TYRION

La niña no lloró en ningún momento. Myrcella Baratheon era muy joven, pero también era princesa. «Y Lannister, a pesar de su nombre —se recordó Tyrion—. Tiene tanto de Jaime como de Cersei.»

Sí, su sonrisa era un poco trémula al despedirse de sus hermanos en la cubierta de la Marveloz, pero la niña sabía qué tenía que decir, y lo dijo con valor y dignidad. Cuando llegó el momento de la separación, el que lloró fue el príncipe Tommen, y Myrcella lo tuvo que consolar.

Tyrion contempló la despedida desde la cubierta de la Martillo del rey Robert, una gran galera de guerra de cuatrocientos remos. La Martillo de Rob, como la llamaban los remeros, sería el elemento principal de la escolta de Myrcella. También la acompañarían en su viaje la Estrellaleón, la Viento bravo y la Lady Lyanna.

No se sentía nada tranquilo al desprenderse de una parte nada desdeñable de su flota, ya de por sí insuficiente y mermada por la pérdida de todos los barcos que habían navegado con Lord Stannis hacia Rocadragón y no regresaron nunca. Pero Cersei se negó en redondo a reducir la escolta. Quizá en aquello tuviera razón. Si los piratas capturaban a la niña antes de que llegara a Lanza del Sol, la alianza dorniense se desmoronaría. Hasta el momento Doran Martell no había hecho nada aparte de mover sus ejércitos hacia los pasos más altos, donde la amenaza de la guerra podría hacer que algunos señores de las Marcas se replantearan sus lealtades y dieran tregua a Stannis en su avance hacia el norte. Pero no era más que una estratagema. Los Martell no se embarcarían en la guerra a menos que hubiera un ataque contra Dorne, y Stannis no era tan idiota como para eso. «Aunque puede que algunos de sus vasallos sí lo sean —reflexionó Tyrion—. He de tenerlo en cuenta.»

Carraspeó para aclararse la garganta.

—Ya conocéis vuestras órdenes, capitán.

—Así es, mi señor. Debemos navegar cerca de la costa, sin perder de vista tierra firme, hasta llegar a Punta Zarpa Rota. Desde allí cruzaremos el mar Angosto hacia Braavos. Bajo ningún concepto debemos acercarnos a Rocadragón.

—¿Y si pese a todo nuestros enemigos dieran con vosotros por casualidad?

—Si se tratara sólo de un barco, debemos escapar o destruirlo. Si son más, la Viento bravo se unirá a la Marveloz para protegerla mientras el resto de la flota presenta batalla.

Tyrion asintió. Si pasaba lo peor, la pequeña Marveloz sería capaz de escapar de casi cualquier perseguidor. Era un barco pequeño de velas muy grandes, más rápido que ninguna otra nave de la flota de guerra, o al menos eso aseguraba su capitán. Una vez llegara a Braavos, Myrcella estaría a salvo. Le había elegido a Ser Arys Oakheart como escudo juramentado, y el braavosi tenía instrucciones de llevarla el resto del camino hasta Lanza del Sol. Ni siquiera Lord Stannis se atrevería a despertar las iras de la más grande y poderosa de las Ciudades Libres. Ir de Desembarco del Rey a Dorne pasando por Braavos no era una ruta directa ni mucho menos, pero sí segura… o eso esperaba Tyrion.

«Si Lord Stannis se enterase de esto, no podría elegir mejor momento para caer sobre nosotros con toda su flota.» Tyrion miró hacia el punto donde el Aguasnegras desembocaba en la bahía del mismo nombre, y sintió alivio al ver que no había ni rastro de velas en el amplio horizonte verde. Según los últimos informes, la flota Baratheon seguía anclada ante Bastión de Tormentas, donde Ser Cortnay Penrose aún desafiaba a los asediantes en nombre del difunto Renly. Mientras, casi habían terminado tres cuartas partes de las torres con poleas de Tyrion. En aquellos mismos instantes los hombres izaban pesados bloques de piedra para ponerlos en sus lugares correspondientes, y sin duda lo maldecían por obligarlos a trabajar durante las celebraciones. Que lo maldijeran cuanto quisieran.

«Dos semanas más, Stannis, es todo lo que pido. Dos semanas más y habré terminado.»

Tyrion observó cómo su sobrina se arrodillaba ante el Septon Supremo para que le diera sus bendiciones para el viaje. El ruido que había en la ribera hacía imposible oír las plegarias. Esperaba que los dioses tuvieran mejor oído. El Septon Supremo era gordo como una casa, y más pomposo y altisonante que el propio Pycelle.

«Ya basta, viejo, termina de una vez —pensó Tyrion irritado—. Los dioses no tienen todo el día para escucharte, y yo tampoco.»

