– Esto es lo que descalifica esta historia para Un periódico como el Globe -señaló Vince tras hacer una breve pausa para beber un sorbo de café con leche y ordenar sus pensamientos-, aun cuando quisiéramos revelarla.
– Que no queremos -aseguró Dave (con considerable sequedad).
– Que no queremos -convino Vince-. Pero aunque quisiéramos… Steffi, cuando un periódico de gran ciudad como el Globe o el New York Times publican un reportaje o una serie de reportajes, quieren estar en posición de proporcionar respuestas o al menos sugerirlas, ¿y qué me parece a mí eso? Pues me parece fatal. Cuando coges cualquier periódico de gran ciudad, ¿qué es lo que te encuentras en primera plana? Preguntas disfrazadas de noticias. ¿Dónde está Osama Bin Laden? No lo sabemos. ¿Qué está haciendo el presidente en Próximo Oriente? No lo sabemos porque no lo sabe ni él. ¿Crecerá la economía o se irá al garete? Los expertos discrepan. ¿Los huevos son buenos o malos para la salud? Depende del estudio que uno lea. Ni siquiera puedes dar con una previsión meteorológica de si el viento del noreste va a soplar desde el noreste, porque la última vez se pillaron los dedos. Así que si publican un reportaje sobre la mejora de la vivienda para las minorías sociales, quieren poder asegurarte que si haces A, B, C y D, la situación habrá mejorado para 2030.
– Y si publican un reportaje sobre Misterios sin Resolver -añadió Dave-, quieren ser capaces de explicar a los lectores que las Luces Costeras eran reflejos de luz en las nubes y que el Envenenamiento del Picnic de la Iglesia fue con toda probabilidad obra de una secretaria metodista despechada. Pero intentar zambullirse en la cuestión de la diferencia horaria…
– Que por cierto acabas de dilucidar tú sólita… -intervino Vince con una sonrisa.
– Y que por supuesto es una locura se mire como se mire… -agregó Dave.
– Vale, pero estoy dispuesto a volverme un poco loco -señaló Vince-. Fui yo quien investigó la cuestión y casi se queda sin oreja de tantas llamadas que hizo, así que me parece que estoy en mi derecho.
– Como decía mi padre, por mucho que te pases el día cortando tiza, no conseguirás que se convierta en queso -recitó Dave, aunque también él sonreía.
– Cierto, pero sígueme la corriente, venga -pidió Vince-. Digamos que las puertas del ascensor se cerraron a las diez y veinte, hora de las Rocosas. Digamos también, en aras de la argumentación, que Cogan lo había planeado todo con antelación y tenía un coche esperando en la calle con el motor en marcha.
– De acuerdo -musitó Stephanie, observando con detenimiento a ambos hombres.
– Fantasía pura -resopló Dave, aunque también en su rostro se pintaba una expresión interesada.
– Es un poco descabellado, lo sé -admitió Vince-, pero lo cierto es que estaba en Denver a las diez y veinte y en el Jan's Wharfside apenas cinco horas más tarde. Eso también es descabellado, pero lo sabemos a ciencia cierta. ¿Puedo continuar?
– Dispara, amigo -accedió Dave.
– Suponiendo que tuviera un coche preparado, podría haber llegado a Stapleton en media hora. A todas luces, no tomó un vuelo comercial. Podría haber pagado el billete en efectivo y utilizado un nombre falso, lo cual era posible por aquel entonces, pero no había vuelos directos de Denver a Bangor. De hecho, a ningún aeropuerto de Maine.
– Lo comprobó.
– Sí. De haber tomado un vuelo comercial, no habría llegado a Bangor hasta las siete menos cuarto como mínimo, es decir mucho después de que la camarera lo viera. De hecho, en esa época del año, a esa hora ya ha salido el último transbordador en dirección a la isla.
– ¿El último es el de las seis? -preguntó Stephanie.
– Sí, hasta mediados de mayo -asintió Dave.
– Así que debió de coger un vuelo chárter -conjeturó la joven-. ¿Hay alguna compañía que flete aviones privados desde Denver? ¿Y podía Cogan permitirse volar en uno?
