BRAN

El sonido fue apenas un leve tintineo y el raspar del acero contra la piedra. Alzó la cabeza que tenía apoyada sobre las patas delanteras, levantó las orejas y olfateó el aire de la noche.

La lluvia nocturna había despertado un centenar de olores adormecidos, los había madurado y devuelto su fuerza. Hierba y zarzal, moras aplastadas en el suelo, barro, gusanos, hojas podridas, una rata que correteaba entre los arbustos… Le llegó el olor negro y desigual del pelaje de su hermano, y otro más penetrante y cobrizo, el de la sangre de la ardilla que había matado. Por las ramas de los árboles se movían otras ardillas que olían a pelo mojado y a miedo, y arañaban la corteza de los árboles con sus patitas. El sonido había sido muy semejante a aquél.

Lo volvió a oír, un tintineo y un chirrido. Se puso en pie. Irguió las orejas y levantó la cola. Lanzó un aullido, un grito largo, profundo y estremecedor, capaz de despertar a los durmientes, pero los montones de hombre-roca estaban oscuros y muertos. Una noche tranquila y húmeda, una noche que mantenía a los hombres en sus agujeros. La lluvia había cesado, pero los hombres seguían refugiados de la humedad, agrupados junto a los fuegos de sus cuevas de piedras amontonadas.

Su hermano apareció entre los árboles; se movía casi con tanto sigilo como el otro hermano al que recordaba remotamente, el blanco de los ojos de sangre. Los ojos de este hermano eran estanques de sombras, pero el pelaje de su cuello estaba erizado. Él también había oído los sonidos, y sabía que significaban que había un peligro inminente.

Se oyó de nuevo el tintineo y el chirrido, seguidos en esta ocasión por el movimiento suave y rápido de los pies de piel sobre la piedra. El viento le llevó un jirón de olor-hombre que no conocía. «Desconocido. Peligro. Muerte.»

Corrió hacia el sonido, seguido por su hermano. Las guaridas de piedra se alzaban ante ellos, con muros húmedos y resbaladizos. Mostró los dientes, pero el hombre-roca no se fijó. Ante ellos se alzaba imponente una puerta, con una serpiente de hierro negro enroscada en torno a los barrotes. Chocó contra ella, la puerta se estremeció, y la serpiente reptó, tintineó y resistió. A través de los barrotes vio la larga madriguera de piedra que discurría entre las murallas, hasta el patio también de piedra, pero no había manera de pasar. Lo único que podía meter entre los barrotes era el hocico. Su hermano y él habían intentado muchas veces romper a dentelladas los huesos negros de la verja, pero eran duros. También habían tratado de excavar para pasar por debajo, pero había grandes piedras lisas, medio cubiertas de tierra y hojas caídas.

Paseó una y otra vez por delante de la verja, sin dejar de gruñir, y se lanzó contra ella de nuevo. Consiguió moverla un poco, pero no cedió. «Cerrada —le susurró algo—. Con cadena.» La voz que no oía, el olor sin olor. El resto de los caminos también estaban cerrados. Cuando se abrían puertas en los muros de hombre-roca, la madera era gruesa y fuerte. No había salida.

«Sí la hay», le dijo la voz susurrante, y fue como si pudiera ver la sombra de un gran árbol cubierto de agujas, que brotaba inclinado de la tierra negra y se alzaba con la altura de diez hombres. Pero al mirar a su alrededor no lo vio. «Al otro lado del bosque de dioses, el centinela, corre, corre…»

A través de la oscuridad de la noche le llegó un grito ahogado, que se interrumpió de repente.

Deprisa, deprisa, volvió corriendo hacia los árboles, las hojas húmedas crujían bajo sus patas y las ramas lo azotaban al pasar. Oía las pisadas de su hermano, que lo seguía de cerca. Pasaron junto al árbol corazón y rodearon el estanque frío, atravesaron las zarzas, cruzaron entre robles, fresnos y espinos, llegaron al otro lado del bosque… Y allí estaba, era la sombra que había divisado sin llegar a verla, el árbol inclinado que señalaba hacia los tejados. «Centinela», le llegó el pensamiento, como un rumor.

