20 – Kuato

El sonido de los disparos debía de haber alertado al encargado del Último Reducto. Mantuvo la puerta abierta mientras Melina, Quaid y Benny entraban en tromba, y la cerró rápidamente tras ellos apenas estuvieron dentro. Quaid se detuvo en seco, momentáneamente confuso ante la escena que lo recibió.

Tony y los otros mineros habían alzado su mesa y, con ella, una sección del suelo. Un agujero boqueaba allí. ¿Era una vía de escape de algún tipo?

Melina sabía exactamente lo que era. Se metió en el agujero y desapareció en la oscuridad. Benny la siguió, lanzando aterradas miradas por encima del hombro. Quaid se arrancó de su inmovilidad y se metió también rápidamente.

Los mineros volvieron a colocar la mesa y reanudaron su partida de póquer justo en el momento en que Richter, Helm y seis soldados entraban a la carga en el bar, dispuestos a todo.

Los jugadores de cartas contemplaron a los hombres armados con una pizca de curiosidad. La escena era tan tranquila y pacífica como un club de bridge una bochornosa tarde de jueves, pero Richter no se dejó engañar. Sabía que aquellas criaturas subhumanas estaban protegiendo al hombre que había matado a Lori y, por esa sola acción, habían puesto en entredicho su derecho a vivir. No le importaba a cuántos de ellos tuviera que matar a fin de conseguir la información que necesitaba.

Agarró a Mary y apoyó el cañón de la pistola en su cabeza. Era la misma pistola que había arrancado el techo del taxi de Benny.

– ¿Adonde fueron? -preguntó.

– ¿Quiénes? No sé de qué… -La cabeza de Mary voló en pedazos, arrancada de sus hombros. Richter echó el cuerpo a un lado y agarró a Thumbelina.

– Quizá lo sepas -sugirió, con voz amenazadoramente fría.

Antes de que ella pudiera responder, Tony dio un poderoso salto y derribó a Richter al suelo. Mientras Helm corría para apuntar con su arma a Tony, Thumbelina hizo un rápido movimiento hacia arriba, destripándolo desde la ingle hasta el esternón con un cuchillo bowie.

Fue como arrojar una cerilla a un barril de pólvora. El resto de los mineros estallaron en acción y atacaron a los soldados con puños, cuchillos, pistolas, botellas y jarras de cerveza. Cuando Richter consiguió librarse de los brazos de Tony, vio que la mitad de sus hombres habían sido eliminados.

Se lanzó contra una ventana, con las pistolas disparando a sus espaldas. Un amplio número de soldados se habían reunido fuera al sonido de los disparos, y cubrieron su retirada con una andanada de balas.

Deslizándose tras una barricada de coches y camionetas volcados, Richter se dirigió hacia donde se había detenido un vehículo militar para descargar más soldados. Las balas silbaron junto a sus oídos mientras se agachaba y rodaba sobre sí mismo en dirección al camión. Vio que llevaba montado un lanzacohetes. Sus ojos se iluminaron. Aquello serviría.

– ¡Vosotros! ¡Aquí! -ordenó. Hizo apuntar el lanzacochetes, y estaba a punto de dar la orden de disparar cuando un soldado le tendió un videófono de campaña.

– Cohaagen -dijo.

Richter chirrió los dientes mientras aceptaba la llamada.

– Señor… -empezó, pero Cohaagen le interrumpió.

– Cesa la lucha y abandona el lugar.

No, no, no, aquello no podía estar ocurriendo.

– ¡Están protegiendo a Quaid! -protestó, con la voz quebrada por la furia y el asombro.

– ¡Perfecto! -dijo Cohaagen-. Sal del Sector G. Ahora. -Antes que Richter pudiera responder, Cohaagen añadió-: No pienses. Hazlo.

Richter vio la expresión en los ojos de Cohaagen y se tragó su respuesta. Cohaagen tenía algo en la manga. Richter no sabía lo que era, pero sabía que sería peor que cualquier cosa que el lanzacohetes pudiera arrojar. Siguió las órdenes.


