8. A través del cubo

Jamás antes se había sentido Norton tan hermanado con ese egiptólogo muerto hacía tantos años. Ningún otro hombre, desde que Howard Carter se asomó por primera vez a la cámara mortuoria de Tutankamón, pudo haber conocido un momento como ése. No obstante, la comparación resultaba casi ridículamente grotesca.

Tutankamón había sido sepultado ayer, por así decirlo; apenas cuatro mil años antes, mientras que Rama acaso fuera mucho más viejo que la humanidad. Esa pequeña tumba de¡ Valle de los Reyes hubiera quedado perdida en los corredores por los cuales ellos terminaban de pasar, pero el espacio que se extendía más allá de esa cerradura, de ese sello final, debía ser lo menos un millón de veces más amplio. En cuanto a los tesoros que quizá contenía… bueno, eso estaba fuera de los límites de la imaginación.

Nadie había hablado por los circuitos de radio en los últimos cinco minutos. El bien entrenado equipo no in formó siquiera verbalmente cuando todas las verificaciones fueron completadas. Mercer se limitó a dar la señal de OK, y le indicó la entrada del túnel. Era como si todos hubiesen comprendido que estaban viviendo un momento para la historia. demasiado importante para ser interrumpido por la cháchara menuda e innecesaria.

Esto convenía a Norton ya que, por el momento, tampoco él tenía nada que decir. Encendió la luz de su linterna, dispuso sus propulsores, y se deslizó lentamente hacia abajo por el corto corredor arrastrando tras él su cable de seguridad. Unos segundos más tarde se encontraba en el interior de Rama.

¿En el interior de qué ? Ante él sólo había oscuridad; el haz de luz de su linterna no tropezaba con el menor resplandor. Había esperado algo así, aunque en realidad no lo había creído.

Todos los cálculos demostraron que la pared más lejana quedaba a decenas de kilómetros de distancia; ahora sus ojos le decían que así era en verdad. Mientras flotaba lentamente en medio de esas tinieblas experimentó la súbita necesidad de la confianza brindada por ese hilo que lo unía a sus compañeros, una impresión más fuerte de lo que recordaba haber experimentado jamás antes, ni siquiera en el transcurso de su primer viaje de reconocimiento. Y esto era ridículo. Había mirado sin vértigo a través de años luz y los megaparsecs; ¿por qué había de sentir tan impresionado, tan perturbado, por unos pocos kilómetros cubicos de vacío?

Estaba meditando sobre ese problema cuando el regulador de impulso, en un extremo del cable de seguridad, lo frenó suavemente hasta detenerlo, con un apenas perceptible rebote. Hizo girar el haz de luz de la linterna, tan inútil para horadar la espesa oscuridad, e intentó examinar la superficie de la cual terminaba de emerger.

Podía haber estado revoloteando sobre el centro de un pequeño cráter, que era en sí mismo un simple hoyuelo en la base de un cráter más grande. A ambos lados se levantaba un complejo de terrazas y rampas —todas geométricamente precisas y obviamente artificiales— que se extendían hasta donde alcanzaba el haz de luz. Más o menos a cien metros pudo ver las salidas de los otros dos sistemas de cierre automático, idénticos a ése.

Y eso era todo. No había nada particularmente exótico o extraño en el espectáculo. En verdad, el lugar guardaba una considerable semejanza con una mina abandonada. Experimentó una vaga sensación de desencanto; después de tanto esfuerzo debió haber habido alguna dramática, hasta trascendental revelación. Luego se recordó a sí mismo que su campo de visión sólo se extendía a unos doscientos metros. La oscuridad, más allá, bien podía contener más maravillas de las que estaba preparado para afrontar.

Informó brevemente a sus expectantes y ansiosos compañeros, y luego agregó:

—Enviaré una bengala. Tiempo: dos minutos. Ahí va.

Con todas sus fuerzas lanzó el pequeño cilindro hacia arriba —o hacia afuera— y comenzó a contar los segundos mientras el artefacto atravesaba el haz de luz. Antes de haber llegado al cuarto de minuto había desaparecido de, su vista; cuando llegó a los cien segundos, resguardó sus ojos y enfocó la cámara.

Siempre había sido hábil para calcular el tiempo; sólo se había pasado dos segundos de la cuenta cuando el mundo quedó envuelto en luz. Y esta vez no tuvo motivos para sentirse defraudado.

Ni siquiera la extraordinaria potencia luminosa de la bengala pudo iluminar toda la extensión de esa enorme cavidad pero Norton alcanzó a ver lo suficiente para apreciar su planeamiento y su titánica escala. Se encontraba en uno de los extremos de un cilindro hueco, de lo menos diez kilómetros de ancho y de largo incalculable. Desde su punto de vista en el eje central alcanzó a divisar tal cúmulo de detalles en las paredes curvas a su alrededor que su mente no pudo absorber más que una mínima fracción de los mismos.

Estaba contemplando el panorama de un mundo entero a favor del simple resplandor de un relámpago, y procuró con un deliberado esfuerzo de la voluntad fijar la imagen su mente.

A su alrededor, las laderas escalonadas del cráter se levantaban hasta fundirse con la sólida pared que bordeaba e! cielo.

No; esa impresión era falsa; debía descartar tanto los instintos de la Tierra como los del espacio, y volver a orientarse adaptándose a un nuevo sistema de coordenadas.

No se encontraba en el punto más bajo de ese extraño mundo, sino en el más alto. Desde allí, todas las direcciones partían hacia «abajo. no hacia arriba. Si se apartaba de ese eje central moviéndose hacia la pared curvada — que ya no debía considerar como una paredla gravedad iría gradualmente en aumento. Cuando alcanzara la superficie interior del cilindro, podría permanecer erguido en ella en cualquier punto con los pies hacia las estrellas y la cabeza orientada hacia el centro del tambor giratorio.

El concepto era suficientemente familiar: desde los más tempranos comienzos del vuelo espacial, la fuerza centrífuga había sido utilizada para simular la gravedad. Era tan sólo la escala de esta aplicación lo que resultaba tan tremendo, tan abrumador. La más grande de las estaciones espaciales, Syncsat Five, tenía menos de doscientos metros de diámetro. Tardaría tiempo en acostumbrarse a algo que tenía cien veces esas dimensiones.

El paisaje tubular que le rodeaba estaba salpicado de áreas de luz y sombra que podían ser bosques, campos, lagos helados o ciudades; la distancia y la luminosidad decreciente de la bengala hacía imposible la identificación. Había líneas estrechas que podían ser carreteras, canales o rios entubados formando una red geométrica apenas visible ya; y muy abajo del cilindro, en el límite mismo de la visión, se extendía una faja de aún más profunda oscuridad. Esta formaba un círculo completo que rodeaba el interior de ese mundo, y Norton recordó de pronto el mito de Oceanus, el mar que, según creían los antiguos, rodeaba la Tierra.

Aquí, tal vez, había un mar más extraño aún, no circular sino cilíndrico. Antes de helarse en la eterna noche interestelar, ¿tendría olas, mareas, corrientes… y peces?

La bengala lanzó sus últimos destellos y se extinguió: el momento de la revelación había pasado. Pero Norton supo que mientras viviera esas imágenes seguirían impresas en su mente. Cualesquiera que fuesen los descubrimientos que trajera el futuro, nada borraría nunca esa primera impresión. Y la historia jamás le quitaría el privilegio de haber sido el primer hombre de la humanidad cuyos ojos se posaron en la obra de una civilización extraña.

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