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– El miércoles, 23 de abril de 1980, Jim Cogan fue a trabajar a la agencia Mountain Overlook Advertising como cualquier otro miércoles -empezó Vince-. Eso es lo que me contó su mujer. Llevaba una carpeta de ilustraciones que había realizado para Sunset Chevrolet, una de las empresas automovilísticas más importantes de la zona, que encargaba gran cantidad de anuncios impresos a Mountain Outlook y por tanto era un cliente muy valioso. Cogan era uno de los cuatro ilustradores que llevaban tres años trabajando para la cuenta de Sunset Chevrolet, me contó su esposa, y estaba convencida de que la empresa estaba satisfecha con el trabajo de Jim, una impresión mutua, por cierto, porque a Jim le gustaba trabajar para ellos. Me contó que su especialidad era lo que su marido denominaba «mujeres tipo madre mía». Cuando le pregunté qué significaba la expresión, sonrió y me explicó que se trataba de mujeres guapas de ojos grandes y boca abierta, por lo general con las manos en las mejillas para expresar algo así como: «¡Madre mía, menuda ganga he encontrado en Sunset Chevrolet!».

Stephanie se echó a reír. Había visto ilustraciones de aquel tipo, por lo general en folletos publicitarios en el supermercado Shop 'N Save, de Tinnock.

Vince estaba asintiendo con la cabeza.

– Arla también tenía mucho talento artístico, pero con las palabras. Lo que me describió fue a un hombre decente que amaba a su mujer, a su hijo y su trabajo.

– A veces el amor nos impide ver lo que no queremos ver -señaló Stephanie.

– ¡Joven, pero cínica! -exclamó Dave, no sin cierto regocijo.

– Cierto, pero no deja de tener razón -replicó Vince-. El único problema es que, por lo general, dieciséis meses bastan para quitarse las gafas de color de rosa. De haber existido algún problema, como insatisfacción en el trabajo o tal vez una amante, lo cual me parece más probable, creo que Arla habría hallado algún indicio, por tenue que fuera, a menos que su marido fuera muy, pero que muy cuidadoso, porque durante aquellos dieciséis meses habló con todas las personas que conocían a Jim, en casi todos los casos dos veces, y todos le dijeron lo mismo, que a Jim le gustaba su trabajo, que quería a su mujer y que adoraba a su bebé. Arla no dejaba de repetírmelo. «Nunca habría abandonado a Michael», aseguró. «Lo sé, señor Teague. Lo sé en lo más hondo de mi ser.» Vince se encogió de hombros con ademán vencido.

– Y la verdad es que la creía.

– ¿Y no estaba harto de su trabajo? -preguntó Stephanie-. ¿No tenía ganas de cambiar?

– Arla me dijo que no, que a Jim le encantaba su casa en las montañas e incluso había colgado un rótulo sobre la puerta que decía el escondrijo de Hernando, como la canción de aquel musical de los cincuenta. También habló con uno de los ilustradores con los que trabajaba en la cuenta de Sunset Chevrolet, un tipo con el que había trabajado durante años. Dave, ¿te acuerdas de su nombre?

– George Rankin o George Franklin -repuso Dave-. Ahora mismo no me acuerdo.

– No pasa nada, viejo -lo tranquilizó Vince-. Incluso Willie Mays tenía algún que otro lapsus, sobre todo hacia el final de su carrera.

Dave le sacó la lengua.

Vince asintió como si aquel gesto infantil fuera exactamente lo que esperaba de su gerente y luego retomó el hilo de la historia.

– George el Ilustrador, sea Rankin o Franklin, le dijo a Arla que Jim casi había llegado al techo de su talento y que era una de esas personas afortunadas que no solo eran conscientes de sus limitaciones, sino que además las aceptaban de buen grado. Le dijo que por aquel entonces la aspiración de Jim era llegar a dirigir algún día el departamento artístico de Mountain Overlook. Y teniendo en cuenta eso, huir impulsivamente a la costa de Nueva Inglaterra es lo último que habría hecho.

– Pero Arla estaba convencida de que eso era precisamente lo que había hecho -observó Stephanie-, ¿no es así?

Vince dejó la taza de café y se mesó el escaso cabello blanco, ya de por sí bastante alborotado.

– Arla Cogan es como todo el mundo -sentenció-, una prisionera de las pruebas. James Cogan salió de su casa a las siete menos cuarto del miércoles para ir a Denver por la autopista de Boulder. Lo único que llevaba encima era la carpeta que he mencionado antes. Vestía un traje gris, camisa blanca, corbata roja y abrigo gris. Ah, y mocasines negros.

– ¿Ninguna chaqueta verde? -preguntó Stephanie.

– Pues no -intervino Dave-, pero los pantalones grises, la camisa blanca y los mocasines negros eran casi con toda seguridad lo que llevaba cuando Johnny y Nancy lo encontraron muerto en la playa con la espalda apoyada contra la papelera.

– ¿Y la americana?

