Caminaban sin cesar del amanecer al ocaso, atravesaban bosques, huertos y campos labrados de manera primorosa; cruzaban aldeas diminutas, populosas plazas de mercado y pueblos fortificados. Al caer la noche acampaban y cenaban bajo la luz de la Espada Roja. Los hombres se turnaban para montar guardia. A través de los árboles, Arya divisaba las hogueras de los campamentos de otros viajeros. El número de campamentos se incrementaba noche tras noche, y durante el día había cada vez más tráfico en el camino real.
Circulaban mañana, tarde y noche, ancianos con niños, hombres corpulentos y menudos, chiquillas descalzas y mujeres con bebés de pecho. Algunos granjeros conducían carros, o traqueteaban montados en carromatos tirados por bueyes. Otros, muchos, iban a lomos de monturas dispares: caballos de tiro, ponis, asnos, mulos… cualquier cosa que pudiera caminar, galopar o rodar. Una mujer tiraba de una vaca lechera con una niña montada en la grupa. Arya vio a un herrero que empujaba una carretilla en la que llevaba todas sus herramientas, martillos, tenazas, hasta un yunque, y poco más tarde vio a otro hombre, con otra carretilla, sólo que éste transportaba a dos bebés envueltos en una manta. La mayor parte de los viajeros se movían a pie, cargados con sus posesiones, y con el cansancio y el recelo dibujados en el rostro. Iban hacia el sur, hacia la ciudad, en dirección a Desembarco del Rey, y apenas uno de cada cien se molestaba en intercambiar un saludo con Yoren y sus protegidos, que avanzaban hacia el norte. Arya no sabía por qué eran los únicos que seguían aquella dirección.
Muchos de los viajeros iban armados; Arya vio puñales, dagas, hachas y guadañas, y de cuando en cuando alguna que otra espada. Algunos se habían hecho garrotes con ramas de árbol o llevaban cayados nudosos. Lanzaban miradas anhelantes a sus carromatos y acariciaban sus armas, pero siempre dejaban que la columna se alejara. Llevaran lo que llevaran en los carromatos, treinta hombres eran demasiados.
«Mira con los ojos —le había dicho Syrio—. Escucha con los oídos.»
Cierto día, una loca empezó a gritarles desde la vera del camino.
—¡Idiotas! ¡Os van a matar, idiotas! —Estaba flaca como un espantapájaros, tenía los ojos hundidos y los pies ensangrentados.
A la mañana siguiente, un acicalado comerciante tiró de las riendas de su yegua gris para detenerla junto a Yoren, y se ofreció a comprarle los carromatos y su contenido por una cuarta parte de su valor.
—Estamos en guerra, os quitarán lo que quieran; haríais mejor en vendérmelo a mí, amigo mío.
Yoren encogió los hombros encorvados con un gesto despectivo y escupió.
Aquel mismo día, Arya vio la primera tumba; era un montículo pequeño, en el margen del camino, excavada para un niño. Habían clavado un cristal en la tierra blanda, y Lommy quiso apoderarse de él, pero el Toro le dijo que dejara en paz a los muertos. Pocas leguas más adelante, Praed señaló otra serie de tumbas, una hilera, todas recién excavadas. Después fue raro que pasara un día sin que divisaran alguna.
En cierta ocasión, Arya se despertó en la oscuridad, sobresaltada sin motivo aparente. Sobre ella, la Espada Roja hendía el cielo estrellado. La noche le pareció demasiado callada, extrañamente tranquila, aunque alcanzaba a oír los ronquidos quedos de Yoren, el chisporroteo del fuego y hasta a los asnos, que se movían a cierta distancia. Pero sentía como si el mundo estuviera conteniendo el aliento, y el silencio hizo que se estremeciera. Volvió a dormirse, empuñando Aguja con fuerza.
Cuando llegó la mañana y Praed no despertó, Arya se dio cuenta de que lo que le había faltado era el sonido de su tos. Ellos también excavaron una tumba y enterraron al mercenario en el mismo lugar donde se había quedado dormido. Antes de que lo cubrieran de tierra, Yoren lo despojó de todo lo que fuera de valor. Uno de los hombres quiso sus botas; otro, su daga. Empaquetaron la cota de malla y el yelmo. Yoren entregó a Toro la espada larga.
