18

– ¿Creen que fue asesinado?

Eso era lo que quería saber en realidad. Le habían pedido que aparcara aquella idea, y ella había obedecido, pero el relato sobre Colorado Kid estaba a punto de tocar a su fin, y creía que le permitirían volver a sacar el tema a colación.

– ¿Por qué crees que eso es más probable que una muerte accidental, teniendo en cuenta todo lo que te hemos contado? -replicó Dave con curiosidad sincera.

– Por los cigarrillos. Los cigarrillos casi parecen una estrategia deliberada por su parte. Lo que ocurre es que nunca imaginó que tardarían un año y medio en descubrir el sello de Colorado. Cogan creía que un hombre hallado muerto en una playa sin identificación alguna suscitaría una investigación más exhaustiva de la que obtuvo su caso.

– Sí -asintió Vince.

Pronunció aquella palabra en voz baja, pero con el puño cerrado como un aficionado cuyo jugador preferido acabara de efectuar un lanzamiento magistral.

– Buen trabajo, buena chica -alabó.

Aunque solo tenía veintidós años, Stephanie se habría molestado con algunas personas por llamarla «chica», pero aquel anciano de noventa años, con su ralo cabello blanco, el rostro estrecho y los penetrantes ojos azules no era una de ellas. De hecho, la joven se ruborizó, complacida.

– No podía saber que investigarían su muerte dos capullos como O'Shanny y Morrison -señaló Dave-. No podía saber que dependería de un estudiante de posgrado que había pasado los últimos meses llevando maletines y yendo a por café, por no hablar de un par de viejos que publicaban un periódico semanal apenas más significativo que el folleto de un supermercado.

– Un momento, hermano -intervino Vince-. No te pases ni un pelo -advirtió con una expresión que pretendía ser adusta, pero sin conseguirlo.

– Pues en mi opinión le salió bien -sentenció Stephanie-. A fin de cuentas, le salió bien. -De repente pensó en la esposa y el pequeño Michael (que a aquellas alturas tendría veintitantos años)-. Y ella también, la verdad. Sin Paul Devane y ustedes dos, Arla Cogan nunca habría cobrado el dinero del seguro.

– No te falta razón -admitió Vince.

A Stephanie le hizo gracia advertir que la idea parecía incomodarlo. No el hecho de haber hecho una buena obra, sino de que alguien supiera que había hecho una buena obra. En ese rincón del país, había Internet, se veían antenas parabólicas sobre casi cada tejado, ningún barco de pesca se hacía ya a la mar sin el GPS activado…, pero aun así, las viejas ideas calvinistas pervivían. Que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha.

– ¿Qué creen que sucedió exactamente? -inquirió.

– No, Steffi -objetó Vince en tono amable, pero firme-. Todavía esperas ver a Rex Stout saliendo del armario o a Ellery Queen aparecer cogido del brazo de la señorita Marple. Si supiéramos qué sucedió, si tuviéramos alguna idea, la habríamos perseguido hasta caer muertos. Y a tomar viento el Globe de Boston; habríamos publicado cualquier noticia que hubiéramos encontrado en la primera página del Islander. En 1981 éramos un periódico pequeño, y ahora somos un par de periodistas viejos e insignificantes, pero no estamos muertos. Me sigue gustando la idea de un notición como al que más.

– Y a mí -convino Dave, que se había levantado, probablemente con la idea de revisar las facturas, pero ahora estaba apoyado contra una esquina de su mesa, balanceando una de sus gruesas piernas-. Siempre he soñado con cazar una noticia que llegara a publicarse a escala nacional, y lo más probable es que me lleve ese sueño a la tumba. Venga, Vince, cuéntale lo que piensas. No cabe duda de que será discreta; ahora es una de los nuestros.

Stephanie volvió a ruborizarse sin poder evitarlo, pero Vince Teague no dio señales de reparar en ello. Se inclinó hacia delante y clavó en los ojos azul celeste de la joven aquella penetrante mirada azul, mucho más oscura que la suya, como el océano en los días soleados.