– Nunca fue encontrada -dijo Dave-. Ni la corbata tampoco, aunque por otro lado, casi siempre que un tipo se quita la corbata, se la guarda en el bolsillo de la americana, y apostaría algo a que si alguna vez llegara a aparecer la americana, la corbata seguiría en el bolsillo.

– A las nueve menos cuarto de esa mañana estaba sentado a la mesa de dibujo de su despacho -continuó Vince-, trabajando en un anuncio de prensa para King Sooper's.

– ¿Qué…?

– Es una cadena de supermercados, querida -la atajó Dave.

– Hacia las diez y cuarto -prosiguió Vince-, George el Ilustrador, sea Rankin o Franklin, vio a nuestro hombre dirigiéndose hacia los ascensores. Cogan dijo que salía a buscar lo que denominó un «café de verdad» en el Starbucks, así como un bocadillo de ensaladilla de huevo para el almuerzo, porque tenía intención de comer en su despacho. Preguntó a George si quería algo.

– ¿Todo eso se lo contó Arla mientras la llevaba a Tinnock?

– Sí, señora, mientras la llevaba a hablar con Cathart para realizar la identificación formal de la foto, en plan «este es mi marido, este es James Cogan», antes de firmar una orden de exhumación. Cathart nos esperaba.

– De acuerdo, perdón por la interrupción. Siga.

– No te disculpes por hacer preguntas, Stephanie; preguntar es lo que hacen los periodistas. En fin, George el Ilustrador…

– Sea Rankin o Franklin -terció Dave, solícito.

– Pues eso…, le dijo a Cogan que pasaba del café, pero acompañó a Cogan hasta el vestíbulo de los ascensores para poder comentar la inminente fiesta de jubilación de un tipo llamado Haverty, uno de los fundadores de la agencia. La fiesta estaba prevista para mediados de mayo, y George el Ilustrador le dijo a Arla que su hombre parecía esperarla con ansia. Intercambiaron ideas para el regalo de jubilación hasta que llegó el ascensor. Cogan entró y propuso a George el Ilustrador que siguieran hablando de ello durante la comida y pidieran opinión a otra persona, a alguna de sus compañeras de trabajo. George el Ilustrador convino en que era buena idea, Cogan lo saludó con la mano, las puertas del ascensor se cerraron, y George el Ilustrador es la última persona que recuerda haber visto a Colorado Kid cuando aún estaba en Colorado.

– George el Ilustrador -murmuró Stephanie, casi maravillada-. ¿Cree que todo esto habría sucedido si George hubiera dicho: «Espera un momento, que voy a buscar mi abrigo y te acompaño»?

– ¿Quién sabe? -replicó Vince.

– ¿Cogan llevaba el abrigo? -inquirió la joven-. ¿Llevaba el abrigo gris al salir del despacho?

– Arla preguntó, pero George el Ilustrador no lo recordaba -explicó Vince-. Lo único que supo decirle es que no lo creía. Lo más probable es que sea cierto. El Starbucks y la sandwichería eran dos establecimientos contiguos, a la vuelta de la esquina.

– Arla también dijo que había una recepcionista -intervino Dave-, pero que la recepcionista no vio salir a los hombres hacia los ascensores, que «debía de haberse alejado de su mesa un momento» -rememoró con expresión desaprobadora-. Esas cosas nunca pasan en las novelas de misterio.

Sin embargo, los pensamientos de Stephanie se habían desviado hacia otra cuestión, y de repente se le ocurrió que había estado picoteando migajas cuando tenía un asado entero delante de las narices. Extendió el dedo medio de la mano izquierda a lo largo de la mejilla izquierda.

– George el Ilustrador se despide de Cogan, Colorado Kid, hacia las diez y cuarto de la mañana, o quizá son más bien las diez y veinte cuando llega el ascensor y él entra.

– Cierto -corroboró Vince, mirándola con ojos relucientes, al igual que Dave.

Acto seguido, Stephanie se llevó a la mejilla derecha el dedo medio de la mano derecha.

– Y la camarera del Jan's Wharfside, en Tinnock, dijo que Cogan se comió una cesta de pescado con patatas fritas sentado a una mesa con vistas al mar alrededor de las cinco y media de la tarde.

– Cierto -repitió Vince.

– ¿Cuántas horas de diferencia hay entre Maine y Colorado? ¿Una?

– Dos -corrigió Dave.

– Dos -musitó ella antes de callar un instante y luego repetir-: Dos. Así que cuando George el Ilustrador lo vio por última vez al cerrarse las puertas de aquel ascensor, en Maine ya era más de mediodía.

– Siempre y cuando las horas que nos dieron los testigos fueran correctas -puntualizó Dave-, y lo único que podemos hacer al respecto es conjeturar.

– ¿Es posible? -les preguntó Stephanie-. ¿Es posible llegar hasta aquí en tan poco tiempo?

– Sí -asintió Vince.

– No -denegó Dave.

– Tal vez -dijeron al unísono.

Desconcertada, Stephanie paseó la mirada entre ambos hombres, ajena por completo a la taza que sostenía en la mano.

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