5 – Rekall

Quaid se detuvo delante de la consola de ordenador del directorio del edificio antes de seleccionar Rekall, Inc. de entre la lista de nombres. La pantalla mostró la localización de la oficina, pero pese a todo dudó.

¿Era ésta la respuesta? Harry le había aconsejado que no lo probara; pero Harry no se veía sometido a sueños crónicos sobre Marte. Marte era un íncubo que, sencillamente, tenía que quitarse de encima de cualquier manera. Debía desterrar por completo el asunto, lo cual era imposible, o viajar hasta allí, lo que también quizá resultara imposible, o descubrir un término medio. Y tal vez ésta fuera la solución.

Sabía que una ilusión, sin importar lo convincente que fuera, seguía siendo sólo una ilusión. Por lo menos, de forma objetiva. Pero, subjetivamente…, podía ser todo lo contrario.

Bueno, tenía concertada una cita. En los cinco próximos minutos. Se hallaba en un punto decisivo; tenía que entrar, y someterse a su estrategia de ventas, o arrugarse y marcharse. Habría aplastado a cualquier hombre que le hubiera llamado cobarde -afortunadamente, nadie lo había hecho desde que consiguiera su tamaño de adulto-; pero ahora se acusaba de ello a sí mismo. Experimentaba la terrible atracción de Marte; sin embargo, también el terror de caer por aquel misterioso agujero. ¿Deseaba, de veras, hacer que su sueño pareciera real?

Sólo había una forma de descubrirlo. Inspirando profundamente, subió en un ascensor y se encaminó a la zona de recepción de la compañía.

La recepcionista era una rubia de voz preciosa, que se pintaba las uñas mediante un único contacto con un pincelito de color blanco. Al instante, un pigmento rojo saturaba cada uña. Durante un instante pareció llevar el torso desnudo, con los pechos pintados de azul; pero entonces la luz cambió, y se dio cuenta de que se trataba del efecto de una de esas blusas de transparencia variable, donde ahora-lo-ves, ahora-no-lo-ves. Vista desde un ángulo, y bajo una luz, estaba completamente vestida; vista desde otro ángulo, bajo otra luz, estaba desnuda. La mayor parte del tiempo se hallaba en un estado intermedio, mientras el efecto cambiaba de forma intrigante a medida que ella variaba de postura. Se lo tendría que mencionar a Lori; probablemente se compraría un vestido similar para ella.

La mujer guardó los trastos sin sentirse cortada. Le sonrió con profesionalidad.

– Buenas tardes. Bienvenido a Rekall.

¿Estaba haciendo lo correcto? Tuvo la impresión de ser un escolar que se metía en un garito de adultos.

– He concertado una cita. Douglas Quaid.

Ella comprobó una lista. Quaid estuvo seguro de que se trataba de una pose; tenía una cita, y no había nadie más en la oficina. Ella alzó los ojos.

– Un momento, señor Quaid. -Habló en voz baja por un videófono mientras mantenía unos ojos apreciativos clavados en Quaid, que contemplaba inquieto los posters video de viajes que alineaban las paredes-. ¿Señor Quaid? -dijo al cabo de un momento-. El señor McClane estará inmediatamente con usted.

Apenas había terminado de hablar, un vendedor emergió de una oficina interior.

– Gracias, Tiffany -dijo. Hizo un guiño a la recepcionista, luego sonrió y ofreció su mano a Quaid-. Doug…, Bob McClane. Encantado de conocerle. Por aquí, por favor. -Quaid le siguió fuera de la zona de recepción.

McClane parecía un buscavidas jovial. Debía de tener unos cincuenta y tantos años, y llevaba un traje de piel de rana marciana color gris, a la última moda. Por supuesto, las ranas no eran nativas; no quedaba ninguna vida nativa superviviente en Marte. Sin embargo, las ranas terrestres importadas, criadas en granjas marcianas especiales, habían desarrollado unas características inusuales bajo la gravedad reducida y la mayor radiación, y ahora se había creado un buen mercado para sus pieles.

McClane abrió camino hasta su oficina, decorada con estilo.

– Siéntese, por favor, póngase cómodo.

Quaid se dejó caer en un sillón lustroso y de aspecto futurista, que se ajustó sutilmente para acomodarse a su peso y configuración. A Lori también le gustaría estar al tanto del sillón; esta gente se mantenía informada respecto a la última moda.

McClane se sentó detrás de su enorme escritorio de falsa madera de nogal.

– Bien, ¿usted desea un recuerdo de…?

– Marte -indicó Quaid, que se dio cuenta de que, de algún modo, ya había atravesado la delgada línea que separaba la duda del compromiso.

