25. Vuelo de bautismo

Libélula era por cierto un nombre acertado. Las largas alas ahusadas eran casi invisibles, excepto cuando la luz chocaba contra ellas desde ciertos ángulos y producía su refracción en los tonos del arco iris. Era como si una burbuja de jabón hubiera sido envuelta alrededor de un delicado encaje de delgadas láminas de metal; la envoltura del pequeño objeto volador era una película orgánica de un grosor de unas pocas moléculas y lo bastante fuerte sin embargo como para controlar y dirigir los movimientos a una velocidad aérea de cincuenta kilómetros por hora.

El piloto —que era a la vez fuerza motriz y sistema de dirección— ocupaba un diminuto asiento en el centro de gravedad, en una posición semirreclinada para reducir la resistencia del aire. Ejercía el control por medio de una varilla que podía ser movida hacia atrás y hacia adelante, a derecha e izquierda; el único «instrumento» era un pedazo de cinta sujeta al borde delantero para indicar la dirección relativa del viento.

Una vez que la bicicleta aérea estuvo armada en el cubo, Jimmy Pak no permitió que nadie la tocara. Sabía que el manipularla con torpeza podía quebrar algunas de las delicadas fibras de la estructura central, y también que esas alas resplandecientes eran una tentación casi irresistible para dedos entremetidos. Costaba creer que «realmente. habla algo allí.

Mientras contemplaba cómo Jimmy subía al pequeño y extraño aparato volador, Norton comenzó a sentirse atenazado por la duda. Si uno de esos puntales delgados como el alambre se rompía cuando la Libélula estuviera del otro lado del Mar Cilíndrico, Jimmy no tendría modo de regresar, aun cuando lograra realizar un buen descenso. Además, estaban quebrantando una de las más sacrosantas reglas de la exploración en el espacio; un hombre viajaría solo a un territorio desconocido, fuera de toda posibilidad de ayuda. El único consuelo residía en el hecho de que podrían verle y comunicarse con él en todo momento. Si ocurría un desastre, sabrían con exactitud qué le habla sucedido.

De todas maneras, esta oportunidad era demasiado buena para desperdiciarla. Si uno creía en el destino, significaría desafiar a los mismos dioses el desdeñar la única posibilidad que se les presentaba —que acaso nunca se les presentaría— para llegar al otro lado de Rama y ver de cerca los misterios del Polo Sur. Jimmy sabía lo que intentaba hacer, mucho mejor de lo que podía decírselo cualquier miembro de la tripulación. Esta era justamente la clase de riesgo que debía correrse; si la misión fracasaba, pues ésa era la alternativa del juego: imposible ganarlas todas.

—Ahora escúcheme con atención, Jimmy —pidió Laura Ernst—. Es muy importante que no abuse de sus fuerzas. Recuerde, el nivel de oxígeno aquí, en el eje, es todavía muy bajo. Si en cualquier momento siente que le falta el aire, deténgase y haga profundas aspiraciones durante treinta segundos; no más.

Jimmy asintió distraídamente mientras probaba los mandos. Todo el conjunto del timón-elevador, que formaba una sola unidad sobre una saliente cinco metros detrás de la rudimentaria casilla del piloto, comenzó a girar; luego, los alerones en forma de faldón, en mitad del ala, se movieron alternativamente arriba y abajo.

—¿Quieres que haga girar la hélice? —preguntó Joe Calvert, incapaz de reprimir recuerdos de películas de guerra de dos siglos antes—. ¡Encendido! ¡Contacto!

Probablemente nadie, excepto Jimmy, sabía de qué estaba hablando; pero de todos modos sus exclamaciones contribuyeron a aliviar la tensión.

Con mucha lentitud, Jimmy empezó a mover los pedales. El endeble, ancho abanico de la hélice —como el ala, un delicado esqueleto cubierto de una película rielante— empezó a girar. Cuando hubo ejecutado unas cuantas revoluciones, desapareció por completo. Y Libélula estaba en camino.

Se levantó en línea recta hacia arriba —o hacia afuera— desde el cubo, desplazándose lentamente a lo largo del eje de Rama. Cuando hubo viajado unos cuantos metros, Jimmy dejó de pedalear. Era extraño ver un vehículo obviamente aerodinámico suspendido e inmóvil en mitad del aire. Esta debía ser la primera vez que sucedía tal cosa, excepto quizá en una escala limitada en el interior de una de las estaciones espaciales más grandes.

—¿Cómo marcha? —preguntó Norton.

—La respuesta es buena, la estabilidad pobre. Pero ya sé cuál es el problema; la falta de gravedad. Andaremos mejor un kilómetro más abajo.

—¡Espera un minuto!… ¿Es seguro eso?