Quaid se dejó caer por el agujero a un túnel y siguió a Melina y Benny. El túnel parecía ser una arteria del enorme complejo minero que se extendía en todas direcciones por debajo de la ciudad. Sus sospechas se vieron confirmadas mientras corría más allá de mineros que desmenuzaban las paredes de roca con sus martillos perforadores. Los mineros les ignoraron. Parecían estar acostumbrado a esas cosas.

El túnel se bifurcaba en varios otros en una intersección al extremo de Venusville. Melina se detuvo allí por un breve instante para recuperar el aliento, y casi dejó de respirar por completo cuando un estremecimiento mecánico sacudió el suelo bajo sus pies.

– Dios mío -dijo, estupefacta-. ¡Las puertas de presión de emergencia! ¡Están aislándonos del resto de la ciudad!

Apenas había dicho esto…, ¡SQURRCHANG! Una lisa puerta de metal descendió del techo, cerrando la entrada a uno de los túneles frente a ellos. Echaron a correr hacia el siguiente…, ¡demasiado tarde!

Sólo un túnel permanecía abierto. Con la velocidad de la desesperación, se agacharon, rodaron y se lanzaron bajo la última puerta antes de que se asentara restallante en su lugar. ¡Lo habían conseguido!


Los rebeldes supervivientes de la batalla del Último Reducto miraron cautelosamente a través de los restos de cristal que asomaban de los marcos de las destrozadas ventanas del local. Los soldados habían dejado de disparar hacía un cierto tiempo, y ahora parecían estar recogiendo sus cosas y batiéndose ordenadamente en retirada. Los rebeldes no sabían qué pensar de todo aquello.

Mientras los soldados desaparecían de su vista, la gente de Venusville empezó a emerger de los agujeros donde se habían apresurado a esconderse durante la batalla. Hablaban en voz baja. Algunos parecían desconcertados. Otros suspicaces. Se sobresaltaron cuando las puertas de presión resonaron en sus lugares y nadie supo qué esperar a continuación. Una multitud se congregó en la plaza, pero permanecía extrañamente silenciosa. Luego se volvió más silenciosa aún.

Los gigantescos ventiladores que hacían circular el aire a través del sector redujeron su velocidad y finalmente se detuvieron. El silencio fue absoluto. Todos los rostros se llenaron de temor. Luego…

¡Los ventiladores empezaron a girar de nuevo! Alguien se echó a reír, aliviado, pero la risa se convirtió en un estrangulado grito de desesperación cuando los papeles que sembraban la plaza empezaron a volar hacia arriba, hacia las grandes palas.

¡Los ventiladores estaban girando al revés! ¡Estaban sorbiendo el aire de Venusville!


Quaid se tambaleó cuando el túnel se abrió a un espacio más amplio. Melina tomó una linterna de un estante cerca de la abertura del túnel y paseó su haz en torno a una cámara excavada, iluminando las paredes, acribilladas de nichos.

– Los primeros colonos están enterrados aquí -dijo.

Quaid observó que había cadáveres humanos en los nichos, momificados de forma natural, sin mortajas. Sabía que se habían dado casos semejantes en algunas partes de la Tierra. La momificación dependía del clima, no de las mortajas.

Melina abrió camino a través de un laberinto de angostos corredores alineados con tumbas abiertas. Recordaba la primera vez que había estado allí, cuando era una niña, temerosamente aferrada a la mano de su madre. Su madre había calmado sus miedos contándole historias acerca de cada forma desecada, hasta que se habían convertido en individuos reconocibles, casi vivos.

Las historias de su madre habían iniciado a Melina en el sendero que la condujo a unirse a las fuerzas rebeldes. Los habitantes de los primeros asentamientos habían sido una raza resistente, decidida a crear una colonia que fuera la envidia de todos los demás planetas.

Habían construido unos firmes cimientos, pero el descubrimiento del turbinio los había minado. Al Bloque Norte sólo le importaban las minas, con exclusión de casi todo lo demás, y las condiciones de vida se deterioraron en consecuencia.

Vilos Cohaagen había hecho que las cosas se volvieran intolerables. El hombre era un monstruo insensible. No hacía el menor esfuerzo por escuchar a la gente de su colonia. Respondía a las peticiones con arrestos, y declaraba que cualquier critica dirigida a él era punible con la muerte. Melina no podía soportar el ver los sueños de los primeros colonos disolverse en polvo, así que se había unido al Frente de Liberación de Marte. Tenía intención de ver la visión de los primeros colonos convertirse en realidad.

