SANSA

Hacia el sur, el humo ennegrecía el cielo. Se alzaba serpenteante de un centenar de incendios, con dedos de hollín que manchaban las estrellas. Al otro lado del río Aguasnegras, una línea de llamas ardía toda la noche de horizonte a horizonte, y en la orilla más cercana el Gnomo había hecho incendiar todo lo que había a lo largo de la ribera: muelles, almacenes, casas y burdeles, cualquier edificación que estuviera fuera de los muros de la ciudad.

El aire tenía sabor a ceniza incluso dentro de la Fortaleza Roja. Cuando Sansa encontró a Ser Dontos en el silencio del bosque de dioses, el caballero le preguntó si había estado llorando.

—No, es por el humo —mintió—. Parece como si estuviera ardiendo medio Bosque Real.

—Lord Stannis quiere ahumar a los salvajes del Gnomo para hacerlos salir. —Dontos se tambaleaba al hablar, apoyado con un brazo en un castaño. Tenía una mancha de vino en la túnica roja y amarilla de bufón—. Se dedican a matar a sus exploradores y a asaltar sus líneas de aprovisionamiento. Y los salvajes también han provocado incendios. El Gnomo le dijo a la reina que más valía que Stannis enseñara a sus caballos a comer ceniza, porque no iba a encontrar ni una brizna de hierba. Se lo oí decir. Ahora que soy un bufón oigo muchas más cosas que cuando era caballero. Todo el mundo habla como si yo no estuviera presente. Además… —Se inclinó hacia delante y le echó a la cara el aliento con olor a vino—, la Araña paga con oro cualquier tontería. Creo que el Chico Luna lleva años en su nómina.

«Vuelve a estar borracho. Dice que es mi pobre Florian, y es cierto, pero no tengo a nadie más.»

—¿Es verdad que Lord Stannis quemó el bosque de dioses de Bastión de Tormentas?

Dontos asintió.

—Hizo una gran pira de árboles como ofrenda a su nuevo dios. Se lo ordenó la sacerdotisa roja. Se dice que lo tiene dominado en cuerpo y alma. Stannis juró que, si tomaba la ciudad, quemaría también el Gran Sept de Baelor.

—Ojalá. —La primera vez que Sansa había visto el Gran Sept, con sus paredes de mármol y sus siete torres de cristal, le había parecido la edificación más hermosa del mundo. Pero eso había sido antes de que Joffrey decapitara a su padre en aquellas escaleras—. Quiero que lo quemen.

—Callad, niña, los dioses os van a oír.

—¿Por qué? Mis plegarias no las oyen nunca.

—Sí que os oyen. Me enviaron a vos, ¿no?

Sansa se agarró a la corteza de un árbol. Se sentía mareada, casi febril.

—Os enviaron a mí, pero ¿de qué me habéis servido? Prometisteis que me llevaríais a mi hogar, y todavía estoy aquí.

—He hablado con un hombre al que conozco —dijo Dontos dándole unas palmaditas en el brazo—, es un buen amigo mío… y vuestro, mi señora. Cuando llegue el momento adecuado alquilará un barco rápido para ponernos a salvo.

—El momento adecuado es ahora —insistió Sansa—, antes de que empiece la batalla. Se han olvidado de mí. Podríamos escabullirnos, estoy segura.

—Ay, niña, niña, niña. —Dontos sacudió la cabeza—. Sí, podríamos salir del castillo, pero las puertas de la ciudad están más vigiladas que nunca, y el Gnomo ha cerrado todas las salidas por el río.

Era cierto. El río Aguasnegras estaba desierto como Sansa no lo había visto nunca. Todos los transbordadores estaban anclados en la orilla norte, y las galeras mercantes habían huido, o bien el Gnomo se había apoderado de ellas para utilizarlas durante la batalla. Los únicos barcos que se veían eran las galeras de combate del rey. Remaban sin cesar de arriba abajo, siempre en las aguas profundas del centro del río, intercambiando andanadas de flechas con los arqueros de Stannis situados en la orilla sur.

Lord Stannis estaba todavía en camino, pero su vanguardia había llegado hacía ya dos noches, aprovechando la luna nueva. Al despertar, Desembarco del Rey se había encontrado con el espectáculo de sus pabellones y sus estandartes. Sansa oyó decir que eran cinco mil hombres, casi tantos como capas doradas había en la ciudad. Lucían las manzanas rojas o verdes de la Casa Fossoway, la tortuga de Estermont y el zorro con flores de Florent, y su comandante era Ser Guyard Morrigen, un famoso caballero sureño a quien llamaban Guyard el Verde. En su estandarte aparecía un cuervo volando, con las negras alas extendidas sobre un cielo verde tormentoso. Pero lo que más preocupaba a los habitantes de la ciudad eran los estandartes color amarillo claro, con largas colas que parecían llamas, y en lugar del blasón de alguna casa lucían el símbolo de un dios: el corazón ardiente del Señor de la Luz.

—Cuando llegue Stannis, tendrá diez veces más hombres que Joffrey, lo dice todo el mundo.

