V36. igía de los «biots»

El sargento Pieter Rousseau sabia por qué se había ofrecido como voluntario para ese trabajo; en muchos sentidos era la realización de un sueño infantil. Los telescopios empezaron a fascinarlo desde que tenía seis o siete años, y pasó la mayor parte de su adolescencia coleccionando lentes de todas formas y tamaños. Las montaba en tubos de cartón, haciendo instrumentos cada vez más poderosos, hasta que se familiarizó con la Luna y los planetas, las estaciones espaciales más próximas y todo el paisaje en treinta kilómetros a la redonda de su casa.

Tuvo suerte con el lugar de su nacimiento, entre las montañas de Colorado. En casi todas las direcciones, el panorama era espectacular e inagotable. Pasaba las horas explorando, sin moverse de su casa, las cumbres que todos los años se cobraban su cuota de escaladores imprudentes. Aunque había visto mucho, imaginaba aún más; le gustaba pretender que sobre cada cresta de roca, fuera del alcance de su telescopio, había reinos mágicos llenos de maravillosas criaturas. Y así, durante años, evitó visitar los lugares que sus lentes le aproximaban, porque sabía que la realidad no estaría a la altura del sueño.

Ahora, en el eje central de Rama, contemplaba maravillas que sobrepasaban las fantasías más disparatadas de su juventud. Un mundo entero se extendía delante de él. Un mundo pequeño, en verdad; sin embargo, uno podía pasarse una vida explorando cuatro mil kilómetros cuadrados, aunque estuvieran muertos y fueran inmutables.

Pero ahora la vida, con todas sus infinitas posibilidades, había irrumpido en Rama. Si los robots biológicos no eran criaturas vivientes, eran por cierto muy buenas imitaciones.

Nadie sabía a ciencia cierta a quién correspondía la invención del término «biot»[4]; pareció entrar en uso instantáneamente por una especie de generación espontánea. Desde su posición ventajosa en el cubo, Rousseau era «Vigía en jefe de los Biots», y estaba empezando, así lo creía al menos, a comprender algo de sus esquemas de comportamiento.

Las arañas eran sensores móviles, que utilizaban la visión, y probablemente el tacto, para examinar todo el interior de Rama. En algún momento hubo miles de ellas corriendo de un lado para otro a tremenda velocidad, pero en menos de dos días la mayoría desapareció. Ahora resultaba inusitado ver siquiera una.

Fueron reemplazadas por toda una colección de seres aún más extraños, y no fue fácil hallarles un nombre adecuado. Estaban los «limpiadores de ventanas», provistos de grandes pies almohadillados, y que aparentemente limpiaban a su paso toda la extensión de los seis soles artificiales de Rama. Sus enormes sombras, proyectadas a través de¡ diámetro del mundo, causaban a veces pasajeros eclipses en el otro extremo.

El cangrejo que había despedazado la Libélula parecía ser un —barrendero». Una serie de criaturas idénticas se aproximaron al Campamento Alfa y se llevaron todos los desechos acumulados en las inmediaciones; se habrían llevado todo lo demás si Norton y Mercer no se hubieran puesto firmes, desafiándolos. El enfrentamiento fue angustioso, pero breve. En adelante los «barrenderos. parecieron comprender qué se les permitía recoger y qué no, y llegaban a intervalos regulares para ver si eran necesarios sus servicios. Era un arreglo muy conveniente, e indicaba un alto grado de inteligencia, por parte de los propios «cangrejos barrenderos» o de algún ente encargado en alguna parte de su control.

De los residuos se disponía en forma muy simple: todo se arrojaba al mar, donde presumiblemente era reducido a fragmentos que volvían a utilizarse. El proceso era rápido. La Resolution desapareció de la noche a la mañana, con gran indignación de Ruby Barnes. Norton la consoló argumentando que la balsa había cumplido magníficamente su misión, y que de todas maneras él jamás habría permitido que nadie la volviera a usar. Los tiburones del Mar Cilíndrico no serían tal vez tan discriminativos como los «cangrejos barrenderos».