Cuando por fin terminaron los canturreos y las salmodias, Tyrion se despidió del capitán de la Martillo de Rob.

—Llevad sana y salva a mi sobrina a Braavos, y cuando regreséis os estará aguardando un título de caballero —le prometió.

Al bajar por la plancha hacia el atracadero, Tyrion sentía las miradas rencorosas clavadas en él. La galera se mecía con el movimiento de las olas, y su andar anadeante era peor que nunca. «Seguro que se están burlando de mí. —No se atrevían a hacerlo de manera abierta, claro, aunque distinguía murmullos por encima del crujido de la madera y las sogas, y del sonido de las aguas del río contra los pilares—. No me quieren —pensó—. Y no es de extrañar, soy feo y estoy bien alimentado, mientras que ellos pasan hambre.»

Bronn lo escoltó entre la multitud para ir a reunirse con su hermana y los hijos de ésta. Cersei no le hizo el menor caso, y prefirió dedicar todas las sonrisas a su primo. Tyrion vio cómo hechizaba a Lancel con unos ojos tan verdes como el collar de esmeraldas que colgaba en torno al níveo cuello esbelto, y sonrió para sus adentros. «Conozco tu secreto, Cersei», pensó. En los últimos días su hermana había visitado a menudo al Septon Supremo, para que los dioses la bendijeran en la inminente batalla contra Lord Stannis… o eso era lo que quería hacerle creer. Lo cierto era que, tras una breve visita al Gran Sept de Baelor, Cersei se cubría con una sencilla capa marrón de viaje, y se escabullía para ir a reunirse con cierto caballero errante con el nombre de Ser Osmund Kettleblack, y sus dos hermanos igualmente desabridos, Osney y Osfryd. Lancel le había hablado de ellos. Cersei pensaba utilizar a los Kettleblack para comprar un ejército de mercenarios que le fueran leales.

Excelente, que disfrutara de sus planes. Era mucho más dulce con él cuando pensaba que lo estaba derrotando con su ingenio. Los Kettleblack la cautivarían, aceptarían sus monedas y le prometerían todo lo que quisiera. ¿Y por qué no, si Bronn igualaba cualquier oferta? Los tres hermanos, pícaros simpáticos donde los hubiera, eran mucho más hábiles con los engaños que con las armas. Cersei se había comprado tres tambores huecos: hacían todo el ruido fiero que ella requería, pero dentro no tenían nada. Aquello a Tyrion le resultaba de lo más divertido.

Los cuernos sonaron en una fanfarria cuando la Estrellaleón y la Lady Lyanna se alejaron de la orilla río abajo para despejar el camino para la Marveloz. El gentío reunido en las orillas, tan escaso y disperso como las nubes que avanzaban por el cielo, lanzó algunos gritos y aclamaciones. Myrcella sonrió y saludó con la mano desde la cubierta. Tras ella se alzaba Arys Oakheart, con la capa blanca ondeando al viento. El capitán ordenó que soltaran amarras, y los remos de la Marveloz se hundieron en la corriente del Aguasnegras, donde sus velas se hincharon con el viento. Unas velas vulgares, blancas, por instrucciones de Tyrion, nada de telas del color escarlata de los Lannister. Tommen sollozaba inconsolable.

—Eres un crío de teta —le siseó su hermano—. Los príncipes no lloran.

—El príncipe Aemon, el Caballero Dragón, lloró el día en que la princesa Naerys se casó con su hermano Aegon —dijo Sansa Stark—, y los gemelos Ser Arryk y Ser Erryk murieron con lágrimas en las mejillas después de que cada uno infligiera al otro una herida mortal.

—Cállate o le digo a Ser Meryn que te inflija una herida mortal a ti —replicó Joffrey a su prometida.

Tyrion miró de soslayo a su hermana, pero Cersei estaba absorta en lo que le contaba Ser Balon Swann. «¿De verdad está tan ciega que no ve cómo es su hijo?», se preguntó.

En el río, la Viento bravo sacó los remos y siguió la estela de la Marveloz. Por último partió la Martillo del rey Robert, la más poderosa de la flota real… o de la parte de la flota real que no había huido a Rocadragón el año anterior con Stannis. Tyrion había elegido los capitanes con sumo cuidado, evitando a aquellos cuya lealtad era dudosa según Varys… pero la lealtad del propio Varys era dudosa, de modo que persistía cierta aprensión. «Dependo demasiado de Varys —reflexionó—. Necesito tener mis propios informadores. Aunque tampoco voy a confiar en ellos.» La confianza podía ser mortífera.

Volvió a pensar en Meñique. No habían recibido noticias de Petyr Baelish desde que partiera en dirección a Puenteamargo. Aquello tal vez no significara nada… o todo. Ni siquiera Varys lo sabía. El eunuco había sugerido que tal vez Meñique había sufrido alguna desgracia en el camino. Quizá incluso estuviera muerto. Tyrion se burló de semejante idea.