– Sí a todo -repuso Vince-, pero le habría costado unos dos mil pavos, y su cuenta bancaria habría reflejado un gasto así.
– ¿Y no lo reflejaba?
Vince denegó con la cabeza.
– No se habían producido retiradas significativas de dinero antes de la desaparición de Cogan. Sin embargo, eso es lo que debió de hacer. Hablé con varias compañías de aerotaxi, y todas me dijeron que en los días buenos, es decir, cuando las corrientes eran propicias y un Lear pequeño tipo 35 o 55 las pillaba, el trayecto duraba unas tres horas, tal vez un poco más.
– De Denver a Bangor -dijo Stephanie.
– Sí, de Denver a Bangor; no hay ningún otro sitio más cercano en esta parte de la costa donde puedan aterrizar esos pajaritos. No hay ninguna pista lo bastante larga.
– ¿Así que verificó las compañías de vuelos chárter de Denver?
– Lo intenté, pero no hubo suerte. De las cinco compañías que fletaban vuelos de cualquier capacidad, solo dos se avinieron a hablar conmigo. No estaban obligados a hacerlo; yo no era más que un periodista de pueblo que investigaba una muerte accidental, no un policía investigando un delito. Además, en una de ellas me dijeron que no se trataba de comprobar tan solo los OBF que fletaban aviones pequeños desde Stapleton…
– ¿Qué son OBF?
– Operadores de Base Fija -explicó Vince-. Fletar aviones es solo una de sus actividades. Obtienen autorizaciones de despegue, tienen pequeñas terminales para los pasajeros que vuelan en aviones privados a fin de que los vuelos privados sean realmente privados, venden, mantienen y reparan aviones… En muchos de estos OBF puedes pasar la aduana, comprar un altímetro si el tuyo se te rompe o pasar ocho horas en la sala de pilotos si resulta que tu vuelo se retrasa. Algunos OBF, como Signature Air, son auténticos monstruos, cadenas como el Holiday Inn o McDonald's. Otras son empresas minúsculas con poco más que una máquina expendedora y un catavientos junto a la pista.
– Veo que hizo usted los deberes -observó Stephanie, impresionada.
– Sí, lo bastante para averiguar que los aeropuertos de Stapleton y el resto de Colorado no los utilizan tan solo pilotos y aviones de Colorado. Por ejemplo, un avión de un OBF del aeropuerto de La Guardia de Nueva York podría aterrizar en Denver con pasajeros que fueran a pasar un mes visitando a sus parientes de Colorado. En tal caso, los pilotos darían voces en busca de pasajeros que quisieran volver a Nueva York para así no tener que regresar de vacío.
– Hoy en día tendrían a todos los pasajeros de vuelta controlados por ordenador con antelación -terció Dave-. ¿Nos sigues, Steffi?
Stephanie los seguía y además veía otra cosa.
– O sea que la ficha del vuelo del señor Cogan podría estar en los archivos de Air Pajarito, en Nueva York.
– O Air Pajarito en Montpellier, Vermont… -añadió Vince.
– O Air Patito, en Washington, DC -agregó Dave.
– Y si Cogan pagó en efectivo -dijo Vince-, lo más probable es que su vuelo no figure en ninguna parte.
– Pero sin duda hay toda clase de organismos…
– Sí, señora -la interrumpió Dave-, más de las que alcanzarías a imaginar, empezando por la Administración Federal de Aviación y acabando por Hacienda. De hecho, no me extrañaría nada que también anduvieran por ahí metidos los Futuros Agricultores de América. Pero las transacciones en efectivo generan poco papeleo. ¿Te acuerdas de Helen Hafner?
Por supuesto que se acordaba; era la camarera del Grey Gull, aquella cuyo hijo se había caído de la cabaña del árbol y se había roto el brazo. Ella se queda con el dinero íntegro, había comentado Vince respecto a los billetes que tenía intención de deslizar en el bolsillo de Helen Hafner, y el tío Sam no se entera de nada. A lo que Dave había añadido: Así se hacen los negocios en América.
Stephanie suponía que era cierto, pero le parecía una forma preocupante de hacer negocios en un caso como aquel.