Recordaba cómo había trepado por él. Las agujas que le arañaban la piel del rostro y le caían sobre el cuello, la savia pegajosa en las manos, el olor intenso y penetrante. Era un árbol al que un niño podía trepar sin dificultades porque estaba muy inclinado, con las ramas tan juntas que casi formaban una escalerilla que iba a dar al tejado.

Gruñó, olfateó el pie del árbol, levantó la pata y lo marcó con un chorro de orina. Una rama baja le rozó la cara, y él le lanzó una dentellada, la retorció y tiró de ella hasta que la madera crujió y se rompió. Se encontró con la boca llena de agujas y del sabor amargo de la savia. Sacudió la cabeza y gruñó otra vez.

Su hermano se sentó sobre los cuartos traseros, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un aullido ululante, un cántico negro impregnado de dolor. El camino no era camino. Ellos no eran ardillas, ni cachorros de hombre, no podían trepar por los troncos de los árboles ni agarrarse con zarpas blandas rosadas, con pezuñas torpes. Ellos eran corredores, cazadores, merodeadores.

En medio de la noche, más allá de la cerca de piedra que los encerraba, los perros despertaron y empezaron a ladrar. Primero uno, luego otro, al final todos en un clamor que ensordecía; ellos también lo habían olido. Era el olor a enemigos, a miedo.

Una furia desesperada lo invadió, ardiente como el hambre. Se alejó del muro, saltó entre los árboles, las sombras de las ramas y las hojas moteaban su pelaje gris… y entonces se dio media vuelta y regresó a toda velocidad. Sus patas levantaban del suelo las hojas húmedas y las agujas de pino, y durante un instante fue un cazador y un venado astado huía de él, y él lo veía, lo olía, lo perseguía… El olor del miedo le aceleraba el corazón, la saliva le chorreaba de las mandíbulas, llegó al árbol caído y se lanzó tronco arriba, lanzando zarpazos contra la corteza. Saltó una vez, dos, tres, casi sin aminorar la velocidad, hasta que se encontró en las ramas más bajas. Las ramitas se le enredaban en las patas y le azotaban los ojos, las agujas color verde grisáceo caían a su paso. Tenía que ir más despacio. Algo le trabó una pata y tuvo que liberarse con un gruñido. Bajo él, el tronco era cada vez más estrecho, la pendiente más empinada, casi vertical, y húmeda. La corteza se rompía ante sus zarpazos como si fuera piel frágil. Estaba a un tercio de la cima, a la mitad, más, el tejado estaba casi a su alcance… y entonces pisó con una pata y sintió cómo resbalaba por la curva de la madera húmeda, y de repente se deslizaba, trastabillaba. Lanzó un aullido de miedo y rabia, caía, caía, se retorció, el suelo se precipitaba hacia él para quebrarlo…

Y de pronto Bran volvía a estar en la cama, en la soledad de la habitación de la torre, jadeante y con las mantas revueltas.

¡Verano! —llamó a gritos—. ¡Verano!

Sentía algo parecido al dolor en el hombro, como si hubiera caído sobre él, pero sabía que no era más que la sombra de lo que sentía el lobo.

«Jojen decía la verdad. Soy un hombre bestia. —En el exterior se oían los ladridos lejanos de los perros—. El mar ha llegado. Está entrando por encima de los muros, como vio Jojen.» Bran se agarró a la barra clavada sobre su cabeza, se incorporó y pidió ayuda a gritos. No acudió nadie, y tardó un momento en recordar por qué. Habían quitado al guardia de su puerta. Ser Rodrik necesitaba a todos los hombres en edad de combatir, de modo que en Invernalia había quedado una guarnición simbólica.

El resto se había ido hacía ya ocho días: seiscientos hombres de Invernalia y de las fortalezas más próximas. Cley Cerwyn se les reuniría por el camino con trescientos hombres más, y el maestre Luwin había enviado cuervos por delante para solicitar tropas de refresco en Puerto Blanco, en los Túmulos y hasta en los lugares más adentrados en el Bosque de los Lobos. Un guerrero monstruoso llamado Dagmer Barbarrota estaba atacando la Ciudadela de Torrhen. La Vieja Tata contaba que era inmortal, que una vez un enemigo le había cortado la cabeza en dos con un hacha, pero Dagmer era tan fiero que se juntó las dos mitades con las manos y se las sujetó hasta que se le curaron.

