JON

La lluvia azotaba el rostro de Jon mientras espoleaba a su caballo para cruzar el arroyo crecido. El Lord Comandante Mormont, a su lado, se tironeó de la capucha de la capa al tiempo que murmuraba pestes sobre aquel clima. Tenía su cuervo encima del hombro, con las plumas desgreñadas, tan empapado y refunfuñón como el Viejo Oso. Una ráfaga de viento hizo que las hojas mojadas revolotearan en torno a ellos como una bandada de pájaros muertos.

«El Bosque Encantado —pensó Jon de mal humor—. El bosque ahogado, más bien.»

Deseaba que Sam aguantara al final de la columna. No era buen jinete ni siquiera con un clima razonable, y los seis días de lluvia habían hecho que el terreno fuera traicionero, todo barro y rocas ocultas. Cuando el viento soplaba el agua les entraba en los ojos. El Muro se estaría derritiendo en la zona sur, el hielo fundido se mezclaría con la lluvia cálida en ríos y cascadas. Pyp y Sapo estarían junto al fuego en la sala común, bebiendo copas de vino especiado antes de la cena. Jon los envidiaba. Las ropas de lana húmedas se le pegaban a la piel y le picaban, el peso de la cota de malla y la espada hacían que le dolieran a rabiar la espalda y el cuello, y estaba harto de bacalao en salazón, carne en salazón y queso duro.

Por delante de la columna resonó la nota trémula de un cuerno de caza, casi ahogada por el repiqueteo constante de la lluvia.

—El cuerno de Buckwell —anunció el Viejo Oso—. Los dioses son bondadosos; Craster sigue allí.

Maíz —graznó su cuervo, batió una vez las grandes alas negras y volvió a erizar las plumas.

Jon había oído muchas veces a los hermanos negros contar historias sobre Craster y su torreón. En aquel momento iba a verlo con sus ojos. Tras pasar por siete aldeas desiertas, todos temían encontrarse la morada de Craster tan muerta y desolada como el resto, pero al parecer la suerte volvía a sonreírles.

«Puede que el Viejo Oso consiga por fin unas cuantas respuestas —pensó—. Y como mínimo nos podremos refugiar de la lluvia.»

Thoren Smallwood aseguraba que, pese a su desabrida reputación, Craster era amigo de la Guardia.

—Está medio loco, eso no lo niego —había dicho al Viejo Oso—, pero cualquiera lo estaría si se pasara la vida en este bosque maldito. Pese a todo, nunca le ha negado a un explorador un lugar junto a su hoguera, y no siente ningún afecto hacia Mance Rayder. Nos dará buenos consejos.

«Yo me conformo con que nos dé una comida caliente y la ocasión de secarnos la ropa.» Dywen decía que Craster era un asesino, un mentiroso, un violador y un cobarde, y dio a entender que traficaba con esclavos y tenía tratos con los demonios.

—Y más todavía —añadía el viejo guardabosques, entrechocando los dientes de madera—. Ese tipo huele a frío, sí señor.

—Jon —ordenó Lord Mormont—, recorre la columna para transmitir la noticia. Y recuerda a los oficiales que no quiero problemas con las esposas de Craster. Que tengan las manos quietas y no hablen con ellas a menos que sea necesario.

—Sí, mi señor.

Jon dio media vuelta al caballo para volver sobre sus pasos, contento de no tener la lluvia de cara, aunque fuera sólo por un rato. Todos los rostros que vio al pasar parecía como si estuvieran llorando. La columna se alargaba casi un kilómetro en medio de los bosques. Al pasar junto a la caravana, Jon vio a Samwell Tarly, encogido en su silla de montar bajo un sombrero de ala ancha. Iba a lomos de un caballo de tiro, guiando a los otros y los carromatos. El tamborileo de la lluvia contra las lonas que cubrían las jaulas hacía que los cuervos graznaran y revolotearan.

—¿Qué pasa, los has encerrado con un zorro? —lo llamó Jon.

—Ah, hola, Jon. —El agua corrió por el ala del sombrero de Sam cuando el muchacho alzó la cabeza—. No, es que no les gusta la lluvia, igual que a nosotros.

—¿Cómo estás, Sam?

—Mojado. —El chico gordo consiguió esbozar una sonrisa—. Pero hasta ahora sigo vivo.

—Bien. El Torreón de Craster está cerca. Si los dioses son bondadosos, nos dejará dormir junto a su hoguera.

Sam no parecía tan seguro.

—Edd el Penas dice que Craster es un salvaje terrible. Se casa con sus hijas y no obedece más leyes que las suyas. Y Dywen le dijo a Grenn que por sus venas corre sangre negra. Su madre era una salvaje que se acostó con un explorador, así que es un bas… —Se detuvo bruscamente al comprender lo que había estado a punto de decir.

—Un bastardo —rió Jon—. Puedes decirlo, Sam, no es la primera vez que oigo esa palabra. —Picó espuelas a su caballo, un animal pequeño de paso seguro—. Tengo que ir a ver a Ser Ottyn. Ten cuidado con las mujeres de Craster. —Como si a Samwell Tarly le hiciera falta alguna advertencia en ese sentido—. Ya hablaremos más tarde, cuando acampemos.

Jon llevó el mensaje a Ser Ottyn Wythers, que iba a la cabeza de la retaguardia. Era un hombre menudo, de rostro arrugado, de la edad de Mormont. Siempre parecía cansado, hasta en el Castillo Negro, y la lluvia lo había maltratado sin piedad.

—Son buenas noticias —dijo—. La lluvia me ha empapado hasta los huesos, y hasta las ampollas de mis nalgas tienen ampollas de tanto montar.

En el camino de vuelta Jon se apartó de la columna para tomar un atajo por la espesura del bosque. Los sonidos de hombres y caballos fueron enmudeciendo, ahogados por la humedad del follaje verde, y pronto pudo oír el repiqueteo rítmico de la lluvia contra las hojas, los árboles y las rocas. Era media tarde, pero el bosque parecía tan oscuro como si ya hubiera anochecido. Jon siguió un rumbo zigzagueante entre rocas y charcos, pasó junto a grandes robles, centinelas color gris verdoso y palo santos de corteza negruzca. En algunos tramos las ramas tejían un dosel sobre su cabeza, y podía descansar de la lluvia incesante. Al pasar junto a un castaño hendido por un rayo sobre el que crecían rosas blancas silvestres, oyó un crujido en la maleza.

Fantasma —llamó—. Fantasma, conmigo.

