15. La orilla del mar

Habla ahora más de veinte hombres y mujeres en el interior de Rama; seis de ellos en la planicie, el resto llevando equipo y provisiones a través del sistema de entrada y por la escalera.

La nave espacial había quedado casi desierta, con el mínimo posible de personal. El chiste corriente era que el Endeavour estaba ahora al mando de los cuatro chimpancés, y que Goldie había sido elevada al grado de comandante en jefe.

Para estas primeras exploraciones, Norton había establecido una serie de reglas; la más importante tenía su origen en las primeras tentativas hechas por el hombre para la conquista del espacio. Cada grupo, decidió, debla contar con una persona con experiencia previa. Pero no más de una. De esa forma, todos tendrían oportunidad de aprender lo más rápido posible.

Y así, el primer grupo que salió con destino al Mar Cilíndrico, si bien estaba encabezado por la Comandante Médico Laura Ernst, estaba integrado también por el veterano de un viaje, Boris Rodrigo, recién llegado de París. Su tercer miembro, el sargento Pieter Rousseau, había estado con los equipos de apoyo, en el cubo. Era un experto en instrumental de reconocimiento espacial, aunque en este viaje tendría que depender de sus propios ojos y un pequeño telescopio portátil.

Desde lo alto de la Escalera Alfa hasta el borde del mar había apenas quince kilómetros, un equivalente de ocho de la tierra en la baja gravedad de Rama. Laura Ernst, quien debía probar que estaba a la altura de sus propias exigencias, inició el viaje con paso vivo. Se detuvieron treinta minutos en la marca del centro, y completaron el viaje en tres horas sin novedad.

También fue monótono seguir caminando a favor del haz luminoso del reflector a través de la oscuridad sin ecos de Rama. Al avanzar con ellos, ese círculo de luz fue alargándose lentamente en una estrecha elipse; ese escorzo de la luz era el único signo visible de que avanzaban. Si los observadores allá arriba, en el cubo, no les hubieran proporcionado continuas verificaciones de distancia, no habrían sabido si llevaban recorrido un kilómetro, o cinco, o diez. Seguían adelante, a través de esa noche de un millón de años, sobre una superficie de metal al parecer sin uniones.

Pero al fin, a lo lejos, en los límites de la luz decreciente del reflector, apareció algo nuevo. En un mundo normal habría sido un horizonte; al aproximarse, los exploradores comprobaron que la planicie que recorrían terminaba bruscamente en un punto. Se estaban aproximando al borde del mar.

—Sólo faltan cien metros —anunciaron desde el puesto de control en el cubo—. Conviene que vayan más despacio.

Esto no parecía tan necesario, y sin embargo ya habían disminuido el ritmo de la marcha. Desde el nivel de la planicie al nivel del mar —si era un mar y no otra capa de ese misterioso material cristalino— había una brusca pendiente de cincuenta metros. Aunque Norton les había prevenido contra el peligro de dar nada por sentado en Rama, pocos dudaban de que se trataba realmente de un mar helado. Pero, ¿por qué concebible razón tenía el declive de la costa sur una altura de quinientos metros en lugar de cincuenta, como el de este lado?

Era como si se estuviesen aproximando al borde del mundo. Su óvalo de luz, interrumpido bruscamente delante de ellos, se tornó más y más corto. Pero a lo lejos, en la curvada pantalla del mar, habían aparecido sus monstruosas figuras escorzadas magnificando y exagerando cada movimiento. Esas sombras les habían acompañado cada paso del camino mientras descendían iluminados por el rayo de luz proveniente del cubo, pero ahora que se quebraban en el borde del risco ya no parecían parte de ellos mismos. Podían haber sido seres del Mar Cilíndrico, esperando para dar cuenta de cualquier intruso en sus dominios.

Como ahora estaban de pie en el borde de un risco de cincuenta metros de altura, les era posible apreciar por primera vez la curvatura de Rama. Pero nadie había visto nunca un lago helado combado hacia arriba en una superficie cilíndrica; tal cosa resultaba turbadora en grado sumo, y el ojo hacía lo posible por hallar alguna otra interpretación. Se le antojaba a la doctora Ernst, quien había hecho una vez un estudio de las ilusiones ópticas, que la mitad del tiempo estaba mirando en realidad una bahía horizontalmente curvada, no una superficie que se remontaba hacia el cielo. Requería un deliberado esfuerzo de la voluntad aceptar la fantástica verdad.

La normalidad sólo se conservaba en la línea directamente al frente, paralela al eje de Rama. Sólo en esa dirección se establecía concordancia entre la visión y la lógica. Allí, por lo enos durante los próximos kilómetros —no muchos— Rama aparecía plano, y era plano. Y allá afuera, detrás de sus sombras distorsionadas y los límites extremos del rayo de luz, yacía la isla que dominaba el Mar Cilíndrico.

—Control del Cubo —transmitió la doctora Ernst—, por favor, dirijan el reflector a Nueva York.

La noche de Rama cayó súbitamente sobre ellos mientras el óvalo de luz se alejaba deslizándose sobre la superficie del mar. Conscientes de la ahora invisible escarpa a sus pies, todo el grupo retrocedió unos cuantos metros. Luego, como por efecto de algún mágico cambio de escenario, las torres de Nueva York surgieron a la vista.