«A lo mejor Dagmer ha ganado.» La Ciudadela de Torrhen estaba a muchos días de viaje de Invernalia, aun así…

Bran se bajó de la cama y se desplazó con la ayuda de las barras hasta llegar a la ventana. Palpó a ciegas hasta que consiguió abrir los postigos. El patio estaba desierto, y todas las ventanas que divisaba se encontraban a oscuras. Invernalia dormía.

—¡Hodor! —gritó con todas sus fuerzas. Seguramente Hodor estaría durmiendo sobre los establos, pero si chillaba muy alto a lo mejor lo oía, o lo oía alguien, quien fuera—. ¡Hodor, ven, corre! ¡Osha! ¡Meera, Jojen, venid! —Bran se puso las manos en torno a la boca para hacer bocina—. ¡Hoooodooor!

Pero cuando la puerta se abrió de golpe a su espalda, el hombre que entró era un completo desconocido para Bran. Vestía un jubón de cuero con discos de hierro superpuestos, y llevaba una daga en una mano y un hacha a la espalda.

—¿Qué quieres? —preguntó Bran, asustado—. Ésta es mi habitación. Sal de aquí.

Theon Greyjoy fue el siguiente en entrar.

—No venimos a hacerte daño, Bran.

—¿Theon? —Bran sintió que se mareaba de puro alivio—. ¿Te ha mandado Robb? ¿Ha venido él también?

—Robb está muy lejos. Ahora no puede ayudarte.

—¿Ayudarme? —Estaba muy confuso—. No me asustes, Theon.

—Ahora soy el príncipe Theon. Los dos somos príncipes, Bran. ¿Quién lo habría dicho? Pero yo me he apoderado de tu castillo, mi príncipe.

—¿De Invernalia? —Bran sacudió la cabeza—. ¡No puedes quedarte con Invernalia!

—Sal de aquí, Werlag. —El hombre de la daga se retiró. Theon se sentó en la cama—. Hice que cuatro hombres saltaran los muros con garfios y cuerdas, y que nos abrieran una poterna a los demás. En estos momentos mis hombres se están ocupando de los tuyos. Invernalia está en mis manos, te lo garantizo.

—¡Pero si eres el pupilo de mi padre! —Bran no lo comprendía.

—Pues ahora tu hermano y tú sois mis pupilos. En cuanto termine la batalla, mis hombres reunirán a los que queden de los tuyos en la sala principal. Tú y yo les dirigiremos la palabra. Les dirás que te rindes y que me entregas Invernalia, y les ordenarás que sirvan y obedezcan a su nuevo señor tal como hacían con el anterior.

—Ni hablar —replicó Bran—. Lucharemos y te echaremos de aquí. No me he rendido, y no voy a decir que me rindo.

—Esto no es ningún juego, Bran, deja de hacer chiquilladas, no te las voy a consentir. El castillo está en mi poder, pero sus ocupantes siguen obedeciéndote a ti. Si el príncipe no quiere que mueran, lo mejor será que haga lo que le digo. —Se levantó y se dirigió hacia la puerta—. Vendrá alguien a vestirte y a llevarte a la sala principal. Piensa bien qué vas a decir.

La espera hizo que Bran se sintiera más impotente que nunca. Se quedó sentado junto a la ventana, contemplando las torres oscuras y los muros negros como las sombras. En cierta ocasión le pareció oír gritos más allá de la sala de la guardia, y algo que tal vez fuera el chocar de espadas, pero no tenía el oído de Verano, ni tampoco su olfato. «Cuando despierto sigo estando roto, pero cuando duermo, cuando soy Verano, puedo correr, pelear, oír, oler…»

Pensaba que quien iría a buscarlo sería Hodor, o tal vez alguna criada, pero cuando se abrió la puerta el que entró fue el maestre Luwin, con una vela en la mano.

—Bran —dijo—. ¿Sabes… qué ha pasado? ¿Te lo han dicho?

Tenía una herida encima del ojo izquierdo, y le corría la sangre por ese lado de la cara.

—Ha venido Theon. Ha dicho que ahora Invernalia es suya.

El maestre dejó la vela y se limpió la sangre de la mejilla.