Pero el que salió de entre el follaje fue Dywen, tirando de un caballo de hirsutas crines grises sobre el que iba montado Grenn. El Viejo Oso había enviado escoltas a ambos lados de la columna principal, para vigilar la marcha y alertarlos si se acercaba algún enemigo. Como no quería correr riesgos, enviaba a los hombres por parejas.

—Ah, si eres tú, Lord Nieve. —Dywen le dedicó su sonrisa de roble; sus dientes eran de madera y le encajaban mal—. Pensaba que el chico y yo íbamos a tener que encargarnos de uno de esos Otros. ¿Qué pasa, has perdido a tu lobo?

—No, está cazando. —A Fantasma no le gustaba viajar con la columna, pero no estaría lejos. Cuando acamparan para pasar la noche encontraría la tienda que Jon compartía con el Lord Comandante.

—Será pescando, con este tiempo… —dijo Dywen.

—Mi madre siempre dice que la lluvia es buena para la cosecha —aportó Grenn, esperanzado.

—Sí, buena para las cosechas de moho —dijo Dywen—. Lo único bueno que tiene esta lluvia es que así uno se ahorra bañarse.

Castañeteó los dientes de madera.

—Buckwell ha encontrado a Craster —les dijo Jon.

—¿Es que lo había perdido? —rió Dywen—. Eh, vosotros, los jovencitos, nada de rondar a las esposas de Craster, ¿entendido?

—¿Qué pasa, Dywen, las quieres todas para ti? —Jon sonrió.

—Puede, puede. —Dywen volvió a castañetear los dientes—. Craster tiene diez dedos y una polla, así que no sabe contar más que hasta once. Si le desaparecen un par de ellas no las echará en falta.

—En serio, ¿cuántas esposas tiene? —quiso saber Grenn.

—Más de las que tendrás tú en toda tu vida, hermano. Tampoco es tan difícil, las cría él mismo. Ahí viene tu fiera, Nieve.

Fantasma estaba trotando al lado del caballo de Jon, con la cola alta y el pelaje erizado contra la lluvia. Era tan silencioso que Jon no habría sabido decir cuándo había aparecido. Su presencia encabritó al caballo de Grenn; había pasado más de un año, pero los caballos seguían inquietos cada vez que veían al lobo huargo.

Fantasma, conmigo. —Jon picó espuelas en dirección al Torreón de Craster.

Jamás había pensado que encontraría un castillo de piedra al otro lado del Muro, pero al menos sí se había imaginado una edificación sobre un terreno elevado, algo con una muralla defensiva, aunque fuera de madera, y un torreón también de madera. Lo que encontraron fue un montón de basura, una pocilga, un aprisco vacío y una casucha de cáñamo sin ventanas que prácticamente ni merecía aquel nombre. Era una estructura alargada y baja, con grietas tapadas con tablones y techo de hierba. Se encontraba en una elevación del terreno demasiado modesta para considerarla una colina, y estaba rodeada por un dique de tierra. Por la ladera bajaban regueros de lodo, allí donde la lluvia había abierto boquetes en las defensas, que iban a unirse a un arroyo crecido y turbulento de aguas sucias que describía una curva hacia el norte.

Al sudoeste dio con una puerta abierta, flanqueada por un par de palos coronados por cabezas de animales: un oso a un lado y un carnero al otro. Al pasar a caballo Jon se fijó en que del cráneo del oso aún colgaban jirones de carne. Dentro, los exploradores de Jarman Buckwell y los hombres del grupo de Thoren Smallwood estaban alineando a los caballos y plantando las tiendas con muchas dificultades. En la pocilga, un montón de lechones hozaban en torno a tres grandes cerdas. Cerca de allí, una niñita arrancaba zanahorias en un huerto, desnuda bajo la lluvia, mientras dos mujeres ataban un cerdo para sacrificarlo. Los chillidos del animal eran agudos y espantosos, de una angustia casi humana. Los perros de Chett ladraban como locos a modo de respuesta, gruñían y lanzaban dentelladas pese a las maldiciones de su cuidador; un par de los perros de Craster empezaron a ladrar también. Al ver a Fantasma, algunos de los perros huyeron, mientras que otros lanzaron aullidos y gruñidos bajos. El lobo huargo no les hizo caso, al igual que Jon.

«Bueno, al menos treinta de nosotros dormirán en un lugar caliente y seco —pensó Jon tras echar un vistazo a la edificación—. Cincuenta como mucho.» Era un lugar demasiado pequeño para albergar a doscientos hombres, así que la mayoría tendría que dormir fuera. ¿Y dónde? La lluvia había llenado todo el terreno de charcos en los que uno se hundía hasta el tobillo, y el resto era un cenagal. Les esperaba otra noche lúgubre.

El Lord Comandante había confiado su caballo a Edd el Penas. Estaba limpiándole el barro de los cascos cuando Jon desmontó.

—Lord Mormont está dentro —anunció—. Ha dicho que entres. Más vale que dejes al lobo fuera, parece tan hambriento como para comerse a una de las hijas de Craster. La verdad sea dicha, hasta yo tengo tanta hambre como para comerme a una de las hijas de Craster, siempre que me la sirvan caliente. Venga, entra, yo me encargo de tu caballo. Si el interior está caliente y seco, no me lo cuentes. A mí no me han invitado. —Sacó un poco de barro húmedo de debajo de una herradura—. ¿A ti este barro no te parece mierda? A lo mejor la colina entera está hecha de cagadas de Craster.

—Tengo entendido que lleva mucho tiempo aquí. —Jon sonrió.

—No me estás animando nada. Ve a ver al Viejo Oso.

—Quédate aquí, Fantasma —ordenó.

La puerta del Torreón de Craster no era más que dos cortinas de piel de ciervo. Jon se tuvo que inclinar para pasar entre ellas. Dos docenas de capitanes de exploradores lo habían precedido, y estaban de pie en torno a la hoguera para cocinar, en el centro del suelo de tierra, mientras en torno a sus botas se formaban charcos de agua. Allí olía a hollín, a estiércol y a perro mojado. El aire estaba muy cargado de humo, pero seguía siendo húmedo. La lluvia se colaba por el agujero del techo destinado a que saliera el humo de la hoguera. No había divisiones en la estancia, sólo un altillo para dormir al que se llegaba por una astillada escalera de mano.

Jon recordó cómo se había sentido el día que salieron del Muro: nervioso como una doncella, pero al mismo tiempo impaciente por ver los misterios y maravillas que aguardaban más allá de cada nuevo horizonte.

