– Olvidémonos de Paul Devane por un rato -pidió Vince-. Dave puede contarte el resto de su historia más tarde, pero creo que primero tenemos que hablarte de las conjeturas.
– Cierto -convino Dave-. Esto no es una historia hecha y derecha, Steff, pero si lo fuera, ese sería probablemente el siguiente capítulo.
– No creas que Cathart hizo la autopsia enseguida, porque no fue así. Habían muerto dos personas en el incendio que había llevado a O'Shanny y Morrison hasta aquí, y ellos tenían prioridad. No solo porque murieron antes, sino sobre todo porque eran víctimas de asesinato, mientras que nuestro cadáver no identificado tenía todo la pinta de haber sufrido un accidente. Para cuando Cathart se puso por fin con nuestro hombre, los detectives ya habían vuelto a Augusta, por suerte. Estuve presente en la autopsia cuando por fin se practicó, porque yo era lo más parecido a un fotógrafo profesional en la zona por aquel entonces, y querían una «identificación dormida» del tipo. Es un término europeo y lo único que significa es una especie de retrato lo bastante presentable para salir en los periódicos. Lo que se pretende es que el cadáver dé la impresión de estar echando una cabezadita.
Stephanie adoptó una expresión interesada y escandalizada a un tiempo.
– ¿Y funciona?
– Pues no -aseguró Vince-. Bueno, quizá podría engañar a un niño o a alguien que mirara la foto con los ojos medio cerrados. Había que sacarla antes de la autopsia, porque Cathart pensaba que la garganta obstruida quizá lo obligaría a abrir demasiado la mandíbula.
– ¿Y ya no parecería dormido si tenía una correa atada alrededor del mentón para cerrarle la boca? -comentó Stephanie, sonriendo a su pesar.
Resultaba espantoso que una cosa así le pareciera graciosa, pero así era; una espeluznante criatura que anidaba en su mente se empeñaba en crear sin cesar viñetas repugnantes de lo que le estaban contando.
– Probablemente no -repuso Vince, que también sonreía, al igual que Dave, de modo que si Stephanie estaba enferma, los otros dos con toda seguridad también, gracias a Dios-. En mi opinión, una foto así parecería un cadáver con dolor de muelas.
Los tres estallaron en carcajadas, y Stephanie constató que adoraba a aquellos dos vejestorios.
– Hay que reírse de la Parca -declaró Vince mientras cogía el vaso de Coca-Cola de la barandilla para beber un trago y volver a dejarlo en su lugar-, sobre todo a mi edad. Percibo a esa zorra detrás de cada puerta, y cada vez que apago la luz huelo su aliento junto a mí sobre la almohada, donde mis esposas apoyaban la cabeza, Dios las bendiga a ambas.
– Cierto, hay que reírse de la Parca.
– En fin, Steffi, que saqué los retratos, las «identificaciones dormidas», y salieron como cabría esperar. En la mejor de ellas, el tipo daba la impresión de estar durmiendo una mona monumental o quizá de estar en coma, y esa fue la que publicamos al cabo de una semana. También la sacaron en el Daily News de Bangor, así como en los periódicos de Ellsworth y Portland. Por supuesto, no sirvió de nada, no se presentó nadie que lo conociera, y más adelante descubrimos que existía un motivo más que justificado para ello. Pero entretanto, Cathart hizo su trabajo, y puesto que aquellos dos capullos de Augusta ya se habían quitado de en medio, no le importó que yo estuviera presente, siempre y cuando no publicara que él me lo había permitido. Le aseguré que no lo haría, y por supuesto no lo hice. Empezando por arriba, primero teníamos el tapón de ternera que el doctor Robinson ya había visto en la garganta del hombre. «Aquí tienes la causa de la muerte, Vince», constató Cathart, y la embolia (que descubrió mucho después de que yo regresara a la isla), no le hizo cambiar de idea. Dijo que si alguien le hubiera hecho la maniobra de Heimlich o si se la hubiera hecho él mismo, tal vez no habría acabado sobre aquella mesa de acero con los intestinos desparramados por todas partes. En segundo lugar, Contenido Estomacal Número Uno, es decir lo último que comió, el tentempié de medianoche que nuestro hombre apenas había empezado a digerir cuando murió. Solo carne de ternera, unos seis o siete bocados en total. Cathart calculó que habría unos cien gramos. Por último, Contenido Estomacal Número Dos, es decir la cena, que estaba…, bueno, no voy a entrar en detalles, pero digamos que el proceso digestivo estaba tan avanzado que lo único que el doctor Cathart pudo asegurar sin efectuar pruebas complementarias fue que nuestro hombre había cenado pescado, probablemente acompañado de ensalada y patatas fritas, unas seis o siete horas antes de morir.