La voz de Benny interrumpió sus pensamientos.

– He oído hablar de este lugar -susurró.

– Vinieron para edificar una vida mejor -dijo Melina-. Pero las cosas no funcionaron como esperaban. Cohaagen escatimó en los domos y nos convirtió en fenómenos. Nos hace trabajar como esclavos en nuestro propio planeta, y no nos permite abandonarlo. Incluso nos hace pagar por el aire que respiramos.

Algo encajó en su lugar en la mente de Quaid. Aire…

– Somos como sus malditos peces en su pecera -gruñó amargamente Benny.

– En la actualidad podríamos tener un planeta donde vivir -prosiguió Melina-. Pero el Bloque Norte decidió que crear una atmósfera no era «económicamente viable». No si significaba retirar dinero y mano de obra de las minas de turbinio. -Se mostraba profundamente disgustada.

Aire. Quaid luchó por aferrar el pensamiento que casi tenía al alcance de la mano pero que le eludía. En vez de ello se centró en la situación de los mineros. Había sabido que la minería del turbinio era peligrosa; de hecho, era algo más que una sospecha el que el índice de mutaciones en Marte era tanto culpa de la radiación en las minas como de la luz del sol no protegida que llegaba al interior de los domos. Sin las enormes bonificaciones, nadie emigraría voluntariamente para trabajar en las minas.

Y no era hasta que llegaban a Marte que se daban cuenta de que habían tenido que gastar la mayor parte de esa bonificación en aire, pensó lúgubremente Quaid. Puesto que las minas eran lo único disponible en la ciudad, la gente normal tenía que trabajar en ellas, simplemente para poder seguir respirando. Aunque sospecharan lo que les costaba…, ¿qué otra elección tenían? La mutación lenta era mejor que la muerte rápida.

Empezó a recordar por qué Hauser había cambiado de lado. Si la gente de Marte tuviera alguna alternativa a la minería del turbinio, habría una revolución. En realidad ya había una, pero no era suficiente, porque Cohaagen controlaba el suministro de aire.

– Y a nadie allá abajo en la Tierra le importa en absoluto -prosiguió Melina-. Mientras el turbinio siga fluyendo, mientras el Bloque Norte pueda mantener su superioridad militar en la Tierra, nadie va a volcar el pequeño y cómodo carrito de manzanas de Cohaagen. -Se detuvo y se volvió hacia Quaid, con esperanza en los ojos-. Pero quizá tú puedas cambiar todo eso.

Él desvió la vista, embarazado. ¡Si tan sólo pudiera desenterrar esos recuerdos, fuera lo que fuese lo que se suponía que sabía que podía hacerlo cambiar todo! Pero las cadenas de su mente permanecían firmes.

– Haré lo que pueda -dijo hoscamente.

Avanzaron a través de las catacumbas, Quaid al lado de Melina, Benny demorándose detrás.

– Es algo que tú sabes -indicó Melina-. Kuato va a hacer que recuerdes algunas cosas.

– ¿Como qué?

– Todo tipo de cosas. -Dudó, y cuando continuó su voz era ronca por la emoción-. Quizá incluso recuerdes que me quisiste.

Quaid no pudo soportar el oír el pesar en su voz. Sujetó su brazo y la hizo volverse de cara a él. Tenía que convencerla de que lo que había en su corazón era real; de que los falsos recuerdos en su cabeza no importaban.

– ¡Melina, escúchame! -dijo-. ¡No necesito a Kuato para eso! Soñé contigo cada noche, allá en la Tierra. Borraron todo lo demás; sin embargo, no consiguieron destruir lo que sentía por ti. Cuando dormía, te veía, y te deseaba, cada noche. El recuerdo de nuestra vida juntos puede haber desaparecido, pero el sentimiento permanece. Simplemente no pude soltarlo, puesto que sin él no hubiera podido seguir viviendo.

Melina le miró directamente a los ojos, y él vio que empezaba a creerle.

– Entonces, tú, realmente…

– ¡Siempre! -Se le acercó más, pero antes de que sus labios pudieran unirse Benny dejó escapar un grito de alarma.