«Pues aquí tienes una de las maravillas —se dijo mientras contemplaba aquel lugar mugriento y maloliente. El humo acre hacía que le llorasen los ojos—. Lástima que Pyp y Sapo no puedan ver lo que se están perdiendo.»

Craster estaba sentado ante el fuego, era el único que disfrutaba de una silla propia. Hasta el Lord Comandante Mormont se había visto relegado al banco comunitario, con su cuervo protestón en el hombro. Jarman Buckwell estaba de pie tras él, el agua le goteaba de la remendada armadura flexible y las pieles empapadas; a su lado se encontraba Thoren Smallwood, que llevaba la pesada coraza y la capa ribeteada con piel de marta del difunto Ser Jaremy.

El jubón de piel de oveja de Craster, así como su capa de pieles cosidas, lo hacían parecer zarrapastroso en comparación, pero en torno a una de las gruesas muñecas llevaba un brazalete de aspecto pesado que tenía el brillo del oro. Su aspecto era el de un hombre poderoso, aunque ya bien adentrado en el invierno de sus días, con una melena de pelo gris tornándose blanco. La nariz plana y la boca curva lo hacían parecer cruel, y le faltaba una de las orejas.

«Así que éste es un salvaje.» Jon recordó las historias de la Vieja Tata acerca de aquellos seres brutales que bebían sangre en cráneos humanos. Craster estaba bebiendo una cerveza ligera y amarillenta en una jarra de piedra descascarillada. Seguramente no se había enterado de las historias.

—Hace tres años que no veo a Benjen Stark —estaba diciendo a Mormont—. Y si queréis que os diga la verdad, no lo he echado de menos.

Media docena de cachorrillos negros y algún lechón que otro se metían entre los bancos, mientras las mujeres, vestidas con desastradas pieles de ciervo, pasaban cuernos de cerveza, avivaban el fuego o cortaban zanahorias y cebollas para echarlas en un caldero.

—Tuvo que pasar por aquí hace un año —dijo Thoren Smallwood. Un perro se acercó para olfatearle la pierna. Le dio una patada y el animal se alejó gimoteante.

—Ben salió en busca de Ser Waymar Royce —siguió Lord Mormont—, que había desaparecido junto con Gared y el joven Will.

—A esos tres sí los recuerdo, sí. El señor no tendría más edad que estos cachorros. Demasiado orgulloso para dormir bajo mi techo, el señor, con su capa de marta y su acero negro. Pero mis esposas no paraban de hacerle ojitos. —Entrecerró los ojos para mirar a la que tenía más cerca—. Gared me dijo que perseguían a unos saqueadores. Yo le dije que, con un comandante tan verde, más valía que no los encontraran. Gared no estaba mal para ser un cuervo. Je, tenía menos orejas que yo. El frío se las comió, igual que a mí. —Craster se echó a reír—. Me he enterado de que ahora tampoco tiene cabeza. ¿Qué, también se la comió el frío?

Jon recordó las salpicaduras de sangre roja sobre la nieve blanca, y cómo Theon Greyjoy había pateado la cabeza del cadáver. «Era un desertor.» En Invernalia, Jon y Robb habían echado una carrera, y encontraron seis cachorros de lobo huargo en la nieve. Hacía mil años.

—¿Hacia dónde se dirigió Ser Waymar cuando salió de aquí?

—Da la casualidad —contestó Craster, encogiéndose de hombros— de que tengo mejores cosas que hacer que ocuparme de las idas y venidas de los cuervos. —Bebió un trago de cerveza y dejó la jarra a un lado—. Hace mucho que no hay por aquí un buen vino sureño. Me gustaría tener vino y también un hacha nueva. La mía ya no tiene filo, eso es malo. Tengo que proteger a mis mujeres. —Echó un vistazo a sus afanadas esposas.

—Aquí sois pocos, y estáis aislados —dijo Mormont—. Si queréis, os asignaré a unos cuantos hombres para daros escolta hasta el Muro.

Muro —graznó el cuervo, al que pareció gustarle la idea, y extendió las alas negras como un cuello alto detrás de la cabeza de Mormont.

—¿Y qué haríamos allí, serviros las comidas? —Su anfitrión les dedicó una sonrisa desagradable, con lo que mostró los dientes rotos y podridos—. Aquí somos libres. Craster no sirve a nadie.

—Son malos tiempos para estar solo en estos bosques. Soplan vientos fríos.

—Que soplen. Mis raíces son profundas. —Craster agarró por la cintura a una mujer que pasó junto a él—. Díselo, esposa. Dile a Lord Cuervo lo bien que estamos aquí.

—Éste es nuestro hogar. —La mujer se lamió los labios finos—. Craster nos protege. Más vale morir libres que vivir como esclavos.

Esclavos —repitió el cuervo.

—Todos los pueblos que hemos visto estaban abandonados. —Mormont se inclinó hacia delante—. Sois los primeros que encontramos con vida desde que salimos del Muro. No quedaba nadie. No sé si están muertos, si han huido o si se los han llevado. Y los animales igual. No queda nada. También encontramos los cuerpos de dos exploradores de Ben Stark a pocas leguas del Muro. Estaban blancos y fríos, tenían las manos y los pies negros, y las heridas no habían sangrado. Pero cuando los llevamos al Castillo Negro se levantaron durante la noche y empezaron a matar. Uno asesinó a Ser Jaremy Rykker y el otro fue a por mí, lo que indica que recuerdan algo de lo que sabían cuando estaban vivos, pero no les quedaba ni un ápice de misericordia humana.

La mujer abrió la boca como una cueva húmeda y rosada, pero Craster se limitó a soltar un bufido.

—Aquí no hemos tenido esos problemas. Y os agradecería que no contarais esos cuentos bajo mi techo. Yo respeto a los dioses, y los dioses me protegen. Si se me acerca algún espectro, ya sé qué tengo que hacer para enviarlo de nuevo a su tumba. Aunque me iría bien un hacha nueva, afilada. —Dio una palmada en la pierna a su esposa, que se levantó a toda prisa—. Trae más cerveza, y no te entretengas.

—Los muertos no dan problemas —dijo Jarman Buckwell—. Pero ¿qué pasa con los vivos, mi señor? ¿Qué hay de vuestro rey?

¡Rey! —graznó el cuervo de Mormont—. Rey, rey, rey.

