26. La voz de Rama

La real magnitud de su aventura no impresionó a Jimmy Pak hasta que alcanzó la costa del Mar Cilíndrico. Hasta ese momento había volado sobre territorio conocido, a no ser por un catastrófico fallo de la estructura, siempre podía descender y llegar caminando a la base en unas pocas horas.

Pero esa opción ya no existía. Si caía en el mar, probablemente se ahogaría, en forma harto desagradable, en sus aguas envenenadas. Y aun cuando descendiera sano y salvo en el continente sur, tal vez fuera imposible rescatarlo de su dificil situación antes de que el Endeavour tuviera que apartarse de la órbita de Rama.

También se sentía plenamente consciente de que los desastres previsibles eran los menos probables. La región totalmente desconocida sobre la cual volaba podía deparar cualquier cantidad de sorpresas. ¿Y si había allí criaturas voladoras y veían mal su intrusión? No le haría nada feliz enfrentarse en una pelea con cualquier cosa mayor que una paloma. Unos cuantos picotazos en lugares estratégicos podrían destruir la aerodinámica de su Libélula.

Y sin embargo, si no había riesgos no habría logro, ni sensación de aventura. Millones de hombres se habrían cambiado alegremente por él en esos momentos. No sólo se dirigía a lugares donde nadie habla estado nunca antes, sino donde nadie volvería a estar jamás. En toda la historia seria el único ser humano que visitó las regiones australes de Rama. En cuanto sintiera asomar el temor en su mente, recordarla eso.

Ya se iba acostumbrando a estar sentado en el aire, envuelto con el mundo a su alrededor. A causa de haberse dejado caer dos kilómetros abajo del eje central, poseía ahora un sentido definitivo de «arríba» y «abajo». El suelo quedaba sólo a seis-kilómetros por debajo de él, pero el arco del cielo estaba a diez kilómetros sobre él. La «ciudad» de Londres colgaba allá arriba, cerca del cenit; al otro lado, Nueva York aparecía normalmente situada, delante de él.

—Libélula —informó el Control en el cubo—, está descendiendo demasiado. Dos mil doscientos metros desde el eje.

—Gracias —respondió—. Subiré un poco. Informe cuando esté otra vez en dos mil.

Eso era algo que tendría que vigilar. Existía una tendencia natural a perder altura, y no contaba con instrumentos para indicarle con exactitud dónde estaba. Si se alejaba demasiado de la gravedad cero del eje, tal vez ya no pudiera volver a ella. Por fortuna quedaba un margen bastante amplio para el error, y siempre había alguien vigilando su desplazamiento a través de un telescopio, en el cubo.

Se encontraba ahora encima del mar, pedaleando a un ritmo de veinte kilómetros por hora. Dentro de cinco minutos estaría sobre Nueva York; ya la isla se le aparecía como un barco, navegando para siempre alrededor del Mar Cilíndrico.

Cuando alcanzó Nueva York voló en círculo sobre la isla, haciendo varios altos para que su pequeña cámara de T.V. pudiera enviar imágenes firmes, libres de vibración. El panorama de edificios, torres, plantas industriales, estaciones de fuerza motriz —o lo que fuesenresultaba fascinante, aunque esencialmente desprovisto de sentido. Por más tiempo que dedicara a contemplar su tremenda complejidad, no era probable que sacase nada en limpio. La cámara de T.V. registraría más detalles de lo que él jamás era capaz de asimilar; y un día, tal vez dentro de varios años, algún estudiante hallarla en ellos la clave de los secretos de Rama.

Después de dejar atrás Nueva York, cruzó la otra mitad del mar en sólo quince minutos. Aunque sin conciencia de ello, había volado a gran velocidad sobre el agua, pero tan pronto alcanzó la costa sur se relajó, también inconscientemente, y su velocidad disminuyó en varios kilómetros por hora. Cierto que se encontraba en un territorio desconocido, pero al menos tenía una superficie firme debajo.

Tan pronto hubo cruzado la gran escarpa que formaba el límite austral del mar, dio a la cámara de televisión un movimiento panorámico alrededor del círculo del mundo.

—¡Hermoso!—comentaron desde Control—. Eso mantendrá felices a los cartógrafos. ¿Cómo se siente, Jimmy?

—Estoy bien. Sólo un poco fatigado, pero no más de lo previsible. ¿A qué distancia del polo me suponen?

—Punto Quince, seis kilómetros.

—Díganme cuando esté en diez; entonces me tomaré un descanso. Y asegúrense de que no vuelvo a descender. Comenzaré a subir cuando falten cinco.

Veinte minutos después el mundo se cerraba sobre él. Había llegado al final de la sección cilíndrica y penetraba en la cúpula sur.

La había estudiado durante horas a través de los telescopios en el otro extremo de Rama, y conocía su geografia de memoria. Aun así, nada de eso le preparó de¡ todo para el espectáculo a su alrededor.

