24 – Huida

A su debido momento, Quaid y Melina fueron sujetos a unos sillones de exámenes en una versión a escala industrial de la clínica de implantes de Rekall. Quaid había esperado una oportunidad para escapar; pero los matones fueron lo bastante cuidadosos como para mantenerlos todo el tiempo con los grilletes. Aunque él mismo hubiera dispuesto de la opción de liberarse, Melina habría seguido siendo una rehén.

¿Y si aceptaba el implante? ¿Existía la posibilidad de que los técnicos pasaran por alto la importancia de lo que estaban manipulando, de modo que Hauser fuera restaurado con su secreto intacto? Lo dudaba; además, el equipo de implantes hacía sonar una alarma si sucedía algo fuera de lo normal, y el mensaje alienígena dispararía un clamor de seis alarmas juntas. Pero, ¿qué podía hacer, inmovilizado como estaba?

Cohaagen observó mientras un doctor y seis ayudantes preparaban el procedimiento de reprogramación. Melina ya tenía colocado un sistema intravenoso en el dorso de la mano. Quaid se resistió y se esforzó por soltarse cuando un técnico le introdujo una aguja en su mano. No era el aguijón momentáneo del pinchazo lo que le molestaba, sino la finalidad de la droga que recorrería su sistema y lo aplacaría para lo que iba a ser la pérdida de su personalidad…, y algo peor.

– Relájate, Quaid -pidió Cohaagen-. Te gustará ser Hauser.

– El tipo es un jodido gilipollas.

En realidad lo había sido hasta un cierto punto: el punto en el que comprendió el amor que sentía por Melina y cuando recibió el mensaje de los No'ui. Luego, intentó todo lo que estaba a su alcance para corregir una vida mal llevada… y, en el proceso, destruyó el Frente de Liberación de Marte. Así que la definición seguía siendo válida.

– Cierto -corroboró Cohaagen-. Pero tiene una casa grande y un Mercedes. Y a ti te gusta Melina, ¿verdad? -Miró a la mujer, que le hizo una mueca, sin apreciar su mirada-. Bueno, pues podrás joderla todas las noches. Se va a convertir en la mujer de Hauser. Y no sólo eso, sino que la reprogramaremos para que sea respetuosa, complaciente y apreciativa…, la forma en que ha de ser una mujer.

Quaid y Melina se miraron con horror. Si hubiera deseado una mujer así se habría sentido satisfecho con Lori, que interpretó su papel a la perfección. Pero, antes incluso de que estropeara sus recuerdos falsos, se había sentido insatisfecho con ella, añorando a Melina. Su gusto iba hacia una mujer de verdad, independiente y valerosa. ¡Si se apartaba de su camino, ella le situaría de nuevo en él en un abrir y cerrar de ojos! La idea de convertir a semejante mujer en una mascota dócil le asustaba. Y ella…, él sabía que no deseaba transformarse en esa clase de puta real, igual que no quería ser una traidora a su causa. Interpretó el papel de puta; pero sólo había sido eso: un papel. ¿Qué le haría a su interior verse encerrada en ese aspecto de su vida? Bien podrían hacerle una lobotomía…, aunque eso se parecía mucho.

Llegó una llamada por el videófono. Respondió un ayudante, luego se volvió hacia Cohaagen:

– Es para usted, señor.

Cohaagen se volvió impaciente hacia la pantalla, donde un nervioso técnico permanecía de pie frente a una pared de diales e indicadores.

– ¿Qué ocurre? -restalló Cohaagen.

– Señor -respondió el técnico-, el nivel de oxígeno está en su límite más bajo en el Sector G. ¿Qué es lo que desea que haga?

– No haga nada -dijo Cohaagen.

– No van a durar ni una hora, señor -indicó el técnico.

Cohaagen pulsó un botón en el videófono, y éste mostró tres rápidas vistas de Venusville. Por todas partes, la gente estaba tendida en el suelo o derrumbada en los portales, con las bocas abiertas, jadeando en busca de un poco de aire. Melina volvió la cabeza hacia un lado, incapaz de mirar, mientras Quaid luchaba furiosamente contra sus ataduras. ¡Tenía que liberarse! ¡Tenía que detener aquella locura!

Cohaagen volvió a conectar con el técnico.

– Entonces, pronto habrá terminado todo -dijo. Cortó la transmisión.

– ¡No seas estúpido, Cohaagen! -gritó Quaid-. ¡Dales a esa gente aire!

– Amigo mío, dentro de cinco minutos a ti no te importará una mierda esa gente. -Cohaagen se volvió hacia el doctor-. Adelante.

El doctor bajó el casco a la cabeza de Melina. Ella intentó apartarla, pero no lo consiguió; estaba atrapada.