—¿Ese Mance Rayder? —Craster escupió al fuego—. El Rey-más-allá-del-Muro. La gente libre no necesita reyes. —Clavó la vista en Mormont—. Si quisiera os podría contar muchas cosas sobre Rayder y sus hazañas. Eso de que os hayáis encontrado pueblos desiertos es cosa suya. Tampoco aquí habría nadie si yo fuera de los que se acobardan. Me envía un jinete para decirme que tengo que dejar mi morada para ir a arrastrarme a sus pies. Al hombre lo envié de vuelta, pero me quedé su lengua. La tengo clavada en aquella pared. —Señaló—. Podría deciros dónde buscar a Mance Rayder. Si quisiera. —Otra vez la sonrisa podrida—. Pero ya habrá tiempo para eso. Seguro que tenéis ganas de dormir bajo mi techo, y de comeros todos mis cerdos.

—Nos gustaría mucho dormir a cubierto, mi señor —dijo Mormont—. Hemos cabalgado mucho y bajo demasiada lluvia.

—Pues seréis mis invitados durante una noche. No más, no les tengo tanto afecto a los cuervos. El altillo es para mí y para mi familia, vosotros dormiréis en el suelo. Tengo carne y cerveza para veinte, no más. El resto de vuestros cuervos negros que se dediquen a picotear maíz, como siempre.

—Traemos provisiones, mi señor —dijo el Viejo Oso—. Será un placer compartir nuestra comida y nuestro vino.

Craster se limpió la boca babeante con una mano peluda.

—Probaré vuestro vino, Lord Cuervo, ya lo creo que sí. Una cosa más. El que ponga la mano encima a una de mis esposas, la perderá.

—Vuestra casa, vuestras reglas —dijo Thoren Smallwood.

Lord Mormont asintió con gesto rígido, aunque no parecía nada satisfecho.

—Bien, todo arreglado —gruñó Craster—. ¿Alguno de vuestros hombres sabe dibujar mapas?

—Sam Tarly —sugirió Jon—. Le encantan los mapas.

Mormont le hizo un gesto para que se acercara a él.

—Dile que entre después de comer. Que traiga pluma y pergamino. Y busca también a Tollett. Dile que traiga mi hacha. Un regalo para nuestro anfitrión.

—Eh, ¿quién es éste? —dijo Craster antes de que Jon pudiera salir para cumplir las órdenes—. Tiene cara de Stark.

—Es Jon Nieve, mi mayordomo y escudero.

—Un bastardo, ¿eh? —Craster miró a Jon de arriba abajo—. Si un hombre quiere llevarse a una mujer a la cama, debería casarse con ella. Es lo que hago yo. —Hizo un gesto con la mano a Jon para que saliera—. Venga, bastardo, corre a hacer lo que te han dicho y encárgate de que el hacha sea buena y esté bien afilada, no quiero acero romo.

Jon Nieve hizo una reverencia rígida y salió justo en el momento en que entraba Ser Ottyn Wythers, con lo que estuvieron a punto de tropezar en la puerta de pieles de ciervo. En el exterior, la lluvia había aminorado un poco. Había tiendas plantadas por todo el terreno, y también vio otras entre los árboles. Edd el Penas estaba echando de comer a los caballos.

—Claro, por qué no, le regalaremos un hacha al salvaje. —Señaló el arma de Mormont, un hacha de combate de mango corto con volutas de oro incrustadas en la hoja de acero negro—. Ya nos la devolverá. Probablemente clavada en el cráneo del Viejo Oso. ¿Por qué no le damos todas las hachas? Eso, y las espadas también. No me gusta el ruido que hacen cuando vamos a caballo. Sin armas viajaríamos más deprisa, directos hacia las puertas del infierno. ¿Tú crees que en el infierno llueve? Puede que Craster prefiera un buen sombrero.

—Quiere un hacha —dijo Jon sonriendo—. Y también vino.

—Vaya, el Viejo Oso es listo. Si emborracha a fondo al salvaje puede que sólo nos corte una oreja cuando intente matarnos a hachazos. Tengo dos orejas, pero sólo una cabeza.

—Smallwood dice que Craster es amigo de la Guardia.

—¿Sabes cuál es la diferencia entre un salvaje amigo de la Guardia y otro que no lo es? —le preguntó el amargado escudero—. Los enemigos dejan nuestros cadáveres a merced de los cuervos y los lobos. Los amigos nos entierran en tumbas secretas. ¿Cuánto tiempo llevará ese oso clavado en la entrada, y qué tendría Craster ahí antes de oírnos llegar? —Edd miró el hacha con gesto dubitativo, mientras la lluvia le corría por la cara—. ¿Ahí dentro está seco?

—Más que aquí.

—Si me meto luego, y no me acerco demasiado al fuego, seguro que nadie lo nota hasta el amanecer. Los que estén dentro serán los primeros en morir, pero al menos morirán secos.

Jon no pudo contener la carcajada.

—Craster no es más que uno, nosotros somos doscientos. Dudo mucho que mate a nadie.

—No sabes cuánto me animas —dijo Edd, sombrío—. Además, un hacha bien afilada tiene sus ventajas. No me gustaría que me mataran con una maza. Una vez vi a un hombre al que le habían dado con una maza en la frente. La piel apenas si se dañó, pero la cabeza se le hizo pasta y se le hinchó como una calabaza, sólo que color púrpura. Era un tipo guapo, pero cuando murió era bien feo. Menos mal que no le estamos regalando mazas.

Edd se alejó, sacudiendo la cabeza y con la capa negra chorreando agua. Jon se encargó de que los caballos terminaran de comer antes de ponerse a pensar en su cena. Se preguntaba dónde estaría Sam, cuando oyó un grito de pánico.

—¡Lobo!

Corrió hacia el lugar de donde procedía el grito, salpicando barro con las botas. Una de las esposas de Craster estaba contra una de las paredes del torreón.

—¡No te acerques! —le estaba gritando a Fantasma—. ¡Vete! —El lobo huargo tenía un conejo en las fauces y otro muerto y sangrante en el suelo, ante él—. Haced que se vaya, mi señor —suplicó al ver a Jon.

—No te hará daño. —Enseguida se dio cuenta de lo que había pasado; había una conejera de madera destrozada sobre la hierba húmeda—. Seguro que tenía hambre. Hemos visto poca caza.

Jon silbó. El lobo huargo engulló el conejo después de triturar los huesecillos con los dientes, y trotó hacia él. La mujer los miró con ojos nerviosos. Era más joven de lo que le había parecido a primera vista. Calculó que tendría quince o dieciséis años, con el pelo oscuro pegado por la lluvia a un rostro demacrado, descalza y hundida en el barro hasta los tobillos. El cuerpo que se adivinaba bajo las pieles cosidas mostraba las primeras señales del embarazo.