—Si Meñique está muerto, yo soy un gigante —fue su comentario.

Lo más probable era que los Tyrell estuvieran poniendo pegas a la propuesta de matrimonio. Y esto Tyrion lo comprendía bien. «Si yo fuera Mace Tyrell, antes preferiría la cabeza de Joffrey en una pica que su polla dentro de mi hija.»

La pequeña flota se había alejado bastante por la bahía cuando Cersei indicó que era hora de marcharse. Bronn llegó con el caballo de Tyrion y lo ayudó a montar. Aquello era misión de Podrick Payne, pero Pod se había quedado en la Fortaleza Roja. La presencia del huesudo mercenario le resultaba mucho más tranquilizadora que la del muchacho.

Las estrechas calles estaban vigiladas por los hombres de la Guardia de la Ciudad, que mantenían a raya a la multitud con las astas de las lanzas. Ser Jacelyn Bywater iba delante, ante una cuña de lanceros a caballo, todos vestidos con cotas de malla negras y capas doradas. Tras él cabalgaban Ser Aron Santagar y Ser Balon Swann, que portaban los estandartes del rey, el león de los Lannister y el venado coronado de los Baratheon.

El rey Joffrey los seguía en un alto palafrén gris, con una corona dorada sobre los también dorados rizos. Sansa cabalgaba a su lado a lomos de una yegua alazana, sin mirar a derecha ni a izquierda, con la espesa cabellera castaña bajo una redecilla de adularias. La pareja iba flanqueada por dos miembros de la Guardia Real, el Perro a la derecha del rey y Ser Mandon Moore a la izquierda de la joven Stark.

Detrás iba Tommen, todavía sollozante, con Ser Preston Greenfield ataviado con capa y armadura blancas, y luego Cersei, acompañada por Ser Lancel y protegida por Meryn Trant y Boros Blount. Tyrion iba en pos de su hermana. Tras ellos se veía al Septon Supremo en su litera, y a una larga hilera de cortesanos: Ser Horas Redwyne, Lady Tanda y su hija, Jalabhar Xho, Lord Gyles Rosby y los demás. La retaguardia la cubría una hilera doble de guardias.

Hombres mal afeitados y mujeres sucias contemplaban a los jinetes con resentimiento desde detrás de la línea de lanzas. «Esto no me gusta nada», pensó Tyrion. Bronn había situado una veintena de mercenarios entre la multitud, y tenían orden de detener cualquier inicio de problema. Tal vez Cersei había dispuesto de la misma manera a sus Kettleblack. Pero tenía la sensación de que no iba a servir de gran cosa. Cuando el fuego es demasiado vivo, echar un puñado de pasas al cazo no evita que se quemen las natillas.

Atravesaron la plaza del pescado y cabalgaron por la calle del Lodazal, para doblar por el Garfio antes de iniciar el ascenso a la colina Alta de Aegon. Al ver pasar al joven rey hubo algunos gritos de «¡Joffrey! ¡Salve, Joffrey!», pero por cada persona que lo aclamaba había cien que callaban. Los Lannister atravesaban un mar de hombres harapientos y mujeres hambrientas, se enfrentaban a una marea de ojos hoscos. Delante de él Cersei reía por un comentario que le había hecho Lancel, aunque Tyrion sospechaba que su alegría era fingida. Sin duda advertía la hostilidad que los rodeaba, pero su hermana siempre había sido partidaria de aparentar valor.

Estaban a medio camino cuando una mujer que gritaba consiguió abrirse paso entre dos guardias y corrió hacia el centro de la calle, delante del rey y su séquito, con el cadáver de un bebé alzado por encima de la cabeza. Era un cuerpo azul e hinchado, grotesco, pero lo más espantoso eran los ojos de la madre. Durante un momento dio la impresión de que Joffrey la iba a arrollar, pero Sansa Stark se inclinó hacia un lado y le dijo algo al oído. El rey rebuscó en su bolsa y arrojó a la mujer un venado de plata. La moneda rebotó contra el niño y cayó rodando entre las piernas de los capas doradas, hacia la multitud, donde una docena de hombres empezaron a pelearse por ella. La madre ni siquiera pestañeó. Los brazos flacos le temblaban bajo el peso de su hijo muerto.

—Dejadla, Alteza —le dijo Cersei—. No podéis hacer nada por esa pobrecilla.

La madre la oyó. Sin saber por qué, la voz de la reina despertó algo en el cerebro devastado de la mujer. Su rostro se retorció en una mueca de desprecio.

—¡Puta! —chilló—. ¡Puta del Matarreyes! ¡Te acuestas con tu hermano! —El niño muerto se le cayó de los brazos como un saco cuando señaló a Cersei—. ¡Te acuestas con tu hermano, te acuestas con tu hermano, te acuestas con tu hermano!