– De acuerdo -accedió-. Ya antes del asunto del sello, empecé a pensar que había algo raro en su forma de morir, así como en el modo que había llegado hasta allí. Comencé a hacerme preguntas al saber que llevaba un paquete de cigarrillos en el que solo faltaba uno pese a que llevaba en la isla desde al menos las seis y media. No paré de darles la vara a los del quiosco Bayside News. -Sonrió al recordarlo-. Enseñé la foto de Cogan a todos los empleados, incluyendo el de la limpieza. Estaba convencido de que debía de haber comprado el paquete allí, a menos que lo hubiera comprado en una máquina en un lugar como el motel Red Roof o el Shuffle Inn o quizá la gasolinera Sunoco de Sonny. Imaginaba que se habría quedado sin tabaco mientras deambulaba por la isla, después de bajar del transbordador, y por eso compró otro paquete. Y también suponía que si lo había comprado en el quiosco, debía de haber ido allí poco antes de las once, que es cuando cierran. Eso explicaría por qué solo se había fumado uno y había utilizado una sola cerilla antes de morir.

– Pero luego descubrió que no fumaba -observó Stephanie.

– Exacto. Su mujer me lo dijo, y Cathart lo confirmó. Y más tarde me convencí de que el paquete de cigarrillos era un mensaje. Soy de Colorado, buscadme allí.

– Nunca lo sabremos con seguridad, pero los dos pensamos lo mismo -terció Dave.

– Madre mía -casi susurró Stephanie-. Bueno, ¿y adonde nos lleva todo esto?

Una vez más se miraron y se encogieron de hombros de forma idéntica.

– A territorio nebuloso -repuso Vince-. A lugares en los que ningún periodista del Globe de Boston se adentrará jamás, en otras palabras. Pero hay algunas cosas de las que estoy completamente seguro. ¿Quieres oírlas?

– ¡Sí!

Vince siguió hablando despacio, en tono preciso, como si avanzara a tientas por un pasadizo muy oscuro que había recorrido cientos de veces.

– Sabía que se encontraba en una situación desesperada y sabía que si moría podían no llegar a identificarlo. No quería que eso sucediera, probablemente porque le preocupaba dejar a su mujer en la ruina.

– Así que compró aquellos cigarrillos con la esperanza de que pasaran inadvertidos -aventuró Stephanie.

– Exacto -asintió Vince con un gesto-. Y en efecto, así fue.

– Pero ¿inadvertidos a quién?

Vince guardó silencio unos instantes sin responder a su pregunta.

– Bajó en el ascensor y cruzó el vestíbulo del edificio de oficinas -explicó por fin-. Había un coche esperando para llevarlo al aeropuerto de Stapleton, bien delante de la puerta o bien a la vuelta de la esquina. Quizá solo fueran él y el conductor en el coche, aunque tal vez había alguien más; nunca lo sabremos. Antes me has preguntado si Cogan llevaba el abrigo cuando salió aquella mañana, y te he dicho que George el Ilustrador no lo recordaba, pero Arla me contó que nunca volvió a ver el abrigo en cuestión, de modo que puede que sí lo llevara. En tal caso, creo que se lo quitó en el coche o en el avión. Y creo que también se quitó la americana. Y creo que o bien alguien le dio la chaqueta verde o bien la tenía preparada.

– En el coche o en el avión.

– Exacto -dijo Dave.

– ¿Y los cigarrillos?

– No lo sé con seguridad, pero si tuviera que apostar algo, apostaría a que ya los llevaba encima -comentó Dave-. Sabía lo que se avecinaba…, fuera lo que fuese. Supongo que los llevaba en el bolsillo del pantalón.

– Y más tarde, en la playa…

Stephanie imaginó a Cogan, su versión mental de Colorado Kid, encendiendo el primer cigarrillo de su vida, el primero y el último, antes de dirigirse hacia la orilla de la playa Hammock, solo a la luz de la luna. La luna de medianoche. Inhala una bocanada de aquel humo acre y desconocido. Quizá dos. Luego arroja el cigarrillo al mar. Y luego… ¿qué?

¿Qué?

– El avión lo dejó en Bangor -se oyó decir en un tono que le sonó áspero e impropio de ella.

– Exacto -convino Dave.

– Y el coche que lo esperaba allí lo llevó hasta Tinnock.

– Exacto -repitió Vince.

– Se comió la cesta de pescado con patatas fritas.

– Cierto -dijo Vince-, la autopsia lo demuestra, y mi olfato me lo confirmó en su momento; olí el vinagre.