—Cruzaron el foso a nado. Escalaron los muros con garfios y cuerdas. Llegaron empapados, chorreando, con el acero en la mano. —Se sentó en la silla situada junto a la puerta. Le seguía saliendo sangre del corte sobre la ceja—. Barrigón estaba de guardia, lo sorprendieron en el portón y lo mataron. Pelopaja también está herido. Me dio tiempo a enviar dos cuervos antes de que irrumpieran. El pájaro que iba a Puerto Blanco consiguió escapar, pero al otro lo atravesaron con una flecha. —El maestre no apartaba la vista de las alfombras—. Ser Rodrik se llevó a demasiados de nuestros hombres, pero yo tengo tanta culpa como él. No imaginaba que corriéramos peligro, no supe ver…

«Jojen sí lo vio», pensó Bran.

—Me tenéis que ayudar a vestirme.

—Sí, sí. —Al pie de la cama de Bran había un arcón muy pesado con refuerzos de hierro, del que el maestre sacó ropa interior, unos calzones y una túnica—. Eres el Stark de Invernalia, y el heredero de Robb. Debes vestir como un príncipe. —Empezó a ataviarlo como correspondía a un señor.

—Theon quiere que rinda el castillo —dijo Bran mientras el maestre le sujetaba la capa con su broche favorito, de plata y azabache, en forma de cabeza de lobo.

—No es ninguna deshonra. Un buen señor debe proteger a los suyos. De los lugares crueles nacen personas crueles, Bran, no lo olvides cuando trates con esos hombres del hierro. Tu señor padre hizo lo que pudo para suavizar a Theon, pero llegó tarde, y no fue suficiente.

El hombre del hierro que fue a buscarlos era achaparrado y grueso, con una barba negra como el carbón que le llegaba casi hasta la barriga. Cargó al niño con facilidad, aunque no parecía nada satisfecho con la tarea que le habían encomendado.

El dormitorio de Rickon estaba escaleras abajo. El pequeño de cuatro años estaba de mal humor porque lo habían despertado.

—Quiero que venga mi madre —dijo—. Que venga ya. Y Peludo también.

—Tu madre está muy lejos, mi príncipe —dijo el maestre Luwin mientras le ponía una túnica—. Pero yo estoy aquí, y Bran también.

Cogió a Rickon de la mano y salió con el. Al llegar abajo se encontraron con Meera y Jojen, a los que un hombre calvo con una lanza que era un metro más alta que él había hecho salir de su habitación. Jojen miró a Bran con unos ojos verdes que eran estanques de lástima. Otro hombre del hierro había despertado a los Frey.

—Tu hermano ha perdido su reino —le dijo Walder el Pequeño a Bran—. Ya no eres príncipe, sólo un rehén.

—Igual que tú —dijo Jojen—. Y yo, y todos nosotros.

—No hablaba contigo, comerranas.

Uno de los hombres del hierro los precedía con una antorcha en la mano, pero había empezado a llover de nuevo, y pronto se le apagó. Mientras cruzaban el patio a toda prisa, les llegaron los aullidos de los lobos huargos en el bosque de dioses.

«Espero que Verano no se hiciera daño al caerse del árbol.»

Theon Greyjoy estaba sentado en el trono de los Stark. Se había quitado la capa. Sobre la cota de malla llevaba un chaleco negro adornado con el kraken dorado que era el blasón de su casa. Tenía las manos apoyadas sobre las cabezas de lobos talladas al final de los anchos brazos de piedra del trono.

—Theon se ha sentado en la silla de Robb —dijo Rickon.

—Calla, Rickon.

Bran percibía el peligro que los rodeaba, pero su hermano era demasiado pequeño. Habían encendido unas cuantas antorchas, pero la mayor parte de la sala estaba a oscuras. No tenían dónde sentarse, porque los bancos estaban amontonados contra las paredes, de manera que los habitantes del castillo se encontraban de pie, en pequeños grupos, sin atreverse a hablar. Vio a la Vieja Tata, que no paraba de abrir y cerrar la boca desdentada. Dos de los guardias sostenían a Pelopaja, con el pecho envuelto en una venda ensangrentada. Tym Carapicada sollozaba inconsolable, y Beth Cassel lloraba de miedo.