Ningún astrónomo, al descubrir un nuevo planeta, se habría sentido mas feliz que Rousseau cuando descubrió un nuevo tipo de —biot» y se aseguró una buena foto del mismo a través de su telescopio. Lamentablemente, parecía que todas las especies interesantes estaban en el Polo Sur, donde realizaban misteriosas tareas alrededor de las astas. De cuando en cuando podía verse algo parecido a un ciempiés con almohadillas de succión que exploraba el Gran Cuerno; mientras que Rousseau había alcanzado a ver a un ser enorme, algo que parecía un cruce de hipopótamo y tractor, entre las astas más bajas. Y había incluso una especie de jirafa con dos pescuezos que aparentemente hacía las veces de grúa movible.

Era fácil presumir que Rama, como cualquier nave, requería exámenes, revisiones y reparaciones después de su inmenso viaje. La tripulación ya estaba trabajando a pleno rendimiento. ¿Cuándo aparecerían los pasajeros?

La clasificación de los —biots. no era la principal tarea confiada a Rousseau. Sus órdenes eran vigilar a los dos o tres grupos de exploradores que estaban siempre de recorrida, ver que no corrieran peligro, y advertirles si algo extraño se les aproximaba. Se turnaba, cada seis horas, con cualquier otro miembro de la tripulación que pudiera relevarlo, aunque en ocasiones había estado en su puesto doce horas seguidas. En consecuencia, conocía ahora la geografía de Rama mejor que cualquiera de sus compañeros, mejor que cualquier hombre en los años por venir. Había llegado a serie tan familiar como las montañas de Colorado en su niñez.

Cuando el teniente comandante Kirchoff emergió de la puerta Alfa, Rousseau supo al punto que algo inusitado estaba sucediendo. El cambio de personal nunca tenía lugar durante el periodo de descanso, y, de acuerdo con el horario de misión era ahora pasada la medianoche. Luego Rousseau recordó cuán faltos de gente estaban, y se sobresaltó al caer en la cuenta de otra irregularidad.

—Jerry…, ¿quién se ha quedado a cargo de la nave?

—Yo —respondió Kirchoff fríamente al quitarse el casco—. No habrás pensado que soy capaz de abandonar el puente mientras estoy de guardia, ¿verdad?

Abrió uno de los bolsillos de su traje espacial y retiró un pequeño recipiente que ostentaba una etiqueta: —Zumo de Naranjas concentrado, para hacer cinco litros».

—Tú eres hábil para esto, Pieter. El capitán lo está esperando.

Rousseau levantó el recipiente y dijo:

—Espero que hayas puesto suficiente peso dentro. A veces las cosas quedan detenidas en la primera terraza.

—Bueno, tú eres el experto.

Eso era cierto. Los vigías del cubo habían tenido ocasión de hacerse prácticos en el envío de pequeños objetos olvidados arriba o que de pronto se necesitaban. El secreto consistía en hacerlos pasar por la región de la baja gravedad, y luego cuidar de que el Efecto Coriolis no los arrastrara demasiado lejos de¡ campamento durante la rodada de ocho kilómetros hasta la planicie.

Rousseau se ancló a sí mismo con firmeza, tomó el recipiente y lo arrojó con todas sus fuerzas por la pared del risco. No lo dirigió directamente hacia el Campamento Alfa, sino casi a una distancia de treinta grados.

Casi inmediatamente, la resistencia del aire le quitó al recipiente su velocidad inicial, pero en seguida la seudogravedad de Rama se impuso y el recipiente comenzó a descender a una velocidad constante. Chocó una vez cerca de la base de la escala, y rebotó con un movimiento de cámara lenta. El rebote lo alejó de la primera terraza.

—Ahora ya no habrá problemas —decretó Rousseau—. ¿Quieres hacer una apuesta?