– ¿En aquel momento ya no tenía la cartera?

– No lo sabemos -reconoció Dave-; nunca lo sabremos, pero creo que no. Creo que la entregó junto con el abrigo, la americana y su vida normal. Creo que lo que le dieron a cambio fue una chaqueta verde a la que más tarde también renunció.

– O puede que se la quitaran después de morir -conjeturó Vince.

Stephanie se estremeció sin poder evitarlo.

– Toma el transbordador de las seis hasta la isla, lleva un café a Gard Edwick…, o sea, té para el timonel… o para el encargado.

– Cierto -murmuró Dave con expresión solemne.

– Por entonces ya no tiene cartera ni identificación alguna, tan solo diecisiete dólares en billetes y algunas monedas entre las que quizá se encuentra una moneda de diez rublos. ¿Creen que esa moneda podía ser…? No sé, alguna clase de herramienta de identificación, como en las novelas de espías. En aquella época aún había guerra fría entre Rusia y Estados Unidos, ¿no?

– Estaba en pleno apogeo -corroboró Vince-. Pero Steffi…, si fueras a hacer tratos con un agente secreto ruso, ¿utilizarías un rublo para presentarte?

– No -reconoció ella-. Pero ¿por qué si no llevaba esa moneda? Lo único que se me ocurre es que quisiera mostrársela a alguien.

– Siempre he intuido que se la dio alguien -declaró Dave-. Quizá junto con un trozo de filete envuelto en papel de aluminio.

– ¿Por qué? -inquirió ella-. ¿Por qué iba alguien a hacer una cosa así?

– No lo sé -admitió Dave, meneando la cabeza.

– ¿Encontraron papel de aluminio en el escenario? ¿Algún trozo arrojado entre la maleza que bordea la parte más alejada de la playa?

– Te aseguro que O'Shanny y Morrison no lo comprobaron -señaló Dave-. Yo y Vince nos pateamos toda la playa cuando por fin retiraron la cinta policial; no buscábamos papel de aluminio en concreto, como comprenderás, sino cualquier cosa que nos pudiera proporcionar alguna pista sobre el muerto, lo que fuera. No encontramos más que la basura habitual, como envoltorios de caramelos y demás.

– Si la carne estaba envuelta en papel de aluminio o una bolsa, es posible que Cogan lo tirara al mar junto con el cigarrillo -observó Vince.

– En cuanto al pedazo de carne atascado en su garganta…

Vince esbozó una leve sonrisa.

– Sostuve algunas largas conversaciones sobre ese trozo de carne con el doctor Robinson y el doctor Cathart. Dave estuvo presente en un par de ellas. Recuerdo que Cathart me dijo una vez, alrededor de un mes antes de que el infarto se lo llevara al otro barrio hace seis o siete años: «Estás obsesionado con ese viejo asunto como los niños se obsesionan con los dientes que se les caen y se tocan los huecos con la lengua». Y me dije que tenía toda la razón del mundo, que era verdad. Este asunto es como un hueco que no puedo dejar de tocar y lamer para ver si encuentro el fondo. Lo primero que quería averiguar era si alguien le había metido a Cogan la carne en la garganta, bien con los dedos o con algún utensilio, como un palillo de brocheta, una vez muerto. A ti también se te ha ocurrido esa posibilidad, ¿verdad?

Stephanie asintió.

– Cathart me dijo que era posible pero no probable, porque el trozo de carne estaba lo bastante masticado para poder ser tragado. De hecho, ya no era carne, sino lo que Cathart denominó «pulpa orgánica». Claro que podría haberlo masticado otra persona, pero es improbable que lo introdujera después de hacerlo, por temor a que pareciera insuficiente para causar la muerte. ¿Me sigues?

Stephanie volvió a asentir.

– También me dijo que la carne masticada hasta formar pulpa orgánica sería difícil de manipular con un instrumento, ya que con toda probabilidad se desharía al empujarla garganta abajo. Podría hacerse con los dedos, pero Cathart creía que en tal caso habría descubierto algún indicio, probablemente cierta tensión en los ligamentos de la mandíbula. -Se detuvo para meditar unos instantes y por fin sacudió la cabeza-. Existe un término técnico para esa apertura de la mandíbula, pero no lo recuerdo.