– Así que no lo sabe -constató-. Hizo cuanto estaba en su mano, pero no lo sabe.
Vince adoptó una expresión primero sorprendida y al poco divertida.
– En cuanto a lo de hacer cuanto estaba en mi mano, Stephanie, no creo que nadie pueda estar nunca seguro de ello; de hecho, creo que casi todos estamos condenados a creer que podríamos haber perseverado un poquitín más, aun cuando obtengamos lo que pretendíamos alcanzar. Pero te equivocas…, sí que lo sé. Cogan cogió un vuelo privado desde Stapleton, eso es lo que pasó.
– Pero ha dicho que…
Vince se inclinó aún más sobre las manos entrelazadas, la mirada clavada en ella.
– Escucha con atención y sigue mis instrucciones, querida. Hace mucho tiempo que no leo ninguna novela de Sherlock Holmes, así que no lo sé con seguridad, pero en un momento dado el gran detective le dice al doctor Watson algo así como: «Cuando eliminas lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, tiene que ser la respuesta». Sabemos que Colorado Kid estuvo en su oficina de Denver hasta las diez y cuarto o diez y veinte de aquel miércoles por la mañana. Y podemos afirmar con bastante certeza que estaba en el Jan's Wharfside a las cinco y media. Levanta los dedos como has hecho antes, Stephanie.
La joven obedeció, levantando el dedo medio izquierdo por James Cogan en Colorado y el derecho por James Cogan en Maine. Vince separó las manos y le rozó el dedo derecho con uno de los suyos, la vejez y la juventud encontrándose en pleno vuelo.
– Pero este dedo no recibe el nombre de «las cinco y media» -señaló-. No debemos fiarnos de la camarera, que pese a no estar tan agotada como habría estado en julio, sin duda iba de bólido porque era la hora de la cena.
Stephanie asintió. En aquella parte del país, la gente cenaba temprano, mientras que el almuerzo se tomaba al mediodía, por lo general a bordo de una embarcación langostera.
– Llamémoslo «las seis» -propuso Vince-, la hora del último transbordador.
Stephanie volvió a asentir.
– Sin duda lo cogió, ¿verdad?
– A menos que cruzara el canal a nado -señaló Dave.
– O alquilara una barca -añadió Stephanie.
– Lo preguntamos -aseguró Dave-. Mejor aún, se lo preguntamos a Gard Edwick, encargado del transbordador en el ochenta.
¿Le llevó Cogan una taza de té?, se preguntó Stephanie de repente. Porque si quieres ir en transbordador, tienes que llevarle una taza de té al timonel. Eso es lo que me dijo usted, Dave. ¿O acaso el encargado y el timonel son dos personas distintas?
– ¿Steffi? -la llamó Vince en tono preocupado-. ¿Te encuentras bien, querida?
– Sí, ¿por qué?
– Estabas como…, no sé, extraña.
– Bueno, es que me siento un poco extraña. Es una historia peculiar, ¿verdad? -comentó antes de añadir-: Claro que no es una historia, tenían toda la razón del mundo, y si me he puesto un poco extraña, supongo que es por eso. Es como intentar montar en bicicleta por una cuerda floja inexistente.
Calló un momento, indecisa, y luego decidió lanzarse de cabeza y ponerse totalmente en ridículo.
– ¿Recordaba el señor Edwick a Cogan porque Cogan le llevó algo? ¿Porque llevó té al timonel?
Por un instante, los dos hombres guardaron silencio y se limitaron a observarla con expresión inescrutable, una mirada singularmente joven y traviesa en sus rostros ancianos, y Stephanie creyó que se echaría a reír o a llorar de un momento a otro, lo que fuera con tal de mitigar la angustia y la creciente certeza de que acababa de hacer el más espantoso de los ridículos.
