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Pero fue Dave quien empezó.

– Hace veinticinco años, en el ochenta, dos chicos tomaron el transbordador de las seis y media para ir a la escuela en lugar del de las siete y media. Formaban parte del equipo de atletismo del instituto Bayview Consolidated y además eran novios. Al terminar el invierno, que en la costa nunca dura tanto como en el interior, cruzaban la isla corriendo, bajaban por la playa de Hammock y luego tomaban Bay Street hasta el muelle. ¿Lo visualizas, Steffi?

Así era, y también visualizaba la relación amorosa. Lo que no visualizaba era lo que aquellos «novios» hacían al llegar a la orilla de Tinnock. Sabía que los pocos chicos que iban al instituto tomaban el transbordador de las siete y media y entregaban al encargado, bien Herbie Gosslin o Marcy Lagasse, los pases para que los deslizaran por el viejo lector de código de barras. Una vez en Tinnock, un autobús escolar los esperaba para llevarlos los cuatro kilómetros y medio que había hasta el instituto. Stephanie preguntó si los corredores tomaban el autobús, a lo que Dave sacudió la cabeza con una sonrisa.

– También corrían desde el muelle de Tinnock hasta la escuela -explicó-. No cogidos de la mano, pero casi; siempre el uno junto al otro, Johnny Gravlin y Nancy Arnault. Durante un par de años fueron inseparables.

Stephanie se irguió en la silla. El único John Gravlin al que conocía era el alcalde de la isla Moose-Lookit, un hombre sociable que se mostraba agradable con todo el mundo y ambicionaba el puesto de senador del estado en Augusta. Se estaba quedando calvo y cada vez tenía más tripa. Intentó imaginárselo corriendo como un galgo, tres kilómetros al día por la isla, otros cuatro y medio al otro lado del canal…, pero no lo consiguió.

– No te lo imaginas, ¿verdad, querida? -comentó Vince.

– Pues no -reconoció ella.

– Eso es porque intentas ver a Johnny Gravlin el futbolista, corredor, bromista de viernes noche y amante de sábado como el alcalde John Gravlin, el único animal político de este islote. Se pasea por Bay Street estrechando manos y sonriendo para dejar al descubierto ese diente de oro que lleva, tiene una palabra amable para todo el mundo, nunca olvida un nombre y sabe perfectamente quién conduce una camioneta Ford y quién sigue apañándoselas con la vieja cosechadora de papá. Es una auténtica caricatura salida de una película de los cuarenta sobre política pueblerina, y es tan paleto que ni se entera. Le queda un paso que dar, y en cuanto llegue a Augusta pueden pasar dos cosas. Que saque la cabeza del culo y se quede ahí o que intente seguir subiendo y se pegue la leche de su vida.

– ¡Qué cínico! -exclamó Stephanie con voz no exenta de la admiración que semejante rasgo suscita en los jóvenes.

Vince encogió los huesudos hombros.

– Eh, que yo también soy un estereotipo, querida, solo que mi película es aquella en la que el periodista con sujeta- mangas y la frente manchada de tinta grita «¡Paren las rotativas!» en la última escena. Lo que quiero decir es que Johnny era muy distinto en aquellos tiempos; flaco como un junco y veloz como una liebre. Habría sido un auténtico dios de no ser por esos dientes prominentes que desde entonces se ha hecho arreglar. Y ella…, con aquellos pantaloncitos cortos rojos que llevaba…, era una auténtica diosa…, como tantas otras chicas de diecisiete años, sin duda -añadió tras una pausa.

– Deja de pensar en guarradas -espetó Dave.

– No estaba pensando en guarradas, te lo aseguro -se defendió Vince con expresión sorprendida.

– Si tú lo dices -cedió Dave-. Hay que reconocer que era guapa. Le pasaba algunos centímetros a Johnny, lo cual tal vez fue la razón por la que cortaron en el último curso. Pero en el ochenta eran uña y carne, y cada día corrían hasta el transbordador y luego por Bayview Hill hasta el instituto de Tinnock. Circulaban apuestas de que Johnny dejaría embarazada a Nancy, pero no fue así. O Johnny era un caballero o ella era muy cuidadosa… O puede que fueran más listos que la mayoría de los chicos de la isla.

– Pues yo creo que era por tanto correr -sentenció Vince muy serio.

– No se me vayan por las ramas, por favor -advirtió Stephanie.

Ambos se echaron a reír.

– Vale, vale -accedió Dave-. Una mañana de primavera de 1980, debía de ser en abril, vieron a un hombre sentado en la playa de Hammock, justo a las afueras del pueblo.

Stephanie conocía bien el lugar. La playa de Hammock era un lugar encantador, aunque un poco atestado de veraneantes. No imaginaba cómo sería después del día del Trabajo, aunque tendría ocasión de averiguarlo, ya que su período de prácticas no finalizaba hasta el 5 de octubre.

– Bueno, no sentado exactamente -puntualizó Dave-, sino más bien medio despatarrado, como lo describieron más tarde los chicos. Estaba apoyado contra una de las papeleras, que tienen la base clavada en la arena para evitar que los vendavales se las lleven, pero el peso del hombre había hecho que la papelera quedara… -Puso la mano vertical y acto seguido la inclinó- así.