—¿Eres una de las hijas de Craster? —preguntó.

—Ahora soy su esposa —dijo la muchacha poniéndose una mano sobre el vientre. Se arrodilló junto a la conejera rota con tristeza—. Iba a aparear a los conejos. Ya no quedan ovejas.

—La Guardia los pagará. —Jon no tenía dinero, de lo contrario se lo habría dado… aunque tampoco sabía de qué le iban a servir unas monedas de cobre, o incluso de plata, al otro lado del Muro—. Mañana por la mañana hablaré con Lord Mormont.

—Mi señor. —La muchacha se limpió las manos con las faldas.

—No soy ningún señor.

Llegaron otros hermanos negros, atraídos por los gritos de la mujer y por el destrozo de la conejera.

—No le hagas caso, chica —gritó Lark de las Hermanas, uno de los exploradores más desagradables—. Estás hablando con Lord Nieve en persona.

—Bastardo de Invernalia y hermano de reyes —se burló Chett, que había dejado a los perros para enterarse de lo que pasaba.

—Parece que ese lobo te mira con cara de hambre —dijo Lark—. A lo mejor quiere probar un bocado de esa barriguita tierna que tienes.

—La estáis asustando. —A Jon aquello no le hacía ninguna gracia.

—Todo lo contrario, la estamos avisando. —La sonrisa de Chett era tan fea como los forúnculos que le cubrían casi toda la cara.

—No podemos hablar con vosotros —recordó la muchacha de repente.

—Espera —dijo Jon, demasiado tarde.

La chica se dio media vuelta y echó a correr. Lark fue a coger el segundo conejo, pero Fantasma fue más rápido. Cuando le enseñó los dientes, el de las Hermanas resbaló en el lodo y cayó sentado sobre su huesudo trasero. Los demás se echaron a reír. El lobo huargo cogió el conejo con la boca y lo depositó ante su amo.

—No hacía falta asustar a la chica —les dijo Jon.

—No acepto reprimendas de ti, bastardo. —Chett culpaba a Jon de la pérdida de su cómodo puesto al lado del maestre Aemon, y no sin motivo. Si no hubiera ido a hablar a Aemon de Sam Tarly, Chett seguiría cuidando del anciano ciego, en vez de una manada de iracundos perros de caza—. Puede que seas el cachorrito del Lord Comandante, pero no eres el Lord Comandante, y si no tuvieras a esa fiera siempre cerca no serías tan osado.

—No pelearé contra un hermano mientras estemos al otro lado del Muro —respondió Jon, con un tono más seco del que pretendía.

—Te tiene miedo, Chett. —Lark se incorporó sobre una rodilla—. En las Hermanas tenemos un nombre para la gente como él.

—Ya me sé todos los nombres, ahorra saliva.

Se alejó seguido de Fantasma. La lluvia ya no era más que una ligera llovizna cuando alcanzó la puerta de entrada. Pronto llegaría el ocaso y después otra noche oscura, húmeda, deprimente. Las nubes ocultarían la luna, las estrellas y la Antorcha de Mormont, y la negrura de los bosques sería impenetrable. Hasta mear se convertiría en una aventura, aunque no de las que Jon Nieve había imaginado.

Entre los árboles, algunos exploradores habían encontrado suficiente mantillo y leña seca para encender una hoguera debajo de un saliente de piedra. Otros habían plantado tiendas o se habían preparado refugios rudimentarios extendiendo las capas sobre las ramas más bajas. Gigante se había metido en el tronco hueco de un roble muerto.

—¿Qué opinas de mi castillo, Lord Nieve?

—Parece cómodo. ¿Sabes dónde está Sam?

—Sigue en esta misma dirección. Si llegas hasta el pabellón de Ser Ottyn es que te has pasado. —Gigante sonrió—. A no ser que Sam también haya encontrado un árbol. Menudo árbol tendría que ser.

Al final fue Fantasma el que encontró a Sam. El lobo huargo salió disparado como un dardo de la ballesta. Sam estaba alimentando a los cuervos bajo un saliente de roca que lo protegía en cierto modo de la lluvia. Se oía un chapoteo cada vez que se movía.

—Tengo los pies calados —dijo con tristeza—. Cuando me bajé del caballo, me metí en un agujero hasta las rodillas.

—Quítate las botas y sécate los calcetines. Iré a buscar leña seca. Si la tierra no está mojada bajo la roca, a lo mejor podemos encender una hoguera. —Jon le enseñó el conejo—. Y nos daremos un banquete.

—¿No tienes que atender a Lord Mormont en el Torreón?

—Yo no, pero tú sí. El Viejo Oso quiere que dibujes un mapa. Craster dice que nos va a señalar dónde está Mance Rayder.

—Ah. —Sam no parecía muy deseoso de conocer a Craster, aunque eso implicara refugiarse de la lluvia junto a una hoguera.

—Pero dijo que antes podías cenar. Sécate los pies. —Jon fue a buscar leña, escarbando entre las ramas caídas para aprovechar las que estaban abajo, más secas. También quitó capas de musgo mojado hasta encontrar otras que sirvieran de incendaja. Pese a todo, tardó siglos en conseguir que la chispa prendiera. Colgó la capa de la roca para que la lluvia no afectara a su hoguerita humeante, con lo que quedaron en el interior de un agradable refugio.

Se arrodilló para despellejar el conejo mientras Sam se quitaba las botas.

—Me parece que me está creciendo musgo entre los dedos —declaró con tristeza mientras los movía—. Seguro que el conejo está bueno. Ni siquiera me importa lo de la sangre y eso. —Apartó la vista—. Bueno, sólo un poco.

Jon ensartó el conejo en un palo a modo de espetón, puso un par de piedras a ambos lados de la hoguera y colocó el palo sobre ellas. El conejo era un animal escuálido, pero mientras se asaba olía como el banquete de un rey. Los otros exploradores les lanzaban miradas de envidia. Hasta Fantasma lo contemplaba con ojos hambrientos y olisqueaba el aire mientras las llamas se reflejaban en sus ojos rojos.

—Ya te has comido el tuyo —le recordó Jon.

—¿Ese Craster es tan salvaje como dicen los exploradores? —preguntó Sam. El conejo estaba poco hecho, pero sabía de maravilla—. ¿Cómo es su castillo?

—Un vertedero con techo y una hoguera para cocinar.

Jon contó a Sam lo que había visto y oído en el Torreón de Craster. Cuando concluyó su narración, afuera la oscuridad era ya absoluta, y Sam se estaba lamiendo los dedos.