—Con esos brazos que tienes, igual aprendes a usarla —le dijo.
Uno de los chicos, un tal Tarber, echó un puñado de bellotas sobre el cuerpo de Praed, para que creciera un roble que marcara aquel lugar.
Aquella misma noche se detuvieron en un poblado, en una posada con muros cubiertos de hiedra. Yoren contó las monedas que llevaba en la bolsa y decidió que tenían suficientes para una cena caliente.
—Dormiremos al aire libre, como siempre, pero hay unos baños, por si a alguno os apetece un poco de agua caliente y jabón.
Arya no se atrevió a aprovechar la oferta, aunque a aquellas alturas ya olía tan mal como Yoren, con un hedor acre y penetrante. Algunas de las criaturas que habitaban sus ropas la habían acompañado desde el Lecho de Pulgas. No le parecía justo ahogarlas. Tarber, Pastel Caliente y el Toro se unieron a la cola de hombres que querían bañarse. Otros se acomodaron ante los baños. El resto se apelotonó en la sala común. Yoren incluso mandó a Lommy con picheles de cerveza para los tres de los grilletes, que habían dejado encadenados en su carromato.
Tanto los que se habían bañado como los que no, cenaron empanadas calientes de cerdo y manzanas asadas. El posadero los invitó a una ronda de cerveza.
—Un hermano mío vistió el negro, hace ya años. Trabajaba como criado, y era muy listo, pero un día lo vieron coger un pellizco de pimienta de la mesa de su señor. Le gustaba la pimienta, nada más. Y sólo fue un pellizco, pero Ser Malcolm era intransigente. ¿Hay pimienta en el Muro? —Yoren hizo un gesto de negación, y el hombre suspiró—. Qué pena. A Lync le encantaba la pimienta.
Arya bebió con precaución sorbos de su pichel, intercalándolos con bocados de la empanada recién salida del horno. Recordó que a veces su padre les dejaba beber un vasito de cerveza. Sansa hacía muecas, no le gustaba el sabor y decía que el vino era mucho más delicado, pero a Arya le agradaba. Al pensar en Sansa y en su padre se puso triste.
La posada estaba atestada de gente que viajaba hacia el sur, y la sala entera prorrumpió en gritos despectivos cuando Yoren dijo que ellos iban en dirección contraria.
—Ya veréis cómo volvéis pronto —le aseguró el posadero—. Al norte no hay nada. Los campos están quemados, y la poca gente que queda se ha encerrado en las fortalezas. No dejan de pasar hombres armados.
—Eso no tiene nada que ver con nosotros. No hacemos diferencia entre Tully o Lannister. La Guardia no toma partido.
«Lord Tully es mi abuelo», pensó Arya. Aquello tenía mucho que ver con ella, pero se mordió el labio, guardó silencio y siguió escuchando.
—No son sólo los Tully y los Lannister —insistió el posadero—. Los salvajes de las Montañas de la Luna han bajado, a ver cómo les explicáis a ellos que no tomáis partido. Y los Stark también están en danza; ha bajado el joven señor, el hijo de la Mano que murió…
Arya se irguió como un resorte y prestó toda su atención. ¿Acaso hablaba de Robb?
—Me han dicho que ese chico entra en combate montado a lomos de un lobo —dijo un hombre de pelo color pajizo con un pichel en la mano.
—Patrañas —escupió Yoren.
—Pues el tipo que me lo contó lo había visto con sus propios ojos. Me juró que era un lobo grande como un caballo.
—Por mucho que se jure algo no pasa a ser verdad, Hod —dijo el posadero—. Sin ir más lejos, no dejas de jurar que me vas a pagar lo que me debes, y aún no he visto ni una moneda.
La sala estalló en carcajadas, y el hombre del pelo pajizo se puso rojo.
—Ha sido un mal año de lobos —dijo un viajero cetrino, con una capa verde manchada por el polvo del camino—. En las cercanías del Ojo de Dioses las manadas son cada vez más atrevidas, tanto como nadie recuerda. Matan ovejas, vacas, perros… les da igual, y no temen a los hombres. El que se adentra en esos bosques de noche pone en peligro su vida.
—Bah, también son patrañas, y no más ciertas que la otra.
