En la clara y fría atmósfera de Rama, el rayo de luz de los proyectores era completamente invisible. Tres kilómetros más abajo del cubo central, el óvalo de luz de cien metros de ancho caía a través de una sección de esa colosal escalera. Un oasis brillante en la oscuridad del ambiente se deslizaba con lentitud hacia la planicie curva, todavía cinco kilómetros más abajo; y en su centro se movía un trío de figuras semejantes a insectos, que proyectaban largas sombras debajo de ellos.
El descenso había sido, de acuerdo con lo previsto, completamente normal. Se detuvieron por un breve espacio de tiempo en la primera plataforma, y Norton anduvo unos pocos cientos de metros a lo largo de su superficie estrecha y curvada antes de comenzar a deslizarse en busca del segundo nivel. Una vez allí el grupo descartó el aparato de oxígeno y disfrutó del insólito lujo de respirar sin auxilio mecánico. Ahora podían explorar con comodidad, libres del mayor peligro que afronta un hombre en el espacio, y liberados asimismo de todas las preocupaciones respecto a los posibles daños en el traje espacial y la reserva de oxígeno.
Cuando alcanzaron el quinto nivel y sólo quedaba una sección más por recorrer, la gravedad había alcanzado casi la mitad de su valor terrestre. La rotación centrifuga de Rama ejercía por fin todo su poder real; y el pequeño grupo de exploración se rendía a la implacable fuerza que rige todos los planetas y que puede exigir un precio demasiado alto por el menor desliz. Aun resultaba fácil el descenso; pero la idea M regreso subiendo esos miles de escalones comenzaba a pesar sobre sus mentes.
Hacia rato ya que. la escalera no presentaba su vertiginoso declive, y sus escalones iban teniendo una inclinación cada vez menos pronunciada, con franca tendencia hacia la horizontalidad. El grado de inclinación era sólo de uno a cinco, cuando al principio había sido de cinco a uno. Caminar con normalidad resultaba ahora fisica y psicológicamente aceptable; sólo la gravedad menor les recordaba que no estaban descendiendo por alguna escalera inconcebiblemente larga de la Tierra.
Norton había visitado en una oportunidad las ruinas de un templo azteca, y las sensaciones experimentadas entonces volvían a él en esos momentos, amplificadas cien veces. Le invadía aquí la misma impresión de temor reverente y misterio, y de tristeza por un pasado desvanecido para siempre. No obstante, la escala en este lugar era mucho mayor, en tiempo como en espacio, tanto, que la mente no podía hacerle justicia y al cabo de u n momento dejaba de responder. Norton se preguntó si, más tarde o más temprano, aceptarla incluso a Rama como algo natural.
Pero había otro aspecto en que el paralelo con las ruinas terrestres cesaba por completo. Rama era miles de veces más viejo que cualquier estructura que hubiese subsistido sobre la Tierra, incluyendo a la Gran Pirámide de Egipto. pero todo parecía nuevo; no había señal alguna de desgaste o uso y deterioro.
Norton habla reflexionado mucho acerca de ello y habla llegado a un intento de explicación. Todo lo examinado hasta entonces parecía formar parte de un sistema de emergencia, rara vez utilizado. El no imaginaba a los habitantes de Rama —a menos que fueran fanáticos de la perfección fisica de una especie no desconocida en la Tierra— recorniendo arriba y abajo esa increíble escalera, o sus idénticas compañeras que completaban la invisible —Y. allá lejos, sobre su cabeza. Tal vez sólo habían sido necesarias durante la construcción de Rama, y no sirvieron a ningún propósito desde aquel lejano día. Esta teoría debla bastar por el momento, aunque no le conformaba. Algo fallaba en algún punto.
Durante el último kilómetro no se deslizaron sino que descendieron los escalones de dos en dos, con largos pasos pausados; de esa forma, decidió Norton, ejercitarían músculos que pronto deberían ser usados. Y así llegaron al final de la escalera, casi sin darse cuenta; súbitamente ya no hubo escalones; sólo una planicie llana de un gris pardusco, apenas visible al débil resplandor de los reflectores en el cubo y que se perdía en la oscuridad unos pocos cientos de metros más lejos.
Norton siguió la dirección de ese resplandor hacia su fuente, allá arriba, en el eje, a más de ocho kilómetros de distancia.
Sabía que Mercer estada observando a través del telescopio, de modo que agitó una mano afectuosa en el aire.
—Aquí el capitán —informó por radio—. Todos estamos bien; no hay problemas. Proseguimos de acuerdo con el plan.
—Bien —respondió Mercer—. Les estaremos observando.
Hubo un breve silencio; luego se oyó otra voz.
—Aquí el Endeavour. Realmente, jefe, eso no es suficiente. Usted sabe bien que los servicios de noticias nos han estado aullando durante toda la semana. No espero un poema inmortal, pero, ¿no puede intentar algo mejor?
—Lo intentaré —respondió Norton, y sonrió para sí—. Pero, recuerde, aún no hay nada para ver. Esto es como… bueno, corno estar en un inmenso escenario oscuro, con un solo reflector en el centro. Los primeros cientos de escalones se elevan de ese centro hasta perderse en la oscuridad, arriba. Lo que podemos apreciar de la planicie aparece a nuestra vista perfectamente liso. La curvatura es demasiado poco pronunciada para resultar visible sobre esta área tan limitada. Y eso es todo.
—¿Quisiera dar alguna impresión personal?