¡Los cadáveres a su alrededor se estaban moviendo! Toda una sección de la pared de la catacumba se deslizó como una puerta. Tras ella había siete hombres armados.

Quaid se tensó, pero Melina apoyó una mano en su brazo, tranquilizándole.

– Todo va bien -dijo-. Son de los nuestros.

Uno de los rebeldes avanzó e hizo un gesto hacia Benny con el cañón de su arma.

– ¿Quién es ése? -preguntó.

– Nos ayudó a escapar -respondió Melina.

– Hey, no se preocupe por mí, amigo -dijo Benny-. Estoy de su lado. -Apoyó su mano izquierda sobre la derecha y tiró. Hubo un clic; luego la mano derecha se soltó, como si fuera el apéndice de una marioneta. Era artificial. Debajo había un deformado muñón con unos pocos dedos vestigiales. Quaid se sintió ligeramente enfermo ante la visión, pero los otros miraron con muda simpatía.

Entonces el taxista extendió su brazo y cerró el puño. Había algo extraño en la forma del brazo, y el estómago de Quaid se agitó cuando vio algo rebullir debajo de la manga. El taxista tiró de la manga hacia arriba, y un segundo antebrazo se desprendió del primero, un miembro grotesco con largos, huesudos y palmeados dedos que se cerraban y abrían lentamente. Incluso los rebeldes retrocedieron ante aquella visión…, pero sirvió para su propósito. Todos quedaron convencidos de que Benny era uno de ellos.

– Seguidme -dijo el rebelde. Siguieron a los hombres armados a través de un angosto túnel hasta una amplia caverna excavada donde había más luchadores de la Resistencia acampados en pequeños grupos. Se veían armas y municiones apiladas en torno a la estancia, y unos cuantos hombres examinaban unos mapas al fondo. El resto estaban comiendo, jugando a las cartas, limpiando armas, leyendo y durmiendo, pero había poca conversación y ninguna risa. El talante general era sombrío.

Quaid perdió algo de respeto hacia los rebeldes. No cabía ninguna duda de que eran una fuerza organizada; sin embargo, estaba averiguando demasiado acerca de ellos. Un espía lograría dar un informe bastante exacto sobre la cantidad de miembros de que disponían y su naturaleza, si era traído hasta allí de aquel modo. El procedimiento más sensato habría sido drogarle, traerle aquí inconsciente, y luego matarle si resultaba ser un espía.

El rebelde que iba en cabeza se volvió hacia Benny.

– Aguarda aquí -ordenó. Y luego, a Melina y Quaid-: Vosotros, venid conmigo. -Los escoltó hasta la mesa al fondo de la estancia. Ahora Quaid pudo ver que había un videófono entre los mapas y planos que cubrían la mesa. También pudo ver que el hombre sentado a la mesa, el hombre que estaba evidentemente al mando, era George, el afable minero del Último Reducto. Hablaba urgentemente por el videófono, y había autoridad en su tono.

– ¡Entonces bajad los sellos de presión! -dijo.

– No podemos -respondió una voz, y Quaid se envaró al oírla. Pertenecía a Tony, el ardoroso minero que había estado con Melina en el bar. Miró por encima del hombro de George y vio que el minero no estaba en forma para luchar con nadie en aquellos momentos. Parecía estar respirando con dificultad, y Quaid pudo ver a otros al fondo, tendidos en el suelo del bar o caídos sobre las mesas, jadeando en busca de aire.

– Cohaagen ha despresurizado los túneles -prosiguió Tony-. Y están preparados para hacerlos saltar.

George miró por encima del hombro a Melina y luego volvió los ojos a la videopantalla.

– De acuerdo, no pierdas la calma. Melina acaba de llegar aquí con Quaid.

– Espero que haya valido la pena -dijo Tony. George cortó la transmisión e hizo una momentánea pausa, con aspecto ceñudo. Se volvió para mirar a Melina, y una débil sonrisa cruzó sus labios.

– Me alegra que lo hicieras -dijo.

– No pareces tan alegre como eso -respondió Melina.

George se levantó de su silla, y su expresión ceñuda regresó.

– Cohaagen ha sellado Venusville.

– Lo sabemos -dijo Melina-. Casi nos atrapó a nosotros.

– Lo que no sabes es que está bombeando fuera el aire.

