4 – Trabajo

Quaid se vio inmerso en el flujo de las personas que iban a su trabajo, el que había estado contemplando antes desde la ventana. Odiaba esto, y no sabía a ciencia cierta por qué; las corrientes de peatones no tenían nada implícitamente malo en ellas. Quizá se debiera a que su sueño de Marte le brindaba la capacidad de apreciar mejor el desértico terreno abierto, donde hasta el simple hecho de vislumbrar a una persona era un acto significativo, en especial si se trataba de una mujer adorable embutida en un traje espacial. Aquí, se veía zarandeado constantemente por la incesante masa de humanidad, respirando el aire usado de los que le rodeaban y percibiendo la polución industrial, que era crónica en los niveles inferiores, sin importar lo que dijeran las campañas publicitarias locales. Por lo menos, Marte estaba limpio; ahí no había nada salvo polvo rojo y piedras. En Marte, un hombre podía alargar los brazos sin tropezar con la nariz húmeda del tipo de al lado.

Descendió la larga escalera mecánica, que a aquella hora parecía una resonante cascada de cabezas, espaldas y hombros que se deslizaban hacia los niveles inferiores de la estación del metro. Al fondo, la corriente era momentáneamente desviada en torno a una pequeña zona ocupada por un violinista tullido. Quaid sonrió, revitalizado por la visión de alguien que reclamaba espacio y atención para él en medio del anónimo aplastamiento matutino. Se detuvo un instante para deslizar su tarjeta de identificación en el registrador portátil de crédito del violinista. Registró su donativo, y Quaid se dejó arrastrar de nuevo por el flujo.

Se abrió paso a una zona de seguridad. La masa de trabajadores formaba colas para pasar por los grandes paneles de rayos X. El embotellamiento de siempre que le hacía perder tiempo, pero que no podía evitar. Había tanta violencia en los sistemas de tránsito que se habían tenido que adoptar algunas medidas, y por supuesto no deseaba que le robara o le matara algún demente en el metro, o pasar a formar parte de un grupo de rehenes de algún culto revolucionario de reciente creación. No se permitía el paso de ningún objeto metálico o de plástico que pudiera ser empleado como arma, salvo que se viera con claridad que no comportaba peligro alguno; y eso, de algún modo, había reducido los incidentes de violencia.

Sin nada mejor que hacer, se puso a observar las colas que tenía delante a medida que pasaban por entre los paneles. Cada persona perdía allí las ropas y la carne, convirtiéndose en un esqueleto andante, para adquirir de nuevo forma humana completa más allá del panel. Vio que le tocaba el tumo a una mujer joven y atractiva; contempló con atención mientras cruzaba los rayos X; pero no le sirvió de nada. Lo único que aparecía allí eran los huesos, no su cuerpo desnudo. Siempre tenía la esperanza de que algún día algo funcionara mal y que los rayos X fueran lo suficientemente débiles como para eliminar sólo la ropa, dejando al descubierto la carne desnuda. Lamentablemente, nunca sucedía; los paneles funcionaban o no funcionaban, estaban completamente activados o desactivados. Aun así, ésos eran unos buenos huesos.

Le llegó su turno. Pasó, sintiéndose como una persona que se desnudara sobre un escenario. Mientras cruzaba el panel, echó un vistazo a la línea que había a su espalda y vio que una mujer joven le miraba, acariciándose los labios con la punta de la lengua, los ojos fijos en él. ¡Ella intentaba ver su carne desnuda! Eso le gustó un poco. También sabía que poseía unos buenos huesos.

¿Qué le importaba a él lo que pensara una mujer desconocida? En casa tenía una esposa adorable y atenta, y una mujer adorable y aventurera en Marte. No necesitaba ninguna relación más. No obstante, de forma tonta, las ansiaba. Por lo menos, ansiaba una salida de esta monótona existencia. Quizá lo que quería era algo de aventura, ya fuera un viaje lejano o una conquista sexual. ¡Cualquier cosa menos esta maldita carrera de ratas!