—No importa cuán numeroso sea su ejército, pequeña, mientras sigan al otro lado del río. —Dontos le dio un apretón en el hombro—. Sin barcos, Stannis no podrá cruzarlo.

—Tiene barcos. Más que Joffrey.

—Su flota se encuentra muy lejos, en Bastión de Tormentas. Tendría que subir por Garfio de Massey y el Gaznate, y cruzar la Bahía Aguasnegras. Quizá los dioses envíen una tormenta que los barra de los mares. —Dontos le dirigió una sonrisa esperanzadora—. Ya sé que no es fácil para vos. Debéis tener paciencia, niña. Cuando mi amigo regrese a la ciudad tendremos un barco. Tened fe en vuestro Florian, y no temáis nada.

Sansa se clavó las uñas en la palma de la mano. Sentía cómo el miedo le atenazaba la boca del estómago, cada día más. Todavía la asediaban las pesadillas con recuerdos del día de la partida de la princesa Myrcella, eran sueños oscuros y asfixiantes de los que despertaba a media noche sin respiración. Oía los gritos furiosos del gentío, gritos sin palabras, como de animales. La habían rodeado, le habían tirado porquerías, trataron de derribarla de su caballo, y todo habría sido mucho peor si el Perro no se hubiera abierto camino hasta ella a golpes de espada. Habían despedazado al Septon Supremo, le habían aplastado la cabeza a Ser Aron con una roca… Y Dontos le decía que no temiera nada.

La ciudad entera tenía miedo, Sansa lo advertía desde los muros del castillo. Los habitantes se escondían tras postigos cerrados y puertas atrancadas, como si de esa forma pudieran ponerse a salvo. La última vez que cayó Desembarco del Rey los Lannister saquearon y violaron tanto como quisieron, y pasaron por la espada a cientos de hombres, aunque la ciudad les había abierto las puertas. En esta ocasión el Gnomo iba a presentar batalla, y una ciudad que se resistía no podía esperar clemencia.

Dontos no dejaba de decir tonterías.

—Si fuera caballero todavía tendría que ponerme la armadura y subir a las murallas como todos los demás. Ganas me dan de besarle los pies al rey Joffrey y darle las gracias de todo corazón.

—Si le dierais las gracias por convertiros en bufón os volvería a nombrar caballero —replicó Sansa con tono brusco.

—Mi Jonquil es una dama muy lista, ¿eh? —Dontos rió entre dientes.

—Joffrey y su madre dicen que soy estúpida.

—Que lo digan. Es mejor para vos, querida. La reina Cersei, el Gnomo, Lord Varys y todos ésos se vigilan entre ellos atentos como halcones, pero de la hija de Lady Tanda no se preocupa nadie, ¿verdad? —Se cubrió la boca con la mano para disimular un eructo—. Los dioses os guarden, mi pequeña Jonquil. —Se estaba poniendo sentimental, como siempre que bebía mucho vino—. Dad un besito a vuestro Florian. Un besito de buena suerte.

Dio un paso tambaleante hacia ella. Sansa esquivó los labios húmedos protuberantes, depositó un beso ligero en la mejilla mal afeitada y le deseó buenas noches. Tuvo que echar mano de todas sus energías para no llorar. En los últimos tiempos había estado llorando demasiado. Sabía que era un comportamiento impropio, pero no podía contenerse. Se le llenaban los ojos de lágrimas a menudo, por cualquier tontería, y era incapaz de controlarlas.

No había guardias en el puente levadizo que llevaba al Torreón de Maegor. El Gnomo había situado a casi todos los capas doradas en las murallas de la ciudad, y los caballeros blancos de la Guardia Real tenían deberes más relevantes que ir pisándole los talones. Sansa podría haber ido a cualquier lugar mientras no intentara salir del castillo, pero no había ningún sitio al que quisiera ir.

Cruzó el foso seco con el fondo lleno de estacas de hierro y subió por la estrecha escalera de caracol, pero cuando llegó ante la puerta de su dormitorio no soportó la idea de entrar. Las paredes mismas de la estancia la hacían sentir atrapada, y aunque abriera la ventana de par en par sentía como si le faltara el aire.

Sansa volvió a las escaleras y siguió subiendo. El humo desdibujaba las estrellas y la fina luna creciente, de manera que la noche era oscura y llena de sombras. Pero desde allí se podía divisar todo: las altas torres y los grandes baluartes de la Fortaleza Roja, el laberinto de callejuelas de la ciudad, las aguas oscuras del río al sur y al oeste, la bahía al este, las columnas de humo y pavesas, y hogueras, hogueras por todas partes. Los soldados se movían por las murallas de la ciudad como hormigas con antorchas, poblaban los parapetos que habían brotado de las almenas. Abajo, junto a la Puerta del Lodazal, la forma vaga de tres catapultas gigantescas se alzaba ante la humareda. Eran enormes, las más grandes que nadie hubiera visto jamás, al menos cinco metros más altas que las murallas. Pero ni siquiera aquello conseguía que tuviera menos miedo. Sintió una punzada que la recorría, tan violenta que dejó escapar un sollozo y se llevó las manos al vientre.