– No soy Sherlock Holmes que digamos -comenté a Cathart-, pero creo que puedo adivinar algo más.
– ¿Ah, sí? -replicó él, algo escéptico.
– Sí -aseguré-. Creo que cenó en el Curly's o en el Jan's Wharfside, o si no en el Yanko's de la isla.
– ¿Y por qué en uno de esos sitios cuando debe de haber cincuenta restaurantes en un radio de cuarenta kilómetros de aquí que sirven pescado, incluso en abril? -preguntó él-. ¿Por qué no en el Grey Gull, por ejemplo?
– Porque el Grey Gull no se rebajaría a servir pescado con patatas fritas -señalé-, y eso es lo que comió este tipo.
Había estado bien durante toda la autopsia hasta entonces, Steffi, pero en aquel momento empecé a marearme como un pato. «Esos tres restaurantes sirven pescado y patatas fritas», le dije a Cathart, «y he olido vinagre en cuanto le ha rajado el estómago». Y dicho aquello fui pitando al lavabo y vomité. Pero tenía razón. Revelé la «identificación dormida» y al día siguiente la mostré por los restaurantes que servían pescado con patatas fritas. En el Yanko's no les sonaba, pero la chica del mostrador de comida para llevar del Jan's Wharfside lo reconoció de inmediato. Dijo que le había servido una cesta de pescado con patatas fritas y una Coca-Cola o una Coca-Cola light, no lo recordaba, la tarde antes de que lo encontraran muerto. Se llevó la cesta a una mesa y se sentó a comer y a mirar el mar. Pregunté a la chica si dijo algo, pero me contestó que nada en especial, tan solo por favor y gracias. Le pregunté si se había fijado adonde fue después de la cena, que tomó alrededor de las cinco y media, y me dijo que no.
Vince miró a Stephanie.
– Lo que creo es que bajó al muelle para tomar el transbordador de las seis hasta la isla. Las horas concuerdan.
– Cierto, es lo que siempre he pensado -convino Dave.
De repente, a Stephanie se le ocurrió algo y se irguió en la silla.
– Era abril -dijo-. Mediados de abril en la costa de Maine, pero no llevaba abrigo cuando lo encontraron. ¿Llevaba abrigo cuando comió en el Jan's?
Ambos hombres le dedicaron una sonrisa radiante, como si acabara de resolver una ecuación complicadísima. No obstante, según sabía Stephanie, su trabajo, aun en el modesto Weekly Islander, no consistía tanto en resolver enigmas como en determinar qué enigmas requerían solución.
– Buena pregunta -alabó Vince.
– Excelente -añadió Dave.
– Estaba reservando esa parte para luego -comentó Vince-, pero puesto que aquí no hay historia que valga, reservar las partes más emocionantes no tiene sentido…, y si quieres respuestas, querida niña, te vas a quedar con un palmo de narices. La chica del Jan's no lo recordaba con seguridad, y nadie más se acordaba de él. Supongo que en cierto modo debemos considerarnos afortunados; si se hubiera acercado a ese mostrador a mediados de julio, cuando esos sitios están a reventar de gente hambrienta de cestas de pescado con patatas fritas, panecillos de langosta y helados, la camarera no lo habría recordado en absoluto a menos que se hubiera bajado los pantalones para enseñarle el pajarito.
– Y aún -puntualizó Stephanie.
