2. El intruso

Hacia el año 2130, los radares con base en Marte descubrían nuevos asteroides a un promedio de una docena por día. Las computadoras de Vigilancia Espacial calculaban automáticamente sus órbitas. y almacenaban la información en sus enormes memorias, de modo tal que cada pocos meses cualquier astrónomo interesado en el asunto podía echar una mirada a las estadísticas acumuladas. Estas eran ahora realmente impresionantes.

Habían tardado más de 120 años en compilar los primeros mil asteroides, desde el descubrimiento de Ceres, el más grande de esos diminutos mundos, el primer día del siglo diecinueve. Después habían descubierto centenares de ellos, los habían perdido y vuelto a encontrar. Existían en un enjambre tal que un exasperado astrónomo los bautizó sabandijas del cielo». Habría quedado estupefacto al enterarse de que Vigilancia Espacial seguía ahora la pista a medio millón de ellos.

Sólo los cinco gigantes —Ceres, Pallas, Juno, Eunomia y Vesta— tenían más de doscientos kilómetros de diámetro; la gran mayoría eran simples bloques redondos de piedra que hubieran cabido en un pequeno parque. Casi todos se movían en órbitas que se extendían más allá de Marte. Sólo los pocos que se acercaban bastante al Sol, como para constituirse en un posible peligro para la Tierra, eran de la incumbencia de Vigilancia Espacial. Y ni uno de éstos entre un millón en el curso de toda la historia futura del sistema solar, pasaría a menos de un millón de kilómetros de la Tierra.

El objeto catalogado al principio como 31/439, de acuerdo con el año y el orden de su descubrimiento, fue detectado mientras se encontraba todavía fuera de la órbita de Júpiter. No había nada de inusitado respecto a su ubicación; muchos. asteroides pasaban por detrás de Saturno antes de volver una vez más hacia su amo distante, el Sol. Y el Thule II, el que recorría la distancia más larga, viajaba tan próximo a Urano que bien podía ser una luna perdida de ese planeta.

Pero un primer contacto de radar a tanta distancia no tenia precedentes; estaba claro que 31/439 debía ser de tamaño excepcional. Por la fuerza de su eco, las computadoras deducían un diámetro de al menos cuarenta kilómetros. Hacía cien años que no se descubría un gigante de ese tamaño. Parecía increíble que hubiera pasado inadvertido durante tanto tiempo.

Luego fue calculada la órbita y el misterio quedó resuelto… para ser reemplazado por otro mayor. El 31/439 no se desplazaba con una trayectoria asteroidal normal, a lo largo de una elipse por la que volvía con precisión cronométrica cada pocos anos. Era un vagabundo solitario entre las estrellas, que hacia su primera y última visita al sistema solar, porque se movía con tanta rapidez que el campo gravitatorio del Sol jamás podría capturarlo. Destellaría desplazándose hacia adentro, fuera de las órbitas de Júpiter, Marte, Tierra, Venus y Mercurio, y su velocidad aumentarla al hacerlo hasta rodear el Sol y dirigirse una vez más a lo desconocido.

Fue en esta contingencia cuando las computadoras comenzaron a lanzar su señal «Tenemos algo interesante», y por primera vez 31/439 captó la atención de los seres humanos. Hubo una breve ráfaga de excitación en el centro de operaciones de Vigilancia Espacial y el vagabundo interestelar fue pronto honrado con un nombre en lugar de un simple número. Mucho tiempo atrás los astrónomos hablan agotado las mitologías griega y romana; ahora estaban recorriendo el panteón hindú. Y así, 31/439 fue bautizado «Rama».

Durante unos días, los medios de difusión armaron gran alboroto alrededor del visitante, pero la escasez de información los ponía en desventaja. Sólo dos hechos se conocían acerca de Rama: su órbita insólita y su tamaño aproximado. Aun esto último era simplemente una conjetura, basada en la fuerza del eco del radar. A través del telescopio, Rama aparecía aún como una débil estrella de decimoquinta magnitud, demasiado pequeña para mostrar un disco visible. Pero mientras se precipitaba hacia el corazón del sistema solar, se tornaría más brillante y grande de mes en mes; antes de que se desvaneciera para siempre en el espacio, los observatorios orbitales podrían reunir información más precisa acerca de su forma y dimensiones. Había tiempo de sobra, y tal vez durante los próximos años alguna nave espacial en el curso de sus actividades normales se acercaría lo suficiente a Rama como para obtener buenas fotografias. Un encuentro verdadero era improbable; el costo de la energía necesaria, para permitir el contacto físico con un objeto que atravesaba las órbitas de los planetas a más de cien mil kilómetros por hora, seria demasiado alto.

En consecuencia, el mundo se olvidó pronto de Rama. No así los astrónomos. La excitación de éstos aumentó con el correr de los meses, mientras el nuevo asteroide los obsequiaba con más y más enigmas.

Para empezar, estaba el problema de la curva de luz de Rama. No la tenía.