—¿Quiénes son éstos? —preguntó Theon al ver a los Reed y a los Frey.

—Éstos son los pupilos de Lady Catelyn, ambos se llaman igual, Walder Frey —le respondió el maestre Luwin—. Y éstos son Jojen Reed y su hermana Meera, hijos de Howland Reed, de la Atalaya de Aguasgrises, que vinieron a renovar sus juramentos de lealtad a Invernalia.

—Hay quien diría que eligieron un mal momento —replicó Theon—. Pero no yo. Aquí estáis y aquí os vais a quedar. —Se levantó del trono—. Trae aquí al príncipe, Lorren.

El hombre de la barba negra soltó a Bran sobre el asiento de piedra como si fuera un saco.

A la sala principal seguían llegando habitantes del castillo, azuzados entre gritos y golpes de las astas de las lanzas. Gage y Osha subieron de las cocinas, todavía cubiertos de la harina con la que estaban preparando el pan para aquella mañana. A Mikken lo hicieron entrar entre maldiciones. Farlen llegó cojeando, esforzándose por ayudar a Palla. A ella le habían desgarrado el vestido; se lo sujetaba con el puño muy apretado, y caminaba como si cada paso supusiera una auténtica agonía. El septon Chayle corrió a ayudarlos, pero uno de los hombres de hierro se interpuso y lo derribó.

El último en cruzar las puertas fue Hediondo, el prisionero, cuya peste acre lo precedió. A Bran se le revolvió el estómago ante aquel olor.

—Éste estaba encerrado en una celda de la torre —anunció el que lo escoltaba, un joven imberbe de pelo color jengibre y ropas empapadas, sin duda uno de los que habían cruzado el foso a nado—. Dice que lo llaman Hediondo.

—¿Por qué será? —comentó Theon, sonriente—. ¿Siempre hueles tan mal, o es que te acabas de follar un cerdo?

—No he follado desde que me cogieron, mi señor. Mi verdadero nombre es Heke. Estaba al servicio del bastardo de Fuerte Terror, hasta que los Stark le clavaron una flecha en la espalda a modo de regalo de bodas.

A Theon aquello le pareció muy divertido.

—¿Con quién se casó?

—Con la viuda de Hornwood, mi señor.

—¿Con esa vieja? ¿Acaso estaba ciego? Si tiene las tetas como odres vacíos, secas y marchitas.

—No se casó con ella por sus tetas, mi señor.

Los hombres del hierro cerraron las puertas de entrada de la sala. Desde el trono Bran alcanzaba a ver a unos veinte de ellos. «Seguro que ha dejado a más de guardia en la muralla y en la armería.» Aun así, no serían más de una treintena.

Theon alzó las manos para pedir silencio.

—Ya sabéis quién soy.

—¡Sí, sabemos que eres un saco de mierda! —gritó Mikken antes de que el calvo lo golpeara en el vientre con el asta de la lanza, y luego lo golpeara en pleno rostro.

El herrero cayó de rodillas y escupió un diente.

—¡Guarda silencio, Mikken! —Bran había tratado de poner voz firme y señorial, la misma que Robb siempre que daba órdenes, pero la garganta le traicionó y las palabras le salieron agudas y chillonas.

—Presta atención a tu joven señor, Mikken —dijo Theon—. Tiene más sentido común que tú.

«Un buen señor debe proteger a los suyos», se recordó.

—He rendido Invernalia a Theon.

—Más alto, Bran. Y llámame «príncipe».

—He rendido Invernalia al príncipe Theon —dijo el chico alzando la voz—. Todos debéis hacer lo que os ordene.

—¡Y una mierda! —rugió Mikken.

Theon hizo caso omiso del exabrupto.

—Mi padre se ha puesto la antigua corona de sal y roca, y se ha declarado rey de las Islas del Hierro. También reclama el norte por derecho de conquista. Todos sois sus súbditos.

—¡Que te den por culo! —Mikken se limpió la sangre de la boca—. Yo sirvo a los Stark, no a un traidor como… ¡aaah! —El asta de la lanza le golpeó el rostro contra el suelo de piedra.

—Los herreros tienen brazos fuertes, pero cabezas más bien flojas —observó Theon—. Si los demás me servís con tanta lealtad como servisteis a Ned Stark, no tardaréis en ver que soy un señor generoso.