—Mi prima me contó lo mismo, y no es de las que mienten —intervino una anciana—. Dice que hay una manada inmensa, cientos de lobos asesinos. Los guía una loba enorme, un ser del séptimo infierno.
¿Una loba? Arya bebió un trago de cerveza. Tal vez… ¿Estaría el Ojo de Dioses cerca del Tridente? Habría dado cualquier cosa por tener un mapa. Cerca del Tridente era donde había dejado a Nymeria. Ella no quería, pero Jory le dijo que no tenía elección, que si regresaban con la loba la matarían porque había mordido a Joffrey, aunque se lo tenía bien merecido. Tuvieron que gritar, espantarla y tirarle piedras, pero hasta que no le acertaron unas cuantas de las que lanzó Arya no dejó de seguirlos.
«Seguro que a estas alturas ya ni me conoce —pensó la niña—. Y si me conoce, me odia.»
—Me contaron que esa loba del infierno entró un día en una aldea —siguió el de la capa verde—. Era día de mercado, había gente por todas partes, y la loba entró como si nada, sin el menor temor, y arrancó a un niño de los brazos de su madre. Cuando se lo dijeron a Lord Mooton, él y sus hijos juraron que acabarían con ella. Le siguieron el rastro hasta su guarida con una manada de sabuesos, y salvaron el pellejo de milagro. Pero de los perros no volvió ni uno. Ni uno.
—Eso son cuentos —le espetó Arya sin poder contenerse—. Los lobos no comen bebés.
—¿Y tú qué sabes de eso, muchacho? —quiso saber el hombre de la capa verde.
—No le hagas caso —dijo Yoren, agarrándola por el brazo antes de que se le ocurriera qué responder—, al chico le ha sentado mal la cerveza, está mareado.
—No es verdad. No comen bebés…
—Afuera, chico… y no vuelvas hasta que no aprendas a tener la boca cerrada mientras hablan los hombres. —La empujó sin miramientos hacia la puerta lateral que daba a los establos—. Largo. Ve a ver si el mozo de cuadras ha dado de beber a los caballos.
—No comen bebés —murmuró Arya indignada entre dientes al salir. Le dio una patada a una piedra, que rodó hasta detenerse debajo de los carromatos.
—Chico —lo llamó desde dentro una voz amistosa—. Chico guapo.
Uno de los hombres encadenados hablaba con ella. Arya se acercó con precaución, con la mano en la empuñadura de Aguja.
El prisionero alzó la mano en la que tenía el pichel. Sus cadenas tintinearon.
—A uno le gustaría otro trago de cerveza. A uno le entra sed, de tanto llevar estos grilletes tan pesados. —Era el más joven de los tres, esbelto, de rasgos delicados, siempre sonriente. Tenía el cabello rojo por un lado y blanco por el otro, lleno de la suciedad de la jaula y del viaje—. A uno le iría bien un baño, también —siguió al ver que Arya lo miraba—. Y el chico se ganaría un amigo.
—Ya tengo amigos —replicó Arya.
—¿Dónde están? —dijo el que no tenía nariz. Era recio y rechoncho, con manos enormes. Un espeso vello negro le cubría los brazos, las piernas y el pecho, incluso la espalda. A Arya le recordó un dibujo que había visto en un libro, la imagen de un simio de las Islas del Verano. Con aquella oquedad en la cara costaba trabajo mirarlo mucho rato seguido.
El calvo abrió la boca y siseó como si fuera un inmenso lagarto blanco. Cuando Arya retrocedió un paso, sobresaltada, abrió la boca y agitó la lengua en dirección a ella. Pero no era una lengua, sino un muñón.
—No hagas eso —barboteó.
—En las celdas negras uno no puede elegir a sus compañeros —dijo el atractivo, el del pelo blanco y rojo. Su manera de hablar tenía algo que le recordaba a Syrio; era semejante y muy diferente al mismo tiempo—. Estos dos carecen de todo sentido de la cortesía. Uno tiene que pedir disculpas. Te llamas Arry, ¿verdad?
—Chichones —dijo el que no tenía nariz—. Chichones Carasucia Espadapalo. Ten cuidado, Lorath, que te pega con el palo.
