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Usaron por turnos el servicio oculto en un trastero tras la vieja imprenta offset que ya no se utilizaba; el periódico se imprimía en Ellsworth desde 2002. Mientras Dave estaba en el lavabo, Stephanie puso en marcha la cafetera. Si la historia que en realidad no era una historia duraba una horita más, lo cual intuía más que probable, todos agradecerían una taza de café.

Al regresar del servicio, Dave husmeó el aire en dirección a la cocinita y asintió con ademán aprobador.

– Me gustan las mujeres que no consideran que la cocina sea un instrumento de tortura solo porque trabajan para ganarse la vida -comentó.

– A mí me pasa exactamente lo mismo con los hombres -replicó Stephanie, y mientras Dave se echaba a reír y asentía (la joven había soltado dos frases ingeniosas en una sola tarde, un auténtico récord), ladeó la cabeza en dirección a la enorme imprenta-. Eso sí que me parece un instrumento de tortura.

– No es tan horrible como parece -aseguró Vince-, pero la anterior sí que era un espanto. Con esa te podías amputar el brazo si no tenías cuidado, y aunque lo tuvieras, ella lo intentaba. ¿Por dónde íbamos?

– Por la mujer que acababa de averiguar que era viuda -dijo Stephanie-. Imagino que vendría a buscar el cadáver.

– Sí -asintió Dave.

– ¿Y uno de ustedes fue a buscarla al aeropuerto de Bangor?

– ¿A ti qué te parece, querida?

A Stephanie no le llevó mucho rato hallar una respuesta. A finales de octubre o principios de diciembre de 1981, Colorado Kid ya debía de ser agua más que pasada para las autoridades del estado de Maine…, y en su calidad de víctima de un atragantamiento, su muerte nunca había despertado demasiado interés. No era más que un cadáver sin identificar.

– Que sí, por supuesto. Ustedes dos eran los únicos amigos que esa mujer tenía en todo el estado de Maine.

Aquella idea surtió el peculiar efecto de hacerle darse cuenta de que Arla Cogan había sido (y con toda probabilidad aún era) una persona de carne y hueso, no solo una figura de ajedrez en una novela de misterio de Agatha Christie o un episodio de Se ha escrito un crimen.

– Fui yo -murmuró Vince al tiempo que se inclinaba hacia delante y se miraba las manos nudosas entrelazadas bajo las rodillas-. Y a decir verdad, no era como me esperaba. Me había forjado una imagen de ella basada en una idea equivocada. No debería haberlo hecho. Llevo sesenta y cinco años en el periodismo, tantos como mi compañero de aventuras lleva en este mundo, y te aseguro que ya no es el pipiolo que cree ser, y en todo este tiempo he visto bastantes cadáveres. Casi todos ellos te quitan de la cabeza todas esas sandeces de la poesía romántica: «Vi a una doncella hermosa y quieta». Los cadáveres son feos de solemnidad en la mayoría de los casos; de hecho, casi nunca parecen humanos. Pero eso no era cierto en el caso de Colorado Kid. Tenía un aspecto casi lo bastante bueno para merecer un puesto en uno de los poemas románticos del señor Poe. Por supuesto, no olvides que lo había fotografiado antes de la autopsia, y si mirabas el retrato durante más de dos segundos, parecía pero que muy muerto (al menos en mi opinión), pero aun así había algo apuesto en él, con sus mejillas cenicientas, los labios pálidos y ese toque de lavanda en los párpados.

– Brr -se estremeció Stephanie, aunque comprendía a qué se refería Vince y, sí, recordaba a un poema de Poe, el de Leonora.

– Sí, señor, suena a amor de verdad -terció Dave antes de levantarse para servir el café.

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