—Estaba rico, pero ahora me gustaría comer una pierna de cordero. Una pierna entera, sólo para mí, con salsa de menta, miel y clavos. ¿Tenían corderos ahí?

—He visto un redil, pero no había ovejas.

—¿Y cómo alimenta a todos sus hombres?

—Tampoco he visto a ningún hombre. Sólo a Craster, sus esposas y unas cuantas niñas. No sé cómo se las arregla para defender el Torreón, lo único que tiene es un dique de barro. Bueno, más vale que vayas a dibujar ese mapa. ¿Sabes por dónde es?

—Si no me caigo en el barro… —Sam se volvió a poner las botas, cogió pergamino y plumas, y salió a la noche, mientras la lluvia empezaba a repiquetear contra su capa y las alas de su sombrero.

Fantasma apoyó la cabeza sobre las patas y se quedó dormido junto a la hoguera. Jon se tendió junto a él, agradeciendo su calor. Tenía frío y se sentía mojado, pero no tanto como antes. «Puede que esta noche el Viejo Oso se entere de algo que nos lleve hasta el tío Benjen.»

Cuando despertó, lo primero que vio fue su aliento que se elevaba como una nube en el aire frío de la mañana. Le dolían los huesos al moverse. Fantasma se había marchado, y el fuego se había extinguido. Jon tendió la mano para coger la capa que había colgado sobre la roca, y se encontró con que estaba rígida, congelada. Salió y se incorporó en un bosque que se había tornado en cristal.

La clara luz rosada del amanecer arrancaba destellos de las ramas, las hojas y las piedras. Todas las briznas de hierba parecían talladas en esmeraldas, cada gota de agua se había transformado en un diamante. Las flores y las setas parecían recubiertas de cristal. Hasta los charcos de barro tenían un brillo castaño. Entre el follaje deslumbrante, las tiendas negras de sus hermanos también parecían envueltas en una fina película de hielo.

«Así que también hay magia más allá del Muro.» Se descubrió pensando en sus hermanas, quizá porque había soñado con ellas la noche anterior. Sansa diría que aquello era un encantamiento y se le llenarían los ojos de lágrimas ante el maravilloso espectáculo, mientras que Arya saldría corriendo entre gritos y risas, y querría tocarlo todo.

—¿Lord Nieve? —oyó.

Era una voz suave y tímida. Se volvió.

Encima de la roca que le había dado refugio durante la noche estaba la cuidadora de los conejos, acuclillada, envuelta en una capa negra tan grande que se perdía en su interior. «La capa de Sam —comprendió Jon al instante—. ¿Por qué lleva la capa de Sam?»

—El gordo me dijo que os encontraría aquí, mi señor —siguió la chica.

—Si has venido a por el conejo, nos lo comimos. —Aquella confesión lo hizo sentir ridículamente culpable.

—El viejo Lord Cuervo, el del pájaro que habla, ha regalado a Craster una ballesta que vale cien conejos. —Cruzó los brazos sobre la hinchazón de su vientre—. ¿Es verdad, mi señor? ¿Sois hermano de un rey?

—Hermanastro —reconoció—. Soy el bastardo de Ned Stark. Mi hermano Robb es el Rey en el Norte. ¿Qué haces aquí?

—El gordo, Sam, me dijo que viniera a veros. Me dio su capa para que nadie se fijara en mí.

—¿Craster no se enfadará contigo?

—Mi padre bebió ayer mucho vino de Lord Cuervo. Dormirá prácticamente todo el día. —Su aliento se condensaba en el aire en nubecillas nerviosas—. Dicen que el rey hace justicia y protege a los débiles. —Empezó a bajar de la roca con torpeza, porque el hielo la había vuelto resbaladiza, y patinó. Jon la agarró antes de que cayera y la bajó al suelo. La mujer se arrodilló en el suelo helado—. Os lo suplico, mi señor…

—No me supliques nada. Vuelve a tu casa, no deberías estar aquí. Nos han ordenado que no habláramos con las esposas de Craster.

—No tenéis que hablar conmigo, mi señor. Pero llevadme con vos cuando os vayáis, es lo único que os pido.

«Lo único que me pide —pensó—. Como si no fuera nada.»

—Si queréis, seré vuestra esposa. Mi padre tiene diecinueve, no le pasará nada por perder una.

—Los hermanos negros juran no tomar esposa, ¿no lo sabías? Además, somos invitados en la casa de tu padre.

—Vos no —dijo ella—. Os he observado. No habéis comido de su mesa, ni dormido junto a su hoguera. No os ha tratado como a un invitado, así que no le debéis nada. Tengo que irme, es por el bebé.

—Ni siquiera sé cómo te llamas.

—Él me llama Elí. Por la flor, el alhelí.

—Es muy bonito. —Se acordó de que Sansa le había dicho en cierta ocasión que debía decir eso cuando una dama le dijera su nombre. No podía ayudarla, pero quizá le agradase la cortesía—. ¿Quién te da miedo, Elí? ¿Craster?

—Es por el bebé, no por mí. Si fuera una niña no sería tan grave, la dejaría crecer unos años antes de casarse con ella. Pero Nella dice que va a ser niño, y ella ha tenido seis, entiende de estas cosas. Los niños los entrega a los dioses cuando viene el frío blanco, y últimamente viene mucho. Por eso empezó a entregarles las ovejas, aunque le gusta el cordero. Pero ya no quedan ovejas, y luego serán los perros, y luego… —Bajó los ojos y se acarició el vientre.

Jon recordó que en el Torreón de Craster no había visto niños, ni tampoco hombres aparte del propio Craster.

—¿Qué dioses?

—Los dioses fríos —dijo—. Los de la noche. Las sombras blancas.

Y de repente Jon volvió a encontrarse en la Torre del Lord Comandante. Una mano cortada le trepaba por la pantorrilla, y cuando la pinchó con la punta de su espada larga, cayó agitándose, abriendo y cerrando los dedos. El hombre muerto se puso en pie, con los ojos azules brillando en el rostro abotargado e hinchado. De la gran herida del vientre le colgaban jirones de carne desgarrada, pero no sangraba.

—¿De qué color tienen los ojos? —preguntó.

—Azules. Brillantes como estrellas azules, e igual de fríos.

«Los ha visto —pensó—. Craster mintió.»