Casi en todos los sentidos imaginables, los extremos austral y septentrional de Rama diferían entre sí. Aquí no había tríadas de escaleras, ni series de mesetas estrechas y concéntricas, ni curva espirada desde el cubo a la planicie. En cambio habla una inmensa varilla central de más de cinco kilómetros de extensión, tendida a lo largo del eje. Seis varillas más cortas estaban colocadas a espacios iguales a su alrededor; el conjunto se asemejaba a un grupo de estalactitas notablemente simétricas suspendidas del techo de una cueva o, invirtiendo el punto de vista, a las agujas de algún templo de Camboya levantándose desde el fondo de un cráter.

Uniendo esas finas y ahusadas torres, y descendiendo de ellas en una curva que se perdía finalmente en la planicie cilíndrica, había contrafuertes de apariencia tan sólida como para obligar a pensar que hubieran podido soportar el peso de un mundo. Y quizás ésa era su función, si eran en realidad los elementos de alguna exótica unidad de propulsión, como se había sugerido.

Jimmy se aproximó a la varilla o aguja central con mucha precaución, y dejó de pedalear mientras se hallaba todavia a cien metros de distancia, permitiendo que la Libélula siguiera su propio impulso hasta detenerse. Verificó el nivel de radiación y sólo encontró el muy bajo de Rama. Tal vez estuvieran actuando aquí fuerzas que ningún instrumento humano podía detectar, pero ése era otro riesgo ineludible.

—¿Qué puede ver? —preguntaron ansiosamente desde Control.

—Sólo el gran cuerno. Es liso por completo, sin marcas, y la punta es tan aguda que se podría usar como aguja de coser. Casi tengo miedo de aproximarme.

No bromeaba sino a medias. Parecía mentira que un objeto tan macizo pudiera haber sido rematado en una punta tan aguda y geométricamente perfecta. Jimmy habla visto colecciones de insectos sujetos con alfileres, y no tenía deseo alguno de que su Libélula hallara un destino similar.

Siguió pedaleando con lentitud hacia adelante hasta que la varilla alcanzó varios metros de diámetro delante de su vista, y entonces volvió a hacer alto. Abrió un pequeño envase y extrajo de su interior una esfera del tamaño de una pelota de basebail, que arrojó hacia la varilla. Al alejarse, fue desplegando tras de sí un hilo apenas visible.

La «bomba adhesiva. chocó contra la superficie suavemente curva y no rebotó. Jimmy dio un ligero tirón al hilo, luego otro tirón más fuerte. Como un pescador que arrastra su presa, fue tirando del hilo hasta aproximar la Libélula al pico del bien bautizado Gran Cuerno, y no paró hasta que pudo tender la mano y tomar contacto con su superficie.

—Supongo que podrían describir lo que acabo de hacer como una especie de touchdown[2] —informó a Control—. Al tacto parece vidrio, casi sin fricción y ligeramente cálida. La bomba adhesiva dio un gran resultado. Ahora estoy probando el micrófono … Veamos si el acolchado de succión retiene tan bien … Estoy insertando la clavija de conexión… ¿Oyen algo?

Hubo un prolongado silencio y luego se oyó la respuesta en tono disgustado, de Control.

—No se oye un rábano, a excepción de los habituales sonidos termales. ¿Quiere hacer el favor de golpear la superficie con algún objeto de metal? Así por lo menos averiguaremos si esa varilla es hueca.

—Bien. ¿Y ahora qué?

—Nos gustaría que volara a lo largo del Gran Cuerno, haciendo una exploración completa con la cámara cada medio kilómetro y atento a cualquier detalle inusitado. Luego, si está seguro de que no hay peligro, puede acercarse a una de las Astas Pequeñas. Pero eso sólo si está seguro de poder volver a «g» cero sin ningún problema.

—Tres kilómetros desde el eje; o sea apenas por encima de la gravedad lunar. La Libélula ha sido diseñada para eso. Sólo tendré que pedalear un poco más.

—Jimmy, habla el capitán. Se me ocurre otra idea. A juzgar por sus fotografías, las varillas más cortas son similares a la varilla alta. Trate de tomarlas lo mejor posible con los lentes del zoom. No quiero que abandone la región de baja gravedad, a menos que vea algo que le parezca realmente importante. En ese caso, lo discutiremos.

—Está bien, jefe —respondió Jimmy, y tal vez se advertía en su tono una huella de alivio—. Me quedaré cerca del Gran Cuerno. Ahí vamos otra vez.

