Cuando los tres hombres llegaron al final de la escalera, sufrieron otro shock. Al principio pareció como si un vándalo hubiese pasado por el campamento, volcando el equipo, y hasta reuniendo los objetos pequeños para diseminarlos lejos. Pero al cabo de un breve examen de. lugar su alarma fue reemplazada por un fastidio teñido de un poco de vergüenza.
El culpable había sido el viento. Aunque habían atado todos los objetos sueltos antes de irse, las ráfagas más violentas debieron cortar algunas sogas. Pasaron varios días antes de que consiguieran reunir todas sus pertenencias dispersas.
Fuera de eso no parecía haber otros cambios de importancia. Hasta el silencio de Rama había retornado, pasadas las efimeras tormentas de la primavera. Y allá, en el borde de la planicie, había un mar en calma, esperando el primer barco en un millón de años.
—¿No es costumbre bautizar un barco nuevo con una botella de champán?
—Aunque tuviera champán a bordo, jamás permitiría un desperdicio tan criminal. De todas maneras, es demasiado tarde. Ya lo hemos botado.
—Y por lo menos flota. Has ganado tu apuesta, Jimrny. Te la pagaré cuando regresemos a la Tierra.
—Necesitamos ponerle un nombre. ¿Alguien tiene alguna idea?
El objeto de estos comentarios poco halagadores se balanceaba en estos momentos junto a los escalones que descendían hasta el Mar Cilíndrico. Se trataba de una pequeña balsa construida con seis tambores vacíos de combustible, unidos por un armazón de metal ligero. Construirla, armarla en el campamento Alfa, y transportarla sobre ruedas desmontables a través de más de diez kilómetros de planicie, absorbió el total de las energías de la tripulación durante varios días. Era una jugada que debía pagar sus dividendos.
El premio bien valía los riesgos. Las enigmáticas torres de Nueva York, brillando allá, en la luz sin sombras, a cinco kilómetros de distancia, les habían tentado desde el momento en que penetraron en Rama. Nadie dudaba q ue la ciudad —o lo que quiera que fuese— era el verdadero corazón de ese mundo. Aunque no hicieran otra cosa, debían llegar a Nueva York.
—Todavía no le hemos puesto un nombre. jefe, ¿qué hacemos?
Norton lanzó una carcajada, aunque en seguida se puso.
—Yo tengo el nombre. Llámenlo Resolution. —Jor qué?
—Así se llamaba uno de los barcos del capitán Cook. Es un buen nombre. Ojalá éste le haga honor.
Hubo un silencio intenso; luego la sargento Barnes, principal responsable del diseño de la improvisada embarcación, pidió tres voluntarios. Todos los presentes levantaron la mano.
—Lo siento, pero sólo disponemos de cuatro salvavidas. Boris, Jimmy, Pieter; ustedes han navegado alguna vez. Vamos a probar la balsa.
A nadie le pareció raro que una sargento ejecutiva se hiciera cargo de esa operación. Ruby Barnes era la única que poseía el título de capitán de barco, lo cual resolvía la cuestión. Había navegado por el Pacífico como capitán en barcos de distintos calados, y no era probable que unos cuantos kilómetros de agua en calma chicha presentara muchos desafios a su pericia.
Desde el momento en que posó la mirada en ese mar, estuvo decidida a hacer el viaje. En los miles de anos que llevaba el hombre lidiando con las aguas de su propio mundo, ningún marino había afrontado nunca algo ni remotamente parecido a esto. En los últimos días una cancioncita bastante tonta le anduvo rondando por la mente, y no podía librarse de ella: «Navegar por el Mar Cilíndrico… Navegar por el Mar Cilíndrico … » Bueno, eso era precisamente lo que iba a hacer.
Sus pasajeros, se acomodaron en asientos improvisados con baldes, y Ruby oprimió el arranque. El motor de veinte kilovatios comenzó a zumbar, la transmisión de cadena de los engranajes de reducción se embotó, y el Resolutíon salió despedido hacia adelante entre los vítores de los espectadores.
Ruby confiaba en avanzar a quince kilómetros por hora con esa carga, pero estaba dispuesta a conformarse con diez. Había sido calculado un régimen de medio kilómetro a lo largo de la escarpa, y realizó el recorrido en cinco minutos y medio. Concediendo el tiempo para el viraje, daba un término medio de doce kilómetros por hora, y quedó bastante contenta con eso.
