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Lo que más le gustaba a Stephanie del Weekly Islander, lo que la embelesaba aun después de pasar tres meses dedicada de forma casi exclusiva a redactar anuncios, era que en las tardes despejadas, bastaba con alejarse seis pasos de la mesa para disfrutar de una panorámica espectacular de la costa de Maine. Bastaba con salir al porche sombreado que daba al canal y ocupaba toda la longitud del edificio con aspecto de granero que albergaba la redacción del Islander. Eso sí, el aire olía a pescado y algas, pero todo en aquella isla olía a pescado y algas. Terminabas por acostumbrarte, según había descubierto Stephanie, y de repente sucedía algo hermoso; después de desterrar aquel olor de tu mente, tu sentido del olfato lo buscaba y volvía a encontrarlo, solo que esta vez te enamorabas de él.

En las tardes despejadas, como aquella de finales de agosto, todas las casas, los embarcaderos y las barcas de pesca de la orilla del lado de Tinnock centelleaban al sol; Stephanie distinguía el rótulo de sunoco fijado al surtidor de gasóleo y el nombre de LeeLee Bett en el casco de un barco de pesca de eglefino atracado para el repaso de fin de temporada. Veía a un niño ataviado con pantalón corto y una camiseta de los Patriots de mangas recortadas pescando en el muelle sembrado de basura bajo el bar de Preston, así como mil diamantes de sol sobre cien tejados de hojalata. Y entre Tinnock Village, una población de dimensiones considerables, y la isla de Moose-Lookit, el sol brillaba sobre el mar más azul que había visto en toda su vida. En días como aquel, Stephanie se preguntaba si alguna vez sería capaz de regresar al Medio Oeste. Y en los días que la niebla se apoderaba de la isla, aislándola por completo del continente, cuando el lamento de las sirenas aviso aullaba como una bestia ancestral…, se preguntaba lo mismo.

Ten cuidado, Steffi, le había advertido en cierta ocasión Dave al encontrarla sentada en el porche con el cuaderno amarillo sobre el regazo y una columna inacabada sobre artesanía garabateada en su enorme caligrafía inclinada. La vida de la isla se te mete en la sangre, y una vez se apodera de ti, es como la malaria, una enfermedad muy difícil de curar.

Tras encender las luces, pues el sol seguía su avance inexorable y la estancia alargada empezaba a quedar sumida en la penumbra, Stephanie se sentó a su mesa y cogió su fiel cuaderno amarillo, en cuya primera página se veía un nuevo artículo para la sección de artesanía. Era más o menos igual que la media docena que ya había entregado hasta entonces, pero Stephanie lo contempló con innegable cariño. A fin de cuentas, era su trabajo, artículos por los que le pagaban, y no le cabía duda de que lo leían residentes en toda el área de influencia del Islander, que no era pequeña.

Vince se sentó a su mesa con un gruñido leve pero audible. A ese sonido siguió un crujido cuando el anciano giró el torso hacia un lado y luego hacia el otro. Era lo que llamaba su «estiramiento de columna». Dave le advertía que cualquier día de aquellos se quedaría parapléjico haciendo uno de esos «estiramientos de columna», pero a Vince no parecía preocuparle aquella posibilidad. Encendió el ordenador mientras su gerente se sentaba sobre el canto de su mesa, cogía un palillo y empezaba a hurgarse los dientes superiores.

– ¿Qué va a ser? -inquirió Dave mientras Vince esperaba a que su ordenador arrancara-. ¿Incendios? ¿Inundaciones? ¿Terremotos? ¿O la revolución de las masas?

– Había pensado comenzar por la historia dé Ellen Dunwoodie arrancando la boca de incendios en Beach Lañe cuando se soltó el freno de mano de su coche. Y después del calentamiento, reescribir mi artículo de fondo sobre la biblioteca -repuso Vince, haciendo crujir los nudillos.

Dave miró a Stephanie desde el canto de la mesa de Vince.

– Primero la espalda y después los nudillos -resopló-. Si aprendiera a tocar el himno con la caja torácica, podríamos llevarlo a Operación Triunfo.