Sintió como si cayera en línea recta dentro de un estrecho valle entre un grupo de montañas altas e increíblemente finas. El Gran Cuerno se elevaba ahora a un kilómetro sobre él, y las seis agujas de las Pequeñas Astas se asomaban a su alrededor. El complejo de contrafuertes y arbotantes que rodeaba las laderas bajas se aproximaba con rapidez. Jimmy se preguntó si podría descender sin peligro en algún punto de la parte baja de esa arquitectura ciclópea. Ya no podría hacerlo en el Gran Cuerno, porque la gravedad en sus laderas cada vez más anchas era ahora demasiado poderosa para ser contrarrestada por la débil fuerza de la bomba adhesiva.

Al aproximarse aún más al Polo Sur, comenzó a sentirse más y más como un gorrión volando bajo el techo abovedado de una inmensa catedral, aunque ninguna catedral construida por el hombre habla tenido una décima parte de las dimensiones de este lugar. Se preguntó si no sería en realidad un altar religioso, o algo remotamente análogo, pero en seguida rechazó la idea. En ninguna parte de Rama se habían encontrado rastros de expresión artística; allí todo era funcional. Tal vez los ramanes consideraban que estaban ya en posesión de los supremos secretos del universo, y habían dejado de sentirse perseguidos por las ansias, anhelos y aspiraciones que atormentaban a la humanidad.

Ese era un pensamiento escalofriante, totalmente ajeno a la habitual y no muy profunda filosofia de Jimmy, quien experimentó una súbita y urgente necesidad de restablecer el contacto humano, y en consecuencia se apresuró a informar de su situación a sus amigos distantes.

—Repita el mensaje, Libélula —respondieron desde el Control—. No le hemos entendido; su transmisión es defectuosa.

—Repito: estoy próximo a la base de Pequeña Asta número seis, y utilizo la bomba adhesiva para moverme de un lado a otro.

—Comprendido sólo parcialmente. ¿Me oye usted?

—Sí, perfectamente. Repito: perfectamente.

—Por favor, empiece a contar.

—Uno, dos, tres, cuatro…

—Sólo nos llega en parte. Dénos radiofaro[3] durante quince segundos, y luego vuelva a la voz.

—Aquí está.

Jimmy conectó el radiofaro de baja potencia que le localizaría en cualquier lugar en el interior de Rama, y contó los segundos. Cuando volvió otra vez la voz, inquirió quejumbrosamente:

—¿Qué ocurre? ¿Pueden oirme ahora?

Presumiblemente no, porque a continuación desde Control le pidieron quince segundos de T.V. Sólo cuando Jimmy hubo repetido la pregunta dos veces fue recibido el mensaje.

—Suerte que ahora puede oírnos bien, Jimmy. Pero algo extraño está ocurriendo en su lado. Escuche.

En la radio, Jimmy oyó el silbido familiar de su propio radiofaro retransmitido para él. Por un momento fue normal; luego se deslizó una extraña distorsión. El silbido de mil ciclos se volvió modulado por una vibración profunda, palpitante, y tan baja que quedaba casi fuera del alcance del oído. Era una especie de palpitación bajoprofundo en la cual podía ser percibida cada vibración individual. Y la modulación era en si misma modulada; ascendía y descendía, subía y bajaba, con un período de cinco segundos más o menos.

Ni por un instante se le ocurrió a Jimmy pensar que algo andaba mal en su radiotransmisor. No; esto provenía del exterior: qué era y qué significaba, estaba fuera del alcance de su imaginación.

En Control no sabían mucho más, pero al menos tenían una teoría.

—Pensamos que debe usted encontrarse en alguna especie de campo muy intenso (probablemente magnético) con frecuencia de unos diez ciclos. Puede ser lo bastante fuerte como para resultar peligroso. Le sugerimos que salga de él en seguida; puede ser tan sólo local. Conecte otra vez su radiofaro, y se lo devolveremos. En esa forma podremos avisarle cuándo sale de la interferencia.

Jimmy se apresuró a tirar del hilo para desprender la bomba adhesiva, y abandonó todo Intento de descender. Hizo girar la Libélula en un amplio círculo, atento mientras lo hacía al sonido que oscilaba en sus auriculares. Después de haber volado sólo unos cuantos metros, pudo darse cuenta de que su intensidad disminuía rápidamente. Como habían supuesto bien en Control, el campo magnético estaba muy localizado.

Se detuvo en el último punto desde donde todavía alcanzada a oírlo, como una débil palpitación en la profundidad de su cerebro. Así pudo un salvaje primitivo haber escuchado, con aterrada ignorancia, el zumbido de un gigantesco transformador de energía. Y hasta el salvaje pudo haber intuido que el sonido que llegaba a sus oídos no era más que un pequeño escape de energías colosales, perfectamente controladas, pero esperando su momento.

Cualquiera que fuese el significado de ese sonido, Jimmy se alegró de haberse alejado. Este no era lugar —entre la abrumadora arquitectura del Polo Sur— para que un hombre solitario escuchara la voz de Rama.

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