Sin fuerza mecánica, pero con tres enérgicos remeros ayudándola con su propia pala, Ruby podía obtener un cuarto de esa velocidad. De modo que aun cuando el motor se descompusiera, podrían regresar por sus propios medios en un par de horas. Las células de fuerza motriz para servicio pesado podían proveer energía suficiente para circunnavegar el mundo, y ellos llevaban dos de repuesto para mayor seguridad. Y ahora que la niebla se había levantado por completo, hasta un marino tan prudente como Ruby estaba preparado para hacerse a la mar sin brújula.
Ruby saludó con elegancia al volver a puerto.
—Botadura del Resolution completada con éxito, capitán. Aguardamos ahora sus instrucciones.
—Muy bien… Almirante. ¿Cuándo estará preparada para partir?
—Tan pronto como la carga esté a bordo, y el jefe de Puerto nos dé salida.
—Entonces partiremos al amanecer.
—Muy bien señor.
Cinco kilómetros de agua no parecen mucho en un mapa; muy distinto es cuando uno se encuentra en el centro de ella. Llevaban sólo diez minutos de travesía, y la escarpa de cincuenta metros frente al continente norte ya parecía hallarse a una distancia asombrosa. No obstante, misteriosamente, Nueva York no parecía estar más próximo que antes.
En general prestaban poca atención a la planicie que dejaban atrás; estaban todavía demasiado absortos en la maravilla del mar. Ya no se gastaban nerviosas bromas como las que hablan salpicado el comienzo del viaje. Esta nueva experiencia era demasiado abrumadora.
«Cada vez que creo haberme acostumbrado a Rama, se decía Norton, éste se encarga de presentamos un nuevo prodigio». Como el Resolution seguía firmemente adelante, les parecía una y otra vez estar cogidos en el seno de una ola gigantesca, una ola que se curvaba a ambos lados hasta tornarse vertical y luego sobresalía hasta que los dos flancos se encontraban en un arco liquido a dieciséis kilómetros sobre sus cabezas. A pesar de todas las seguridades que les daban la razón y la lógica, ninguno de los viajeros podía rechazar por mucho tiempo la impresión de que en cualquier momento esos millones de toneladas de agua se precipitarían sobre ellos desde el cielo.
Pero a pesar de esto les dominaba un extraño alborozo; existía la sensación precisa de peligro, sin que existiera un peligro verdadero. A menos, naturalmente, que el mismo mar produjera más sorpresas.
Esa era una posibilidad, porque, como Mercer había adivinado, el agua estaba ahora llena de vida. Cada cucharada contenía miles de microorganismos esféricos unicelulares, similares a las formas más arcaicas de plancton que existieron en los océanos de la Tierra.
Y sin embargo mostraban enigmáticas diferencias. Carecían de un núcleo, así como de otros mínimos requerimientos de las formas terrestres más primitivas. Y aunque Laura Ernst —que ejercía ahora los dobles cargos de científico investigador y médico de a bordo— había probado definitivamente que generaban oxígeno, no los había en cantidad suficiente como para explicar el aumento de oxígeno en la atmósfera de Rama. Debieron haber existido en billones, no en unos cuantos miles solamente.
Luego Laura descubrió que su número disminuía con rapidez, y calculó que debió ser mucho más elevado durante las primeras horas del amanecer de Rama. Era como si hubiese habido una breve explosión de vida, recapitulando, en una escala de tiempo un trillón de veces más rápida, la historia primitiva de la Tierra. Ahora, tal vez, se había agotado; los microorganismos flotantes se desintegraban, devolviendo sus reservas químicas al mar.
_Si se ven obligados a nadar —advirtió la doctora Ernst a los viajeros—, mantengan la boca cerrada. Unas cuantas gotas de agua no les hará daño, si las escupen en seguida. Pero todas esas misteriosas sales organometálicas forman un paquete tremendamente venenoso, y, por cierto, no quisiera verme en la necesidad de preparar un antídoto.
Este peligro, por suerte, parecía improbable. El Resolution podría mantenerse a flote aunque cualquiera de sus dos tanques de flotación se pinchara. (Cuando le dijeron esto, Calvert repuso sombríamente: —¡Recuerden el Titanic!) Y aun cuando la balsa naufragara, los toscos pero eficientes salvavidas les mantendrían con la cabeza fuera de¡ agua. La doctora Ernst había vacilado en pronunciarse acerca de este punto pero luego terminó por admitir que no creía que unas cuantas horas de inmersión en esas aguas resultaran fatales; aunque, por supuesto, no lo recomendaba.