—¿Me llevaréis con vos? Sólo hasta el Muro…

—No vamos hacia el Muro. Vamos hacia el norte, en busca de Mance Rayder y esos Otros, esos espectros blancos. Los estamos buscando, Elí. Tu bebé no estaría a salvo con nosotros.

—Pero volveréis. —El miedo se reflejó en el rostro de la chica—. Cuando acabéis de hacer la guerra, volveréis a pasar por aquí.

—Es posible. —«Si es que queda alguno con vida»—. Eso lo tiene que decidir el Viejo Oso, el que tú llamas Lord Cuervo. Yo no soy más que su escudero, no elijo qué ruta vamos a tomar.

—Entiendo. —Jon percibió el sentimiento de derrota en su voz—. Siento haberos molestado, mi señor. Yo sólo quería… dicen que los reyes cuidan de las personas, y pensé… —Salió corriendo, desesperada, con la capa de Sam ondulando a su espalda como unas enormes alas negras.

Jon la miró alejarse, perdida ya toda su admiración ante el amanecer cristalino. «Maldita sea —pensó con resentimiento—, y maldito sea Sam por enviármela. ¿Qué pensaba que podía hacer por ella? Estamos aquí para luchar contra los salvajes, no para salvarlos.»

Los hombres de la Guardia empezaban a salir de sus refugios, se desperezaban y bostezaban. La magia se había esfumado, el brillo del hielo volvía a ser rocío vulgar a la luz del sol naciente. Alguien había encendido una hoguera, y hasta él llegaba el olor de la leña ardiendo entre los árboles, junto con el aroma ahumado de la panceta. Jon cogió su capa y la estampó contra la roca para romper la fina capa de hielo que se había formado durante la noche. Luego se ciñó a Garra. Unos metros más adelante meó contra un arbusto helado, su orina levantó una nube de vapor en el aire frío y derritió el hielo del suelo. Luego se anudó los calzones de lana negra y se guió por el olfato.

Grenn y Dywen estaban entre los hermanos que se habían reunido en torno a la hoguera. Hake tendió a Jon un trozo de pan desmigado y relleno con panceta quemada y pescado salado calentado en la grasa de la panceta. Lo devoró mientras oía a Dywen alardear de que se había acostado con tres de las mujeres de Craster aquella noche.

—Es mentira —dijo Grenn con el ceño fruncido—. Yo lo habría visto.

—¿Tú? —Dywen le dio una colleja de revés—. ¿Ver algo tú? Si estás más ciego que el maestre Aemon. Ni siquiera viste al oso.

—¿Qué oso? ¿Hubo algún oso?

—Siempre hay un oso —declaró Edd el Penas en su habitual tono de resignación pesimista—. Cuando yo era pequeño un oso mató a mi hermano. Más adelante yo llevé sus dientes al cuello en una bolsita. Y eran buenos dientes, mejores que los míos. A mí los dientes no me han dado más que problemas.

—¿Sam durmió en el Torreón anoche?

—Dormir, lo que se dice dormir… El suelo es duro, la paja huele mal, y mis hermanos roncan como animales. Ya que hablamos de osos, ninguno tiene un gruñido tan fiero como el de Bernarr el Moreno. Por la noche se me subieron encima varios perros. Ya tenía la capa casi seca cuando uno me meó encima. O quizá fue Bernarr el Moreno. ¿Te has fijado en que la lluvia cesó en el momento en que tuve un techo sobre la cabeza? Ahora que vuelvo a estar fuera, empezará de nuevo. A los dioses y a los perros les encanta mearme encima.

—Más vale que vaya a ver a Lord Mormont —dijo Jon.

La lluvia había cesado, sí, pero el lugar seguía siendo un cenagal de charcos poco profundos y barro resbaladizo. Los hermanos negros estaban recogiendo las tiendas, alimentando a los caballos y mascando tiras de carne seca. Los exploradores de Jarman Buckwell apretaban las cinchas de sus sillas de montar antes de ponerse en marcha.

—Jon —lo saludó Buckwell, ya a caballo—. Mantén bien afilada tu espada. Pronto nos hará falta.

El interior de la morada de Craster seguía en la penumbra. Las antorchas ya casi no ardían, y nadie hubiera dicho que había salido el sol. El cuervo de Mormont fue el primero en verlo entrar. Con tres batidas perezosas de las grandes alas negras fue a posarse en la empuñadura de Garra. Picoteó un mechón de cabellos de Jon.

¿Maíz?

—No hagas caso a ese mendigo, Jon, se acaba de comer la mitad de mi panceta. —El Viejo Oso estaba sentado a la mesa de Craster, desayunando pan frito, panceta y salchichas de tripa de cordero junto con el resto de los oficiales. Su dueño estaba inconsciente en el altillo para dormir, pero las mujeres se habían levantado para dedicarse a sus quehaceres y servir la mesa—. ¿Qué día tenemos?

—Frío, pero la lluvia ha cesado.

—Muy bien. Encárgate de que preparen mi caballo. Quiero que nos pongamos en marcha antes de una hora. ¿Has desayunado ya? La comida de Craster es sencilla, pero llena el estómago.

«No voy a probar la comida de Craster», decidió de repente.

—Ya he comido con los hombres, mi señor. —Jon espantó al cuervo del puño de Garra. El pájaro saltó al hombro de Mormont y empezó a cagar.

—Eso se lo podrías haber hecho a Nieve, en vez de reservarlo para mí —gruñó el Viejo Oso.

El cuervo graznó.

Sam estaba en la parte trasera de la casucha, junto a la conejera rota, al lado de Elí. La muchacha lo estaba ayudando a ponerse la capa, pero al ver a Jon salió corriendo. Sam le lanzó una mirada de reproche.

—Pensé que la ayudarías.

—¿Y cómo? —le espetó Jon en tono brusco—. ¿Crees que nos la podemos llevar envuelta en tu capa? Nos ordenaron que no…

—Lo sé —reconoció Sam, avergonzado—. Pero la chica tiene miedo. Yo sé qué es tener miedo. Le dije que… —Tragó saliva.

—¿Qué? ¿Que la íbamos a llevar con nosotros?

—Cuando volviéramos a casa. —Sam se había puesto muy rojo y no se atrevía a mirar a Jon a los ojos—. Va a tener un bebé.

—¿Te has vuelto loco del todo, Sam? Puede que ni siquiera regresemos por esta ruta. Y aunque así fuera, ¿crees que el Viejo Oso va a dejar que te lleves a una de las esposas de Craster?

—Pensé que para entonces igual se me había ocurrido una manera…

—No tengo tiempo para esto. Tengo que cepillar y ensillar los caballos.