Sin embargo, la reacción del hombre le sorprendió.

– Correcto. Marte -repitió McClane, con poco entusiasmo.

– ¿Hay algo de malo en ello?

McClane frunció el ceño.

– Bueno, para serle franco, Doug, si lo que busca usted es algo del espacio exterior, creo que le gustaría mucho más uno de nuestros cruceros a Saturno. Todo el mundo está loco por ellos, y cuestan casi lo mismo.

Oh. Así que se trataba de una operación de anzuelo, con el fin de ofrecerle algo más caro.

– No me interesa Saturno -repuso Quaid con firmeza-. Me interesa Marte.

McClane, a quien la intriga no le había dado buen resultado, puso la mejor cara que pudo.

– De acuerdo, de acuerdo, será Marte. Aguarde un segundo mientras yo… -Tecleó algo en su ordenador, y aparecieron unos números en la pantalla-. Muy bien…, nuestro paquete de Marte sólo cuesta ochocientos noventa y cuatro créditos. Ello abarca dos semanas enteras de recuerdos, con todos los detalles. -Alzó la vista-. Un viaje más largo le costará un poco más caro, ya que necesitará un implante más profundo.

Más anzuelos.

– Quiero el viaje estándar.

En realidad, deseaba lo real real; pero hasta el viaje de recuerdos más completos estaría por encima de sus posibilidades.

McClane mostró la expresión de un hombre razonable enfrentado a un cliente poco razonable o ignorante.

– No tenemos ningún viaje estándar, Doug. Cada día se confecciona a la medida de sus gustos personales.

¡Era un tipo escurridizo! De una u otra forma, iba a conseguir subir los precios.

– Quiero decir, ¿qué hay en el itinerario?

El hombre adoptó un aire profesional.

– Lo primero, Doug, es que cuando usted viaja con Rekall, lo hace en primera clase. Una cabina privada en un transbordador de las Líneas Espaciales Interplanetarias. Un hospedaje de lujo en el Hilton. Y todas las atracciones más importantes: el Monte Olimpo, los canales, Venusville… -Le miró de soslayo, con la misma expresión lustrosa que la sonrisa de la recepcionista-. Lo que usted pida, lo recordará.

– Y, de verdad, ¿cómo es?

Quaid había oído hablar de Venusville, uno de los cubiles de los bajos fondos más famosos del sistema solar. Dudaba de que encontrara a la mujer de su sueño allí.

– Tan real como cualquier recuerdo que haya en su cabeza.

Quaid ni se molestó en ocultar su escepticismo.

– Sí, de acuerdo.

– Se lo garantizo, Doug, su cerebro no notará la diferencia…, o le devolvemos su dinero. Hasta dispondrá de pruebas tangibles. Tickets utilizados. Postales. Películas…, tomas que usted habrá grabado de los paisajes locales de Marte con una cámara alquilada. Regalos. Y mucho más. Tendrá todo el apoyo que sus recuerdos puedan necesitar. Le garantizamos…

– ¿Qué me dice del tipo al que casi lobotomizan? -interrumpió Quaid-. ¿Le devolvieron su dinero?

McClane consiguió mantenerse impertérrito.

– Eso pertenece a la historia antigua, Doug. Hoy en día, viajar con Rekall es más seguro que ir en cohete. Mire las estadísticas. -Trasladó al monitor de Quaid una lista de estadísticas y gráficos. Eran, por supuesto, confusas por su complejidad y aparición repentina, y sin lugar a dudas habían sido planeadas para que fueran así; se suponía que el cliente debía quedar impresionado con los números, al tiempo que quedaba convencido de su validez-. ¿Qué me dice?

¡Resultaba muy rápido planteando el tema! Sin embargo, Quaid no deseaba que creyera que se comprometía con mucha alegría.

– No estoy seguro. Si me ponen el implante, jamás iré de verdad.

McClane se inclinó sobre el escritorio.

– Doug, ¿podemos ser sinceros?

¿Me da a entender que me ha mentido todo el tiempo? No obstante, Quaid mantuvo la cara impasible, deseoso de averiguar cuál era la siguiente táctica.

– Usted es un trabajador de la construcción, ¿verdad? -continuó McClane.

Este tipo le estaba dando en el lado negativo.

– ¿Y qué?

– ¿De qué otro modo piensa llegar a Marte? ¿Alistándose en el ejército? -McClane hizo una mueca, mostrando su desagrado ante esa idea-. Enfréntese a ello, amigo; Rekall es su medio. A menos que se quede en casa y mire la televisión.

Lo había expresado de forma poco amable, aunque, lamentablemente, exacta. Éste era, para un ingeniero de la construcción, para un especialista en preparación de emplazamientos, resumiendo, para un trabajador del martillo perforador, el único modo viable de hacerlo.