Tyrion no llegó a ver quién lanzó los excrementos. Sólo oyó el grito de Sansa y las maldiciones de Joffrey, y cuando volvió la cabeza el rey se estaba limpiando la mierda de la mejilla. Había más pegada al pelo dorado, y sobre las piernas de Sansa.

—¿Quién me ha tirado eso? —chilló Joffrey. Se llevó la mano al pelo, rabioso, y se quitó más restos de excrementos—. ¡Quiero al hombre que me lo ha tirado! —gritó—. ¡Cien dragones de oro para quien me lo entregue!

—¡Estaba allí arriba! —chilló alguien entre la multitud.

El rey hizo dar la vuelta a su caballo para mirar los tejados y balcones. En la multitud todos señalaban y gritaban, se maldecían entre ellos y a Joffrey.

—Por favor, Alteza, dejadlo —suplicó Sansa.

—¡Traedme al hombre que me ha tirado esto! —ordenó Joffrey sin hacer caso a Sansa—. ¡Me va a limpiar con la lengua, o le cortaré la cabeza! ¡Perro, tráemelo!

Sandor Clegane, obediente, se bajó de la silla, pero no había manera de atravesar aquella muralla de carne, y mucho menos de llegar al tejado. Los hombres que estaban más cerca de él trataban de apartarse, mientras que los demás empujaban para acercarse y ver mejor. Tyrion palpaba el desastre.

—Clegane, volved aquí, ese hombre ha escapado.

—¡Tráemelo! —chilló Joffrey mientras señalaba hacia el tejado—. ¡Estaba allí arriba! ¡Perro, ábrete camino con la espada y tráeme…!

Un tumulto ahogó el final de la frase, era un rugido retumbante de rabia, miedo y odio que envolvió a la comitiva desde todos lados.

—¡Bastardo! —gritó alguien a Joffrey—. ¡Monstruo bastardo!

Hubo más gritos de «¡Puta!» y «¡Te acuestas con tu hermano!» dirigidos a la reina, mientras que a Tyrion lo llamaban «Monstruo» y «Mediohombre». También se oían otras voces clamando «¡Justicia!», «¡Robb, rey Robb, el Joven Lobo!», o «¡Stannis!» e incluso «¡Renly!». A ambos lados de la calle la multitud empujaba las astas de las lanzas, mientras los capas doradas trataban de mantenerlos a raya. Les cayó encima una lluvia de piedras, excrementos y cosas aún peores.

—¡Danos de comer! —gritó una mujer.

—¡Pan! —rugió un hombre—. ¡Queremos pan, bastardo!

Al instante, un millar de voces se unieron al mismo grito. El rey Joffrey, el rey Robb y el rey Stannis pasaron al olvido, y el rey Pan reinó en solitario.

—¡Pan! —era el clamor—. ¡Pan! ¡Pan!

Tyrion picó espuelas a su caballo y acudió al lado de su hermana.

—¡Al castillo! —gritó—. ¡Ahora mismo!

Cersei asintió al tiempo que Ser Lancel desenvainaba la espada. Al frente de la columna, Jacelyn Bywater rugía órdenes. Sus jinetes bajaron las lanzas y avanzaron en formación de cuña. El rey daba vueltas a lomos de su palafrén en círculos ansiosos mientras un mar de manos trataba de agarrarlo. Alguien consiguió cogerle la pierna, pero sólo un instante. La espada de Ser Mandon descendió como un rayo y cortó la mano por la muñeca.

—¡Cabalga! —gritó Tyrion a su sobrino, al tiempo que daba un golpe al caballo en la grupa.

El animal se alzó sobre las patas traseras, relinchó y emprendió el camino al galope, arrollando a la gente que tenía delante. Tyrion lo siguió de cerca, y Bronn cabalgó a su lado espada en mano. Una piedra le pasó silbando junto a la cabeza, y una col podrida se estrelló contra el escudo de Ser Mandon. A su izquierda, tres capas doradas fueron arrollados por la multitud. El Perro había quedado atrás, aunque su caballo sin jinete galopaba junto a ellos. Tyrion vio cómo derribaban de la silla a Aron Santagar y le arrancaban de la mano el venado dorado y negro de los Baratheon. Ser Balon Swann soltó el león de los Lannister para desenvainar su espada larga. Lanzó mandobles a derecha e izquierda mientras el gentío rasgaba el estandarte caído, y mil pedazos de tejido volaron como hojas color escarlata en medio de una tormenta. Alguien se interpuso en el camino del caballo de Joffrey, y hubo chillidos cuando el rey lo arrolló. Tyrion no habría sabido decir si era un hombre, una mujer o un niño. Joffrey galopaba a su lado con el rostro ceniciento, y Ser Mandon Moore era una sombra blanca a su izquierda.