—Uno se avergüenza de los que lo acompañan, Arry —siguió el atractivo—. Uno tiene el honor de ser Jaqen H’ghar, otrora de la Ciudad Libre de Lorath. Y desearía estar allí. Los descorteses compañeros de cautiverio de uno son Rorge… —Hizo un gesto con el pichel en dirección al hombre sin nariz—. Y Mordedor. —Mordedor siseó de nuevo en dirección a ella, mostrando los dientes amarillentos y limados en punta—. Todo el mundo debe tener un nombre, ¿no? Mordedor no habla y Mordedor no escribe, pero tiene los dientes muy afilados, así que uno lo llama Mordedor, y él sonríe. ¿Estás fascinado?
—No. —Arya retrocedió para alejarse del carromato. «No me pueden hacer daño —se dijo—. Están encadenados.»
—Uno está a punto de llorar —dijo el hombre poniendo boca abajo su pichel.
Rorge, el que carecía de nariz, soltó una maldición y le tiró su jarra. Los grilletes le entorpecían los movimientos, pero aun así habría estrellado el pesado pichel de peltre contra su cabeza si Arya no se hubiera apartado de un salto.
—¡Tráenos más cerveza, grano de pus! ¡Venga!
—¡Cierra el pico!
Arya trató de imaginar qué habría hecho Syrio. Desenvainó su espada de madera, la de entrenamiento.
—Acércate más —dijo Rorge—, ¡te voy a meter ese palo por el culo hasta el cuello!
«El miedo hiere más que las espadas —pensó Arya, y se obligó a acercarse al carromato. Cada paso le costaba más que el anterior—. Fiera como un carcayú, tranquila como las aguas en calma.» Las palabras cantaban en su mente. Syrio no habría tenido miedo. Ya estaba tan cerca como para tocar la rueda cuando Mordedor se puso en pie y trató de agarrarla entre el tintineo de las cadenas. Los grilletes detuvieron sus manos a diez centímetros de la cabeza de Arya. El hombre siseó.
Arya lo golpeó. Con fuerza, justo entre los ojos diminutos.
Mordedor retrocedió entre gritos y luego se lanzó hacia ella con todo su peso, tirando de las cadenas. Los eslabones se deslizaron y se tensaron, y Arya oyó el crujido de la madera vieja y seca cuando las grandes argollas de hierro estuvieron a punto de saltar de los tablones del carromato. Unas enormes manos blancuzcas sacudieron el aire en dirección a ella, y las venas se hincharon a lo largo de los brazos de Mordedor, pero las cadenas aguantaron, y por fin el hombre se derrumbó hacia atrás. La sangre le manaba de las llagas de las mejillas.
—Un chico con más valor que sentido común —observó el que había dicho llamarse Jaqen H’ghar.
Arya se alejó del carromato, sin darle la espalda. Al notar una mano en el hombro, se giró de un salto blandiendo de nuevo la espada de madera, pero no era más que el Toro.
—¿Qué haces? —El muchacho había alzado las manos en gesto defensivo—. Yoren dijo que no nos acercáramos a esos tres.
—A mí no me dan miedo —dijo Arya.
—Será porque eres idiota. A mí sí me dan miedo. —El Toro puso la mano en el puño de su espada, y Rorge se echó a reír—. Vámonos lejos de ellos.
Arya arrastró los pies por el suelo, pero siguió al Toro. Dieron la vuelta al edificio hasta llegar a la fachada de la posada, seguidos por las carcajadas de Rorge y los siseos de Mordedor.
—¿Quieres pelear? —preguntó al Toro. Tenía ganas de propinar golpes.
El muchacho la miró y parpadeó, sobresaltado. Los mechones de espeso cabello negro, todavía mojados tras el baño, le caían sobre los ojos azules.
—Te puedo hacer daño.
—No me harás daño.
—No sabes lo fuerte que soy.
—Y tú no sabes lo veloz que soy yo.
—Tú te lo has buscado, Arry. —Desenvainó la espada larga de Praed—. Es de acero barato, pero acero real.
—Ésta es de buen acero —dijo Arya mientras sacaba a Aguja de su funda—, así que es más real que la tuya.
El Toro sacudió la cabeza.
—¿Prometes que no llorarás si te corto?
