17. Primavera

Durante las primeras «noches» en Rama no habla sido fácil dormir. La oscuridad y los misterios que ocultaba eran opresivos, pero aún más perturbador resultaba el silencio. La ausencia total de ruidos no es una condición natural; todos los sentidos humanos requieren algún impulso, y si se los priva de él la mente fabrica sus propios sustitutos.

Y así, muchos de los durmientes se quejaban después de haber oído ruidos extraños y hasta voces, obviamente ilusorias ya que aquellos que habían permanecido despiertos aseguraban no haber oído nada. La doctora Ernst prescribió un sencillo y efectivo remedio; durante el periodo de descanso, el campamento era ahora arrullado por una suave, discreta música de fondo.

Esa noche, empero, Norton halló la receta poco efectiva. Se mantenía tenso y con los oídos atentos hacia la oscuridad, y sabía bien por qué escuchaba. Pero aunque una débil brisa acariciaba su cara de tiempo en tiempo, no captaba rumor alguno que pudiera ser tomado por el de un viento que se levantaba en alguna parte de Rama. Tampoco los grupos de exploración informaron de cosa insólita alguna.

Por fin, alrededor de medianoche (tiempo de nave espacial) se quedó dormido. Siempre permanecía un hombre de guardia en el centro de comunicaciones por si se recibía algún mensaje urgente. No parecía necesario adoptar otras precauciones.

Ni siquiera un huracán pudo haber creado el ruido que despertó a Norton, y a todo el campamento, en un instante. Se tuvo la impresión de que el cielo entero cala, o de que Rama se había escindido y se separaba en dos partes. Primero hubo un crujido ensordecedor, y luego una larga serie de estallidos cristalinos, algo así como si estuviesen demoliendo un millón de casas de cristal. El estruendo se prolongó unos minutos, que parecieron horas. Continuaba, aparentemente perdiéndose a lo lejos, cuando Norton llegó al centro de comunicaciones.

_¡Control del Cubo! ¿Qué ha pasado?

—Un momento, jefe. Es allá, en el mar. Ya estamos enfocando el reflector.

Ocho kilómetros más arriba, en el eje de Rama, el reflector comenzó a recorrer la planicie con su rayo de luz. Este alcanzó el borde del mar, y luego comenzó a rastrearlo escudriñando alrededor del interior del mundo. A un cuarto de camino en torno de la superficie cilíndrica, se detuvo.

Allá arriba, en el cielo —o lo que la mente se empeñaba en seguir denominando cielo— algo extraordinario estaba sucediendo. En el primer momento se le antojó a Norton que el mar hervía Ya no estaba estático y helado en poder de un eterno invierno. Una amplia área, de kilómetros de diámetro, mostraba un movimiento de turbulencia. Y cambiaba de color: una ancha banda blanca avanzaba a través del hielo.

De pronto, una plancha tal vez de un cuarto de kilómetro de lado comenzó a levantarse semejando una puerta que se abriera hacia arriba. Lenta, majestuosamente, se alzó hacia el cielo, centelleante a la luz del reflector. Luego se deslizó hacia atrás y desapareció debajo de la superficie, mientras una inmensa ola de agua espumosa brotaba y se esparcía en todas direcciones desde su punto de sumersión.

Sólo entonces comprendió Norton realmente lo que sucedía. El hielo se estaba quebrando. Durante todos esos días, esas semanas, el mar se habla estado deshelando allá en sus profundidades. Era dificil concentrarse a causa del estruendo que aún llenaba el mundo y expandía sus ecos por el cielo, pero trató, no obstante, de hallar una razón para esa convulsión tan dramática. Cuando un río o lago helado se deshelaba en la Tierra, no ocurría nada comparable a esto.

¡Pero, naturalmente! Era bastante obvio, ahora que había sucedido. El Mar Cilíndrico se deshelaba desde abajo, a medida que el calor solar se infiltraba a través de la corteza de Rama. Y el hielo convertido en agua tiene menos volumen.

De modo que el mar se había estado hundiendo debajo de la capa superior de hielo, dejándolo sin apoyo. Día a día habia ido acrecentándose la tensión; y ahora el banco de hielo que rodeaba el ecuador de Rama se derrumbaba, como un puente que pierde su pilar central. Se quebraba en cientos de Islas flotantes que entrechocarían y se empujarían hasta que ellas también se derritieran. La sangre se le heló a Norton en las venas al recordar los planes en marcha para alcanzar Nueva York en trineo.

El tumulto se apaciguaba rápidamente; se producía una tregua en la guerra entre el hielo y el agua. Dentro de unas horas, mientras la temperatura continuara aumentando, el agua ganaría la batalla y los últimos restos de hielo desaparecerían. Pero a la larga el vencedor seria el hielo, cuando Rama hubiera circundado al sol y se lanzara una vez más hacia la noche interestelar.

Norton se acordó de volver a respirar; luego llamó al grupo de exploración que estaba más próximo al mar. Con inmenso alivio oyó en seguida la voz de Rodrigo. No, el agua no les había alcanzado. Ninguna ola alcanzó el nivel del risco.

