– Devane esperó hasta el lunes -continuó Dave-, y como el asunto de los cigarrillos no dejaba de rondarle por la cabeza, pese a que casi había transcurrido un año y medio desde aquel episodio, me llamó por teléfono y me explicó que creía que existía la posibilidad, solo la posibilidad, de que el paquete de cigarrillos de nuestro cadáver no identificado no procediera del estado de Maine. De ser así, el sello de la parte inferior revelaría de dónde procedía. Expresó sus dudas de que el hombre hubiera sido fumador, pero señaló que el sello podía ser una pista aunque él no lo fuera. Me mostré de acuerdo con él, pero sentía curiosidad por saber por qué me había llamado a mí. Me dijo que no se le ocurría quién más podía estar interesado en el asunto a esas alturas. Tenía razón, porque a mí me seguía interesando, y a Vince también, y resultó que también tenía razón respecto al sello. Yo no fumo, nunca he fumado, probablemente por eso he llegado a la avanzada edad de sesenta y cinco años en plena forma…
Vince emito un gruñido y agitó una mano en dirección a su amigo, que continuó hablando, imperturbable.
– … así que me llegué dando un paseo hasta el quiosco Bayside News y observé que, en efecto, los paquetes de cigarrillos llevaban un sello de tinta en la parte inferior, no un sello como los de correos. Luego llamé a la Oficina del Fiscal General y hablé con un tipo llamado Murray, de un departamento llamado Almacenaje y Archivo de Pruebas. Fui todo lo diplomático que pude, Stephanie, porque aquellos dos detectives inútiles debían de seguir en activo por entonces…
– … y habían pasado por alto una pista potencialmente valiosa, ¿verdad? -terminó Steffi por él-. Una pista que podría haber ceñido la búsqueda de nuestro hombre a un solo estado, una pista que tenían delante de las narices, por así decirlo.
– Exacto -convino Vince-, y no podían culpar a su becario, porque le habían ordenado explícitamente no meter las narices en la bolsa de pruebas. Además, para cuando salió a la luz que los había desobedecido…
– … Paul Devane ya estaba fuera de su alcance -acabó Steffi.
– Tú lo has dicho -corroboró Dave-. Pero en cualquier caso no les habrían echado demasiada bronca. No olvides que estaban investigando un asesinato en Tinnock, el homicidio de dos personas que murieron en aquel incendio, y que nuestro cadáver no identificado había muerto accidentalmente por asfixia.
– Pero aun así… -señaló Steffi, poco convencida.
– En efecto, la fastidiaron, no hace falta que te andes con rodeos, que estás entre amigos -le dijo Dave con una sonrisa-. Sin embargo, el Islander no tenía ningún interés en causar problemas a esos dos policías. Se lo dejé muy claro a Murray, y también le aseguré que no había delito; lo único que pretendía era intentar averiguar quién era aquel pobre tipo, porque con toda probabilidad, en alguna parte había personas que lo echaban de menos y querrían saber qué le había ocurrido. Murray dijo que ya se pondría en contacto conmigo, que era la respuesta que había esperado, pero aun así pasé una tarde espantosa, dudando de si había jugado bien mis cartas. Podría haberlas jugado de una forma distinta; podría haber pedido al doctor Robinson que llamara a Augusta o incluso convencido a Cathart para que lo hiciera, pero la idea de utilizarlos como peones no iba conmigo. Supongo que suena un poco cursi, pero considero que, en nueve de cada diez casos, la honradez es la mejor política…, solo que me preocupaba que aquel fuera el décimo. Pero al final todo salió bien. Murray me llamó justo cuando acababa de concluir que no volvería a saber de él y ya me había puesto la chaqueta para irme a casa. Esas cosas suelen pasar, ¿verdad?
– Como cuando llevas siglos esperando el autobús, por fin te enciendes un cigarrillo y justo entonces llega -recitó Vince.
– Dios mío, qué poético, dame lápiz y papel para que pueda anotarlo -exclamó Dave con una sonrisa aún más amplia.
La sonrisa no solo le quitaba años de encima, sino que estos daban la impresión de salir despedidos, y de repente se parecía al niño que sin duda había sido. Al poco adoptó de nuevo una expresión seria, y el niño desapareció.