—Lo prometo si tú lo prometes. —Giró de lado para adoptar su postura de bailarina del agua, pero el Toro no se movió. Tenía los ojos clavados en un punto detrás de ella—. ¿Qué pasa?
—Capas doradas.
Su rostro se tensó.
«No es posible», pensó Arya, pero al darse la vuelta los vio cabalgando por el camino real, eran seis hombres con las cotas de malla negras y las capas doradas de la Guardia de la Ciudad. Uno de ellos tenía rango de oficial. Llevaba una coraza negra esmaltada, adornada con cuatro discos dorados. Se detuvieron delante de la posada. «Mira con los ojos», le susurró la voz de Syrio. Sus ojos vieron espuma blanca bajo las sillas; aquellos caballos habían galopado un largo trecho. Tranquila como las aguas en calma, cogió al Toro por el brazo y lo arrastró detrás de un seto en flor.
—¿Qué pasa? —le preguntó el muchacho—. ¿Qué estás haciendo? Suéltame.
—Silencioso como una sombra —susurró ella al tiempo que lo obligaba a agacharse.
Otros pupilos de Yoren estaban sentados ante la casa de baños, a la espera de que les llegara su turno.
—¡Eh, vosotros! —les gritó uno de los capas doradas—. ¿Sois los que partisteis para vestir el negro?
—Es posible —fue la cauta respuesta.
—Preferiríamos estar con vosotros —dijo el viejo Reysen—. Se dice que en el Muro hace frío del de verdad.
—Tengo una orden de arresto contra un muchacho… —empezó el oficial de los capas doradas mientras desmontaba.
—¿Y quién busca a ese muchacho? —Yoren salió de la posada, pasándose los dedos por la enmarañada barba negra.
Los otros capas doradas habían desmontado y permanecían junto a sus caballos.
—¿Por qué nos escondemos? —preguntó el Toro en un susurro.
—Vienen a por mí —respondió también en susurros. La oreja del chico olía a jabón—. No hagas ruido.
—Son órdenes de la reina, anciano, nada que te concierna —dijo el oficial al tiempo que se sacaba un documento del cinturón—. Aquí tienes, la orden con el sello de Su Alteza.
Detrás del seto, el Toro sacudió la cabeza en gesto dubitativo.
—¿Por qué te iba a buscar a ti la reina, Arry?
—¡Que no hagas ruido! —Arya le dio un puñetazo en el hombro.
Yoren pasó el dedo por la orden y por el círculo de cera dorada.
—Muy bonito. —Escupió al suelo—. Lo malo es que el chico está ahora en la Guardia de la Noche. Lo que hiciera en la ciudad me importa una mierda.
—A la reina no le interesa tu opinión, anciano —replicó el oficial—, y a mí tampoco. Me voy a llevar al chico.
Arya pensó en escapar, pero sabía que no llegaría lejos a lomos de su burro mientras los capas doradas iban a caballo. Y estaba cansada de escapar. Había escapado cuando Ser Meryn fue a por ella y volvió a escapar cuando mataron a su padre. Si era una verdadera danzarina del agua, saltaría allí mismo con Aguja en la mano, los mataría a todos y no volvería a escapar de nadie.
—No te vas a llevar a nadie —dijo Yoren, testarudo—. La ley lo dice.
—Ésta es la ley —dijo el capa dorada desenvainando una espada corta.
—Eso no es la ley. —Yoren miró el arma—. No es más que una espada. Y da la casualidad de que yo también tengo una.
—Viejo idiota, ¡he venido con cinco hombres! —El oficial sonrió.
—Da la casualidad de que yo tengo treinta. —Yoren escupió.
Los capas doradas estallaron en carcajadas.
—¿Esa pandilla? —dijo un patán corpulento con la nariz rota—. ¿Cuál va primero? —gritó al tiempo que mostraba su acero.
—Yo —contestó Tarber después de arrancar una horca de una paca de heno.
—No, yo —exigió Cutjack, el albañil regordete, sacándose el martillo del delantal de cuero que llevaba siempre.
—Yo. —Kurz se levantó del suelo, con su cuchillo de desollar en la mano.
—Éste y yo. —Koss echó mano de su arco.
—Todos nosotros —dijo Reysen, agarrando el largo cayado de madera que llevaba.
