– Permíteme que te cuente lo que vio el señor Devane al echar su vistazo prohibido a la bolsa de pruebas, Steffi, y por cierto, estoy convencido de que lo hizo más por despecho hacia sus superiores que con la esperanza de descubrir algo valioso en aquella exangüe colección de objetos. Para empezar, la bolsa contenía la alianza de nuestro sujeto no identificado, un aro de oro liso sin nombres ni fechas.
– ¿No se lo dejaron pues…?
Al ver cómo la miraban los dos hombres, Stephanie comprendió que la pregunta que había estado a punto de formular era absurda. Si hubieran identificado al muerto, le habrían devuelto el anillo y tal vez lo hubieran enterrado con él puesto, si tal era el deseo de sus familiares. Pero hasta entonces constituía una prueba y como tal había que tratarla.
– No -se respondió a sí misma-. Claro que no, qué tonta. Pero una cosa… Debía de existir una señora No Identificado en alguna parte, ¿no?
– Sí -asintió Vince Teague entre dientes-. Y la encontramos. Al final la encontramos.
– ¿Y también había Noidentificaditos? -inquirió Stephanie, diciéndose que el muerto era de la edad adecuada para tener unos cuantos.
– No nos centremos en esta parte de la historia todavía, ¿de acuerdo? -masculló Dave.
– Ah, vaya…, lo siento -se disculpó Stephanie.
– No tienes por qué sentirlo -aseguró él con una leve sonrisa-, pero es que no quiero perder el hilo. Es fácil cuando no hay…, ¿cómo decirlo, Vince?
– Línea argumental -repuso Vince.
También él sonreía, pero en sus ojos se reflejaba una expresión algo ensimismada. Stephanie se preguntó si sería la idea de los hijos del difunto la que había provocado aquella distancia.
– Exacto, línea argumental -repitió Dave antes de meditar un instante y demostrar con sus siguientes palabras que no había perdido el hilo en absoluto-. La bolsa contenía la alianza del fallecido, diecisiete dólares en billetes (uno de diez, uno de cinco y dos de uno), así como varias monedas por valor de un dólar aproximadamente -enumeró sin vacilar-. Asimismo, según Devane, había una moneda extranjera, y le pareció que la inscripción era rusa.
– Rusa -murmuró Stephanie, maravillada.
– Caracteres cirílicos -musitó Vince.
– Había un paquete de caramelos de menta y otro de chicles en el que solo quedaba uno. También una caja de cerillas con un anuncio de filatelia en el anverso…, imagino que las habrás visto, te las dan en todas las tiendas. Devane dijo que vio un arañazo de cerilla rosado y brillante -explicó Dave-. Y luego estaba el famoso paquete de cigarrillos, abierto y casi lleno. Devane creía que solo faltaba uno, y el único arañazo de cerilla que encontró en la caja parecía corroborarlo, en su opinión.
– Pero no había ninguna cartera -comentó Stephanie.
– No, señora.
– Ni identificación de ninguna clase.
– No.
– ¿Llegó a surgir la teoría de que alguien le robó el último pedazo de carne y la cartera? -sugirió antes de soltar una risita ahogada que no alcanzó a contener.
– Steffi, consideramos absolutamente todas las posibilidades -aseguró Vince-, incluyendo la de que a nuestro amigo lo hubiera dejado en la playa una de aquellas Luces Costeras.
– Unos dieciséis meses después de que Johnny Gravlin y Nancy Arnault descubrieran el cadáver -prosiguió Dave-, la chica de Paul Devane lo invitó a pasar un fin de semana en casa de sus padres, en Pensilvania. Imagino que la isla de Moose-Lookit, la playa Hammock y nuestro cadáver no identificado eran lo último que le rondaba por la cabeza en aquellos momentos. Nos contó que él y su novia tenían previsto salir al cine o algo parecido. Mamá y papá estaban en la cocina, acabando de fregar los platos, y pese a que Paul se había ofrecido a ayudar, lo habían desterrado al salón con el argumento de que no sabía dónde se guardaban las cosas. Así que estaba ahí sentado, mirando lo que fuera que pusiesen esa noche en la tele, y en un momento dado desvió la mirada hacia el sillón de Papá Oso, y en la mesilla auxiliar situada junto al sillón de Papá Oso, justo al lado de la revista de televisión de Papá Oso y el cenicero de Papá Oso, estaba el paquete de cigarrillos de Papá Oso.
Se detuvo y sonrió con un encogimiento de hombros.
– Es curioso cómo suceden las cosas a veces. Te hace preguntarte con cuánta frecuencia no sucede nada. Si aquel paquete hubiera estado colocado de otra forma, es decir, con la parte superior de cara a Paul en lugar de la inferior, tal vez nuestro cadáver no identificado seguiría siendo un cadáver no identificado en lugar de Colorado Kid y más adelante el señor James Cogan de Nederland, una ciudad situada al norte de Boulder. Sin embargo, Paul tenía la parte inferior del paquete delante de las narices, y de repente se fijó en el sello. Era un sello como los de correos, lo cual le recordó el paquete de cigarrillos que había visto aquel día en la bolsa de pruebas. Resulta, Steffi, que uno de los carceleros de Paul Devane, no recuerdo si O'Shanny o Morrison, fumaba, y como parte de sus quehaceres, el chico le había comprado un montón de paquetes de Camel. Si bien también llevaban sello, le parecía recordar que no era igual que el que había visto en el paquete del muerto. Tenía la impresión de que el sello de los cigarrillos del estado de Maine que compraba para el detective era de tinta, como los que a veces te ponen en la mano cuando vas a un baile o…, no sé…
– ¿Al Acarreo de Heno y Picnic de Granjas Gernerd? -sugirió ella con una sonrisa.
– ¡Exacto! -exclamó Dave, señalándola con un dedo gordezuelo-. Cuestión, que aquel no era que digamos un descubrimiento equiparable al del Arquímedes, pero Paul Devane no pudo dejar de pensar en el asunto durante todo el fin de semana, porque el recuerdo del paquete de cigarrillos del muerto lo acosaba. Para empezar, consideraba que los cigarrillos del tipo muerto deberían haber llevado un sello del estado de Maine, fuera cual fuese la procedencia del hombre.
– ¿Por qué?
– Porque solo faltaba un cigarrillo en el paquete. ¿Qué clase de fumador se fuma solo un cigarrillo en seis horas?
– ¿Un fumador poco viciado?
– Un tipo que lleva un paquete lleno y se fuma un solo cigarrillo en seis horas no es un fumador poco viciado, es un no fumador -sentenció Vince-. Asimismo, Devane había visto la lengua del hombre. Yo también, porque estaba de rodillas delante de él para alumbrarle la boca con el otoscopio del doctor Robinson. La tenía rosadita como un caramelo, nada que ver con la lengua de los fumadores.
– Ah, y luego está la caja de cerillas -señaló Stephanie, pensativa-. ¿Solo había un arañazo?
Vince Teague la miró con una sonrisa mientras asentía.
– Un solo arañazo -repitió.
– ¿Y no llevaba encendedor?
– No -respondieron ambos hombres al unísono antes de echarse a reír.