– Cuéntale lo que te dijo Robinson -instó Dave con ojos relucientes-. A fin de cuentas no sirvió de nada, pero siempre he pensado que es interesantísimo.

– Me dijo que existen ciertos relajantes musculares, algunos de ellos exóticos, y que la carne de Cogan podía haber sido tratada con alguno de ellos -explicó Vince-. En tal caso, habría podido tragar los primeros bocados sin problema, teniendo en cuenta el contenido de su estómago, pero de repente encontrarse con un trozo que no podía tragar después de masticarlo.

– ¡Debió de ser eso! -exclamó Stephanie-. Y la persona que manipuló la carne se sentó a verlo morir asfixiado. Una vez muerto Cogan, el asesino lo sentó apoyado contra la papelera y se llevó el resto de la carne para que no pudieran analizarla. ¡No fue ninguna gaviota! -Se detuvo y los miró-. ¿Por qué menean la cabeza?

– La autopsia, querida -le recordó Vince-. La cromatografía de gases no mostró ninguna sustancia así.

– Pero si era algo muy exótico…

– ¿Como en las novelas de Agatha Christie? -sugirió Vince con una sonrisa y un guiño-. Puede…, pero también estaba el trozo que le obstruía la garganta, no lo olvides.

– Ah, claro. El doctor Cathart tuvo ocasión de analizar la carne a fin de cuentas -suspiró Stephanie, decepcionada.

– Exacto -dijo Vince-, y eso fue lo que hizo. Seremos unos pueblerinos, pero de vez en cuando también se nos ocurre alguna idea macabra. Y lo más parecido a un veneno que encontró el forense en aquel trozo de carne fue un poco de sal.

Stephanie guardó silencio por un instante.

– Puede que fuera de esas sustancias que desaparecen -musitó.

– Cierto -convino Dave, tocándose la cara interior de la mejilla con la lengua-. Como las Luces Costeras al cabo de un par de horas.

– O el resto de la tripulación del Pretty Lisa -añadió Vince.

– Y una vez bajó del transbordador, no saben adonde fue.

– No, señora -denegó Vince-. Hemos investigado el asunto esporádicamente durante veinticinco años, pero nunca hemos localizado a nadie que declare haberlo visto antes de que Johnny y Nancy lo encontraran a las seis y cuarto de la mañana del 24 de abril. Y para que conste en acta…, aunque nadie esté levantando acta, no creo que nadie se llevara el resto de la carne después de que Cogan se asfixiara por culpa de aquel último bocado. Lo que creo es que una gaviota se lo llevó de su mano muerta, como siempre hemos supuesto. Y ahora debo irme.

– Y yo tengo que ponerme con las facturas -anunció Dave-. Pero primero creo que debo pasar por el servicio.

Dicho aquello se dirigió al lavabo.

– Será mejor que me ponga con la columna -suspiró Stephanie-. Pero casi preferiría que no me lo hubieran contado si tenían intención de dejarme a medias -estalló de repente, medio en broma, medio en serio-. ¡Tardaré semanas en quitármelo de la cabeza!

– Ten en cuenta que sucedió hace veinticinco años y que nosotros todavía no nos lo hemos quitado de la cabeza -señaló Vince-. Y al menos ahora sabes por qué no se lo contamos a ese tipo del Globe.

– Sí.

Vince sonrió con un gesto de asentimiento.

– Saldrás adelante, Stephanie. Te las apañarás muy bien.

Dicho aquello le oprimió el hombro en ademán amistoso, echó a andar hacia la puerta, recogió el cuaderno de notas alargado que tenía sobre la desordenada mesa, se lo guardó en el bolsillo trasero y se dirigió hacia la puerta. Pese a sus noventa años, aún caminaba con agilidad, la espalda apenas encorvada por la edad. Llevaba una camisa blanca de caballero a cuya espalda se cruzaban unos tirantes de caballero. Antes de llegar a la puerta se detuvo para volverse de nuevo hacia ella. Un rayo de sol crepuscular le iluminó el fino cabello blanco, transformándolo en un halo.

– Ha sido un placer tenerte aquí -aseguró-. Quiero que lo sepas.

– Gracias -murmuró ella con la esperanza de que su voz no denotara las lágrimas que amenazaban con aflorar a sus ojos-. Ha sido maravilloso. Al principio tenía mis dudas, pero… ahora estoy convencida de que todo es gracias a ustedes. Para mí también ha sido un placer estar aquí.