– En las grandes ciudades se pierden pruebas constantemente, es natural, pero Augusta aún no es tan grande a pesar de ser la capital del estado. Al sargento Murray no le costó mucho encontrar la bolsa de pruebas con la firma de Paul Devane en el recibo de posesión; me dijo que diez minutos después de hablar conmigo ya la tenía. El resto del tiempo que había tardado en llamarme lo había invertido en obtener autorización de la persona apropiada para revelarme el contenido…, lo cual acabó por conseguir. El paquete era de Winston, y el sello era tal como Paul Devane lo recordaba; un papelito pegado a la parte inferior sobre el que se veía escrita la palabra COLORADO en pequeñas letras oscuras. Murray me anunció que pasaría la información al despacho del fiscal general, y que ahí querrían saber «con anterioridad a la publicación» cualquier progreso que hiciéramos en la identificación de Colorado Kid. Así lo llamó, de forma que podría decirse que fue el sargento Murray del Departamento de Almacenaje y Archivo de Pruebas de la Oficina del Fiscal General quien acuñó el término. También me dijo que esperaba que si en efecto conseguíamos identificar al tipo mencionáramos en el artículo que la Oficina del Fiscal General había sido de ayuda. A mí me pareció todo un detalle por su parte.
Stephanie se inclinó hacia delante con ojos relucientes, totalmente absorta en el relato.
– ¿Y qué hicieron a continuación? ¿Cómo procedieron?
Dave abrió la boca para responder, pero Vince apoyó una mano sobre el rollizo hombro del gerente del Islander para detenerlo.
– ¿Cómo crees tú que procedimos, querida?
– ¿Hora de clase? -preguntó ella.
– Pues sí -replicó Vince.
Y al comprobar por sus ojos y la línea de su boca (sobre todo por esto último) que lo decía completamente en serio, Stephanie reflexionó unos instantes antes de dar una respuesta.
– Hicieron… copias de la «identificación dormida»…
– Cierto.
– Y luego…, a ver…, las enviaron junto con recortes a… ¿cuántos periódicos de Colorado?
Vince le dedicó una sonrisa, asintió y alzó el pulgar en señal de aprobación.
– Setenta y ocho, señorita McCann, y no puedo hablar por Dave, pero me asombró comprobar lo barato que era enviar tal cantidad de copias, aun en 1981. No creo que llegara a cien pavos, franqueo incluido.
– Y por supuesto lo pasamos como gastos de empresa -señaló Dave, que también hacía las veces de contable-. Hasta el último centavo, como está mandado.
– ¿Y cuántos periódicos publicaron la fotografía?
– ¡Todos y cada uno de ellos! -exclamó Vince al tiempo que se daba un espeluznante manotazo en el muslo huesudo-. ¡Sí, señor, incluso el Post de Denver y el Rocky Mountain News! Porque ahora la historia contenía un solo elemento peculiar y una preciosa línea argumental, ¿entiendes?
Stephanie asintió. Era sencillo y hermoso; lo entendía a la perfección.
Vince también asintió con una sonrisa de oreja a oreja.
– Hombre no identificado, tal vez procedente de Colorado, hallado en la playa de una isla de Maine, a tres mil kilómetros de distancia. Por no hablar del pedazo de carne que le obstruía el gaznate, por no hablar del abrigo que podía haber ido a parar a quién sabe dónde (o que tal vez nunca había existido), por no hablar de la moneda rusa que llevaba en el bolsillo. Simple y llanamente Colorado Kid, el clásico Misterio sin Resolver, y por supuesto, todos publicaron la historia, incluso los gratuitos que casi solo llevan publicidad.
– Y a finales de octubre de 1981, dos días después de que el periódico de Boulder la publicara -intervino Dave-, me telefoneó una mujer llamada Arla Cogan. Vivía en Nederland, una ciudad situada en la ladera de las montañas al norte de Boulder, y su marido había desaparecido en abril del año anterior, dejando atrás a su esposa y a un hijo que por entonces tenía seis meses. Me contó que se llamaba James, y si bien no tenía idea de lo que podía haber estado haciendo en una isla frente a la costa de Maine, la fotografía publicada en el Camera se parecía mucho a él. Muchísimo, de hecho. -Dave hizo una pausa antes de proseguir-. Es evidente que sabía que se parecía pero que muchísimo, porque nada más decirlo se echó a llorar.