Jon se alejó, tan confuso como furioso. Sam tenía un corazón tan grande como el resto de su cuerpo, pero pese a lo mucho que había leído a veces se mostraba tan estúpido como Grenn. Lo que proponía era imposible, y además deshonesto.

«Entonces, ¿por qué estoy tan avergonzado?»

Jon ocupó su puesto habitual al lado de Mormont cuando la Guardia de la Noche desfiló entre los cráneos de la puerta de Craster. Cabalgaron rumbo noroeste por un sendero de animales. El hielo que se fundía goteaba en torno a ellos, era como una lluvia más lenta que tuviera música propia. Al norte del Torreón de Craster el arroyo bajaba muy crecido y arrastraba hojas y ramas, pero los exploradores habían encontrado un vado, y la columna lo pudo cruzar. El agua llegaba hasta las barrigas de los caballos. Fantasma cruzó a nado y llegó a la orilla opuesta con el blanco pelaje cubierto de lodo marronáceo. Cuando se sacudió y lanzó gotas de agua y barro en todas direcciones Mormont no dijo nada, pero el cuervo graznó desde su hombro.

—Mi señor —dijo Jon en voz baja mientras el bosque volvía a cerrarse en torno a ellos—, Craster no tiene ovejas. Ni hijos varones. —Mormont no respondió—. En Invernalia, una de las sirvientas nos contaba historias —siguió Jon—. Decía que había mujeres salvajes que yacían con los Otros y daban a luz a niños medio humanos.

—Cuentos de viejas. ¿Acaso Craster no te parece humano?

«No, ni lo más mínimo.»

—Entrega a sus hijos varones al bosque.

—Sí —dijo al final de un largo silencio.

—graznó el cuervo—. Sí, sí, sí.

—¿Lo sabíais?

—Smallwood me lo dijo. Hace mucho tiempo. Todos los exploradores lo saben, aunque pocos quieren hablar de ello.

—¿Lo sabía mi tío?

—Todos los exploradores —repitió Mormont—. Y tú crees que debería impedírselo. Matarlo, si fuera necesario. —El Viejo Oso suspiró—. Si lo hiciera para librarse de unas cuantas bocas, de buena gana enviaría a Yoren o a Conwys para recoger a los niños. Los educaríamos para que vistieran el negro, y la Guardia sería más fuerte. Pero los salvajes sirven a dioses más crueles que los tuyos y los míos. Esos niños son las ofrendas de Craster. Sus plegarias.

«Seguro que sus mujeres rezan plegarias muy distintas a ésas», pensó Jon.

—¿Cómo te has enterado? —le preguntó el Viejo Oso—. ¿Por alguna de las esposas de Craster?

—Sí, mi señor —confesó Jon—. Preferiría no deciros cuál. Estaba asustada y quería ayuda.

—El mundo está lleno de gente que quiere ayuda, Jon. Ojalá algunas de esas personas juntaran el valor necesario para ayudarse a sí mismas. Craster está ahora mismo inconsciente en su lecho, apestando a vino. En su mesa hay un hacha nueva bien afilada. Si se tratara de mí, la llamaría Plegaria Escuchada y pondría fin a todo.

«Sí.» Jon pensó en Elí. En ella y en sus hermanas. Eran diecinueve, y Craster sólo uno, pero…

—Pero si Craster muriera sería un día triste para la Guardia. Tu tío podría contarte cuántas veces su Torreón ha supuesto la diferencia entre la vida y la muerte para nuestros exploradores.

—Mi padre… —Se detuvo, titubeante.

—Sigue, Jon. ¿Qué ibas a decir?

—Mi padre me explicó una vez que no vale la pena tener a ciertos hombres —continuó el muchacho—. Un vasallo brutal o injusto deshonra a su señor tanto como a sí mismo.

—Pero Craster no nos ha hecho ningún juramento, ni se somete a nuestras leyes. Tienes un corazón noble, Jon, pero debes aprender una lección de esto. No podemos hacer justicia en todo el mundo. No es nuestro objetivo. Las guerras de la Guardia de la Noche son otras.

«Otras guerras. Sí. No debo olvidarlo.»

—Jarman Buckwell dijo que quizá necesitara mi espada pronto.

—¿De veras? —Mormont no parecía satisfecho—. Lo mismo dijo Craster anoche, y confirmó mis temores hasta el punto de condenarme a una noche de insomnio en su suelo. Mance Rayder está reuniendo a los suyos en los Colmillos Helados. Por eso nos hemos encontrado desiertas las aldeas. Es lo mismo que le dijo a Ser Denys Mallister el salvaje que sus hombres capturaron en la Garganta, pero Craster también nos ha aportado el «dónde», y eso marca toda la diferencia del mundo.

—¿Está reuniendo gente para una ciudad o para un ejército?

—Ésa es la cuestión. ¿Cuántos salvajes hay? ¿Cuántos hombres en edad de luchar? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Los Colmillos Helados son un lugar salvaje, cruel, inhóspito, todo piedra y escarcha. No hay nada allí que ofrezca sustento a un gran número de personas. Esa reunión sólo puede tener un propósito. Mance Rayder va a lanzar un ataque hacia el sur, se va a adentrar en los Siete Reinos.

—No sería la primera vez que los salvajes invaden el reino. —Jon recordó las historias que la Vieja Tata y el maestre Luwin contaban en Invernalia—. Raymun Barbarroja encabezó una invasión en tiempos del abuelo de mi abuelo, y antes hubo otro rey al que llamaban Bael el Bardo.

—Sí, y en tiempos aún más antiguos estuvo el Señor Astado y los reyes hermanos Gendel y Gorne, y aún antes Joramun, que hizo sonar el Cuerno del Invierno y despertó a los gigantes de la tierra. Todos ellos se estrellaron contra el Muro, o fueron derrotados por el poder de Invernalia… Pero la Guardia de la Noche no es más que una sombra de lo que fue, ¿y quién queda para enfrentarse a los salvajes, aparte de nosotros? El señor de Invernalia ha muerto, y su heredero ha llevado su ejército hacia el sur para combatir a los Lannister. Puede que los salvajes no vuelvan a tener una ocasión como ésta. Yo conocí a Mance Rayder, Jon. Es un perjuro, sí… pero tiene dos ojos en la cara, y nadie se atrevería a decir de él que sea un cobarde.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Jon.

—Buscarlo —dijo Mormont—. Combatirlo. Detenerlo.

«Trescientos —pensó Jon—, contra la furia de lo indómito.» Abrió y cerró los dedos.

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