– Como la torre de Pisa -dijo Steffi.

– Exacto. Y no iba vestido de forma adecuada para primera hora de la mañana, con el termómetro marcando cinco grados y una brisa que producía la sensación de que más bien eran cero. Llevaba pantalones de vestir grises, camisa blanca y mocasines. Nada de abrigo ni guantes. Sin ni siquiera comentar la jugada, los chicos corrieron hacia él para comprobar si estaba bien y de inmediato vieron que no era así. Más tarde, Johnny dijo que supo que el hombre estaba muerto en cuanto le vio la cara, y Nancy dijo lo mismo, pero por supuesto no querían admitirlo sin cerciorarse. ¿No harías tú lo mismo?

– Sí -asintió Stephanie.

– Estaba ahí sentado…, bueno, medio despatarrado, con una mano en el regazo y la otra, la derecha, sobre la arena. Tenía la cara cerúlea salvo por unas manchas violáceas en las mejillas, los ojos cerrados, los párpados azulados, según Nancy, al igual que los labios, y el cuello algo… hinchado, como lo describió. Tenía el pelo color rubio pajizo, bastante corto, aunque con un breve flequillo que se alborotaba cuando soplaba el viento…, o sea casi sin parar. Y Nancy va y dice: «¿Está usted dormido, señor? Si está dormido, será mejor que se despierte». Y Johnny Gravlin dice: «No está dormido, Nancy, ni tampoco inconsciente. No respira». Nancy dice que ya lo sabe, que ya lo ha visto, pero que no quería creerlo. Claro que no quería, pobrecilla. «Puede que sí esté dormido. A veces no se nota la respiración de la gente. Zarandéalo un poco, Johnny, a ver si se despierta.» Johnny no quería, pero tampoco quería parecer un gallina delante de su novia, así que alargó la mano con un esfuerzo sobrehumano, según me contó años más tarde después de tomar un par de copas en el Breakers, y le sacudió el hombro. Dijo que lo supo con certeza en cuanto lo tocó, porque aquello no parecía un hombro de verdad, sino la escultura de un hombro. Pero aun así lo sacudió y dijo: «Despierte, señor, despierte y…». Estuvo a punto de decir «y muérase como es debido», pero consideró que no sonaría demasiado bien dadas las circunstancias (quizá ya entonces pensaba un poco como un político), así que dijo: «y huela el café». Le sacudió el hombro dos veces. La primera no pasó nada, pero la segunda, la cabeza del tipo se ladeó hacia el hombro izquierdo (Johnny le estaba sacudiendo el derecho), y el hombre resbaló de la papelera que lo sostenía y cayó de costado, chocando de cabeza contra la arena. Nancy se puso a gritar y echó a correr tan deprisa como podía, lo cual era muy deprisa, te lo aseguro. Si no se hubiera parado, lo más probable es que Johnny hubiera tenido que perseguirla hasta el final de Bay Street o incluso hasta el muelle A. Pero Nancy se paró, Johnny la alcanzó, le rodeó los hombros con el brazo y comentó que nunca se había alegrado tanto de sentir carne viva contra la mano. Más tarde me contó que nunca ha olvidado lo que sintió al tocar el hombro del muerto, que fue como tocar un trozo de madera bajo la camisa blanca.

Dave se interrumpió y se levantó.

– Me apetece una Coca-Cola fría -señaló-. Tengo la boca seca, y esta historia es muy larga. ¿Alguien más quiere una?

Resultó que los otros dos también querían, y puesto que Stephanie era la invitada a aquella fiesta, por expresarlo de algún modo, fue ella quien se encargó de ir a buscar las bebidas. Cuando volvió, los dos ancianos estaban apoyados contra la barandilla del porche, contemplando el canal y la orilla opuesta. Se reunió con ellos, dejó la vieja bandeja de hojalata sobre la ancha baranda y repartió las Coca-Colas.

– ¿Por dónde iba? -preguntó Dave después de beber un largo trago.

– Sabes muy bien por dónde ibas -espetó Vince-, por el momento en que nuestro futuro alcalde y Nancy Arnault, que vete a saber por dónde anda, probablemente en California, porque las buenas siempre acaban largándose lo más lejos que pueden de la isla, acababan de encontrar a Colorado Kid muerto en la playa de Hammock.