Antes de que pudiera sentirse desanimado, McClane se puso de pie y se apoyó sobre el escritorio, con una mano sobre su hombro.

– Además, piense en lo molestas que son las vacaciones de verdad: maletas perdidas, un clima horrible, habitaciones en hoteles de mala muerte. Con Rekall, todo es perfecto.

De nuevo daba en el clavo. ¡El mismo Quaid había experimentado esas molestias, y ni siquiera tuvo que ir a Marte para ello!

– De acuerdo. Ha sido la ambición de mi vida, y me resulta claro que jamás podré cumplirla en la realidad. Así que creo que me tendré que conformar con esto.

– No lo mire de ese modo -le amonestó McClane con severidad-. Usted no va a recibir la segunda mejor posibilidad. El recuerdo real, con toda su vaguedad, omisiones y elipses, por no decir distorsiones…, ésa es la segunda mejor posibilidad.

Una vez más, acertaba. ¿Qué diferencia habría, cuando hubiera regresado a casa de un viaje de verdad? Lo único que le quedarían serían los recuerdos y una cuenta bancaria mermada. Se garantizaba que los recuerdos de Rekall eran mejores. Aun así, le seguía carcomiendo una duda.

– Sin embargo, si sé que he venido a su oficina, me daré cuenta de que no es real. Quiero decir…

– Doug, usted nunca recordará haberme visto o su paso por esta oficina; de hecho, ni siquiera recordará nuestra existencia. Eso forma parte de la oferta. No experimentará ninguna señal contradictoria; todo apuntará a la validez de su experiencia reciente.

Se lo había vendido.

– Cogeré el viaje de dos semanas.

– No lo lamentará -le aseguró McClane con voz cálida. Apretó un botón que activaba el teclado de Quaid-. Ahora, mientras rellena nuestro cuestionario, le pondré al corriente de algunas de las opciones de que disponemos.

Quaid empezó a llenar las preguntas de elección múltiple que tenía en la pantalla: detalles sobre su preferencia en muchas cosas pequeñas, tales como los colores de la ropa, y algunas íntimas, como las medidas de las mujeres a las que le gustaría conocer.

– No se preocupe por las opciones -dijo, impacientándose con todo el asunto.

– Sólo respóndame una pregunta -formuló con vehemencia McClane-. ¿Qué es lo que siempre permanece inmutable en todas sus vacaciones?

A Quaid no le interesaban los juegos de adivinanzas.

– Me rindo.

– Usted. Usted es siempre el mismo. -Se detuvo para conseguir el efecto deseado-. Sin importar adonde vaya, allí está usted. Siempre la misma persona conocida. -Sonrió con expresión enigmática-. De modo que lo que quiero sugerirle, Doug, es que se tome unas breves vacaciones de sí mismo. Es lo último en viajes. Lo llamamos el Viaje del Ego.

Eso parecía algo dudoso.

– En realidad, no me interesa.

Sin embargo, McClane se había volcado en la venta.

– Le encantará. -Se irguió, como si fuera a descubrir algo especial-. Le ofrecemos una serie de elecciones de identidades alternativas durante su viaje.

Seguía pareciendo algo dudoso. ¿Qué sentido tenía realizar un viaje -o recordar un viaje- si le sucedía a alguien distinto?

McClane reemplazó el cuestionario en el monitor de Quaid por una lista:


A-14 PLAYBOY MILLONARIO.

A-15 FIGURA DEPORTIVA.

A-16 MAGNATE INDUSTRIAL.

A-17 AGENTE SECRETO.


– Vamos, Doug, ¿por qué ser un turista en Marte, cuando tiene la oportunidad de ser un playboy, un atleta, un…?

A pesar de sus dudas, Quaid se sintió interesado.

– Un agente secreto… ¿cuánto cuesta eso?

– Deje que le tiente, Doug. Es como en una película, y usted es la estrella. ¡Emoción, tensión, identidades secretas, persecuciones! Usted es un agente de primera, de regreso con una personalidad falsa de la misión más importante que haya emprendido jamás… -Dejó que su voz se apagara.

– Continúe -dijo Quaid, que no deseaba que le dejaran en ascuas.

McClane se apoyó contra el respaldo del sillón.

– No voy a arruinarle la diversión, Doug. Pero, quédese tranquilo: en el momento en que todo concluya, habrá usted conquistado a la chica, matado a los tipos malos y salvado el planeta. -Sonrió con aire de triunfo-. ¿No cree usted que eso vale trescientos créditos?

Quaid sonrió a regañadientes. El último anzuelo y estratagema de McClane le habían atrapado.

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