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– Fuiste tú quien le habló del Pretty Lisa -señaló Dave a Vince en cuanto recobró la compostura.

El Pretty Lisa era un barco de pesca que había encallado en la orilla de la vecina isla Smack en los años veinte, con un tripulante muerto tendido en cubierta y los otros cinco en paradero desconocido.

– ¿Cuántas veces crees que Hanratty habrá oído esa historia a lo largo de la costa?

– Oh, no sé, ¿a cuántos sitios crees que fue antes de pasar por aquí? -replicó Vince.

Aquellas palabras los hicieron estallar de nuevo en carcajadas. Vince se golpeaba la huesuda rodilla mientras Dave hacía lo propio con el rollizo muslo.

Stephanie los observaba con el ceño fruncido, ni enfadada ni divertida (bueno, un poco sí), intentando dilucidar la causa de semejante regocijo. En su opinión, la historia del Pretty Lisa era lo bastante buena para justificar uno de los ocho artículos de una serie titulada…, tachán, Misterios sin resolver de Nueva Inglaterra. Sin embargo, no era tonta ni insensible, y se había dado perfecta cuenta de que el señor Hanratty no consideraba que mereciera la pena. Y sí, por su expresión había comprendido que el periodista ya había escuchado la historia, con toda probabilidad más de una vez, durante su periplo financiado por el Globe a lo largo y ancho de la costa entre Boston y la isla de Moose- Lookit.

Vince y Dave asintieron cuando le expuso aquella idea.

– Sí, señor -dijo Dave-. Hanratty será un forastero, pero eso no le convierte en un haragán ni en un idiota. El misterio del Pretty Lisa, cuya explicación sin duda reside en alguna panda de contrabandistas pasando alcohol desde Canadá, aunque nunca lo sabremos a ciencia cierta, circula desde hace años. Figura en media docena de libros, por no hablar de las revistas Yankee y Downeast. Vince, ¿el Globe no publicó también…?

Vince ya estaba asintiendo.

– Creo que sí. Hace unos siete años, quizá nueve, en un suplemento dominical, aunque puede que saliera en el Journal de Providence… De lo que estoy seguro es que fue el Telegram dominical de Portland el que publicó aquel artículo sobre los mormones que aparecieron en Freeport e intentaron enterrar una mina en el desierto de Maine…

– Y las Luces Costeras de 1951 son un notición en los periódicos casi cada Halloween -añadió Dave en tono alegre-. Por no hablar de las webs de ovnis.

– Y el año pasado una mujer escribió un libro sobre aquel envenenamiento en una comida campestre de la iglesia en Tashmore -agregó Vince.

Ese era el último «misterio sin resolver» que habían referido al periodista del Globe durante la comida, justo antes de que Hanratty decidiera tomar el transbordador de la una y media, algo que ahora Stephanie no le reprochaba.

– Así que le estaban tomando el pelo con viejas historias -exclamó.

– ¡No, querida! -replicó Vince, en esta ocasión escandalizado de verdad (o no, pensó Stephanie)-. Todas esas historias son auténticos misterios sin resolver de la costa de Nueva Inglaterra…, o mejor dicho, de nuestro pedazo de costa.

– No sabíamos si las conocía, así que decidimos contárselas -señaló Dave con cierta lógica-. Claro que no nos extrañó que sí hubiera oído hablar de ellas.

– Cierto -convino Vince con ojos chispeantes-. Son historias del año de la catapún, lo reconozco, pero al menos nos valieron un buen almuerzo, ¿no? Y encima hemos tenido ocasión de ver cómo el dinero daba vueltas hasta llegar al lugar adecuado…, es decir, al bolsillo de Helen Hafner, al menos una parte.

– ¿Y esas historias son las únicas que conocen? ¿Unas historias machacadas hasta la saciedad en libros y periódicos de gran tirada?

Vince miró a Dave, su amigo de siempre.

– ¿Yo he dicho eso?

– No, y creo que yo tampoco -repuso Dave.

– Bueno, pues, ¿qué otros misterios sin resolver conocen? ¿Y por qué no le han hablado de ellos?

Los dos ancianos cambiaron otra mirada, y una vez más Stephanie detectó la comunicación telepática entre ellos. Al poco, Vince hizo un leve gesto de asentimiento en dirección hacia la puerta. Dave se levantó, cruzó la mitad bien iluminada de la estancia alargada (en la mitad más oscura se alzaba la enorme y anticuada imprenta offset que llevaba más de siete años en desuso) y giró el rótulo colgado en la puerta de abierto a cerrado antes de volver a la mesa de Vince.

– ¿Cerrado? ¿En pleno día? -exclamó Stephanie con una inquietud que no traslució en su voz.

– Si viene alguien con una noticia, llamará a la puerta -aseguró Vince con lógica-. Y si es un notición, la aporreará.

– Y si se declara un incendio en el centro del pueblo, oiremos la alarma -intervino Dave-. Salgamos al porche, Steffi. Hay que aprovechar el sol de agosto, que dura poco.

Stephanie paseó la mirada entre Dave y Vince Teague, tan avispado a los noventa años como sin duda lo había sido a los cuarenta y cinco.

– ¿Hora de clase? -preguntó.

– Exacto -repuso Vince, y aunque seguía sonriendo, la joven intuyó que hablaba en serio-. ¿Y sabes lo que les gusta a los vejestorios como nosotros?

– Que solo tienen que molestarse en enseñar a las personas con ganas de aprender.

– Muy cierto. ¿Tienes ganas de aprender, Steffi?

– Sí-asintió ella sin vacilar a pesar de la inquietud que se agitaba en su interior.

– Pues sal al porche y siéntate -ordenó Vince-. Sal y siéntate un ratito.

Stephanie obedeció.

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