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– ¿Qué piensas, Steffi? -inquirió Vince antes de beber un trago de Coca-Cola para refrescarse la garganta-. ¿Misterio esclarecido? ¿Caso cerrado?

– ¡Ni mucho menos! -exclamó ella con ojos relucientes, apenas consciente de la carcajada que suscitaban sus palabras-. Puede que sí quede clara la causa de la muerte, pero… ¿Qué era, por cierto? Me refiero a lo que tenía atrapado en la garganta. ¿O me estoy adelantando demasiado?

– Querida, no puedes adelantarte a una historia que no existe -señaló Vince, también con ojos relucientes-. Pregunta lo que quieras, que yo te contestaré. Y Dave también, supongo.

– Era un trozo de ternera -explicó el gerente del The Weekly Islander como si quisiera corroborar las palabras de su amigo-. Y probablemente de uno de los mejores cortes, entrecot, quizá, o filete. Estaba poco hecho, y el certificado de defunción aseguraba que la causa de la muerte fue asfixia por atragantamiento, si bien el hombre al que siempre hemos llamado Colorado Kid también había sufrido un accidente vascular cerebral…, o sea, una embolia. Cathart concluyó que el atragantamiento provocó la embolia, pero ¿quién sabe? Pudo haber sido a la inversa. Así que ya ves, incluso la causa de la muerte es poco clara cuando la analizas con detenimiento.

– El episodio tiene al menos un detalle interesante, pequeño, eso sí, que ahora mismo te cuento -intervino Vince-. Trata de un tipo que en algunos aspectos se parecía a ti, Stephanie, aunque quiero creer que tú caíste en mejores manos a la hora de dar los últimos toques a tu formación. Manos mejores y también más compasivas. Aquel tipo era joven, tenía veintitrés años, si no recuerdo mal, al igual que tú era forastero (en su caso del Sur, no del Medio Oeste), y estaba haciendo un máster en ciencia forense.

– Así que trabajaba con el doctor Cathart y descubrió algo.

Vince sonrió de oreja a oreja.

– Una conclusión lógica, querida, pero te equivocas acerca de la persona con quien trabajaba. Se llamaba… ¿Cómo se llamaba, Dave?

Dave Bowie, cuya memoria para los nombres era afilada como una daga, no vaciló ni un segundo.

– Devane, Paul Devane.

– Exacto, ahora que lo dices me acuerdo. Aquel joven, Devane, fue destinado a hacer tres meses de prácticas de campo con un par de detectives de la policía del estado en la oficina del fiscal general. Solo que en su caso, «sentenciado» sería el término más preciso, porque lo trataban fatal -aseguró Vince con expresión ensombrecida-. Las personas de edad que maltratan a los jóvenes cuando lo único que quieren estos es aprender…, en mi opinión habría que despedirlos. Sin embargo, a menudo los ascienden en lugar de darles la patada. Está claro que Dios ladeó un poco el mundo al mismo tiempo que lo ponía a dar vueltas. Cada día pasan montones de cosas que reflejan esa inclinación.

Aquel joven, Devane, pasó cuatro años en un sitio como la Universidad de Georgetown con la intención de aprender la ciencia que permite cazar a los delincuentes, y justo cuando empezaba a florecer, por un golpe del destino lo enviaron a trabajar con un par de detectives de esos que se pasan el día comiendo rosquillas y que lo convirtieron en poco más que el chico de los recados, obligándolo a llevar expedientes de Augusta a Waterville y ahuyentar a los mirones en los accidentes de tráfico. De vez en cuando le dejaban medir una pisada o tomar fotografías de una huella de neumático como premio, pero no era lo habitual, diría yo, en absoluto.

– En cualquier caso, Steffi, aquellos dos sagaces sabuesos, que espero lleven mucho tiempo en la puñetera calle, se encontraban en Tinnock cuando el cadáver de Colorado Kid apareció en la playa de Hammock. Estaban investigando un incendio que se había producido en un piso y era de «origen sospechoso», como solemos escribir cuando publicamos noticias así en el periódico, y llevaban consigo a su mascota, que por entonces ya había empezado a perder todo idealismo. Si hubiera caído en manos de dos de los buenos detectives que trabajan en la oficina del fiscal general, y te aseguro que he conocido a unos cuantos pese a la maldita burocracia que crea tantos problemas en el sistema policial de este estado, o si el Departamento de Estudios Forenses lo hubiera enviado a alguno de los otros estados que admiten estudiantes, aquel chico podría haber acabado como uno de esos tipos que salen en CSI…

– Me gusta esa serie -atajó Dave-. Es mucho más realista que Se ha escrito un crimen. ¿A quién le apetece una magdalena? Hay algunas en la despensa.