—De modo que ahora sabemos por qué hay una escarpa —añadió con calma.

Norton asintió en silencio. Pero eso no explica, pensó, por que la escarpa de la costa sur es diez veces más alta.

El rayo de luz del reflector prosiguió escudriñando alrededor del mundo. El mar recién despierto se calmaba paulatinamente, y la hirviente espuma blanca ya no brotaba expandiéndose de las masas de hielo flotantes. En el término de quince minutos, la perturbación principal habla llegado a su fin.

Pero Rama ya no estaba silencioso. Despertaba de su largo sueño y una y otra vez se ola el estallido del hielo cuando un témpano chocaba con otro.

La primavera ha llegado un poco tarde, se dijo Norton, pero el invierno ha terminado.

Y la brisa se dejaba sentir, cada vez más fuerte. Rama habla dado ya suficientes avisos; era el momento de abandonarlo.

Al aproximarse a la marca que señalaba la mitad del camino, Norton se sintió agradecido una vez más a la oscuridad que le ocultaba el panorama de arriba… y el de abajo. Aunque sabia que tenía por delante más de diez mil escalones, y podía ver la curva ascendente con los ojos de su mente, el hecho de que sólo alcanzaba a ver una pequeña porción de la misma con los de su cara volvía la perspectiva más tolerable.

Este era su segundo ascenso, y habla aprendido de los errores del primero. La gran tentación, dada la escasa gravedad, era subir con demasiada rapidez; cada paso resultaba tan fácil que costaba adoptar un ritmo lento y regular. Pero a menos que se hiciera así, extraños dolores se desarrollaban en los muslos y pantorrillas después de los primeros mil escalones. Músculos cuya existencia uno ignoraba comenzaban a protestar, y entonces se imponían períodos más y más largos de descanso. Hacia el final de la primera escalada, Norton habla pasado más tiempo descansando que subiendo, y aun así no fue suficiente. Sufrió dolorosos calambres en las piernas durante los dos días siguientes, y habría quedado casi por completo incapacitado de no haber vuelto a la gravedad cero de la atmósfera en el interior de la nave espacial.

De modo que esta segunda vez comenzó con una casi penosa lentitud, moviéndose como un viejo. Fue el último en abandonar la planicie, y los otros se adelantaban como medio kilómetro de escaleras por encima de él. Veía sus luces que ascendían por la invisible cuesta frente a él.

Se sentía angustiado por el fracaso de su misión, y aun ahora confiaba en que no se tratara sino de una retirada temporal. Cuando alcanzaran el cubo, podrían esperar hasta que hubieran cesado todos los trastornos atmosféricos. Probablemente reinaría allí una calma total, como en el centro de un ciclón, y les sería posible esperar a salvo la tormenta anunciada.

Una vez más llegaba a una conclusión precipitada, derivando peligrosas analogías de la Tierra. La meteorología de un mundo entero, aun en condiciones de estabilidad completa, era un asunto de enorme complejidad.

Al cabo de siglos de estudio, el pronóstico de¡ tiempo en la Tierra no era fiable cien por cien. Y Rama no sólo era un sistema totalmente nuevo sino que también soportaba rápidos cambios, porque la temperatura se había elevado vanos grados en las últimas horas. Sin embargo no había señales de¡ pronosticado huracán, aunque sí habían soplado varias ráfagas débiles provenientes al parecer de distintas direcciones.

Habían subido ahora cinco kilómetros, que en esa gravedad baja y en continuo descenso equivalía a dos de la Tierra. En el tercer nivel, a tres kilómetros del eje, descansaron una hora que aprovecharon para tomar un ligero refrigerio y darse un masaje en los músculos de las piernas. Este era el último punto en que podían respirar con comodidad; como los antiguos escaladores del Himalaya, habían dejado allí sus aparatos de aprovisionamiento de oxígeno, y ahora se los colocaron para el ascenso final.

Una hora más tarde alcanzaron la parte superior de la escalera y el comienzo de la escala. Frente a ellos tenían el último kilómetro vertical, por suerte en un campo de gravedad no muy distinto del de la Tierra. Un descanso de treinta minutos, una cuidadosa comprobación del oxígeno, y estuvieron listos para el último tramo.

Norton se aseguró de que todos sus hombres marchaban delante de él, a distancias iguales de veinte metros entre uno y otro. A partir de allí sería un lento y uniforme avance, extremadamente tedioso. La mejor técnica era vaciar la mente de todo pensamiento y contar los escalones a medida que se iban dejando atrás: … cien… doscientos… trescientos… cuatrocientos.

Había contado hasta mil doscientos cincuenta cuando comprendió que algo andaba mal. La luz que brillaba en la superficie vertical directamente frente de él tenía un color raro, y era demasiado brillante.

Norton no tuvo siquiera tiempo de disminuir el ritmo de su marcha o gritar una advertencia a sus hombres. Todo ocurrió en menos de un segundo.

Con un repentino golpe de luz, estalló el amanecer en Rama.

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