Mikken, caído sobre las manos y las rodillas, escupió sangre. «No, por favor, calla», deseó Bran con todas sus fuerzas. Pero el herrero volvió a alzar la voz.

—Si crees que vas a conquistar el norte con este ejército de pacotilla, no…

El hombre calvo le metió la lanza por la nuca. El acero atravesó la carne y le salió por la garganta con un surtidor de sangre. Una mujer lanzó un grito, y Meera rodeó a Rickon con los brazos.

«En sangre. Se ahogó en sangre —pensó Bran como en medio de una bruma—. En su sangre.»

—¿Quién más quiere decir algo? —preguntó Theon Greyjoy.

—¡Hodor, Hodor, Hodor, Hodor! —gritó Hodor con los ojos muy abiertos.

—Que alguien tenga la bondad de hacer callar a ese imbécil.

Dos hombres del hierro empezaron a golpear a Hodor con las astas de las lanzas. El mozo de cuadras se dejó caer al suelo y trató de protegerse con las manos.

—Seré tan buen señor como lo fue Eddard Stark. —Theon tuvo que alzar la voz para hacerse oír por encima del ruido de la madera contra la carne—. Pero si me traicionáis, os arrepentiréis, lo prometo. Y no creáis que estos hombres que veis son todo mi ejército. Pronto tendremos en nuestro poder también la Ciudadela de Torrhen y Bosquespeso, y mi tío está remontando el Lanza de Sal para apoderarse también de Foso Cailin. Si Robb Stark puede con los Lannister, que reine en el Tridente, pero la Casa Greyjoy domina ahora el norte.

—Los vasallos de los Stark lucharán contra vos —dijo el llamado Hediondo—. Ese cerdo gordo de Puerto Blanco, para empezar, y también los Umber y los Karstark. Os harán falta hombres. Liberadme y os serviré.

Theon valoró la posibilidad durante un momento.

—Tienes mejor cerebro que olor. Pero no aguantaría tu peste a mi lado.

—Bueno —replicó Hediondo—, podría lavarme un poco. Si estuviera libre.

—Me gusta tu sentido común —sonrió Theon—. Arrodíllate.

Uno de los hombres del hierro entregó a Hediondo una espada. Éste la puso a los pies de Theon, y juró obediencia a la Casa Greyjoy y al rey Balon. Bran no quiso mirar. El sueño verde se estaba haciendo realidad.

Osha dio un paso al frente, al lado del cadáver de Mikken.

—¡Mi señor Greyjoy! A mí también me trajeron aquí como prisionera. Lo sabéis, estabais aquí cuando me cogieron.

«Creía que eras mi amiga», pensó Bran, dolido.

—Necesito guerreros —declaró Theon—, no mozas de cocina.

—El que me metió en las cocinas fue Robb Stark. Llevo casi un año fregando cazuelas, limpiando grasa y calentándole el jergón a éste. —Echó una mirada de soslayo en dirección a Gage—. Ya estoy harta. Volved a ponerme una lanza en la mano.

—Ésta es la lanza que te daría yo —dijo el que había matado a Mikken, sonriente, al tiempo que se agarraba la entrepierna.

Osha le clavó una rodilla huesuda entre las piernas.

—Tú quédate con esa cosa blanda y rosada. —Le quitó la lanza de las manos y lo derribó con el asta—. Yo me llevo la de hierro y madera.

El calvo se retorcía de dolor en el suelo, mientras el resto de los saqueadores reía a carcajadas. Theon también se reía.

—Me parece bien —dijo—. Quédate con la lanza, Stygg ya se buscará otra. Ahora, arrodíllate y haz el juramento.

Cuando no quedó nadie que se adelantara para jurar lealtad, Theon los despidió a todos con instrucciones de seguir con su trabajo y no causar problemas. A Hodor le encomendaron la tarea de llevar a Bran de vuelta a su cama. Tenía el rostro horrible tras la paliza, con la nariz hinchada y un ojo cerrado.

—Hodor —sollozó entre los labios destrozados al tiempo que cogía a Bran entre sus enormes brazos, con las manos llenas de sangre, y salía con él a la mañana lluviosa.

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