A todos les apetecía, de modo que el relato quedó en suspenso mientras Dave iba a buscarlas y las traía junto con un rollo de papel de cocina. Cuando todos hubieron cogido una magdalena de calabaza y un papel de cocina para atrapar las migas, Vince pidió a Dave que continuara.

– Es que me estoy yendo por las ramas y a este paso os tendré a aquí media noche -avisó.

– Pues a mí me parece que ibas bien -comentó Dave.

Vince se golpeó el pecho huesudo con la mano igual de huesuda.

– Llama a una ambulancia, Steffi, que se me acaba de parar el corazón -bromeó.

– No será tan gracioso cuando te pase de verdad, carcamal -refunfuñó Dave.

– Fíjate en todas las migas que escupe -señaló Vince-. Como decía mi madre, babeamos tanto al nacer como al morir. Vamos, Dave, sigue con la historia, pero primero traga, haznos el favor.

Dave obedeció, regando el bocado de magdalena con un largo trago de Coca-Cola. Stephanie esperaba que su propio aparato digestivo fuera capaz de afrontar semejantes desafíos cuando alcanzara la edad de Dave Bowie.

– Bueno, vamos allá -empezó el hombre-. George no se molestó en acordonar la playa, porque eso habría atraído a los curiosos como moscas a un montón de estiércol, pero esos dos idiotas de la oficina del fiscal general sí lo hicieron. Pregunté a uno de ellos por qué se molestaban, y me miró como si fuera un pobre desgraciado. «Es el escenario de un crimen», replicó.

– Puede que sí y puede que no -repuse yo-, pero una vez se lleven el cadáver, ¿qué pruebas cree que no se habrá llevado el viento?

Porque para entonces el viento de levante había arreciado bastante. Sin embargo, aquellos dos insistieron, y tengo que reconocer que la foto quedó muy bien en portada, ¿verdad, Vince?

– Cierto, las fotos en las que sale cinta policial siempre venden ejemplares -convino Vince.

La mitad de su magdalena había desaparecido, y Stephanie no vio ninguna miga en su servilleta.

– Devane estaba por ahí mientras el forense, Cathart, echaba un vistazo al cadáver; la mano con la arena pegada, la mano sin arena y luego el interior de la boca. Pero cuando llegó a la playa el coche fúnebre que la funeraria de Tinnock había enviado en el transbordador de las nueve, los dos detectives repararon en su presencia y concluyeron que estaba peligrosamente cerca de aprender algo. Como no podían permitirlo, lo enviaron a por cafés, rosquillas y bollos para ellos, Cathart, el ayudante de Cathart y los dos chicos de la funeraria que acababan de llegar. Devane no sabía adónde ir, y para entonces yo ya estaba en el lado equivocado de la cinta policial, así que lo llevé a la panadería de Jenny. Tardamos una media hora, quizá un poco más, y casi todo ese rato lo pasamos en el coche, donde me forjé una idea bastante clara de la situación del chico. No obstante, le doy matrícula de honor en discreción, porque no se dedicó a machacar a sus superiores, sino que tan solo dijo que no estaba aprendiendo tanto como había esperado, y puesto que lo habían enviado a por provisiones mientras Cathart efectuaba la primera exploración del cadáver, no me costó nada atar cabos. Cuando volvimos, la exploración había terminado y los de la funeraria ya habían metido el cadáver en una bolsa. Ello no impidió a uno de los detectives, un tipo grandullón y corpulento llamado O'Shanny, poner a Devane de vuelta y media. «¿Por qué coño has tardado tanto? Se nos está quedando el culo helado.» Y bla bla bla. Devane se tomó la bronca con estoicismo, sin quejarse ni explicarse, a todas luces alguien lo educó como es debido, así que decidí intervenir y aseguró que nos habíamos dado toda la prisa posible. «No les habría gustado que rebasáramos el límite de velocidad, ¿verdad, agentes?», comenté con la esperanza de quitar hierro al asunto y suscitar alguna sonrisa. Sin embargo, no funcionó. El otro detective, que se llamaba Morrison, soltó: «¿Y a usted quién le ha dado vela en este entierro? ¿No tiene algún mercadillo o algo parecido que cubrir?». Su compañero sí se echó a reír entonces, pero el joven que había ido allí para aprender los entresijos de la ciencia forense y en realidad lo único que había aprendido era que a O'Shanny le gustaba el café con leche y a Morrison, solo, se ruborizó hasta la raíz del cabello. Mira, Steffi, nadie llega a la edad que tenía ya entonces sin que algún mequetrefe con autoridad te machaque, pero lo lamenté muchísimo por Devane, que estaba espantosamente avergonzado, no solo por sí mismo, sino también por mí. Advertí que andaba buscando el modo de pedirme disculpas, pero antes de que hallara la forma (o antes de que yo tuviera ocasión de decirle que no hacía falta, puesto que él no había hecho nada malo), O'Shanny cogió la bandeja de los cafés, se la entregó a Morrison, y luego me quitó las dos bolsas de pastas. Acto seguido ordenó a Devane que pasara bajo la cinta policial y recogiera la bolsa de pruebas que contenía los efectos personales del muerto.