– Hizo frío durante aquella travesía -rememoró Vince al fin-. Alguien, un hombre, llevó un vaso de plástico con café a la cabina del timonel y se la dio a Gard. Tan solo cambiaron unas pocas palabras. No olvides que era abril y a aquella hora ya casi había anochecido. «El mar está muy quieto», comentó el hombre. «Sí», asintió Gard. Y entonces el hombre dijo: «Ha tardado mucho en llegar», o quizá «He tardado mucho en llegar». Gard comentó que quizá incluso le había parecido oír algo así como «Lidie ha tardado mucho en llegar». Ese nombre existe, pero no hay nadie llamado así en el listín de Tinnock, aunque sí encontré varios en otras localidades.
– ¿Llevaba Cogan la chaqueta verde o el abrigo?
– Steff-repuso Vince-, Gard no solo no recordaba si el hombre llevaba abrigo o no, sino que seguramente no habría sido capaz de jurar ante un tribunal si el hombre iba a pie o a caballo. Para empezar, era casi noche cerrada; además, aquel episodio no fue más que un gesto amable y una conversación brevísima recordada un año y medio más tarde, y en tercer lugar…, bueno, el viejo Gard, ya sabes…
En lugar de acabar la frase se llevó el pulgar a la boca.
– No hay que hablar mal de los muertos, pero aquel tipo bebía como un cosaco -comentó Dave-. Perdió el empleo en 1985, y el ayuntamiento lo puso a conducir el quitanieves, sobre todo para que su familia no se muriera de hambre. Tenía cinco hijos y una mujer que sufría esclerosis múltiple. Pero un buen día se cargó el quitanieves mientras trabajaba en Main Street y dejó a todo el pueblo sin electricidad durante una semana en pleno mes de febrero. Entonces perdió también ese empleo y quedó a cargo del ayuntamiento. Así que no me sorprende en absoluto que no recordara más detalles. Sin embargo, estoy convencido por lo que sí recordaba de que, en efecto, Colorado Kid tomó el último transbordador a la isla, y de que, en efecto, llevó té al timonel o algo parecido, en cualquier caso. Te felicito por haberlo recordado, Steff -alabó al tiempo que le daba una palmadita en la mano.
Stephanie le dedicó una sonrisa que se le antojó algo aturdida.
– Como has dicho -prosiguió Vince-, tenemos el factor de las dos horas de diferencia -comentó mientras acercaba el dedo izquierdo de Stephanie al derecho-. Son las doce y cuarto, hora de la costa Este, cuando Cogan sale de su despacho. Abandona su actitud relajada y despreocupada en cuanto las puertas del ascensor se abren en la planta baja. Sale a la calle a toda pastilla y se dirige hacia donde el coche veloz y su igualmente veloz conductor lo esperan. Al cabo de media hora está en el OBF de Stapleton, y cinco minutos más tarde sube la escalerilla de un avión privado. Tampoco ha dejado ese detalle al azar, eso sería imposible. Algunos pilotos pilotan aviones privados con bastante frecuencia y luego están parados durante un par de semanas. Los tipos que hacen solo trayectos de ida pasan ese período atendiendo otros vuelos chárter. Sin duda nuestro hombre eligió uno de esos aviones y con casi total seguridad pagó en efectivo para volar en el trayecto de vuelta hacia el este.
– ¿Qué habría hecho si los pasajeros del avión que pretendía coger hubieran cancelado el vuelo en el último momento? -inquirió Stephanie.
Dave se encogió de hombros.
– Lo mismo que si hubiera habido mal tiempo, supongo, o sea, aplazar el viaje.
Entretanto, Vince había desplazado el dedo izquierdo de Stephanie un poco más hacia la derecha.
– Es casi la una en la costa Oeste -dijo-, pero al menos nuestro amigo Cogan no tiene que preocuparse por la pesadez de las medidas de seguridad; no en 1980 y mucho menos aún volando en jet privado. Y no nos queda más remedio que suponer, una vez más, que no tiene que hacer cola con un montón de aviones más a la espera de una pista de despegue, porque de lo contrario la cronología se nos va al traste, y mientras tanto, en la otra punta del país -le tocó el dedo derecho- el transbordador, el último del día, espera. En fin, el vuelo dura tres horas, más o menos. Aquí mi amigo se metió en Internet, le vuelve loco, y dice que hacía un día precioso para volar y que según los mapas las corrientes soplaban en el lugar adecuado…
– Pero lo que nunca he logrado precisar es la fuerza exacta de las corrientes -interrumpió Dave antes de volverse hacia Vince-. Dada la precariedad de tu argumentación, compañero, creo que eso es bueno.