Al perder altitud, Jimmy sacrificaría su principal ventaja. Mientras permaneciera justo en el eje, la Libélula y él carecerían por completo de peso. Podría permanecer suspendido o rondar por el lugar, y hasta quedarse dormido si lo deseaba. Pero apenas se alejara de la línea central alrededor de la cual giraba Rama, reaparecería el seudopeso de la fuerza centrífuga.

Por ende, a menos que pudiera mantenerse en esa altitud, continuarla perdiendo peso — y, al mismo tiempo, ganandopeso. Seda un proceso de aceleración que podía terminar en una catástrofe. La gravedad allá abajo, en la planicie de Rama, era dos veces aqueIla en la cual la Libélula podía operar, para lo cual había sido diseñado. Cabía en lo posible que Jimmy hiciera un buen descenso, pero ciertamente jamás lograría volver a despegar.

Sin embargo él ya lo habla considerado todo, y respondió con la suficiente confianza en su aparato y en él mismo:

—Puedo manejarme con una décima de —g» sin ningún problema. Y la Libélula me responderá mejor en un aire más denso.

Trazando una lenta, perezosa espiral, el pequeño aparato flotó a través. del cielo, siguiendo más o menos la línea de la Escalera Alfa hacia abajo, hacia la planicie. Desde algunos ángulos era casi invisible; Jimmy parecía estar sentado en el aire mientras pedaleaba furiosamente. A veces se movía por trechos a una velocidad de treinta kilómetros por hora; luego se dejaba deslizar hasta detenerse, maniobraba los controles antes de acelerar nuevamente. Siempre tenía buen cuidado de mantenerse a prudente distancia de la cara curvada de Rama.

Muy pronto se hizo obvio que la Libélula funcionaba mejor en altitudes menores; ya no giraba a cualquier ángulo, y se estabilizó de manera tal que sus alas quedaron paralelas con la planicie, siete kilómetros más abajo. Jimmy completó varias órbitas anchas, y luego empezó nuevamente a subir. Por fin se detuvo unos pocos metros por encima de sus expectantes colegas y comprendió, acaso un poco tarde, que no estaba muy seguro de cómo posar en el suelo su tela de araña voladora.

—¿Le arrojamos una soga? —propuso Norton, mitad en serio, mitad en broma.

—No, jefe, gracias. Tengo que resolver este problema yo solo. No tendré ayuda de nadie al otro lado.

Jimmy permaneció quieto un momento, reflexionando, y luego comenzó a impeler a Libélula hacia el cubo mediante cortos —empujones. de energía. Entre uno y otro empujón, el pequeño aparato fue perdiendo impulso, en tanto el aire le oponía resistencia al avance deteniéndolo. Jimmy lo abandonó cuando estaba sólo a cinco metros de distancia y apenas se movía. Se dejó flotar hasta la línea de seguridad más próxima de la red en el cubo, se prendió de ella, y luego se volvió a tiempo para apresar el aparato que se acercaba. La maniobra fue tan limpiamente ejecutada que arrancó aplausos a los testigos.

—Para mi próximo acto… —empezó Joe Calvert. Jimmy le interrumpió, rápido en rechazar todo crédito por lo que terminaba de hacer.

—Esto ha sido un lío —dijo—; pero ahora sé cómo hacerlo. Llevaré una bomba adhesiva con una cuerda de veinte metros. En esa forma podré montar en mi bicicleta aérea cuando quiera.

—Déme su muñeca, Jimmy —ordenó la doctora rnst—, y sople dentro de esta bolsa. También quiero una muestra de su sangre. ¿Ha tenido dificultad para respirar?

—Sólo en esta altitud. ¡Eh! ¿Para qué quiere la muestra de sangre?

—Nivel de azúcar; para calcular cuánta energía ha empleado. Tenemos que asegurarnos de que lleva suficiente combustible para esa misión. A propósito, ¿cuál es el récord de permanencia en el aire con uno de estos aparatos?

—Dos horas, veinticinco minutos, seis segundos. En la Luna, por supuesto; un circuito de dos kilómetros en el Estadio Olímpico.

—¿Y cree usted que podrá mantenerse en el aire durante seis horas, Jimmy?

—Sin duda, doctora, y sin inconvenientes, ya que podré detenerme a descansar en cualquier momento. El ciclismo aéreo es dos veces más difícil de practicar en la Luna que aquí.

—Está bien, Jimmy? volvamos al laboratorio. Le daré el visto bueno, o no, después de haber analizado estas muestras. No quisiera darle falsas esperanzas, pero me parece que podrá hacerlo.

Una ancha sonrisa de satisfacción se extendió sobre el rostro marfileño de Jimmy? Mientras seguía a la Comandante Médico gritó a sus compañeros:

—¡Las manos quietas, por favor! No quiero que nadie atraviese las alas de mi Libélula con sus puños.

—Yo cuidaré de que no ocurra, Jimmy? —prometió el comandante Norton—. La Libélula está prohibida para todo el mundo, incluido yo mismo.

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