Dobber salió de los baños, desnudo y con sus ropas hechas un fardo, vio lo que estaba sucediendo y lo soltó todo menos la daga.
—¿Hay una pelea? —preguntó.
—Parece que sí —respondió Pastel Caliente, que estaba a cuatro patas y buscaba una piedra grande que tirarles.
Arya no daba crédito a lo que veían sus ojos. ¡Pero si detestaba a Pastel Caliente! ¿Por qué se arriesgaba por ella?
Al de la nariz rota la situación le seguía pareciendo muy graciosa.
—Vamos, nenitas, soltad los palos y las piedras, o tendremos que daros una azotaina. ¡Pero si no sabéis ni por dónde se coge una espada!
—¡Yo sí! —No iba a permitir que murieran por ella, igual que Syrio. ¡No, no lo toleraría! Atravesó el seto con Aguja en la mano y adoptó su postura de danzarina del agua.
Nariz Rota soltó una risotada. El oficial la miró de arriba abajo.
—Baja esa espada, nenita, no te vamos a hacer daño.
—¡No soy una nenita! —chilló, furiosa. ¿Qué les pasaba? Habían recorrido un largo trecho para atraparla y ahora se quedaban allí, sonrientes, mirándola—. ¡Habéis venido a buscarme a mí!
—Hemos venido a buscarlo a él. —El oficial señaló con su espada corta en dirección al Toro, que se había situado junto a ella, con el acero barato de Praed en la mano.
Pero cometió el error de apartar los ojos de Yoren, aunque fuera sólo durante un momento. De repente, se encontró con la punta de la espada del hermano negro en la nuez de su garganta.
—No te vas a llevar a ninguno de los dos, a menos que quieras que te casque esta nuez. Y si te hacen falta más argumentos, tengo a diez o quince hermanos más dentro de la posada. Yo que tú soltaría ese cuchillito, pondría las nalgas sobre el caballo y galoparía de vuelta a la ciudad. —Escupió al suelo e incrementó la presión de su espada—. Vamos. —El oficial abrió los dedos. La espada cayó al suelo—. Nos la quedamos —añadió Yoren—. En el Muro siempre va bien un buen acero.
—Como quieras. Por ahora. Vamos. —Los capas doradas envainaron las armas y montaron—. Más vale que corras hacia tu Muro, anciano. La próxima vez que te alcance, me llevaré tu cabeza junto con la del bastardo.
—No serás el primero que lo intenta. —Yoren dio un golpe de plano con la espada en la grupa de la montura del oficial, y el animal salió al galope por el camino real. Sus hombres lo siguieron.
Pastel Caliente empezó a lanzar aullidos de alegría en cuanto se perdieron de vista, pero Yoren parecía más airado que nunca.
—¡Idiota! ¿Te parece que esto ha terminado? La próxima vez no perderá tiempo con bravuconadas ni con órdenes de arresto. Sacad a los demás de los baños, tenemos que partir ya. Viajaremos toda la noche, puede que así los mantengamos a distancia. —Recogió la espada corta que el oficial había dejado caer—. ¿Quién quiere esto?
—¡Yo! —gritó Pastel Caliente.
—No se la claves a Arry. —Le tendió la espada con el puño por delante y se dirigió hacia Arya. Pero con quien habló fue con el Toro—. La reina tiene muchas ganas de atraparte, chico.
—Pero, ¿por qué lo busca a él? —Arya no entendía nada.
—¿Y por qué te iba a querer a ti? —le preguntó el Toro con el ceño fruncido—. ¡Si no eres más que una rata de alcantarilla!
—¡Y tú no eres más que un bastardo! —«¿O tal vez fingía que sólo era un bastardo?»—. ¿Cómo te llamas de verdad?
—Gendry —replicó él, aunque no parecía muy seguro.
—No veo por qué os tendrían que buscar a ninguno de los dos —dijo Yoren—, pero da igual, el caso es que no os pueden coger. A partir de ahora iréis en los dos caballos. Al menor atisbo de una capa dorada, galopad hacia el Muro como si un dragón os estuviera pisando los talones. Los demás no les importamos una mierda.
—Tú sí —señaló Arya—. Ese hombre ha dicho que se iba a llevar tu cabeza.
—Bueno… —dijo Yoren—, si me la puede quitar del cuello, que se la quede.