Entonces, el doctor se aprestó a bajar el casco de Quaid, momento en el que Richter le interrumpió.

– Eh, perdóneme, Doc, pero…, cuando sea Hauser, ¿recordará algo de esto?

– Nada -le aseguró el doctor.

– Gracias.

Entonces Richter golpeó a Quaid con todas sus fuerzas.

Vio las estrellas. Tendría un ojo amoratado y, quizá, una contusión, aunque el apoyacabezas frenó la mayor parte del impacto. Miró con ojos furiosos a Richter, que le sonrió.

– Eres muy valiente, grandulón -comentó Quaid con ironía.

Cohaagen apartó a Richter.

– Lo siento, Quaid. Pronto acabará, y todos volveremos a ser amigos.

¡Antes preferiría hacerse amigo de unos escorpiones! Pero eso era lo menos importante. ¿Cómo podía proteger el mensaje de los No'ui de ser descubierto?

El doctor activó la máquina de los implantes. Emitió un espantoso sonido gimoteante que le recordó los viejos tornos de los dentistas, la clase que aún se usaba en los videos de terror. Cohaagen sonrió y se llevó a Richter del laboratorio. Se detuvo en la puerta y se volvió hacia Quaid.

– De paso, doy una pequeña reunión en casa esta noche. ¿Por qué tú y Melina no venís a eso de las nueve?

Quaid apretó los dientes y se negó a responder.

Cohaagen se dirigió al doctor.

– Doc, ¿se lo querrá recordar usted?

– Hum, hum -replicó el doctor, con aire ausente.

Richter se despidió con un gesto de la mano.

– Te veré en la fiesta.

Y expresaría su sorpresa ante el ojo hinchado de Hauser. Así que el tipo era un hipócrita; ése era uno de sus defectos menores.

Cohaagen y Richter abandonaron el laboratorio. En ese instante, los ruidos que salían del equipo se hicieron aterradores de verdad, no por su mecánica, que esencialmente era indolora, sino por su significado. Era como si el cerebro vivo fuera partido en trozos, de modo que se pudieran emplear partes de los que había en la morgue.

Tanto Quaid como Melina lucharon contra ello. Se concentraron en anular los efectos de la reprogramación; pero sus recursos eran escasos para enfrentarse a una fuerza tan abrumadora. Quaid tiró de las abrazaderas metálicas que le sujetaban las muñecas, los antebrazos y los tobillos.

– Por favor, quédese quieto -pidió el doctor.

Entonces sintió dolor, tanto físico como mental, cuando su piel fue apretada por las ataduras y su mente intentó oponerse al lavado de cerebro. Las dos clases de dolor se agudizaron. Quaid hizo una mueca, como si con ello pudiera apartar el programa hostil.

– No se oponga -aconsejó el doctor-. Eso lo convierte en un proceso doloroso.

Quaid vio que Melina se debatía en vano. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y la saliva brotaba de su boca. Se retorció en el sillón, intentando soltarse. El gemido del equipo sonaba espantoso; pero no era nada comparado con el dolor de la lucha y la pérdida. Parecía desvalido; no obstante, no podía dejar, simplemente, que sucediera. ¿Era esto lo que sentía una mujer al ser violada? Porque, sin lugar a dudas, se trataba de una clase de violación.

– Es un procedimiento muy delicado, señor Quaid -le advirtió el doctor-. Si no se queda quieto, terminará esquizofrénico.

¿Les impediría eso que descubrieran el mensaje de los No'ui? Si fuera así, podía ser una salida. Pero no confiaba en ello. Reunió todas sus fuerzas para mantener intacta su identidad y soltarse del sillón.

Los grilletes no cedieron nada; Cohaagen se había cerciorado de que fueran eficaces. Sin embargo, los tornillos que mantenían unido el sillón empezaban a crujir.

– Active el sedante -le dijo el doctor a un ayudante.

¡Eso sería el fin! Quaid supo que era su última oportunidad. Aun así, su fuerza se hallaba al máximo de tensión; ¿qué más podía hacer?

¡No'ui!, pensó. ¡Necesito ayuda!

Y de una fuente intacta surgió una oleada de fuerza. El ruido, el dolor y el forcejeo crecieron, y le pareció que ya no podía aguantar más; sin embargo, notó que la fuerza aumentaba. Quizá se tratara de la fuerza que otorga la locura y que el implante de los No'ui sabía cómo llamar. No importaba. Tensó aún más los brazos y abrió la boca para lanzar un grito.

¡Entonces, con un rugido tanto vocal como estructural, arrancó el apoyabrazos derecho del sillón! Colgó de su brazo como una tablilla floja. ¡Se estaba liberando!