Melina se llevó una mano a la boca. Había sabido que Cohaagen era despiadado, pero hasta ahora no había sabido hasta qué punto lo era. George miró a Quaid.

– Tiene que saber usted algo malditamente importante, Quaid. Él le quiere a usted. -Quaid se sintió abrumado-. Si no lo entregamos, por la mañana todo el mundo estará muerto. -George les condujo hacia una puerta blindada. Tecleó una serie de números. La cerradura hizo clic.

– ¿Qué es lo que vais a hacer? -preguntó Melina.

– Eso es cosa de Kuato -respondió George. Hizo un gesto con la cabeza a Quaid-. Vamos.

¿Sería Kuato capaz de desbloquear su memoria? Puesto que el propio Quaid no sabía lo que se suponía que debía saber, dudaba de que nadie fuera capaz de decirlo simplemente mirándole. Quizá tenían intención de drogarle e interrogarle. Eso era muy poco probable que funcionara tampoco. Seguía sin poder recordar claramente su experiencia en Rekall, pero creía que se habían encontrado con serios problemas con el condicionamiento de su memoria anterior. No sería diferente aquí.

Quaid miró a Melina antes de seguir a George. Ella alzó la mano en un pequeño gesto de adiós y, por un momento, pareció exactamente igual que en su sueño. Deseó ir hasta ella, apretarla contra él y no soltarla nunca, pero deseaba su memoria, la necesitaba, incluso más. No sólo por su bien, sino también por el bien de aquellos que estaban muriendo en Venusville. Había algo atrapado fuera de su alcance en su cabeza, y tenía que liberarlo y liberar al pueblo de Marte antes de ser libre él para amar a Melina. Apartó con un esfuerzo sus ojos de ella y siguió a George a través de la puerta.

Entró en una oscura estancia en forma de domo que estaba tan vacía como la otra había estado llena. No había rebeldes a la vista, y ninguna señal de Kuato. El hombre no iba a llegar tras ellos tampoco, porque la puerta se cerró a sus espaldas y Quaid pudo oír el clic de la cerradura al actuar de nuevo.

George lo llevó hasta una mesa con dos sillas.

– Siéntese -dijo.

Quaid se dejó caer en una de las sillas y escudriñó la habitación en busca de otra entrada. Naturalmente, Kuato dispondría de la suya propia, independiente de la que utilizaban las tropas. Con la salvedad de que no había ninguna entrada más. A menos que fueran más diestros en ocultarla que sus ojos entrenados en desenmascararla, lo cual dudaba bastante. Sabía que eran los ojos de Hauser los que realizaban la inspección. Hauser…

Algo chasqueó en su interior. Melina le había conocido como Hauser, no como Quaid. No obstante, en el recuerdo del sueño, ella le llamó Doug. ¿Cómo podía ser?

La respuesta resultaba tan obvia que le hizo sonreír. ¡No le cambiaron el nombre, únicamente el apellido! Douglas Hauser se había convertido en Douglas Quaid. Ya lo recordaba, o eso creía. Lamentablemente, no se trataba de un recuerdo importante.

Sus pensamientos volvieron al presente.

– ¿Dónde está Kuato? -preguntó.

– De camino -respondió secamente George. Pareció meditar algo antes de hablar de nuevo-. ¿Ha oído los rumores acerca de los artefactos alienígenas? -Quaid asintió-. Son ciertos. Cohaagen encontró algo en la Mina Pirámide, y eso lo asustó mortalmente.

Lo cual explicaba por qué había sido cerrada la Mina Pirámide. Quaid sintió el aleteo de la memoria. Había algo más profundamente enterrado en su mente que el turbinio en el helado suelo marciano, pero no conseguía perforar hasta ello.

– ¿Qué pasa con eso?

– Dígamelo usted -respondió George-. Hace un año, fue usted al encuentro de Melina y le dijo que deseaba ayudarnos. Así que nos dijimos: «Estupendo. ¿Está de nuestro lado ahora? Que nos diga lo que hay en la mina». Usted fue allá a descubrirlo. Y eso es lo último que supimos de usted.

– ¡Mi sueño! -exclamó Quaid-. ¡Mi memoria! Fui con Melina, y caí al pozo…

George se quitó la chaqueta y la arrojó al respaldo de la otra silla.