– Cierto. Sin embargo, lo recordaba, pero no recordaba si llevaba abrigo o no. La verdad es que no la presioné demasiado, pues sabía que si insistía mucho podía acabar recordando algo solo para complacerme… o para librarse de mí. «Me parece recordar que llevaba una chaqueta de color verde claro, señor Teague», dijo, «pero puede que me equivoque». Y puede que así sea, pero ¿sabes una cosa? Creo que tenía razón, que llevaba una chaqueta de color verde claro.
– ¿Y adónde fue a parar? -quiso saber Stephanie-. ¿Llegó a aparecer una chaqueta así?
– No -denegó Dave-, así que tal vez no existía…, aunque en ese caso no imagino qué hacía sin chaqueta en plena noche de abril en una playa de Maine.
Stephanie se volvió hacia Vince, asaltada de repente por mil preguntas acuciantes que no alcanzaba a articular.
– ¿Por qué sonríes, querida? -le preguntó Vince.
– No lo sé -admitió ella-. Bueno, sí-se corrigió tras una pausa-. Es que tengo tantas preguntas que hacer que no sé por dónde empezar.
Los dos ancianos estallaron en carcajadas. Dave llegó a sacarse un gran pañuelo del bolsillo posterior para enjugarse los ojos.
– ¡Qué bueno! -exclamó-. ¡Sí, señora! Te propongo una cosa, Steffi. ¿Por qué no haces como si estuvieras sacando del sombrero un boleto para la rifa del juego de Tupperware en el Mercadillo Femenino de Otoño? Cierra los ojos y pesca un número.
– De acuerdo -accedió Stephanie, y aunque no llegó a ese extremo, sí hizo algo parecido-. ¿Qué hay de las huellas dactilares del muerto? ¿Y de su historial dental? Creía que cuando se trataba de identificar a alguien, esos métodos eran más o menos infalibles.
– La mayoría de la gente lo cree, y probablemente es cierto en muchos casos -asintió Vince-, pero no olvides que este episodio sucedió en 1980, Steff -señaló sonriendo, aunque con una expresión seria en la mirada-. Antes de la revolución informática y mucho antes de la aparición de Internet, esa herramienta mágica que los jóvenes de hoy dais por hecha. En 1980 era posible verificar las huellas dactilares y el historial dental de las personas que la policía denominaba sujetos no identificados si se disponía de las huellas de una persona que sospecharan era ese sujeto, pero intentar verificarlas sobre la base de las huellas o el historial dental de todos los delincuentes buscados por todos los departamentos de policía habría llevado años, por no hablar de todas las personas desaparecidas cada año en Estados Unidos. Aun cuando redujeras la lista a varones de entre treinta y cuarenta y cinco años… Imposible, querida.
– Pero creía que las fuerzas armadas tenían archivos informáticos ya en aquella época…
– No lo creo -objetó Vince-, y aun cuando así fuera, no creo que nadie llegara a enviarles las huellas del Chaval de Colorado.
– En cualquier caso, la identificación inicial no se efectuó gracias a las huellas ni el historial dental del muerto -intervino Dave al tiempo que entrelazaba los dedos sobre su voluminoso pecho y daba la impresión de empaparse del sol, ya más oblicuo pero aún cálido-. Creo que lo que acabo de decir recibe el nombre de «ir al grano».
– ¿Y cómo se efectuó?
– Eso nos devuelve de nuevo a Paul Devane -prosiguió Vince-, y me gusta volver a hablar de Paul Devane, porque como te decía antes, ahí sí que hay una historia, y las historias son lo mío. Son lo que me va, como suele decirse. Devane es como un consejo de Horado Alger, pequeño pero satisfactorio. «Esfuérzate y triunfa. Trabaja y vence.»
– Orina y vinagre -añadió Dave.