Y de pronto el caos demencial quedó atrás, y se encontraron en la plaza que había ante la barbacana del castillo. Una hilera de hombres armados con picas defendían las puertas. Ser Jacelyn hizo dar la vuelta a sus lanceros para otra carga. Los hombres de las picas abrieron paso para que el rey y su grupo pasaran bajo el rastrillo. Los muros color rojo claro se alzaron ante ellos, con su altura tranquilizadora coronada de hombres armados con ballestas.

Tyrion no recordó haber desmontado. Ser Mandon estaba ayudando al tembloroso rey a bajar del caballo cuando llegaron Cersei, Tommen y Lancel, seguidos de cerca por Ser Meryn y Ser Boros. La espada de Boros estaba manchada de sangre, y a Meryn le habían arrancado la capa blanca. Ser Balon Swann llegó sin yelmo, su caballo echaba espuma y sangre por la boca. Horas Redwyne llegó con Lady Tanda, medio enloquecida de miedo por la suerte de su hija Lollys, a la que habían derribado de la silla y había quedado atrás. Lord Gyles, con el rostro más gris que nunca, balbuceó que había visto cómo derribaban de su litera al Septon Supremo, que rezaba a gritos mientras la multitud le pasaba por encima. Jalabhar Xho dijo que le había parecido ver a Ser Preston Greenfield, de la Guardia Real, cabalgar hacia la litera volcada del Septon Supremo, pero no estaba seguro.

Tyrion fue apenas consciente de que un maestre le preguntaba si estaba herido. Cruzó el patio en dirección a donde estaba su sobrino, con la corona cubierta de excrementos y torcida sobre la cabeza.

—Traidores —balbuceaba Joffrey, histérico—. Les voy a cortar la cabeza a todos, les…

El enano le dio una bofetada en el rostro congestionado, con tal fuerza que se le cayó la corona. Luego le dio un empujón con ambas manos y lo tiró al suelo.

—¡Eres un imbécil!

—¡Eran traidores! —chilló Joffrey sin levantarse—. ¡Me insultaron y me atacaron!

—¡Tú azuzaste a tu animal contra ellos! ¿Qué pensabas que iban a hacer, arrodillarse dócilmente mientras el Perro los mataba? Mocoso malcriado y descerebrado, has matado a Clegane, y quién sabe a cuántos más, y tú no tienes ni un arañazo. ¡Maldito seas!

Y le dio una patada. Fue tan satisfactorio que le habría dado otra, pero Ser Mandon Moore lo sujetó mientras Joffrey aullaba, y Bronn se acercaba para contenerlo. Cersei se arrodilló junto a su hijo, y Ser Balon Swann sujetó a su vez a Ser Lancel. Tyrion se liberó de la presa de Bronn.

—¿Cuántos han quedado fuera? —gritó a todos y a nadie a la vez.

—Mi hija —sollozó Lady Tanda—. Por favor, que alguien vaya a buscar a Lollys…

—Ser Preston no ha vuelto —informó Ser Boros Blount—. Y Aron Santagar tampoco.

—Ni Niñera —dijo Ser Horas Redwyne. Era el mote burlón que los demás escuderos habían puesto al joven Tyrek Lannister.

—¿Dónde está Sansa Stark? —preguntó Tyrion mientras recorría el patio con la mirada. Durante un momento, nadie respondió.

—Cabalgaba a mi lado —dijo al final Joffrey—, pero no sé adónde se habrá ido.

Tyrion se presionó las sienes palpitantes con los dedos. Si a Sansa Stark le había pasado algo, Jaime se podía dar por muerto.

—Ser Mandon, vos erais su escudo.

—Cuando la muchedumbre se echó sobre el Perro —dijo Ser Mandon Moore sin inmutarse—, pensé primero en el rey.

—Y muy bien hicisteis —intervino Cersei—. Boros, Meryn, id a buscar a la niña.

—Y a mi hija —sollozó Lady Tanda—. Por favor, mis señores…

A Ser Boros no le hacía demasiada gracia la perspectiva de abandonar la seguridad del castillo.

—Alteza —dijo a la reina—, la multitud puede enfurecerse si ve nuestras capas blancas.

—¡Los Otros se lleven esa mierda de capas! —Tyrion perdió la paciencia—. Si tienes miedo de llevarla, quítatela, imbécil… ¡pero tráeme a Sansa Stark o te juro que le diré a Shagga que te parta el cráneo para ver si tienes dentro algo que no sean telarañas! ¡Con lo feo que eres no se notará la diferencia!

—¿Tú te atreves a llamarme feo a mí? —Ser Boros estaba rojo de rabia—. ¿Tú? —Fue a levantar la espada ensangrentada que todavía llevaba en la mano. Bronn, sin ceremonias, empujó a Tyrion para ponerse delante de él.

