19. Una advertencia de Mercurio

Era la primera vez en varias semanas que todos los miembros del Comité Rama se habían hecho presentes. El profesor Solomons emergió de las profundidades del Pacifico, donde había estado estudiando operaciones de minería en canales de alta mar. Y a nadie sorprendió la reaparición del doctor Taylor, ahora que había por lo menos una posibilidad de que Rama contuviera algo más nuevo que artefactos inanimados.

El presidente del Comité esperaba que el doctor Perera se mostrara aún más dogmáticamente enérgico que de costumbre, después de haberse confirmado su predicción de un huracán en Rama. Para gran sorpresa de Su Excelencia, Perera se mostró extraordinariamente humilde y aceptó las felicitaciones de sus colegas con un gesto tan próximo a la turbación como parecía imposible esperar de él.

En realidad, el exobiólogo se sentía profundamente mortificado. El espectacular estallido del Mar Cilíndrico era un fenómeno mucho más obvio que los vientos huracanados, y sin embargo se le había pasado por alto completamente. Haber recordado que el aire caliente se levanta, pero haber olvidado que el hielo se contrae al derretirse, no era un triunfo del cual pudiera sentirse muy orgulloso. Con todo, pronto se iba a sobreponer de ello y recobraría su normal y olímpica confianza en sí mismo.

Cuando el presidente le concedió la palabra y le preguntó qué otros cambios climáticos esperaba, puso especial cuidado en no especificar demasiado ningún punto.

—Deben ustedes comprender —explicó— que la meteorología de un mundo tan extraño como Rama puede depararnos muchas otras sorpresas. Pero si mis cálculos son correctos, no habrá más tempestades, y las condiciones serán estables. Se producirá un lento aumento de temperatura hasta el perihelio y un poco más, pero eso no será de nuestra incumbencia porque el Endeavour deberá alejarse mucho antes.

—¿De modo que usted considera que pronto no habrá riesgos en que nuestra gente vuelva al interior de Rama?

—Esto… probablemente. Lo sabremos con seguridad dentro de cuarenta y ocho horas.

—Se impone volver —opinó el embajador de Mercurio—. Debemos enterarnos de cuanto sea posible sobre Rama. La situación ha cambiado por completo.

—Creo que sabemos qué quiere usted significar. Pero, ¿no podría ser más explícito?

—Por supuesto. Hasta ahora hemos dado por sentado que Rama está muerto, o hasta cierto punto sin control. Pero ya no podemos pensar que se trata de un mundo abandonado, a la deriva, por el espacio. Aun cuando no haya en él seres vivientes, cabe en lo posible que lo dirijan y controlen mecanismos robots, programados para realizar alguna misión, quizá desventajosa para nosotros. Por desagradable que nos resulte, debemos considerar la cuestión de la defensa propia.

Se oyeron voces de protesta, y el presidente levantó la mano para imponer orden.

—¡Dejen terminar a Su Excelencia! —rogó—. Nos guste o no, la idea debe ser considerada seriamente.

—Con todo el respeto debido al Embajador —dijo Taylor con su tono más irrespetuoso—, opino que debemos descartar por ingenuo el temor de una intervención malévola. Seres tan adelantados como los ramanes, deben tener reglas de conducta y una ética correspondiente desarrolladas. De otra manera se hubieran destruido a sí mismos, como casi lo hicimos nosotros en el siglo veinte. Lo aclaré bien en mi último libro Etica y Cosmos. Espero que hayan recibido el ejemplar que les envié.

—Sí, gracias; aunque lamento que la urgencia de otros asuntos no me haya permitido pasar del prefacio. Sin embargo, estoy familiarizado con la tesis en general. Tal vez no tengamos intenciones malévolas hacia un hormiguero, pero si deseamos construir una casa en el mismo lugar..

—¡Pero esto es tan malo como el grupo Pandora! ¡Esto es nada menos que xenofobia interestelar!