Siguió su camino hasta las escaleras mecánicas que bajaban al metro. Allí le esperaba otro embotellamiento, ya que nunca había los coches suficientes para cargar toda la gente que quería entrar. Se encontraba demasiado lejos para conseguir subir al primer metro que viniera, y tendría que esperar al segundo, lo cual significaría unos buenos seis minutos de retraso. Se suponía que pasaban a intervalos de tres minutos; sin embargo, jamás era así. Con toda probabilidad, algún funcionario importante chupaba algo de los presupuestos de tránsito, dejando menos dinero del necesario para la compra y el mantenimiento de más coches. De modo que los que pagaban eran siempre los pasajeros, con un ineludible retraso adicional de tres minutos. Si se encontraba con otro embotellamiento, se presentaría tarde al trabajo, y se lo descontarían de la paga.

Finalmente llegó el metro. Quaid consiguió entrar, y se sintió como una sardina en una lata monstruosa. ¡Qué contraste con Marte!

Había pantallas de video montadas por todas partes, y cada una mostraba sus anuncios. Era como las ventanas múltiples de la pantalla de su casa, con la excepción de que éstas mantenían la perseverancia de la venta machacante. Se trataba de un mercado atrapado, y los patrocinadores se mostraban implacables. Intentó desconectar la pantalla más próxima a él; sin embargo, la alternativa era escuchar la dificultosa respiración de la gente que le rodeaba y percibir sus olores corporales. En la pantalla, un taxista se volvió, como si mirara a un pasajero en el asiento de atrás. Bajo la gorra a cuadros de estilo antiguo había el rostro de un maniquí. Sonrió mecánicamente y dijo:

– ¡Gracias por tomar un TaxiJohnny! Espero que haya disfrutado de la carrera. -El anuncio desapareció y empezó otro.

Un tipo con aspecto feliz yacía en una cama redonda, al lado de la chica. Estaba claro que acababa de hacer el amor con ella o iba a hacerlo. Se encontraban bajo un domo de cristal en el fondo del océano; en el exterior y alrededor de ellos nadaban llamativos peces de colores. Quaid sabía que la mayoría de los peces se hallaban casi en la superficie, no a cinco kilómetros de profundidad, y que tenían mejores cosas que hacer que posar para los ojos de unos turistas que, en cualquier caso, no les prestaban la menor atención. ¡No cuando había chicas desnudas para acariciar! Pero, qué demonios, era el anuncio de ellos. Resultaba estúpido esperar realismo de una publicidad.

– ¿Sueña con unas vacaciones en el fondo del océano…? -decía una voz con ese tono ensordecedor con que los anunciantes insistían en atacar a sus víctimas. Quaid hizo una mueca e intentó apartarse de la pantalla; pero los demás pasajeros se negaron a abrirle paso. Ellos tampoco querían que les rompieran los tímpanos.

La pantalla dio un salto a un apartamento del nivel pobre, mucho peor que el propio apartamento de Quaid, donde se veía sentado al tipo del domo submarino, solo, rodeado por un enorme montón de facturas. Parecía abatido.

– ¿…pero no puede permitirse sacar a flote ese viaje? -continuó la voz del narrador en off.

¡Acertaba en eso! ¡Si Quaid tan sólo dispusiera del dinero para mudarse a Marte! Ésa era la auténtica razón por la cual Lori se oponía a ello; estaba al tanto de que no existía ningún modo de que pudieran permitírselo. Oh, dispondrían de la bonificación para los colonos nuevos, aunque sabía que eso desaparecía rápidamente en los gastos de traslado. Debías tener un buen remanente, de forma que un hombre no tuviera que trabajar allí de minero para poder sobrevivir. Por eso ella sacaba el mejor partido a su situación cotidiana real, y él tenía que reconocer que hacía un buen trabajo, y que debería estarle agradecido. Sin embargo, él era como el pobre desgraciado del anuncio: ansiaba un mundo lejano, en vez de la vida hacinada que se podía pagar. Con la excepción de que el tipo del anuncio ni siquiera se podía permitir un apartamento decente.