Después de veinte minutos de avance uniforme, Nueva York ya no era una isla distante. Se estaba convirtiendo en un lugar real, concreto, y los detalles apreciados sólo a través de telescopios y fotografias ampliadas se revelaban ahora como fuertes y sólidas estructuras. Ahora se hacía claramente visible que la «ciudad», como tantas otras cosas de Rama, era triple. Consistía en tres idénticos complejos o superestructuras circulares, que se levantaban sobre una enorme base ovalada.
Las fotos tomadas desde el cubo indicaron también que cada complejo estaba a su vez dividido en tres componentes iguales, igual que una torta dividida en porciones de 120 grados. Esto simplificaría mucho la tarea de exploración; presumiblemente tendrían que examinar sólo una novena parte de Nueva York para apreciarla por entero. Aun esto sería una formidable empresa. Significaría investigar por lo menos un kilómetro cuadrado de edificios y maquinaria, algunos de los cuales se elevaban a cientos de kilómetros en el aire.
Los ramanes, al parecer, habían llevado el arte de la triple redundancia hasta el más alto grado de perfección. Esto quedaba demostrado en el sistema de cerraduras aéreas, las escaleras al cubo del eje, los soles artificiales. Y donde realmente importaba habían dado incluso el próximo paso. Nueva York parecía ser un ejemplo de la triple — triple redundancia.
Ruby condujo el Resolution hacia el complejo central, donde un tramo de escaleras conducía desde la orilla del agua a la parte superior de una pared o muelle que rodeaba la isla. Había incluso un poste de amarre en un lugar muy conveniente. Cuando vio esto, Ruby se puso muy excitada. Ahora no descansaría hasta descubrir una de las embarcaciones utilizadas por los ramanes para navegar por su extraordinario mar.
Norton fue el primero en saltar de la balsa al suelo. Se volvió hacia sus tres compañeros y dijo:
—Esperen en la balsa hasta que yo suba a lo alto de esa pared. Cuando agite una mano, Pieter y Boris se reunirán conmigo. Usted quédese en el timón, Ruby, para poder partir en caso necesario sin perder tiempo. Si algo me sucede, informe a Karl y siga sus instrucciones. Utilice su propio criterio, pero nada de actos heroicos. ¿Entendido?
—Sí, jefe. ¡Buena suerte!
El comandante Norton no creía realmente en la suerte; jamás afrontaba una situación sin haber analizado antes todos los factores involucrados y sin haberse asegurado una línea de retirada. Pero una vez más Rama le forzaba a quebrantar algunas de sus más veneradas reglas. Casi todos los factores en este lugar eran desconocidos, tan desconocidos como el Pacífico y la Great Barrier Reef lo habían sido para su héroe tres siglos y medio antes. Si; podía utilizar toda la buena suerte que anduviera suelta por ahí.
La escalera era un virtual duplicado de aquella por la cual habían descendido de¡ otro lado del mar, donde sin duda sus amigos los estaban contemplando directamente a través de la lente de sus telescopios. Y «directamente», era ahora el término justo, porque en esta dirección, paralela al eje de Rama, el mar era en verdad bien plano. Podía ser el único cuerpo de agua en el universo sobre el cual podía afirmarse tal cosa, porque en todos los otros mundos todo mar o laguna debia seguir la superficie de la esfera, con una curvatura igual en todas direcciones.
—Estoy cerca de la parte más alta de la pared —informó, hablando para el grabador y para Karl, su segundo, que escuchaba atentamente a cinco kilómetros de distancia—. Sigue reinando una quietud completa. La radiación es normal. Sostengo el medidor sobre mi cabeza, por si esta pared está actuando corno escudo para algo. Si hay fuerzas hostiles del otro lado, tirarán primero contra el aparato.
Bromeaba, naturalmente. Y sin embargo, ¿por qué correr riesgos, cuando podían ser eludidos con la misma facilidad?
Al dar los últimos pasos se encontró con que el muelle, llano arriba, tenia un grosor de diez metros. En el interior, una alternada serie de rampas y escaleras llevaba al nivel principal de la ciudad, veinte metros más abajo. En efecto, se encontraba de pie sobre un alto muro que rodeaba por completo a Nueva York, y por lo tanto dominaba el espectáculo corno desde una tribuna.
Era una vista sorprendente en su complejidad, y su primera acción fue tornar con su cámara una lenta panorámica del conjunto. Luego agitó una mano en el aire llamando a su lado a sus compañeros, y transmitió un mensaje a través del mar:
—No hay señal alguna de actividad; todo está en calma. Suban; comenzaremos a explorar.