—¡Por favor, caballeros! Esta discusión no resuelve nada. Señor Embajador, continúa usted en el uso de la palabra.

A través de trescientos ochenta mil kilómetros el presidente del Comité miró con el ceño fruncido a Conrad Taylor, quien de mala gana se apaciguó, como un volcán que espera su momento.

—Gracias —dijo el embajador de Mercurio—. El peligro puede ser improbable, pero estando en juego el futuro de la especie humana, no tenemos derecho a correr ningún riesgo. Y, si se me permite decirlo, nosotros, los mercurianos somos los más interesados en el asunto. Consideramos que tenemos más motivo de alarma que los de otros planetas.

Taylor lanzó un bufido audible, pero fue reprimido al punto por otra mirada dura procedente de la Luna.

—¿Por qué Mercurio, más que cualquier otro planeta? —preguntó el presidente.

—Consideremos la dinámica de la situación. Rama ya se encuentra dentro de nuestra órbita. Es sólo una suposición que seguirá su viaje alrededor del Sol y se internará nuevamente en el espacio. ¿Y si realiza una maniobra de freno? Si lo hace será en el perihelio, más o menos dentro de treinta días. Mis científicos me dicen que si todo el cambio de velocidad se realiza allí, Rama terminará en una órbita circular a sólo veinticinco millones de kilómetros del Sol. Y desde allí podría dominar a todo el sistema solar.

Durante un largo rato nadie —ni siquiera Taylor —pronunció una palabra. Todos los miembros del comité estaban ocupados concentrando sus pensamientos en esa gente difícil, los habitantes de Mercurio, tan bien representados en esa mesa redonda por su embajador.

Para la mayoría de las personas, Mercurio era una buena aproximación del infierno; por lo menos hasta que algo peor apareciera. Pero los mercurianos estaban orgullosos de su extraño planeta, con sus días más largos que sus años, sus dobles salidas y puestas del sol, sus ríos de metal fundido. En comparación, la Luna y Marte eran desafios triviales para el hombre. Sólo cuando lograra poner el pie en Venus (si eso ocurría alguna vez) hallaría el hombre un medio más hostil que el de Mercurio.

Y sin embargo ese mundo resultó ser, en muchos sentidos, la llave del sistema solar. Esto parecía obvio en la actualidad, mas la Era Espacial contaba casi un siglo cuando se tuvo plena conciencia de ese hecho. Y ahora los mercurianos no permitían que nadie lo olvidara.

Mucho antes de que los hombres descendieran en el planeta, la anormal densidad de Mercurio daba una.idea de los pesados elementos que contenía; aun así, su riqueza fue causa de inagotable asombro, y postergó por mil anos los temores de que se agotaran los metales clave de la civilización humana. Y esos tesoros se encontraban en el mejor lugar posible, un planeta donde el poder del sol era diez veces superior al de la fría Tierra.

Energía ilimitada, metal ¡limitado: eso era Mercurio. Sus inmensos cohetes magnéticos de lanzamiento podían catapultar productos manufacturados a cualquier punto del sistema solar. También podía exportar energía, en isótopos de transuranio sintético, o radiación pura. Hasta se había propuesto que los rayos Láser de Mercurio deshelaran un día al gigantesco Júpiter, pero esta idea no fue bien recibida por los otros mundos. Una tecnología capaz de «cocinar. a Júpiter ofrecía demasiadas posibilidades tentadoras para la extorsión interplanetaria.

Que una preocupación de esa naturaleza hubiera sido expresada en alguna oportunidad decía mucho sobre la actitud general hacia los mercurianos. Ellos eran respetados por su resistencia, su tenacidad, su habilidad en el campo de la ingeniería, y admirados por la forma como habían conquistado un mundo tan temible. Pero no se les quería, y menos aun se les tenía confianza plena.