De inmediato, se quitó de un golpe la intravenosa de la otra mano, deteniendo el sedante. Con una mano parcialmente suelta podía…

El doctor se abalanzó sobre él para detenerle. Quaid empuñó el apoyabrazos como una incómoda arma y lanzó un golpe duro y abierto a la garganta del médico.

Los ayudantes cayeron sobre él. Uno asió el antebrazo de Quaid. Quaid lo retorció en una presa de un sólo brazo y le rompió el cuello.

Entonces dispuso de un instante para quitarse el equipo. Alzó el casco de su cabeza. ¡Con eso liquidaba el proceso de implantación! Mientras se lo sacaba sintió un terrible dolor de cabeza, como si se estuviera arrancando cables del cerebro; luego la sensación desapareció.

Otro ayudante, a espaldas de Quaid, le aferró la muñeca. Quaid agarró el cabello del hombre y tiró brutalmente de él hacia delante por encima de su hombro. La cabeza aterrizó entre sus rodillas. Las cerró de un golpe, presionando el cráneo como si fuera una nuez en un cascanueces. El hombre lanzó un aullido y se derrumbó.

Quaid alargó el brazo y soltó la abrazadera que le rodeaba la muñeca izquierda. Ya tenía los dos brazos libres. Vio que Melina aún luchaba contra el lavado de cerebro.

– ¡Aguanta! -gritó.

Tres ayudantes más se lanzaron sobre Quaid, sujetándole los brazos. Y otro le atacó con una larga vara metálica. Quaid colocó a un hombre delante de él, como un escudo. La vara le atravesó el ojo. Eso acabó con él. Los otros, asustados, se quedaron congelados durante un momento. Quaid aprovechó para agacharse y quitarse la abrazadera de un pie.

En el acto le propinó una patada en la entrepierna al ayudante que se lanzaba contra él; recordó exactamente lo que se sentía cuando pensó en la patada que le diera Lori. El hombre cayó de lado.

Quaid se ayudó con los brazos y se incorporó. Aún tenía una pierna inmovilizada, pero no disponía de tiempo para soltarla. Dos ayudantes más le acosaban, manteniéndole a raya como a un oso, utilizando la vara y un hacha de mango largo contra incendios. Quaid esquivó la embestida del hacha, aferró el extremo de la vara metálica, y luego se inclinó con rapidez para soltar la última abrazadera que tenía alrededor del tobillo. El hacha cayó en un arco descendente sobre él, y apenas logró apartarse a tiempo.

Completamente libre ya, Quaid empaló al asistente que había blandido la vara con su propia arma. Luego se dirigió hacia Melina para quitarle el casco.

El ayudante que quedaba hizo lo que debió haber hecho desde el principio: activó la alarma y corrió hacia la puerta. Quaid saltó detrás de él, lo atrapó y le ayudó a llegar más deprisa a la puerta, con la cara por delante. La nariz del hombre dejó un reguero sangriento en la superficie de la puerta mientras se deslizaba sin sentido hacia el suelo. Qué pena que no fuera Richter, que se merecía la devolución de una palmadita en el hocico. No es que eso le hiciera más feo de lo que era.

Quaid regresó al lado de Melina y empezó a quitarle las abrazaderas de los brazos y las piernas.

– ¿Te encuentras bien?

Ella asintió.

No era suficiente. Había estado bajo tratamiento más tiempo que él.

– ¿Sigues siendo tú?

Ella lo meditó.

– No estoy segura, cariño -repuso, con voz perfectamente dócil-. ¿Tú que crees? -Quaid se sintió horrorizado. Entonces ella sonrió y restalló-: ¡Larguémonos de aquí!

¡Ese tono irritado fue como música para sus oídos! Soltó la última abrazadera. Ella bajó del sillón, cogió el hacha empotrada en los restos del sillón de Quaid y corrió hacia la puerta.

Salieron corriendo del laboratorio. Las alarmas aullaban. Dos soldados aparecieron por una esquina. Melina clavó el hacha en el esternón de uno. Quaid golpeó con la vara metálica la sien del otro. Dos menos.

Recogieron las ametralladoras de los soldados, corrieron hacia el ascensor y pulsaron el botón de llamada. Quaid dudaba que la cosa resultara tan fácil como bajar simplemente por el ascensor; pero ninguno de los dos se podía permitir el lujo de ignorarlo.

¡Ding! El ascensor subía. Se detuvo, las puertas se abrieron…, y había una docena de soldados en el interior.

Quaid lanzó una andanada de balas, derribándolos. ¡Ding! Las puertas del ascensor se cerraron ante esa carnicería.