– Ah, sí. Bueno, John fue quien corrió hasta el teléfono más próximo, o sea el público que había delante de la biblioteca pública, para llamar a George Wournos, por aquel entonces jefe de la policía de la isla Moose-Lookit y que lleva mucho tiempo criando malvas. A Nancy le pareció bien, pero quería que primero Johnny volviera a colocar al «hombre» como estaba. Así lo llamaba, «el hombre», nunca «el muerto» ni «el cadáver», sino «el hombre». Y va Johnny y dice: «Me parece que a la policía no le gusta que los muevan, Nan». Y Nancy dice: «Ya lo has movido; solo quiero que lo vuelvas a poner como estaba». Y él dice: «Lo he hecho porque tú me lo has pedido». A lo que ella responde: «Por favor, Johnny, no soporto verlo en esa postura ni tampoco imaginármelo en esa postura». Y se echa a llorar, lo que por supuesto zanja el asunto. Así pues, Johnny volvió junto al cadáver, que seguía doblado por la cintura como si estuviera sentado, pero con la mejilla izquierda apoyada en la arena. Aquella noche en el Breakers, Johnny me confesó que no habría sido capaz de hacer lo que le pedía Nancy si ella no hubiera confiado en él para que lo hiciera, y ¿sabes una cosa? Me lo creo; por una mujer, los hombres son capaces de hacer muchas cosas que ni se plantearían estando solos, cosas que los repugnarían en la mayoría de los casos, aunque estuvieran borrachos y sus amigos los azuzaran. Johnny me contó que cuanto más se acercaba al hombre tirado en la arena, tendido con las rodillas dobladas, como si estuviera sentado en una silla invisible, más seguro estaba de que el cadáver abriría los ojos e intentaría morderlo. El hecho de saber que el tipo estaba muerto no mitigaba en absoluto aquella sensación, sino que la agudizaba. No obstante, por fin llegó junto a él y, haciendo acopio de valor, apoyó las manos sobre aquellos hombros de madera y volvió a sentar al muerto con la espalda apoyada contra la papelera. Me dijo que estaba convencido de que la papelera volcaría y se estrellaría contra la arena con un golpe, y que entonces él no podría evitar gritar. Pero la papelera no volcó, y Johnny no gritó. Creo firmemente, Steffi, que los pobres mortales estamos hechos para pensar siempre que pasará lo peor porque casi nunca pasa. Por eso las cosas meramente desagradables nos parecen insignificantes, casi positivas, de hecho, y así salimos adelante.

– ¿De verdad lo cree?

– Oh, sí. En cualquier caso, cuando se disponía a alejarse, Johnny vio un paquete de cigarrillos caído sobre la arena. Puesto que lo peor ya había pasado y solo quedaba lo meramente desagradable, fue capaz de cogerlo al tiempo que se recordaba que debía contárselo a George Wournos, por si la policía del estado buscaba huellas y encontraba las suyas en el papel de celofán, y guardarlo en el bolsillo de la camisa blanca del muerto. Luego volvió junto a Nancy, que lo esperaba a cierta distancia, arrebujada en la sudadera del instituto y dando saltitos, sin duda helada con aquellas bermuditas que llevaba, aunque está claro que sentía algo más que frío… De todos modos, el frío no le duró, porque los dos corrieron hasta la biblioteca pública, y apuesto algo a que, de haberlos cronometrado, habrían batido el récord de los ochocientos metros planos, o casi. Nancy llevaba muchas monedas de veinticinco centavos en el monederito que guardaba en la sudadera, y fue ella quien llamó a George Wournos, que se estaba vistiendo para ir a trabajar. Era el propietario de Western Auto, que es donde las señoras de la iglesia organizan ahora sus mercadillos.

Stephanie, que había cubierto varios de aquellos artículos en su columna, asintió.

– George le preguntó si estaba segura de que el hombre estaba muerto, y Nancy dijo que sí. Luego le pidió que le pasara a Johnny y le hizo a este la misma pregunta. Johnny también dijo que sí. Dijo que había zarandeado al hombre y que estaba más tieso que una tabla de planchar. También le contó a George que el cadáver había caído sobre la arena, le habló del paquete de cigarrillos que se le había caído del bolsillo y de que se lo había vuelto a meter, pensando que George le echaría la bronca, pero no fue así. Nadie le echó nunca la bronca por eso. Nada que ver con las series policíacas de la tele, ¿eh?

– De momento no -repuso Stephanie.

Sin embargo, se le ocurrió que la historia le recordaba un pelín a un capítulo de Se ha escrito un crimen que había visto en cierta ocasión. Teniendo en cuenta la conversación que había suscitado que le contaran aquella historia, no creía que el personaje de Angela Landsbury apareciera para resolver el enigma…, aunque sin duda alguien debía de haber averiguado algo, se dijo Stephanie, al menos lo suficiente para saber de dónde procedía el muerto.

– George le dijo a Johnny que volviera corriendo con Nancy a la playa y lo esperaran allí -prosiguió Dave-, y que se cercioraran de que nadie más se acercaba al cadáver. Johnny dijo que vale. George le dijo: «Si pierdes el transbordador de las siete y media, os daré a ti y a Nancy una nota de disculpa para la escuela». Johnny respondió que aquello era lo último que lo preocupaba en aquellos momentos. Luego él y Nancy volvieron a la playa, aunque esta vez al trote en lugar de a la carrera.

Stephanie lo comprendía perfectamente. El trayecto desde la playa de Hammock hasta el límite del pueblo de Moose era cuesta abajo, pero regresar corriendo habría resultado muy duro, sobre todo si apenas les quedaba adrenalina.

– Mientras tanto, George Wournos llamó al doctor Robinson, que vivía en Beach Lañe-terció Vince antes de hacer una pausa para rememorar el episodio con una sonrisa-. Y después me llamó a mí.

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