Todos los asteroides conocidos, sin excepción, mostraban una lenta variación en su brillo, que aumentaba y disminuía en un lapso de horas. Desde hacía más de dos siglos, esto se reconocía corno el resultado inevitable de su rotación y de su forma irregular. Mientras giraban a lo largo de sus órbitas, las superficies reflejadas que presentaban al Sol cambiaban de continuo y su brillo variaba correspondientemente Rama no mostraba tales cambios. 0 bien no giraba, o era perfectamente simétrico. Ambas explicaciones parecían improbables.

El asunto quedó así durante varios meses, porque no se podía distraer a ninguno de los grandes telescopios orbitales de su tarea regular de husmear en las remotas profundidades del universo. La astronomía del espacio era un hobby muy costoso, y utilizar uno de los grandes instrumentos podia fácilmente costar mil dólares el minuto. El doctor William Stenton jamás habría podido echar mano del “Miralejos” el reflector de doscientos metros durante todo un cuarto de hora, si un programa más importante no hubiera sido interrumpido temporalmente como consecuencia del fallo de un capacitador de cincuenta centavos. La mala suerte de un astrónomo fue su buena fortuna.

Stenton no supo qué era lo que había captado hasta el día siguiente, cuando consiguió tiempo de computadora para procesar los resultados obtenidos. Aun cuando éstos fueron finalmente proyectados en su pantalla, tardó varios minutos en comprender su significado.

La luz del sol reflejada sobre la superficie de Rama no era, en fin de cuentas, absolutamente constante en su intensidad. Existía una muy ligera variación, difícil de detectar pero inconfundible y extremadamente irregular. Como todos los otros asteroides, Rama giraba. Pero mientras el «dia» normal de un asteroide era de varias horas, el de Rama sólo duraba cuatro minutos.

Stenton hizo algunos cálculos rápidos, y halló muy dificil creer en los resultados. En su ecuador, ese mundo diminuto debía estar girando a más de mil kilómetros por hora. Sería muy poco saludable intentar un descenso en cualquier punto de Rama excepto en sus polos, ya que la fuerza centrífuga en el ecuador sería lo bastante poderosa como para sacudirse de encima cualquier objeto suelto a una aceleración de casi una gravedad. Rama era un canto rodado al que jamás habría podido adherirse ningún moho, cósmico. Asombraba pensar que un cuerpo semejante hubiese logrado mantenerse en el espacio, que no se hubiera desintegrado mucho antes en un millón de fragmentos.

Un objeto que media cuarenta kilómetros de largo, con un período de rotación de apenas cuatro minutos, ¿dónde encajaba «eso» dentro de¡ esquema astronómico? El doctor Stenton era un hombre un tanto imaginativo, también un tanto propenso a sacar conclusiones precipitadas. Ahora sacó una conclusión que le proporcionó unos minutos, en verdad, bastante incómodos.

El único ejemplar del zoológico celeste que encajaba con tal descripción era una estrella muerta. Tal vez Rama era eso, un sol muerto, una esfera de neutrones que giraba locamente, con un peso de billones de toneladas por cada centímetro cúbico.

Llegado a este punto en sus cavilaciones, pasó como un relámpago por la mente horrorizada de Stenton el recuerdo de aquel clásico de todos los tiempos, La Estrella de H. G. Wells. La había leído por primera vez siendo niño, y esa lectura estimuló su interés por la astronomía.

Después de más de dos siglos, la obra no había perdido nada de su magia y de su terror. jamás olvidaría las imágenes de violentos huracanes y olas gigantescas, de ciudades tragadas por el mar, mientras aquel otro visitante de las estrellas destrozaba a Júpiter y caía luego en dirección del sol rozando casi la Tierra. En verdad, la estrella que el viejo Wells. describía no era fría sino incandescente, y provocaba la mayor parte de la destrucción por el calor. Eso importaba poco; aun cuando Rama fuese un cuerpo frío que sólo reflejaba la luz del sol, podía destruir por la fuerza de gravedad tan fácilmente como por medio del fuego.

Cualquier masa estelar que se introdujera en el sistema solar alteraría por completo las órbitas de los planetas. La Tierra sólo tenia que moverse unos pocos millones de kilómetros hacia el sol —o hacia las estrellas para que el delicado equilibrio del clima se rompiera. Los hielos antárticos se derretirían anegando las tierras bajas, o los océanos se helarían y el mundo entero quedaría envuelto en un eterno invierno. Un simple empujoncito en una u otra dirección bastaría…

Luego Stenton se relajó y lanzó un suspiro de alivio.

Qué tontería; debería avergonzarse de sí mismo.

Rama no podía en manera alguna estar formado de materia condensada. Ninguna masa del tamaño de una estrella podía penetrar tan profundamente en el sistema solar sin producir perturbaciones que hubieran revelado su existencia mucho antes. Las órbitas de todos los planetas habrían sido afectadas; no de otra manera, a fin de cuentas, se habla efectuado el descubrimiento de Neptuno, Plutón y Perséfone. No; era absolutamente imposible que un objeto tan pesado corno un sol muerto pudiera haberse deslizado en el espacio interplanetario sin que se reparara en él.

En cierto modo, era una lástima. Un encuentro con una estrella oscura habría sido de lo más excitante.

Mientras durase…

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