—Bien: todavía hace mucho frío, con temperatura bajo cero, y nos alegramos de contar con nuestros trajes térmicos. Y un gran silencio, por supuesto; hay una quietud como no he conocido en la Tierra o en el espacio, donde siempre hay algún rumor. Aquí todos los sonidos son absorbidos. El espacio a nuestro alrededor es tan enorme que no hay ecos. La experiencia resulta impresionante, aunque espero que pronto nos acostumbraremos.
—Gracias,jefe. ¿Alguien más desea hacer algún comentario? Joe? ¿Boris?
Joe Calvert, jamás falto de palabras, se alegró de contribuir con lo suyo.
—No puedo dejar de pensar que ésta es la primera vez, en nuestra experiencia, que estarnos caminando en otro mundo por nuestros propios medios, respirando su atmósfera natural, aunque s..pongo que «natural» no es exactamente el término aplicable a un lugar como éste. Con todo, Rama debe parecerse al mundo de sus constructores; nuestros propios vehículos espaciales son Tierras en miniatura. Dos ejemplos son una estadística demasiado pobre, desde luego; pero, pregunto yo, ¿no indican que todas las formas de vida inteligente son consumidoras de oxígeno? Lo que hemos visto de su trabajo sugiere que los habitantes de Rama eran humanoides, aunque tal vez un cincuenta por ciento más altos que nosotros. ¿Estás de acuerdo, Boris?
«Joe le está tirando de la lengua a Boris? —se preguntaba Norton—. Quisiera saber cómo reaccionará Boris..
El teniente Boris Rodrigo era algo así como un enigma para sus camaradas. El tranquilo y solemne oficial de comunicaciones gozaba de la simpatía del resto de la tripulación; pero nunca participaba del todo en sus actividades y se mantenía un tanto apartado, como si marchara al compás de una música distinta.
Y eso ocurría en verdad, ya que era un miembro devoto de la Quinta Iglesia de Cristo Cosmonauta. Norton jamás pudo averiguar qué había ocurrido con las cuatro primeras, y tampoco sabía nada de los rituales y ceremonias propias de esa confesión. Pero el dogma principal de su fe era bien conocido: sus miembros creían que Jesucristo era un visitante del espacio, y sobre esta creencia habían elaborado toda una nueva teología.
Quizá no era de admirarse que un porcentaje inusitadamente alto de devotos de esa iglesia trabajaran en el espacio, en una u otra especialidad. Eran invariablemente eficientes, concienzudos y dignos de confianza. En todas partes se les respetaba e incluso se les quería, en especial porque jamás intentaban convertir a otros. Y sin embargo había algo de extraño en ellos. Norton no lograba entender cómo hombres con un avanzado nivel de educación científica y técnica podían creer en algunas de las cosas que los Cristianos del Cosmos enunciaban como hechos incontrovertibles.
Mientras esperaba la respuesta de Boris a la intencionada pregunta de Joe, el comandante tuvo la súbita revelación de sus propias motivaciones ocultas. Había elegido a Rodrigo para formar parte de la expedición porque era fisicamente apto, técnicamente idóneo, y absolutamente fiable. Al mismo tiempo se preguntaba si alguna parte de su mente no había escogido al teniente inspirado por una malsana curiosidad. ¿Cómo reaccionaría un hombre con semejantes creencias religiosas frente a la realidad aterradora de Rama? ¿Qué ocurriría si tropezaba con algo que confundiera su teología, o acaso que la confirmara?
Pero Rodrigo, siempre tan prudente, se negó a morder el anzuelo.
—Por cierto eran consumidores de oxígeno —respondió—, y podrían haber sido humanoides. Pero aguardemos y ya veremos. Con un poco de suerte descubriremos cómo eran. Tal vez haya cuadros, estatuas, quizá hasta cuerpos encerrados en esas ciudades. Si son ciudades.
—Y la próxima queda sólo a ocho kilómetros de distancia —dijo Calvert en tono esperanzado.
«Sí —pensó Norton—. Pero también serán ocho kilómetros más para el regreso. Y luego están esas abrumadoras escaleras que habrá que subir. ¿Correremos el riesgo?».
Una rápida visita a la «ciudad. que habían bautizado París se contaba entre los primeros de sus planes eventuales, y ahora había llegado el momento de tomar una decisión. Tenían agua y alimento suficientes para una permanencia de veinticuatro horas: quedarían siempre a la vista del equipo de apoyo ubicado en el cubo, y cualquier clase de accidente parecía prácticamente imposible en esta metálica planicie lisa y de suave curva. El único peligro posible era el agotamiento tísico; y cuando llegaran a París, cosa factible, ¿podrían hacer algo más que tomar algunas fotografías y tal vez reunir algunos pequeños artefactos, antes de emprender el regreso?
Pero aun tan escaso botín valdría la pena. Quedaba muy poco tiempo mientras Rama se lanzaba en dirección al Sol en un perihelio demasiado peligroso para ser seguido por el Endeavour.
De cualquier manera, la decisión no dependía por completo de él. Allá, en la nave espacial, la doctora Ernst estaría estudiando las revelaciones de los sensores biotelemétricos prendidos a su cuerpo. Si ella ponía los pulgares hacia abajo, no habría nada que hacer.
—Laura, ¿qué opinas?
—Descansad treinta minutos, y tomad una cápsula de energía de quinientas calorías. Luego podéis seguir.
—Gracias, doctora —interpuso Calvert—. Ahora ya puedo morir feliz. Siempre quise ver París. Montmartre, allá vamos.