– ¿Te has planteado la posibilidad de quedarte? Me parece que sí.

– Desde luego que sí.

Vince asintió con expresión solemne.

– Dave y yo hemos hablado de ello. Sería bueno contar con sangre nueva en la redacción. Sangre joven.

– A ustedes aún les queda mucha cuerda -aseguró ella.

– Oh, sí -exclamó Vince con indiferencia, como si eso estuviera clarísimo, y seis meses más tarde, a su muerte, Stephanie se sentaría en una iglesia fría, tomando notas acerca del funeral en su propio cuaderno de notas, pensando: Vince sabía que iba morir-. Seguiré dando guerra durante años, pero si quisieras quedarte, estaríamos encantados. No tienes que tomar una decisión ahora mismo, pero considéralo una propuesta en firme.

– De acuerdo… Y creo que los dos saben cuál será mi decisión.

– Estupendo. -Se volvió de nuevo hacia la puerta, pero en pleno giro la miró una vez más-. La clase casi ha terminado, pero podría contarte una cosa más acerca de nuestro asunto. ¿Puedo?

– Por supuesto.

– Existen miles de periódicos y decenas de miles de periodistas que escriben artículos para ellos, pero solo existen dos tipos de historias. Están las noticias, que por lo general no son historias, sino tan solo partes de una cadena de acontecimientos que no tienen por qué ser historias. La gente coge el periódico para leer sobre sangre y lágrimas como quien aminora la velocidad para echar un vistazo a un accidente en la autopista, y luego siguen adelante con sus vidas. Pero ¿qué encuentran dentro del periódico?

– Reportajes -repuso Stephanie, pensando en Hanratty y sus misterios sin resolver.

– Exacto. Y ellos sí son historias. Todos tienen introducción, nudo y desenlace. Eso los convierte en buenas noticias, Steffi, siempre buenas noticias. Aunque la historia gire en torno a una secretaria metodista que con toda probabilidad mató a media congregación en el picnic porque su amante la había dejado, es una buena noticia, ¿y sabes por qué?

– No.

– Pues más te vale saberlo -terció Dave, que en aquel momento salía del lavabo, aún secándose las manos con una toalla de papel-. Más te vale saberlo si quieres trabajar en esto y entender lo que haces.

Arrojó el papel a su papelera al pasar junto a ella.

Stephanie reflexionó unos instantes.

– Los reportajes son buenas noticias porque se acaban.

– ¡Exacto! -exclamó Vince con una sonrisa de oreja a oreja, al tiempo que alzaba los brazos como un predicador-. ¡Tienen desenlace! ¡Tienen final! Pero ¿las cosas tienen introducción, nudo y desenlace en la vida real, Stephanie? ¿Qué te dice la experiencia?

– No tengo demasiada en el mundo del periodismo -le recordó ella-, solo en el periódico del campus y bueno, ya saben, con la columna de artesanía de aquí.

Vince desechó sus palabras con un gesto.

– ¿Qué te dice tu instinto?

– Que la vida no suele funcionar así.

Estaba pensando en un joven al que tendría que encararse si decidía quedarse allí más de los cuatro meses previstos… La cosa podía ponerse fea…, sin duda se pondría fea, de hecho. Rick no se tomaría bien la noticia, porque en su esquema mental ese no era el desarrollo correcto de la historia.

– Nunca he leído un solo reportaje que no fuera una mentira -afirmó Vince-, pero por lo general se puede dar cabida a las mentiras. Sin embargo, en este caso no sería posible, a menos que…

Se encogió de hombros sin acabar la frase. En el primer momento, Stephanie no supo qué significaba aquel ademán, pero entonces recordó algo que Dave había dicho poco después de que se sentaran en el porche al sol de aquel atardecer de agosto. Es nuestra historia, había dicho casi con rabia. Un tipo del Globe, un forastero, no habría hecho más que echarla a perder.

– Si le hubieran contado todo esto a Hanratty, lo habría utilizado, ¿verdad? -dijo.

– No nos correspondía a nosotros darle la historia, porque no nos pertenece -señaló Vince-. Pertenece a quien la esclarezca.

Stephanie meneó la cabeza con una tenue sonrisa.