– Digamos tres horas -insistió Vince al tiempo que desplazaba el dedo izquierdo de Stephanie (en el que empezaba a pensar como el «dedo de Colorado Kid») hasta apenas cinco centímetros del derecho (que en su mente ya recibía el nombre de «dedo de James Cogan a Punto de Morir»)-. No puede haber durado mucho más.
– Porque los hechos no lo permiten -musitó la joven, fascinada y también algo asustada por la idea.
En cierta ocasión, cuando iba al instituto, había leído una novela de ciencia ficción titulada La luna es una cruel amante. No sabía gran cosa de la luna, pero lo cierto era que el título bien podía aplicarse al tiempo.
– No, señora, no lo permiten -convino él-. A las cuatro o las cuatro y cinco…, digamos las cuatro y cinco, Cogan aterriza y desembarca en la zona de Twin City Civil Air, por entonces el único OBF del Aeropuerto Internacional de Bangor…
– ¿Su llegada consta en alguna parte? -preguntó Stephanie-. ¿Lo comprobó?
Por supuesto, sabía que lo había hecho y también que no había servido de nada. Así era aquella historia, como un estornudo que amenaza con salir pero al final se queda atrapado.
– Desde luego -aseguró Vince con una sonrisa-, pero en los días felices antes de la entrada en vigor de la auténtica Seguridad Nacional, lo único que Twin City conservaba durante mucho tiempo eran los libros de contabilidad. Aquel día recibieron bastantes pagos en efectivo, entre ellos los de algunas facturas de reabastecimiento bastante elevadas a última hora de la tarde, pero puede que ni siquiera estas signifiquen nada. El piloto de Cogan bien pudo pasar la noche en Bangor y regresar a la mañana siguiente…
– O pasar el fin de semana allí -puntualizó Dave-. Aunque por otro lado, pudo volver a despegar de inmediato sin repostar siquiera.
– ¿Cómo es posible si había volado desde Denver? -inquirió Stephanie.
– Pudo aterrizar en Portland para repostar allí -aventuró Dave.
– ¿Y por qué iba a hacer eso?
Dave esbozó una sonrisa que le confirió un aspecto sorprendentemente astuto, que en nada se parecía a su expresión de sinceridad seria y algo bobalicona. De repente, a Stephanie se le ocurrió que el cerebro que se ocultaba tras aquel rostro gordinflón y más bien infantil era sin duda tan agudo y rápido como el de Vince Teague.
– Es posible que Cogan pagara al Señor Piloto de Denver para que lo hiciera porque temía dejar algún rastro -conjeturó Dave-. Y con toda probabilidad, el Señor Piloto de Denver se avendría si Cogan le ofreció suficiente dinero.
– En cuanto a Colorado Kid -reanudó Vince-, aún le quedan casi dos horas para llegar a Tinnock, pedir una cesta de pescado con patatas fritas en el Jan's Wharfside, sentarse a comer a una mesa mientras contempla el mar y luego tomar el último transbordador a Moose-Lookit.
Mientras hablaba fue acercando el dedo izquierdo de Stephanie al derecho hasta que se tocaron. La joven lo observaba, aún fascinada.
– ¿Es posible?
– Puede, pero a duras penas, desde luego -repuso Dave con un suspiro-. De hecho, yo nunca me lo habría creído si no hubiera aparecido muerto en la playa de Hammock. ¿Y tú, Vince?
– No -convino Vince sin detenerse siquiera a considerar la cuestión.
– Hay cuatro aeródromos con pista de tierra en un radio de unos veinte kilómetros alrededor de Tinnock, todos ellos de temporada. Casi toda su actividad consiste en llevar a turistas a dar una vuelta durante el verano o a contemplar el follaje otoñal a vista de pájaro cuando está todo de colorines, aunque ese período solo dura un par de semanas. Los investigamos para verificar la remota posibilidad de que Cogan hubiera tomado un segundo avión, esta vez uno pequeño de hélices, como por ejemplo un Piper Club, para ir desde Bangor hasta la costa.