—¡Basta ya! —restalló Cersei—. Boros, haced lo que os han dicho o buscaré a otro para que lleve esa capa. Imbécil.

—¡Ahí está! —señaló Joffrey.

Sandor Clegane cruzaba en aquel momento las puertas al trote ligero, a lomos de la yegua alazana de Sansa. La niña iba sentada detrás de él, abrazada con ambas manos al pecho del Perro.

—¿Estáis herida, Lady Sansa? —preguntó Tyrion.

La niña tenía una brecha profunda en el cuero cabelludo, y le brotaba un hilillo de sangre.

—Me… me tiraban cosas… piedras… y porquería, y huevos… Intenté decirles que no tenía pan, que no les podía dar… Un hombre quiso bajarme del caballo. El Perro creo que lo mató… el brazo… —Abrió los ojos como platos y se puso una mano en la boca—. Le cortó el brazo.

Clegane la izó para depositarla en el suelo. Tenía la capa blanca desgarrada y sucia, y le salía sangre de un corte en el brazo izquierdo.

—El pajarito está sangrando. Más vale que alguien se la lleve a su jaula y le cure esa herida. —El maestre Frenken se apresuró a obedecer—. Han matado a Santagar —dijo el Perro—. Cuatro hombres lo sujetaron en el suelo y se turnaron para machacarle la cabeza con un adoquín de la calle. Destripé a uno, aunque a Ser Aron no le sirvió de gran cosa.

—Mi hija… —dijo Lady Tanda acercándose a él.

—No la he visto. —El Perro miró a su alrededor—. ¿Dónde está mi caballo? Si le ha pasado algo, lo pagarán muy caro.

—Cabalgó junto a nosotros durante un rato —dijo Tyrion—, pero no lo he vuelto a ver.

—¡Fuego! —gritó una voz desde la cima de la barbacana—. Mis señores, hay humo en la ciudad. ¡Es un incendio en el Lecho de Pulgas!

Tyrion estaba más cansado que en toda su vida, pero no era momento para desfallecer.

—Bronn, ve allí con tantos hombres como haga falta para aseguraros de que no interrumpen el paso a los carromatos del agua. —«Por los dioses, el fuego valyrio, si le alcanza aunque sea una chispa…»—. Si es imprescindible, podemos perder el Lecho de Pulgas, pero el fuego no debe llegar bajo ningún concepto al Gremio de Alquimistas, ¿comprendido? Clegane, acompañadlos.

Durante un instante, a Tyrion le pareció ver una expresión de miedo en los ojos oscuros del Perro. «Fuego —comprendió—. Los Otros me lleven, claro que odia el fuego, ya lo ha probado demasiado.» La expresión desapareció al momento, sustituida por la habitual mirada despectiva de Clegane.

—Iré —dijo—, pero no porque lo ordenéis vos. Tengo que encontrar a mi caballo.

—Cada uno daréis escolta a un heraldo —dijo Tyrion volviéndose hacia los tres caballeros restantes de la Guardia Real—. Ordenad al gentío que vuelva a sus casas. Cualquiera que sea visto en las calles cuando se ponga el sol será ajusticiado.

—Nuestro lugar está al lado del rey —dijo Ser Meryn con altanería.

—Vuestro lugar está donde diga mi hermano —escupió Cersei con la velocidad de una víbora—. La Mano habla con la voz del rey, desobedecerlo es traición.

Boros y Meryn intercambiaron una mirada.

—¿Debemos ir con las capas, Alteza? —preguntó Ser Boros.

—Por mí como si queréis ir desnudos. Tal vez así la gente recordaría que sois hombres. Tras ver cómo os habéis comportado en la calle, lo más probable es que lo hayan olvidado.

Tyrion dejó que su hermana se desahogara. La cabeza le palpitaba. Casi le pareció que le llegaba el olor del humo, aunque tal vez fuera el de sus nervios al freírse. Dos Grajos de Piedra vigilaban la puerta de la Torre de la Mano.

—Buscad a Timett, hijo de Timett, quiero hablar con él.

—Los Grajos de Piedra no corren detrás de los Hombres Quemados —lo informó con arrogancia uno de los salvajes.

Por un momento Tyrion había olvidado con quién hablaba.

—Entonces, que venga Shagga.

—Shagga duerme.

—Despertadlo —dijo haciendo un esfuerzo por no gritar.

—No es fácil despertar a Shagga, hijo de Dolf —se quejó el hombre—. Su ira es temible. —Se alejó, rezongando.

El salvaje se presentó ante él rascándose y bostezando.

—La mitad de la ciudad está amotinada —dijo Tyrion—, la otra mitad arde, y Shagga no deja de roncar.