– Eso no me parece del todo sincero. Creo que usted y Dave son las dos últimas personas vivas que están al corriente de todo el asunto.

– Hasta ahora sí -admitió Dave-, pero ahora también estás tú.

Stephanie asintió con un gesto, tomando nota del cumplido que encerraban aquellas palabras, y de inmediato se volvió de nuevo hacia Vince Teague con las cejas enarcadas. Al cabo de unos segundos, el anciano lanzó una risita.

– No le hablamos de Colorado Kid porque habría convertido un auténtico misterio sin resolver en un reportaje cualquiera -explicó Vince-. No habría cambiado los hechos, pero habría hecho hincapié en un detalle, el concepto de los relajantes musculares que dificultan o imposibilitan la deglución, por ejemplo, y habría omitido otro.

– El hecho de que no se encontró ningún indicio que avalara esa teoría, por ejemplo -concluyó Stephanie.

– Tal vez eso, tal vez otra cosa. Y quizá habría escrito el artículo así él solo, sencillamente porque sacar una historia de cosas que no lo son en realidad se convierte en un hábito después de trabajar algunos años en esta profesión, o bien su editor se lo habría devuelto para que lo reescribiera.

– O bien el editor lo habría escrito en persona, si el tiempo apremiaba -terció Dave.

– Sí, a veces los editores hacen eso -convino Vince-. En cualquier caso, lo más probable es que Colorado Kid hubiera acabado convertido en el episodio número siete u ocho de la serie Misterios sin resolver de Nueva Inglaterra de Hanratty, algo que fascina a la gente durante un cuarto de hora el domingo y que el lunes usan para forrar la caja del gato.

– Y entonces ya no les pertenecería a ustedes -observó Stephanie.

Dave asintió, pero Vince agitó la mano como para desterrar aquella idea.

– Eso no me importaría tanto, pero habría sido endilgarle una mentira a un hombre que ya no puede refutarla, y eso sí que no lo soportaría, porque no tengo por qué. -Miró el reloj-. En fin, me voy. El último que se vaya que cierre con llave, ¿de acuerdo?

Vince salió de la redacción. Los otros dos lo siguieron con la mirada, y al poco Dave se volvió hacia Stephanie.

– ¿Alguna otra pregunta?

Stephanie se echó a reír.

– Centenares, pero ninguna a la que ni usted ni Vince puedan contestar, creo.

– Siempre y cuando no te canses de formularlas, no pasa nada.

Dave se acercó a su mesa, tomó asiento y cogió una pila de papeles con un suspiro. Stephanie se dirigió hacia su propio escritorio, pero a medio camino reparó en el tablón que cubría toda la pared opuesta de la sala, frente a la desordenada mesa de Vince. Stephanie se aproximó a echar un vistazo.

La mitad izquierda del tablón mostraba viejas primeras planas del Islander, en su mayoría amarillentas y arrugadas. En la esquina superior, muy solitaria, se veía la primera página de la semana del 9 de julio de 1951. El titular rezaba: LUCES MISTERIOSAS SOBRE HANCOCK FASCINAN A MILES DE PERSONAS. Debajo había una fotografía cuyo autor era Vincent Teague, que a la sazón debía de contar treinta y siete años, si las matemáticas no le fallaban. La clara imagen en blanco y negro mostraba un equipo de béisbol infantil con una valla publicitaria al fondo que proclamaba: MADERAS HANCOCK SIEMPRE GANA. La instantánea parecía tomada al atardecer. Los pocos adultos situados en las gradas destartaladas estaban de pie, mirando hacia el cielo, al igual que el árbitro, que se hallaba en la cuarta base con la máscara protectora en la mano derecha. Un grupo de jugadores, el equipo visitante, supuso Stephanie, se agolpaba junto a la tercera base como en busca de seguridad. Los otros niños, que llevaban vaqueros y sudaderas con las palabras MADERAS HANCOCK impresas en la espalda, estaban de pie formando una tosca línea en el campo interior, todos ellos con el rostro vuelto hacia el cielo. Y en la plataforma de lanzamiento, el niño al que le tocaba lanzar sostenía el guante en alto, hacia uno de los brillantes círculos suspendidos en el cielo, justo debajo de las nubes, como si quisiera tocar aquel misterio y acercarlo, abrir su corazón y conocer su historia.


Stephen King


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