– Imagino que no hubo suerte.
– Imaginas bien -corroboró Vince con una sonrisa más sombría que astuta-. En cuanto las puertas de aquel ascensor se cerraron ante Cogan en aquel bloque de oficinas de Denver, todo este asunto queda reducido a un montón de sombras imposibles de apresar… y un cadáver. Tres de aquellos aeródromos estaban desiertos en abril, cerrados a cal y canto, así que en cualquiera de ellos podría haber aterrizado un avión sin que nadie se enterara. En cuanto al cuarto…, en él vivía una mujer llamada Maisie Harrington con su padre y unos seis chuchos. Afirmó que nadie había aterrizado en su pista entre octubre de 1979 y mayo de 1980, pero olía como una destilería, y no me pareció muy capaz de recordar lo que había pasado la semana anterior, por no hablar de un año y medio atrás.
– ¿Y el padre de la mujer? -inquirió Stephanie.
– Ciego como un topo y con una pata de palo -repuso Dave-. Diabetes.
– Uf -suspiró ella.
– Tú lo has dicho.
– Dejemos de lado a Jack y Maisie Harrington -pidió Vince, impaciente-. Nunca me he tragado la teoría del segundo avión en el caso de Cogan, al igual que nunca me he tragado la teoría del segundo tirador en el caso de Kennedy. Si Cogan tenía un coche preparado en Denver, y si no era así, no lo entiendo, también podía tener uno esperando ante la terminal de Aviación General, y creo que así fue.
– Es tan descabellado… -se quejó Dave en tono más afligido que enfadado.
– Puede -masculló Vince sin inmutarse-, pero cuando eliminas lo imposible, lo que queda es… tu cachorrillo arañando la puerta para que lo dejes entrar.
– Podría haber conducido él mismo -sugirió Stephanie, pensativa.
– ¿En un coche de alquiler? -replicó Dave, meneando la cabeza-. No lo creo, querida. Las empresas de alquiler solo aceptan tarjetas de crédito, y las tarjetas de crédito dejan un rastro de burocracia.
– Además -añadió Vince-, Cogan no se sabía mover por el este y el litoral de Maine. Por lo que pudimos averiguar, no había estado aquí en su vida. Ahora ya te conoces las carreteras, Steffi, porque solo hay una principal que pasa por aquí entre Bangor y Ellsworth, pero cuando llegas a Ellsworth, tienes tres o cuatro alternativas, y un forastero, aunque tenga mapa, tiene todas las de perderse. No, creo que Dave está en lo cierto. Si Colorado Kid quería ir en coche y si sabía de antemano el escaso tiempo de que dispondría, sin duda tendría un coche y un conductor esperándolo. Alguien que aceptara dinero en efectivo, condujera deprisa y no se perdiera.
Stephanie meditó unos instantes. Los dos hombres le concedieron tiempo.
– Es decir, en total tres conductores contratados -constató por fin-, el segundo de ellos a los mandos de un jet privado.
– Y tal vez con copiloto -señaló Dave en voz baja-. Al menos eso marcan las normas.
– Es muy descabellado -sentenció Stephanie.
Vince asintió con un suspiro.
– No te lo discuto.
– Nunca han localizado a esas personas, ¿verdad?
– No.
Stephanie reflexionó un poco más, esta vez con la cabeza baja y la frente por lo general lisa arrugada en un profundo ceño. Tampoco en esta ocasión la interrumpieron, y al cabo de unos dos minutos, la joven alzó la vista.
– Pero ¿por qué? ¿Qué podría haber inducido a Cogan a tomarse tantas molestias?
Vince Teague y Dave Bowie cambiaron una mirada antes de volverse de nuevo hacia ella.
– Buena pregunta -comentó Vince.
– Excelente -convino Dave.
– Es la pregunta -añadió Vince.
– Por supuesto, siempre lo ha sido -corroboró Dave.
– No lo sabemos, Stephanie -admitió Vince en voz baja-. Nunca lo hemos sabido.
– Al Globe de Boston no le gustaría eso. No, no le gustaría ni pizca.