—A Shagga no le gusta el agua sucia que tenéis aquí, así que se ve obligado a beber vuestra cerveza floja y vuestro vino amargo, y luego le duele la cabeza.

—Tengo a Shae alojada en una casa cerca de la Puerta Vieja. Quiero que vayas allí y la protejas pase lo que pase.

—Shagga la traerá aquí —dijo el hombretón con una sonrisa. Sus dientes eran una hendidura amarilla en la espesura de la barba.

—No, sólo encárgate de que no le pase nada. Dile que iré a verla en cuanto pueda. Esta misma noche si es posible, o si no, mañana seguro.

Pero por la noche la ciudad seguía revuelta, aunque Bronn le informó de que los incendios estaban extinguidos y la muchedumbre, dispersada. Tyrion anhelaba descansar entre los brazos de Shae, pero comprendió que aquella noche no podía salir.

Ser Jacelyn Bywater le llevó la lista de las bajas mientras cenaba un capón frío y pan moreno en la penumbra de sus habitaciones. El ocaso se había tornado ya oscuridad, pero cuando los criados fueron a encenderle las velas y el fuego de la chimenea, Tyrion los echó a gritos. Estaba de un humor tan sombrío como la estancia, y Bywater no lo animó en lo más mínimo.

El Septon Supremo encabezaba la lista de los muertos, lo habían despedazado mientras clamaba a gritos a sus dioses pidiendo misericordia. «Cuando la gente se muere de hambre, no ve con buenos ojos a los sacerdotes que están tan gordos que no pueden caminar», reflexionó Tyrion.

Al principio habían pasado por alto el cadáver de Ser Preston; los capas doradas buscaban a un caballero de armadura blanca, y a él lo habían apuñalado y golpeado con tanta saña que era una masa rojiza de los pies a la cabeza.

Ser Aron Santagar apareció en una cuneta, con la cabeza convertida en pulpa sanguinolenta dentro del yelmo.

La hija de Lady Tanda había perdido la virginidad con medio centenar de hombres vociferantes, detrás del taller de un curtidor. Los capas doradas la encontraron vagando desnuda por Panzapuerca.

Quien no había aparecido era Tyrek, y tampoco la corona de cristal del Septon Supremo. Nueve capas doradas habían muerto, y había cuarenta más heridos. Nadie se había molestado en contar las víctimas en la multitud amotinada.

—Quiero que aparezca Tyrek, vivo o muerto —dijo Tyrion con voz seca cuando Bywater hubo terminado—. No es más que un muchacho, e hijo de mi difunto tío Tygett. Su padre siempre se portó bien conmigo.

—Daremos con él. Y también con la corona del Septon.

—Por mí, los Otros se pueden meter la corona del septon por el culo.

—Cuando me nombrasteis comandante de la guardia, me dijisteis que queríais que os dijera siempre la verdad.

—Tengo el presentimiento de que no me gustará lo que vais a decirme —replicó Tyrion con tristeza.

—Hoy hemos podido contener a la ciudad, mi señor, pero mañana no os prometo nada. La tetera está a punto de hervir. Hay tantos ladrones y asesinos sueltos que nadie está a salvo ni en su casa, la colerina sangrienta se extiende a todo lo largo de la curva del Meados, no se puede comprar comida ni con cobre ni con plata. Antes sólo se oían rumores en las calles, ahora se habla abiertamente de traición en los gremios y en los mercados.

—¿Necesitáis más hombres?

—No puedo confiar en la mitad de los que ya tengo. Slynt triplicó el número de hombres, pero no basta con una capa dorada para convertir a cualquiera en guardia. Entre los nuevos reclutas los hay valientes y leales, pero también más bestias, borrachos, cobardes y traidores de los que queréis ni imaginar. Están entrenados sólo a medias, son indisciplinados, y no son leales más que a sus pellejos. Mucho me temo que, si hay una batalla, no nos ayudarán.

—No tenía esperanza de que lo hicieran —dijo Tyrion—. Si se abre una brecha en las murallas, estamos perdidos, lo sé desde el principio.

—Mis hombres son casi todos de baja extracción. Caminan por las mismas calles que el pueblo, beben en las mismas tabernas y llenan sus cuencos de comida en los mismos tenderetes. Vuestro eunuco ya os habrá contado que en Desembarco del Rey no se aprecia mucho a los Lannister. Muchos recuerdan todavía cómo vuestro señor padre saqueó la ciudad cuando Aerys le abrió las puertas. Murmuran que los dioses nos están castigando por los pecados de vuestra Casa, porque vuestro hermano asesinó al rey Aerys, por la masacre de los hijos de Rhaegar, por la ejecución de Eddard Stark y la crueldad de la justicia de Joffrey. Hay quien habla sin tapujos sobre lo bien que iba todo cuando Robert era el rey, e insinúan que los buenos tiempos volverían si Stannis se sentara en el trono. Esto es lo que se dice en los tenderetes de los calderos, en las tabernas y en los burdeles… y siento decir que también en los barracones y los cuarteles de la guardia.