—No —fue la pronta respuesta—. Tú sabes las trampas.

—¡No eres un deportista! Pero te diré qué pasará: el recipiente se detendrá a trescientos metros del campamento.

—No es muy cerca que digamos.

—Puedes tratar de hacerlo tú en cualquier momento. Una vez vi a Joe errar en un par de kilómetros.

El recipiente ya no rebotaba; la gravedad era ahora bastante fuerte como para mantenerlo casi pegado a la cara curvada de la cúpula norte. Al llegar a la segunda terraza rodaba a unos veinte o treinta kilómetros por hora, alcanzando casi el máximo de velocidad permitido por la fricción.

—Ahora tendremos que esperar —dijo Rousseau, sentándose frente al telescopio para seguir el rastro al recipientemensajero—. Llegará en unos diez minutos. Ah, ahí tenemos al jefe. Me he acostumbrado a reconocer a la gente desde este ángulo. Ahora el jefe levanta la cabeza y mira hacia nosotros.

—Creo que ese telescopio te da una sensación de poder.

—¡Oh, ya lo creo que sí! Soy la única persona que sabe todo lo que está pasando en Rama. Por lo menos —añadió quejosamente mientras dirigía una mirada de reproche a Kirchoff— creía que lo era.

—Si te hace más feliz, el jefe ha descubierto que se ha quedado sin dentífrico y me ha ordenado que se lo traiga.

Después de eso, la conversación languideció. Hasta que Rousseau dijo:

—Quisiera que hubieses aceptado esa apuesta. El jefe sólo tendrá que caminar treinta metros. Ahora lo ve. Misión cumplida.

—Gracias, Pieter, ha sido un trabajo muy bueno. Ahora puedes irte a dormir otra vez.

_¡Dormir! Estoy de guardia hasta 04,00.

—Lo lamento. Debías estar durmiendo. Si no, ¿cómo pudiste soñar todo esto?


Cuartel General Vigilancia del Espacio. Al Comandante del Endeavour.

Prioridad AAA. Clasificación: Sólo para sus Ojos. Sin Registro Permanente, Guardia del Espacio Informa de un Vehículo de Velocidad Ultraalta Lanzado Aparentemente desde Mercurio Diez o Doce Días Atrás, Interceptará Rama. Si no se Produce Cambio de Órbita se Predice Llegada Fecha 322 Días, 15 Horas. Podría ser Necesario que se Retiraran Ustedes Antes. Les Mantendremos Informados. Comando en Jefe.


Norton leyó el mensaje media docena de veces para memorizar la fecha. Era muy dificil llevar la cuenta del tiempo en Rama; tuvo que mirar su reloj calendario para ver que estaban en el día 315. Esto les dejaba sólo una semana más de tiempo.

El mensaje era estremecedor, no tanto por lo que decía sino por lo que implicaba. Los mercuríanos habían lanzado un vehículo espacial clandestino, lo cual constituía en sí mismo una violación a las leyes del espacio. La conclusión era obvia: el tal vehículo sólo podía ser un misil.

Pero, ¿porqué? Era inconcebible —bueno, casi inconcebible— que Mercurio se arriesgara a poner en peligro al Endeavour. Así que, presumiblemente, no tardaría en avisarle con amplitud adecuada. En una emergencia podiría abandonar Rama en pocas horas, aunque sólo lo haría, y bajo extrema protesta, en obediencia a órdenes directas del Comando en jefe.

Lenta y pensativamente se encaminó hasta el improvisado complejo de supervivencia y dejó caer el mensaje en uno de los aparatos de saneamiento eléctricos. El resplandor brillante de la luz Láser, asomado por un intersticio bajo la tapa, le dijo que las exigencias de la seguridad estaban satisfechas.

Lástima, se dijo, que no fuera posible disponer de todos los problemas en forma tan expeditiva e higiénica.

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