El parecido al antiguo Manhattan era sólo superficial; este eco del pasado de la Tierra nacido en las estrellas, poseía su propia y única identidad. Cuanto más la observaba, tanto más se convencía la doctora Ernst. de que no era en absoluto una ciudad.

La verdadera Nueva York, como todas las ciudades del hombre, nunca había sido terminada, y aun menos proyectada de antemano. Este lugar, en cambio, poseía una perfecta simetría y diseño, aunque tan complejos que escapaban a la mente. Había sido concebido y diseñado por alguna inteligencia directriz, para luego ser completado, como una máquina ideada para algún propósito específico. Después, ya no habla posibilidad de ampliación o cambio.

El rayo de luz del reflector recorrió lentamente esas torres distantes, cúpulas, esferas entrelazadas y cubos entrecruzados. En ocasiones había un reflejo brillante cuando alguna superficie plana les devolvía la luz. La primera vez que sucedió, les cogió de sorpresa. Era exactamente como si, desde aquella extraña isla, alguien les estuviera haciendo señales.

Pero nada había aquí para ver que no hubiera sido visto ya con detalle en las fotografias tomadas desde el cubo. Al cabo de unos minutos llamaron a Control para que volviera a enfocarles la luz, y echaron a andar en dirección este, por el borde de la escarpa. Una teoría plausible era que en alguna parte debía haber un tramo de escaleras o una rampa para descender hasta el mar. Y un miembro de la tripulación, que tenía gran experiencia como marino, expuso una interesante conjetura.

—Donde hay un mar —predijo la sargento Ruby Barnes—, tiene que haber muelles, puertos… y barcos. Se puede averiguar todo sobre una cultura estudiando la forma en que construía sus barcos.

Sus colegas opinaban que era un punto de vista restringido, pero al menos resultaba estimulante.

La doctora Emst había renunciado ya a la búsqueda y se preparaba para descender por medio de una soga, cuando Rodrigo descubrió la estrecha escalera. Fácilmente pudo haber sido pasada por alto, en la oscuridad, bajo el borde del risco, porque no tenía pasamanos ni otra señal de su existencia. Y parecía no conducir a ninguna parte; descendía los cincuenta metros de pared vertical en un ángulo pronunciado, y desaparecía debajo de la superficie del mar.

Examinaron el tramo de escaleras con los focos de sus cascos; no vieron nada que pudiera constituir un riesgo, y la doctora Ernst recibió el permiso del comandante Norton para descender. Un minuto más tarde, ponía a prueba cautelosamente la firmeza de la superficie del mar.

Su pie se deslizó casi sin fricción de un lado al otro. El material daba la sensación exacta de hielo. Era hielo.

Cuando lo golpeó con un martillo, un familiar dibujo de grietas irradió desde el lugar del impacto y no tuvo dificultad en reunir los pedazos que quiso. Algunos ya se habían derretido cuando levantó el portamuestras a la luz. El líquido parecia ser agua hgeramente turbia, y la olió con cautela.

—¿Le parece eso prudente? —exclamó Rodrigo desde arriba, con alguna ansiedad.

—Créeme, Boris —replicó Laura—, si por estos alrededores hay agentes patógenos que han escapado a mis detectores, nuestras pólizas de seguro de vida vencieron hace una semana.

Pero Rodrigo tenía razón. A pesar de las pruebas realizadas, existía una ligera posibilidad de que esa sustancia fuera venenosa, o transmitiera alguna enfermedad desconocida.

En circunstancias normales, Laura Ernst no hubiera corrido siquiera ese riesgo minúsculo. Ahora, empero, el tiempo apremiaba, y lo que estaba en juego era de una tremenda importancia. Aun cuando se hiciera necesario poner el Endeavour en cuarentena, sería un precio bajo por esa carga de conocimiento.

—Es agua, aunque no me gustaría nada tener que beberla; huele a un cultivo de algas que se hubiera echado a perder. Apenas puedo esperar para examinarla en el laboratorio.

—¿Se puede caminar con seguridad sobre ese hielo?

—Sí. Es sólido como la roca.

—Entonces podemos ir hasta Nueva York.

—¿Le parece, Pieter? ¿Ha intentado alguna vez caminar a través de cuatro kilómetros de hielo?

—¡Ah, ya entiendo qué quiere decir, doctora! Imagine lo que dirían en suministros si pidiésemos un par de patines. Claro que no todos sabríamos usarlos, aunque los hubiera a bordo.

—Y hay otro problema —puntualizó Rodrigo—. ¿Se da cuenta de que la temperatura está ya sobre 0? Dentro de poco el hielo comenzará a derretirse. ¿Cuántos astronautas son capaces de nadar cuatro kilómetros? Les aseguro que éste no.

La doctora Ernst se reunió con sus compañeros en el borde de la escarpa, y levantó triunfal la botellita con la muestra de agua.

—Es un largo camino por unos pocos centímetros cúbicos de agua sucia, pero es posible que esta agua nos enseñe más sobre Rama que-cualquier cosa descubierta hasta el momento. Volvamos a casita.

Se volvieron hacia las luces distantes del cubo, desplazándose con las largas zancadas que habían probado ser el modo más confortable de caminar en esa gravedad reducida. Miraban a menudo hacia atrás, atraídos por el enigma de esa isla allá, en el centro del mar helado.

Y sólo una vez la doctora Ernst creyó sentir la leve caricia de una suave brisa en la mejilla.

La impresión no se repitió, y rápidamente quedó olvidada.

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