– Siempre tan crítico -lo reconvino Vince con amabilidad mientras seguía aguardando a que su ordenador se pusiera en marcha-. ¿Sabes, Steffi? Aquí hay algo que falla. Aquí estoy yo, con mis noventa años y un pie en la tumba, utilizando un Macintosh nuevecito, mientras que tú, con tus veintidós añitos y tu belleza lozana como un melocotón recién cosechado, sigues escribiendo a mano en un cuaderno como una solterona en una novela romántica victoriana.

– No creo que en la época victoriana existieran estos cuadernos amarillos -puntualizó Stephanie mientras rebuscaba entre los papeles amontonados sobre su mesa.

Al entrar en el periódico en el mes de junio, los jefes le habían asignado la mesa más pequeña de la redacción, poco más que un pupitre infantil, en realidad, situado en un rincón. A mediados de julio la trasladaron a una mesa más grande en el centro de la sala. Stephanie se sintió halagada, pero al mismo tiempo la mayor superficie de trabajo representaba más riesgo de que se traspapelaran documentos. Siguió rebuscando hasta dar con una circular color rosa chillón.

– ¿Alguno de ustedes sabe qué organización se beneficia del Baile, Picnic y Acarreo de Heno Anual Gernerd, este año con la actuación de Little Jonna Jaye y los Straw Hill Boys?

– Pues la organización de Sam Gernerd, su mujer, sus cinco hijos y sus múltiples acreedores -repuso Vince al tiempo que su ordenador emitía un pitido-. Por cierto, Steffi, quería comentarte que has hecho un trabajo excelente con tu columna.

– Cierto -convino Dave-. Hemos recibido unas dos docenas de cartas, y la única negativa es de la señora Edina Steen, Reina de la Gramática Norteña, y está como una cabra.

– Como un auténtico cencerro -añadió Vince.

Stephanie sonrió, diciéndose cuán infrecuente era sentir aquella felicidad sencilla y perfecta una vez dejada atrás la infancia.

– Gracias -respondió-. Gracias a los dos. ¿Puedo preguntarles algo?

Vince hizo girar la silla para mirarla.

– Lo que quieras con tal de mantenerme un ratito más alejado de la señora Dunwoodie y la boca de incendios -aseguró.

– Y a mí de las facturas -agregó Dave-, aunque no puedo irme a casa hasta que las termine.

– No te dejes avasallar por el papeleo -declamó Vince-. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo?

– Para ti es fácil decirlo -replicó Dave-. Hace diez años que no echas un vistazo al talonario del Islander, por no hablar de llevarlo encima.

Stephanie no tenía intención de permitir que se distrajeran ni que la distrajeran a ella con su eterno caballo de batalla.

– Basta, los dos.

Sorprendidos, los dos hombres enmudecieron.

– Dave, antes le ha dicho al señor Hanratty del Globe que usted y Vince llevan cuarenta años trabajando en el Islander…

– Sí…

– … y que usted lo fundó en 1948, Vince.

– Cierto -asintió él-. Hasta el verano de 1948 fue el The Weekly Shopper and Trading Post, una publicación gratuita que se distribuía por los distintos mercados de la isla y las tiendas más grandes de tierra firme. Yo era joven y testarudo, y a decir verdad tuve muchísima suerte. Fue cuando hubo aquellos incendios tan grandes en Tinnock y Hancock. Aquellos incendios…, no diré que consagraron el periódico, aunque en aquellos tiempos algunos lo conseguían, pero sí fueron un buen punto de partida. Tardé hasta 1956 en volver a tener tanta publicidad como en verano del 48.

– ¿Así que llevan trabajando más de cincuenta años y en todo este tiempo no se han topado con ningún misterio sin resolver? ¿Cómo es posible?

– ¡Nunca hemos dicho eso! -exclamó Dave Bowie, escandalizado.

– ¡Por las barbas del profeta, pero si tú estabas delante! -añadió Vince, no menos escandalizado.

Consiguieron conservar aquella expresión durante unos instantes, pero al ver que Stephanie McCann seguía paseando la mirada entre uno y otro, remilgada como una maestra de escuela en una película de John Ford, no pudieron contenerse. De pronto, la comisura de los labios de Vince Teague empezó a agitarse, y al poco el ojo de Dave Bowie se puso a temblar. Tal vez habrían logrado mantener la compostura un poco más, pero en ese momento se miraron y al instante estallaron en carcajadas como el par de niños más viejos del mundo.

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