Llegó el otro ascensor. ¡Ding! La flecha señalaba hacia abajo. Las puertas se abrieron. Éste se hallaba vacío. ¡Era como si incluso los ascensores aprendieran con la experiencia! Se metieron dentro.

Quaid se volvió hacia Melina mientras el ascensor bajaba.

– En caso de que no tengamos otra oportunidad para hablar, quiero que sepas que yo…, no importa lo que haya podido ser antes…

Ella se le acercó y le besó.

– Lo sé -murmuró, pasado un rato.

– Pero ese disco de Hauser…

– Me podrías haber tenido en bandeja si te hubieras quedado quieto -dijo ella-. A cambio, luchaste como mil demonios y me liberaste. En seguida supe que no eras así.

– ¡Te deseo! ¡Te amo! Pero…

– Pero no al precio de la traición de Marte -completó ella.

– Sí. Además…

El ascensor se detuvo en la planta baja.

– Más tarde -cortó ella sucintamente.

Las puertas se abrieron. Salieron a una frenética actividad. Las alarmas aullaban. Los mineros se movían por los alrededores como un enjambre de hormigas. Los vehículos de minería y de seguridad avanzaban en todas direcciones. Los soldados estaban en posición de alerta. Aparentemente, la alarma había galvanizado el establecimiento en unos movimientos frenéticos pero inútiles.

Intercambiaron una mirada, ¿podía resultar tan fácil?

Salieron, tratando de aparentar que estaban igual de ocupados que los demás. No tuvieron suerte. Les vieron. Los soldados empezaron a dispararles.

Corrieron. Quaid saltó a una excavadora en movimiento, arrancó al conductor de la cabina y tomó su lugar, aferrando el volante. Miró por la ventanilla en busca de Melina. Los soldados no cesaban de dispararle; las balas rebotaban en el blindaje metálico del vehículo.

No pudo localizarla.

– ¡Melina! -gritó, alarmado.

– Aquí -replicó ella.

Giró la cabeza bruscamente. Allí estaba, en el asiento del. acompañante, cerrando la puerta de golpe. No había esperado a que él la llamara.

Quaid pisó el acelerador. La excavadora salió disparada hacia delante, convirtiéndose de repente en un monstruo. Los soldados y los mineros se apartaron de su camino.


Cohaagen permanecía de pie delante de la ventana que iba del suelo al techo en su oficina y contemplaba pensativamente los domos. El horizonte tenía un color rosado, señal de la próxima llegada del amanecer. Las alarmas seguían sonando como fondo, ahogadas pero insistentes.

Richter se agitaba al otro lado de la habitación. ¿Qué más prueba necesitaba Cohaagen? Seguro que ahora le resultaba claro que sólo había una forma de tratar con el traidor en que se había convertido Hauser.

– ¿Bien, señor? -dijo finalmente.

Cohaagen permaneció en silencio durante un largo momento.

Hauser era un agente de primera. Se desataría el infierno antes de que pudieran volver a tenerlo bajo control. La amistad tenía un límite. El hombre había abusado de la bienvenida que le dispensaron.

– Mátalo -ordenó.

– Ya era jodida hora -murmuró Richter; giró sobre sus talones y salió rápidamente de la habitación.

Si había pensado que Cohaagen no le oiría, estaba equivocado. Cohaagen se envaró ante las palabras. De no haber sido por la intervención de Richter, la programación de Quaid hubiera ido perfectamente, y el hombre no habría desarrollado ese fuerte sentimiento de unión con su identidad temporal. Un hombre podía llegar a creer en sí mismo si se veía obligado a luchar por su vida. Una vez acabara este desagradable asunto, el mismo Richter ya no sería necesario. Ya era jodida hora, realmente.

Toda la ira acumulada en Cohaagen estalló. Miró con ojos furiosos a los peces que nadaban inofensivamente en la pecera de su escritorio, y barrió ésta al suelo, donde se hizo añicos. Los peces empezaron a saltar desesperadamente, incapaces de respirar. Cohaagen sonrió.

Pero había cosas más importantes que hacer. Cohaagen había sospechado que Hauser sabía más sobre el artefacto alienígena de lo que había dejado entrever. Ahora estaba seguro de ello. No podía permitirse esperar más tiempo.

Cogió un teléfono.

– Que venga el equipo de demolición -ordenó.

Entonces miró con intensidad el espacio que tenía delante. No le gustaba tener que destruir a Hauser y al artefacto alienígena. En otras circunstancias, los dos le habrían sido muy útiles. Pero la seguridad estaba primero. Había alzado una especie de imperio aquí, y no podía permitirse el lujo de que tanto la amistad como la codicia lo amenazaran.

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