– No supimos si había muerto en la caída o sido capturado -continuó-. O quizá simplemente estaba jugando con nosotros. Pero si ése era el caso, ¿por qué está Cohaagen tan desesperado en apoderarse de nuevo de usted? -George sacudió la cabeza-. No, el gran secreto de Cohaagen se halla enterrado en ese agujero negro que usted llama el cerebro. Y tenemos que averiguar qué es.

No había ninguna duda al respecto, admitió Quaid. Estaba claro que no murió en la caída, y que había sido capturado. Pero, ¿cuánto tiempo permaneció en libertad en aquel complejo alienígena antes de que le atraparan? ¿Qué descubrió? Puesto que sabía que había averiguado algo sorprendente, algo mucho mayor que lo que ninguno de ellos imaginara. Le faltaba todo un capítulo de su vida, y lo quería recuperar.

George se sentó frente a Quaid, a poca distancia.

– Ahora bien, mi hermano Kuato es un mutante. Por favor, no muestre revulsión al verlo.

– Por supuesto que no -repuso Quaid, preparándose interiormente para la visión.

Así que el hombre tenía tres brazos o dientes en los oídos. Lo que importaba era lo que podía hacer.

George se desabotonó la camisa. Quaid notó que su pecho era extraño. Había mostrado un aspecto robusto, como si el hombre siempre lo estuviera sacando igual que un fanfarrón. En este momento comprendió que se trataba de una forma plástica. ¿La versión masculina de los senos postizos? No debía de ser muy agradable si alguien le golpeaba ahí: no muy agradable para el puño del hombre.

Entonces George se quitó la cubierta de plástico, revelando…

Quaid tuvo que hacer un gran esfuerzo para no quedarse boquiabierto. ¡Una segunda cabeza pequeña crecía del pecho del hombre!

Arrugada y peluda, la cabeza era una mezcla entre la de un feto y la de un anciano. Tenía los ojos cerrados, como sumido en el sueño. Evidentemente, sólo se hallaba formada a medias, como la mano-garra de Benny. Las mutaciones en muy contadas ocasiones resultaban beneficiosas; la mayoría eran negativas, y no sólo grotescas, sino también inútiles. Sin embargo, algunas eran distintas…

George se volvió hacia Quaid y extendió las manos.

– Coja mis manos -dijo. Luego, al notar la vacilación de Quaid, insistió-: Adelante.

Con gesto titubeante, Quaid estrechó las manos de George. Intentaba no parecer remilgado, pero la sola idea de estar cerca del mutante le repelía. Lo mismo que sostener las manos del hombre.

– Le dejaré con Kuato -comentó George.

Cerró los ojos y pareció quedarse dormido.

Simultáneamente, la cabeza de Kuato se movió y bostezó, como si despertara. Uno de sus ojos era anormalmente grande.

Kuato observó con una intensa mirada a Quaid, abrió su boca sin dientes y preguntó:

– ¿Qué desea, señor Quaid?

– Lo mismo que usted -repuso Quaid, con voz tan impasible como le fue posible-. Recordar.

– Pero, ¿por qué?

Quaid se quedó anonadado. Si Kuato conocía su nombre, ¿por qué no estaba al corriente de su misión?

– Para saber quién soy.

– Usted es lo que hace -comentó Kuato.

Se detuvo, dándole tiempo para que sus palabras penetraran en su mente. Lamentablemente, casi todo lo que Quaid había estado haciendo últimamente era buscar sus recuerdos, al tiempo que intentaba sobrevivir.

– Un hombre es definido por sus acciones, señor Quaid -prosiguió Kuato-. No por sus recuerdos.

Observó fijamente a Quaid, que tuvo dificultad en devolver esa mirada tan desigual. ¡Un ojo era tan grande y el otro tan pequeño!

– Ahora, abra sus pensamientos a mi presencia…

Quaid no pudo evitar centrarse en el ojo grande de Kuato. Era hipnótico. Descubrió que caía en un trance.

– Abra… -dijo Kuato.

Quaid pareció caer en dirección al enorme ojo. Se vio reflejado en la pupila. Parecía como si estuviera abalanzándose sobre su propia cabeza reflejada, su ojo, su pupila, en la que vio el reflejo de…

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