Lo cual no era óbice para apreciar su punto de vista. Los mercurianos, solía decirse con buen humor, se conducian a veces como si el Sol fuese de su propiedad particular. Estaban unidos a él con una relación íntima de amor-odio, tal como los vikingos estuvieron una vez unidos al mar, los nepaleses con el Himalaya, los esquimales con su tundra. Se sentirían realmente desdichados, frustrados, si algo se interpusiera entre ellos y la fuerza natural que dominaba y controlaba sus vidas.

Al fin, el presidente quebró el largo silencio. Recordaba el sol de la india, y se estremecía al pensar en él sol de Mercurio. De modo que tomó a los mercurianos en serio, aun cuando los consideraba toscos y bárbaros tecnológicos.

—Creo que su argumentación tiene algún mérito, señor Embajador —expresó con lentitud—. ¿Tiene usted algunas propuestas?

_Sí, señor. Pero antes de resolver qué medidas tomar, debemos estar en posesión de los hechos. Conocemos la geografia de Rama (si se puede utilizar ese término) pero no tenemos idea alguna de sus capacidades. Y la clave del problema es ésta: ¿posee Rama un sistema de propulsión ? ¿Puede cambiar de órbita ? Me interesaría mucho la opinión del doctor Perera al respecto.

—He pensado mucho sobre la cuestión —respondió el exobiólogo—. Por supuesto, Rama debe haber sido lanzado al espacio por medio de algún sistema de propulsión, pero ése fue sin duda sólo un ímpulsador externo. Ahora, si tiene un sistema de propulsión interno, no hemos hallado señal alguna. Por cierto no hay orificios de escape para cohetes, ni nada similar, en ninguna parte de la corteza externa.

—Podrían estar ocultos.

—Cierto, pero eso parece tener poco sentido. ¿Y dónde están los depósitos de carburante, las fuentes de energía? La corteza principal de Rama es sólida; lo hemos verificado con exámenes sísmicos. Las cavidades del casquete norte se explican con la existencia de los sistemas de cerraduras mecánicas.

»Eso nos deja el extremo sur de Rama, que el comandante Norton no ha podido alcanzar debido a esa faja de agua de diez kilómetros de ancho. Hay toda clase de curiosos mecanismos y estructuras allá arriba, en el Polo Sur; ustedes han visto ya las fotograflas. Qué son, es cuestión de adivinarlo.

»Pero estoy razonablemente seguro de lo siguiente: si Rama tiene en realidad un sistema de propulsión, se trata de algo completamente fuera de nuestro presente conocimiento. De hecho, tendría que ser la fabulosa ‘conducción espacial’ de la que se ha venido hablando en los últimos doscientos años.

—¿Usted no lo descartaría, doctor Perera?

—Por cierto que no. Si podernos probar que Rama cuenta con un sistema de conducción espacial, y aun cuando no logremos averiguar nada sobre su modo de operar, habremos realizado un descubrimiento importantísimo. Sabríamos por lo menos que tal cosa es posible.

—¿Qué es un sistema de conducción espacial? —inquirió el embajador de la Tierra un tanto quejumbrosamente.

—Cualquier clase de sistema de propulsión, Sir Robert, que no esté basado en el principio del cohete. La antigravedad (si tal cosa es posible) seria una buena explicación. Hasta el presente no sabemos dónde buscar esa impulsión, y la mayoría de los científicos dudan de que exista.

—No existe —intervino el profesor Davidson—. Newton lo afirmó. No se puede obtener acción sin reacción. La conducción espacial es una tontería. Se lo aseguro.

—Es posible que tenga razón —replicó Perera con inusitada suavidad—. Pero si Rama no cuenta con un sistema de impulsión espacial, no tiene impulso en absoluto. Simplemente, no hay cabida para el sistema convencional de propulsión, con sus enormes tanques de combustible.

—Resulta difícil imaginar un mundo empujado de un lado al otro —dijo Solomons—. ¿Qué pasaría en ese caso con los objetos en su interior? Todo tendría que estar atornillado. Muy inconveniente.