La escena volvió a cambiar. En esta ocasión, una mujer de aspecto sofisticado detenía sus esquíes cerca de una bandada de pingüinos. Resultaba atractiva con su traje de esquí, y parecía encontrarse en la cima del mundo…, o el fondo de él, fuera cual fuese el caso.

– ¿Le gustaría esquiar en la Antártida…?

Entonces, la misma mujer apareció en una oficina, rodeada por diez empleados, todos los cuales le exigían decisiones. Su apariencia era, convincentemente, la de estar siendo acosada. Tenía el pelo revuelto, y ya no parecía atractiva, sólo agotada. Quaid había visto a mujeres ejecutivas como ésa.

– ¿…pero se encuentra cubierta de nieve en el trabajo? A pesar de sí mismo, Quaid se dio cuenta de que respondía a los anuncios. La Antártida estaba muy lejos, una región inmensa y desolada, parecida, a su manera, a Marte…

– ¿Siempre ha deseado escalar las montañas de Marte…? Quaid se sobresaltó. Súbitamente, toda su atención se concentró en la pantalla. Allí, un alpinista trepaba por una montaña con forma irregular de pirámide que, sorprendentemente, se parecía mucho a la del sueño de Quaid. ¿Se estaba imaginando eso? ¿Su sueño se apoderaba del mundo cotidiano, o de su percepción de él? ¡No, se trataba realmente del anuncio! No era él, Douglas Quaid, el que se hallaba en la escena, sino un hombre más bajo, con un traje espacial para turistas, la clase de trajes que se habían hecho más para la comodidad que la eficacia.

En ese instante, el deportista se transformó en un hombre viejo que se arrastraba escaleras arriba.

– ¿…pero su camino es descendente? -La cámara retrocedió para revelar la chaqueta de tweed y el dignificado rostro de un caballero de aspecto universitario, el narrador del anuncio-. Entonces venga a Rekall, Incorporated -continuó-, donde le ofreceremos el recuerdo de sus vacaciones ideales, más baratas, más seguras y mejores que la realidad. -La escena cambió a una playa al atardecer. El narrador estaba confortablemente sentado en una silla de aspecto extraño que flotaba sobre el agua-. Así no dejará que la vida pase por su lado. Llame a Rekall: para conseguir el recuerdo de toda una vida. -Quaid observó, fascinado, mientras sonaba la cancioncilla de Rekall y un número de doce dígitos llenaba la pantalla.

Quaid se sintió intrigado. Estaba fascinado por un sueño estúpido. Y eso era precisamente lo que esa compañía parecía vender: un sueño, bajo la forma de un recuerdo. ¿Sería suficiente? Sabía que necesitaba algo que le reconciliara con su vida cotidiana. Tal vez fuera esto.

Los anuncios continuaron con su atronadora oferta, explorando artículos de tocador íntimos que, supuestamente, eran una excelente inversión; también supositorios nasales para reciclar la polución, y otros muchos productos; sin embargo, Quaid ni los notó. ¡Quizá, después de todo, había encontrado una forma de visitar Marte!


Finalmente llegó al trabajo. Justo a tiempo, y pronto se encontró en su puesto, ocupado en lo que mejor sabía hacer. Cuando los encargados de la demolición deseaban que algo se derribara rápidamente y bien, él era el primer hombre en recibir la asignación. Nunca la rechazaba; empleaba el trabajo como ejercicio, desarrollando así de forma incesante los músculos. Después de todo, a Lori le excitaban los músculos, y puede que también a la mujer de Marte del sueño.

Intentó distraerse de ese último pensamiento y enfocó su atención en el trabajo que tenía entre manos. Estaban desmantelando una de las viejas fábricas de automóviles que habían sembrado el paisaje. Los niveles de polución habían llegado finalmente a amenazar la vida hacía cincuenta años, como todo el mundo había predicho que sucedería, pero no fue hasta que la gente empezó a caer como moscas que se decidió hacer algo al respecto.