—O sea, que odian a mi familia, ¿es eso lo que me estáis diciendo?

—Sí… y si llega la ocasión se volverán contra vosotros.

—¿También contra mí?

—Preguntádselo a vuestro eunuco.

—Os lo estoy preguntando a vos.

Los ojos hundidos de Bywater se enfrentaron a las pupilas dispares del enano, sin parpadear.

—A vos os odian más que a ninguno, mi señor.

—¿Más que a ninguno? —La injusticia de aquello hizo que se atragantara—. Joffrey fue el que les dijo que se comieran a sus muertos, Joffrey fue el que azuzó a su perro contra ellos. ¿Cómo es posible que me echen a mí la culpa?

—Su Alteza no es más que un muchacho. En las calles se dice que tiene consejeros malvados. La reina nunca ha sido amiga del pueblo, ni tampoco Lord Varys, ése al que llamáis la Araña… pero a vos os culpan más que a ninguno. Vuestra hermana y el eunuco ya estaban aquí en tiempos mejores, con el rey Robert, y vos en cambio no. Dicen que habéis llenado la ciudad de mercenarios fanfarrones y salvajes sucios, de animales que cogen lo que quieren y no respetan más leyes que las suyas. Dicen que exiliasteis a Janos Slynt porque era demasiado franco y honesto para vuestro gusto. Dicen que arrojasteis a las mazmorras al sabio y gentil Pycelle cuando se atrevió a protestar por vuestros desmanes. Hasta hay quien dice que pretendéis apoderaros del Trono de Hierro.

—Sí, y además soy un monstruo deforme y horrible, no nos olvidemos de eso. —Cerró la mano para formar un puño—. Ya he oído suficiente. Los dos tenemos trabajo. Marchaos.

«Si esto es lo mejor que puedo hacer, quizá mi señor padre estuviera en lo cierto al despreciarme durante todos estos años —pensó Tyrion una vez a solas. Contempló los restos de la cena, y se le revolvió el estómago ante el espectáculo del capón frío y grasiento. Lo apartó a un lado con asco, llamó a gritos a Pod, y envió al chico en busca de Varys y Bronn—. Mis consejeros de mayor confianza son un eunuco y un mercenario, y mi dama es una puta. ¿Qué soy yo?»

Al llegar, Bronn se quejó de la oscuridad de la estancia y exigió que encendieran el fuego en la chimenea. Ya chisporroteaba alegre cuando llegó Varys.

—¿Se puede saber dónde estabais? —bufó Tyrion.

—Encargándome de asuntos del rey, mi querido señor.

—Ah, sí, el rey —masculló Tyrion—. Mi sobrino no es capaz de sentarse en un retrete, no digamos ya en el Trono de Hierro.

—Todo aprendiz debe aprender su profesión. —Varys se encogió de hombros.

—La mitad de los aprendices del callejón Apestoso serían mejores gobernantes que este rey —afirmó Bronn mientras se sentaba en la mesa y le arrancaba un ala al capón.

Tyrion se había acostumbrado a no hacer caso de las frecuentes insolencias del mercenario, pero aquella noche las encontraba exasperantes.

—Que yo sepa no te he dado permiso para que te termines mi cena.

—Si no te la estabas comiendo —replicó Bronn con la boca llena—. La ciudad se muere de hambre, es un crimen desperdiciar comida. ¿No tienes vino?

«Y ahora querrá que se lo sirva», pensó Tyrion.

—Vas demasiado lejos —le advirtió.

—Y tú te quedas corto. —Bronn tiró el hueso del ala a la alfombra—. ¿Nunca te has parado a pensar lo fácil que sería la vida si el otro hubiera nacido primero? —Clavó los dedos en el capón y arrancó un trozo de pechuga—. El llorica, el tal Tommen. Ése sí que haría lo que le dijeran, como debe hacer todo buen rey.

Tyrion comprendió lo que insinuaba el mercenario, y sintió un escalofrío que le recorrió la columna vertebral. «Si Tommen fuera el rey…» Sólo había una manera de que Tommen fuera rey. No, no podía ni pensar en eso. Joffrey era de su misma sangre, y tan hijo de Jaime como de Cersei.

—Debería cortarte la cabeza por lo que has dicho —dijo a Bronn.

Pero el mercenario se limitó a reírse.

—Amigos —intervino Varys—. No servirá de nada que peleemos entre nosotros. Os ruego a ambos que tengáis corazón.

—Se me ocurren varios corazones que no me importaría tener delante ahora mismo —replicó Tyrion con amargura.

Y eran opciones muy tentadoras.

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