—Bueno, en ese caso es probable que la aceleración fuera muy débil. El problema mayor lo presentaría el agua del Mar Cilíndrico. ¿Cómo se lograría evitar que…

La voz de Perera se perdió en el silencio y los ojos se le pusieron vidriosos. Parecía estar al borde de la epilepsia o de un ataque cardíaco. Sus colegas le observaron alarmados hasta que, de pronto, pareció recobrarse de golpe, dio un puñetazo en la mesa, y gritó:

—¡Pero, claro! ¡Eso lo explica todo! El acantilado sur… ¡ahora tiene sentido!

—No para mí —rezongó el embajador lunar, hablando por todos los diplomáticos presentes.

—Observemos este corte longitudinal de Rama —prosiguió Perera excitado, desplegando su mapa—. ¿Tienen ustedes sus copias?… El Mar Cilíndrico está encerrado entre dos escarpas que circundan por completo el interior de Rama. La escarpa del norte tiene sólo cincuenta metros de alto. La del sur, en cambio, tiene casi medio kilómetro. ¿Por qué esa gran diferencia? Nadie ha podido dar con una razón plausible.

»Pero supongamos que Rama «pueda» impelerse a si mismo, acelerando de tal modo que el extremo norte quede adelante. El agua del mar tenderá a moverse hacia atrás; el nivel en el sur se elevará, tal vez cientos de metros. De ahí la altura de la escarpa sur. Veamos…

Comenzó a garabatear furiosamente. Al cabo de un tiempo sorprendentemente corto —no pudieron haber pasado más de veinte segundos— levantó la cabeza con expresión triunfante.

—Conociendo la altura de esas escarpas, podemos calcular el máximo de aceleración que Rama puede obtener. Si fuese más del dos por ciento de una gravedad, el mar se desbordaría sobre el continente sur.

—¿Un quincuagésimo de «g»? Eso no es mucho —objetó alguien.

—Para una masa de diez millones de megatones, lo es. Y es cuanto se necesita para la maniobra astronómica. —Muchas gracias, doctor Perera —dijo el embajador de Mercurio—. Nos ha dado usted mucho en que pensar. Señor presidente, ¿es posible convencer al comandante Norton de la importancia de explorar la región polar sur?

—El comandante está haciendo lo posible. El mar es un obstáculo, naturalmente. En estos momentos intentan construir alguna especie de balsa, para poder llegar por lo menos hasta Nueva York.

»El Polo Sur puede ser aún más importante. Entretanto, llevaré estos asuntos a la atención de la Asamblea General. ¿Cuento con la aprobación de ustedes, señores embajadores?

No hubo objeciones, ni siquiera por parte del doctor Taylor. Pero justo en el momento en que los miembros del Comité iban a cortar la transmisión retirándose del circuito, Sir Lewis levantó la mano.

El viejo historiador rara vez hablaba; cuando lo hacia, todo el mundo escuchaba.

—Supongamos que descubrimos que Rama es activo y tiene esas capacidades. Hay un antiguo dicho en cuestiones militares, de que la capacidad no implica intención.

—¿Cuánto debernos esperar para descubrir cuáles son las intenciones de Rama? —preguntó el mercuriano—. Cuando las descubramos puede ser demasiado tarde.

—Ya es demasiado tarde —replicó Sir Lewis—. Nada hay que podamos hacer que pueda afectar a Rama. En verdad, dudo que lo haya habido en algún momento.

—No admito eso, Sir Lewis. Hay muchas cosas que podemos hacer… si llega a ser necesario. Pero el tiempo es desesperadamente corto. Rama es un huevo cósmico, incubado por los fuegos del Sol. Puede abrirse en cualquier momento.

El presidente del Comité miró al embajador de Mercurio con franca estupefacción. Rara vez se había sentido tan asombrado en su carrera diplomática. jamás hubiera sonado que un mercuriano fuese capaz de tal vuelo poético de la imaginación.

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