Los vehículos a combustibles fósiles ya no eran «regulados» o «reacondicionados»…, habían sido simplemente eliminados, y la limpia tecnología de fusión, que llevaba años disponible, había sido empleada finalmente en usos prácticos. Los fabricantes de coches habían luchado contra el cambio con uñas y dientes, pero finalmente habían tenido que ceder ante la presión pública y diseñar coches de emisiones limpias. Era una gota en el cubo, demasiado poco y quizá demasiado tarde, en lo que a eliminar la polución se refería, pero era un comienzo.

Los fabricantes de coches habían abandonado sus viejas fábricas pasadas de moda a favor de modernas plantas totalmente mecanizadas en las que los robots eran manejados por ordenadores. Pero los detritos del pasado habían quedado, y el trabajo de Quaid era librar al mundo de ellos. Esta mañana trabajaba en la carretera de entrada que conducía al emplazamiento de la fábrica en ruinas. Apenas fue consciente del paso del tiempo mientras reducía el asfalto a minúsculos pedazos.

Lo bueno que tenía el trabajo duro era que mantenía tu mente alejada de los sueños tontos; se concentraba por completo en el trabajo a realizar, como si se tratara de la pantalla central de un video verdaderamente fascinante, y se olvidaba de todo lo demás. Había un cierto placer en triturar la superficie de una carretera; era como si machacara los límites que le imponía la sociedad y que le mantenían aquí, en la aburrida Tierra, en vez de permitirle encontrarse en algún planeta más interesante. Estaba consiguiendo algo.

Sin embargo, en ese momento, el sueño retornó, y se negó a desaparecer. Trató de ignorarlo; pero flotaba a su alrededor. Rekall…, ¿había algo ahí?

– ¡Hey, Harry! -gritó por encima del rugir del martillo perforador. Harry era un tipo de mediana edad, con una barriga de bebedor de cerveza y un acento de Brooklyn. Llevaban un par de años trabajando juntos, y Quaid lo consideraba una persona honesta en la que se podía confiar-. ¿Has oído hablar alguna vez de Rekall?

– ¿Rekall? -respondió Harry. Pequeños trocitos de roca cayeron de su pelo cuando agitó negativamente la cabeza. No conseguía situar la referencia.

– ¡Venden recuerdos falsos! -apuntó Quaid.

Entonces Harry recordó.

– Oh, sí -dijo, y aulló la cancioncilla publicitaria de la compañía a pleno pulmón. Luego detuvo su máquina y preguntó-: ¿Estás pensando en ir ahí? -Quaid hizo una pausa también, apoyándose sobre su martillo perforador mientras éste siseaba en neutral.

– No lo sé -dijo, mientras se sacudía el polvo de roca de sus guantes-. Quizá.

– Bueno, no lo hagas -dijo firmemente Harry.

Lo seco y definitivo de la respuesta tomó a Quaid por sorpresa. Evidentemente, Harry sabía algo acerca de Rekall Incorporated que los anuncios no mencionaban.

– ¿Por qué no? -preguntó. Si había algo raro en aquel lugar, quería saberlo.

Harry se acercó más a él y bajó la voz.

– Un amigo mío probó una de sus «ofertas especiales». Casi lo lobotomizan.

Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Quaid.

– No me digas… -jadeó, llevándose una mano a la frente.

Harry le dio una palmada en el hombro y se apoyó una vez más en su máquina.

– No trastees con tus sesos, amigo. No vale la pena. -Su martillo perforador rugió a la vida, y Quaid puso a trabajar el suyo también. Volvió a enfrascarse en su trabajo mientras meditaba en las palabras de Harry. Era un buen consejo, por supuesto. Sólo un estúpido lo ignoraría.

Sin embargo, cuando terminó su jornada laboral, se dirigió a una unidad telefónica. Recorrió con el dedo una larga lista de compañías y los teléfonos de sus oficinas, y se detuvo en Rekall, Incorporated. Aún no estaba del todo seguro de que fuera a hacerlo; pero sí iba a averiguar algo más del asunto. Quizás ésa fuera la única manera de tratar con su sueño.

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