– Firma el recibo -le ordenó como si hablara con un niño de cinco años- y asegúrate de que nadie toca la bolsa hasta que yo vuelva a pedírtela. Y no se te ocurra meter las narices. ¿Está claro?

– Sí, señor -asintió Devane.

Me dedicó una sonrisa fugaz, y lo seguí con la mirada mientras recogía la bolsa de pruebas que le entregó el asistente del doctor Cathart y que en realidad se parecía más a una carpeta de acordeón para archivar documentos. Lo vi sacar el recibo del sobre transparente que había en el anverso de la bolsa… Por cierto, ¿sabes para qué sirve el recibo, Steffi?

– Creo que sí-repuso ella-. ¿No es para que, en caso de ir a juicio y de utilizar las pruebas halladas en el escenario del crimen, la fiscalía pueda demostrar una cadena impoluta de posesión del objeto que se presenta ante el tribunal como prueba A?

– Muy bien expresado -alabó Vince-. Deberías ser escritora.

– Muy gracioso -espetó Stephanie.

– Sí, señor, este es nuestro Vincent, un auténtico Oscar Wilde -se mofó Dave-. Al menos no está refunfuñando como Óscar de Barrio Sésamo. En fin, vi al joven señor Devane firmar el recibo de posesión y guardarlo de nuevo en el sobre transparente del anverso de la bolsa. Luego lo vi darse la vuelta para mirar cómo los forzudos de la funeraria cargaban el cadáver en el coche. Vince ya había vuelto aquí para empezar a escribir el artículo, y en aquel momento yo también me fui tras decirle a la gente que me preguntaba, una multitud considerable atraída por la estúpida cinta policial como moscas por la miel, que podrían enterarse de todo por tan solo veinticinco centavos, que es lo que costaba el Islander por aquel entonces. Aquella fue la última vez que vi a Paul Devane, ahí de pie mientras observaba a esos dos cachas cargar el cadáver en el coche fúnebre. Pero resulta que sé que Devane desobedeció la orden de O'Shanny de no meter las narices en la bolsa de pruebas, porque me llamó al Islander unos dieciséis meses después. Por entonces habría renunciado a la ciencia forense y regresado a la universidad para estudiar derecho. Fuera bueno o malo, aquel cambio de orientación se debió a los detectives O'Shanny y Morrison, pero en definitiva fue Paul Devane quien convirtió el cadáver no identificado de la playa de Hammock en Colorado Kid e hizo posible que la policía terminara por identificarlo.

– Y nosotros nos hicimos con la noticia -terció Vince-, en buena medida porque Dave Bowie invitó a aquel chico a una rosquilla y le dio algo que el dinero no puede comprar, es decir, un oído atento y un poco de comprensión.

– Te has pasado un poco -protestó Dave, removiéndose en la silla-. No estuve con él ni media hora; bueno, quizá tres cuartos si contamos el tiempo que hicimos cola en la panadería.

– A veces con eso basta -aseguró Stephanie.

– Cierto, puede que a veces baste -señaló Dave-, y en cualquier caso no tiene nada de malo. ¿Cuánto tiempo crees que tarda un hombre en asfixiarse por culpa de un trozo de carne?

Ninguno de los otros dos tenía respuesta para aquella pregunta. En el canal, el yate de algún veraneante rico hizo sonar pretenciosamente la bocina mientras se aproximaba al muelle de Tinnock.

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