinio y minaba el ansia del poder de Cohaagen.

El mercenario agitó la cabeza. Él no era un político. No sentía el menor interés hacia los asuntos de estado. Pero, al contrario que muchos de los tipos facinerosos que recientemente habían sido reclutados, tenía un fuerte sentido del honor personal. Las cosas que Cohaagen le había ordenado que hiciera para reprimir la revuelta en Marte no eran honorables. Él era un profesional hábil, no un sádico mezquino. Deseaba salir de la Agencia, y deseaba hacerlo rápido.

Una vez cumplido con su deber hacia el hombre llamado Quaid, podía proseguir con su cuidadosamente planeada desaparición. Había hecho una promesa, y la había mantenido, con gran riesgo personal. Ahora podía esfumarse de nuevo, una vez cumplida su misión. Se metió por una calle lateral, intentando actuar como un peatón normal, pero estaba nervioso. Sabía que la Agencia iba detrás de su amigo, y que no se detendría ante nada para atraparle. Había ayudado a un compañero, como sabía que debía hacerlo, pero, si su acción era descubierta alguna vez, alertaría a la Agencia y pondría en peligro su propia desaparición. Era por eso por lo que debía ocultar su identidad; cuanto menos se supiera acerca de él, mejor.


Mientras daba vueltas en torno a las Galerías, Helm vio a alguien familiar. Dio un codazo a Richter y señaló. Richter reconoció también al hombre. Sus ojos se condensaron en dos pequeños puntos. ¿Qué demonios estaba haciendo Stevens allí? ¿No habían sido él y su presa camaradas allá en Marte? ¿Estaban los dos juntos en este pequeño juego? Pronto lo averiguaría.

Helm aparcó el coche. Rápida y silenciosamente, se bajaron de él y siguieron al hombre.


Stevens abandonó el círculo interior de las galerías, perforando nerviosamente con la mirada la semioscuridad ante él. Volvió brevemente la cabeza para ver si era seguido…, y cayó directamente en brazos de Richter y Helm. Helm lo sujetó y golpeó su cabeza contra la pared, luego lanzó unas cuantas y sólidas patadas a sus costillas y riñones. Stevens se derrumbó en la acera.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Stevens? -preguntó Richter-. ¿Visitando a tu viejo camarada Quaid?

– ¿De qué demonios estás hablando? -Aunque atontado por los golpes, Stevens reconoció a Richter, el agente ejecutor de la Agencia, el tipo de individuo que daba a la organización todo su mal nombre. Se apoyó sobre una mano, alzándose de la mejor manera que pudo, pero sabía que estaba condenado.

– ¿Tengo que explicarme? -Richter alzó el pie y lo dejó caer con violencia sobre la mano plana que Stevens apoyaba en el suelo. Stevens gritó cuando los huesos de sus dedos restallaron al partirse. Helm cerró su boca con una patada bien dirigida.

– ¿Dónde está él?

– No puedo decirlo -jadeó Stevens por entre la sangre y los dientes rotos-. Es información clasificada. -Evidentemente, el truco de la toalla había funcionado, y habían perdido su presa. Que siguiera perdida. Stevens no tenía intención de arrastrar a su amigo con él.

Richter hizo girar sádicamente su tacón sobre la rota mano de Stevens. El dolor ascendió por el brazo hasta su hombro.

– Sí nos lo puedes decir, Stevens -dijo Richter con voz suave-. Pertenecemos al mismo equipo. -Saltó con ambos pies sobre la destrozada mano de Stevens.

– ¡Está bien, está bien! -jadeó Stevens-. Sólo llamad a Cohaagen; pedid su autorización.

Furioso, Richter saltó de nuevo, sobre el tobillo de Stevens ahora, partiéndolo contra el bordillo.

– ¿Es eso suficiente autorización? ¿Eh? -se burló.

Stevens se agitó agónicamente. Sabía que no podría resistir mucho más. De pronto, sin embargo, sintió una débil oleada de esperanza. La atención de Helm se había visto desviada por algo; dio un codazo a Richter y señaló.

– ¡Ahí está! -Richter miró en la distancia y vio a Quaid pasar junto a un TaxiJohnny aparcado en el lado más alejado de las galerías. Llevaba algo blanco enrollado en torno a la cabeza, y cargaba con una especie de maletín. Richter sonrió malignamente. Sí, Quaid llevaba un maletín.

Con la pistola en la mano, Helm echó a correr en su persecución, pero Richter se demoró unos instantes, contemplando la encogida forma de Stevens. Se inclinó ligeramente, dio unas suaves palmadas a Stevens en el hombro. El mercenario alzó la vista, directamente a la boca del cañón de la pistola de Richter.

Sonó un disparo.

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