– Si tú lo dices -dijo Vince sin inmutarse-. Si tú lo dices… Cuestión, Devane se va con esos dos polis imbéciles, O'Shanny y Morrison, en cuanto Cathart les da el informe preliminar sobre las dos víctimas del incendio, porque les importa un pimiento el tipo muerto por atragantamiento en la isla de Moose-Lookit. Entretanto, Cathart sigue haciendo conjeturas respecto a nuestro cadáver no identificado en la presencia de un servidor. En el certificado de defunción escribe «asfixia causada por atragantamiento» o el término médico equivalente. Los periódicos publican mi «identificación dormida», que nuestros antepasados victoríanos denominaban con mucha más exactitud «retrato fúnebre». Y nadie llama a la Oficina del Fiscal General ni a la policía del estado en Augusta para comunicar que se trata de su padre, tío o hermano desaparecido. La funeraria de Tinnock lo guarda en su nevera durante seis días. No lo marca la ley, pero como muchas cosas de este estilo, Steffi, ha llegado a convertirse en una especie de tradición aceptada. Todo el mundo en la industria funeraria lo sabe, aunque nadie sabe por qué. Transcurridos esos seis días, al ver que el cadáver seguía sin identificar y que nadie lo reclamaba, Abe Carvey procedió a embalsamarlo. Nuestro amigo fue a parar a la cripta que la funeraria tiene en el cementerio de Seaview.
– Esta parte es un poco espeluznante -observó Stephanie.
Casi le parecía ver el muerto, por alguna razón no metido en un ataúd, aunque sin duda la funeraria debía de haber aportado alguna suerte de caja barata, sino simplemente tendido sobre una lápida y cubierto con una sábana. Un paquete no reclamado en una oficina de correos fúnebre.
– Cierto -convino Vince-. ¿Quieres que siga?
– Si no sigue lo mato -amenazó ella.
Vince asintió sin sonreír, aunque a todas luces complacido con ella. Stephanie ignoraba cómo lo sabía, pero así era.
– Pasó todo el verano y medio otoño en la cripta. En noviembre, al ver que el cadáver aún no tenía nombre ni dueño, decidieron enterrarlo -explicó Vince en su espeso acento de Nueva Inglaterra-. Ya sabes, antes de que el frío endureciera la tierra y dificultara la tarea.
– Entiendo -musitó Stephanie.
Y así era. En esta ocasión no detectó comunicación telepática alguna entre los dos hombres, pero tal vez se produjo, porque Dave tomó el relevo de la narración (por insignificante que fuera) sin que el editor del Islander se lo indicara.
– Devane aguantó con O'Shanny y Morrison hasta el final -dijo-. Lo más probable es que incluso les regalara una corbata o algo por el estilo al acabar sus tres meses o su trimestre de prácticas o lo que fuera. Como creo que ya te he dicho antes, Stephanie, aquel chico era tenaz. Pero en cuanto terminó, arregló el papeleo en su universidad, que creo que, en efecto, era Georgetown, aunque puede que me equivoque, y se matriculó en todos los cursos necesarios para ingresar en la facultad de derecho. Salvo por dos detalles, este podría haber sido el fin de la intervención del señor Paul Devane en esta historia, que como bien dice Vince, no es una historia excepto quizá por el papel que él representó en ella. El primer detalle es que Devane echó un vistazo a la bolsa de pruebas en algún momento y examinó los efectos personales de nuestro difunto amigo. El segundo es que entabló una relación formal con una chica, y esta lo llevó a conocer a sus padres, como hacen a menudo las chicas cuando van en serio, y el padre de la chica tenía como mínimo un mal hábito que por entonces era más común que ahora: fumaba.
Por la mente de Stephanie, que funcionaba muy bien, como ambos hombres sabían, surcó de inmediato la imagen del paquete de cigarrillos que se había deslizado del bolsillo del muerto al desplomarse este sobre la arena. Johnny Gravlin, ahora alcalde de Moose-Look, lo había recogido y guardado de nuevo en el bolsillo del hombre. Y de repente se le ocurrió otra idea, pero no en forma de la proverbial bombilla, sino más bien de relámpago cegador. Dio un respingo como si la hubiera picado un insecto, y con un pie volcó su Coca-Cola, que se derramó espumosa sobre la curtida tarima del porche y se coló por sus ranuras hasta las piedras y la maleza que crecía debajo. Los dos hombres no se dieron ni cuenta; reconocían un estado de gracia en cuanto lo veían, y observaban a su becaria con interés y satisfacción.
– ¡El sello! -casi chilló la joven-. En la parte inferior de todos los paquetes de cigarrillos hay un sello del estado del que proceden.
Ambos la aplaudieron con discreción y absoluta sinceridad.