Estuvo a punto de caerse, pero de pronto una sombra se movió, y unos dedos fuertes la sujetaron por el brazo hasta que recuperó el equilibrio.

Sansa se apoyó en las almenas y clavó los dedos en la piedra áspera.

—Dejadme —sollozó—. Soltadme.

—El pajarito cree que tiene alas, ¿eh? ¿O qué quieres, acabar tullida como tu hermanito?

—No me iba a caer. —Sansa se retorció para librarse de él—. Es que… me habéis sobresaltado, nada más.

—Quieres decir que te he asustado. Y todavía te asusto.

—Creía que no había nadie, y… —Respiró hondo para tratar de calmarse. Apartó la vista.

—El pajarito aún no soporta mirarme a la cara, ¿verdad? —El Perro la soltó—. Pues cuando el populacho te tenía rodeada, bien que te alegraste de verme, ¿no te acuerdas?

Sansa se acordaba demasiado bien. Se acordaba de los gritos y los insultos, de cómo le corría la sangre por la mejilla cuando le lanzaron la piedra, del olor a ajo en el aliento del hombre que había intentado derribarla del caballo. Todavía sentía el pellizco doloroso de unos dedos en la muñeca cuando perdió el equilibrio y empezó a caer.

En aquel momento pensó que iba a morir, pero los dedos se estremecieron, los cinco a la vez, y el hombre lanzó un grito agudo como un relincho de caballo. La mano la soltó, y otra mano, más fuerte, la afianzó en la silla de montar. El hombre del aliento de ajo estaba en el suelo, la sangre manaba a borbotones del muñón de su brazo; pero había más, la rodeaban, muchos llevaban palos en las manos. El Perro saltó contra ellos, su espada era un torbellino de acero que levantaba a su paso una neblina roja. Cuando sus enemigos huyeron soltó una carcajada, durante un momento aquel espantoso rostro quemado se transformó.

Se obligó a alzar la vista, a mirarlo de verdad. Era una muestra de cortesía, y una dama siempre debía ser cortés. «Lo peor no son las cicatrices, ni cómo se le retuerce la boca. Lo peor son los ojos.» Jamás había visto unos ojos tan llenos de ira.

—De… debí ir a veros… después de aquello —dijo a trompicones—. Para… para daros las gracias… por salvarme… fuisteis muy valiente.

—¿Valiente? —Soltó una carcajada que más bien parecía un gruñido—. Un perro no necesita valor para espantar a las ratas. Eran treinta contra mí, y ni uno osó hacerme frente.

Sansa no soportaba que siempre fuera tan brusco, que hablara de manera tan iracunda.

—¿Os proporciona placer asustar a la gente?

—No. Lo que me proporciona placer es matarla. —Retorció la boca en una mueca—. Arruga el ceño si quieres, pero no me vengas con monsergas. Eras hija de un gran señor. No me digas que Lord Eddard Stark de Invernalia no mató nunca a nadie.

—Sí, pero lo hacía porque era su deber. No le gustaba.

—¿Eso te decía? —Clegane soltó otra carcajada—. Tu padre te mintió. No hay nada mejor que matar. —Desenvainó la espada larga—. Mira, esto sí es la verdad. Tu querido padre lo descubrió en las escaleras de Baelor. Señor de Invernalia, Mano del Rey, Guardián del Norte, el poderoso Eddard Stark, de una estirpe que se remonta más de ocho mil años… pero a la espada de Ilyn Payne le dio igual a la hora de atravesarle el cuello. ¿Te acuerdas de cómo bailó cuando le quitaron la cabeza de encima de los hombros?

—¿Por qué sois siempre tan odioso? —Sansa se estrechó los brazos contra el cuerpo. De repente tenía mucho frío—. Yo os estaba dando las gracias…

—Sí, como si fuera uno de esos verdaderos caballeros que tanto te gustan. ¿Para qué crees que sirven los caballeros, niña? Tú piensas que todo es cosa de recibir prendas de las damas y quedar guapo con una armadura chapada en oro. Pero no, los caballeros sirven para matar. —Le puso la espada en el cuello, justo debajo de la oreja. Sansa sintió el filo del acero—. La primera vez que maté a un hombre tenía doce años. Y he perdido la cuenta de los que he matado desde entonces. Grandes señores de noble linaje, ricachones gordos vestidos de terciopelo, caballeros hinchados como vejigas de tanto honor, y sí, también mujeres y niños. No son más que carne, y yo soy el carnicero. Que se queden con sus tierras, con sus dioses y con su oro. Que se queden con sus títulos de ser. —Sandor Clegane escupió a sus pies para demostrarle lo que opinaba de ellos—. Que yo me quedo con esto —dijo al tiempo que le apartaba la espada de la garganta—. Mientras lo tenga, no temeré a ningún hombre.

«Excepto a vuestro hermano —pensó Sansa, aunque tuvo suficiente sentido común para no decirlo en voz alta—. Es un perro, como él mismo dice siempre. Un perro medio salvaje y malvado que muerde la mano que intenta acariciarlo, pero aun así atacará a cualquiera que intente hacer daño a sus amos.»

—¿Ni siquiera a los que están al otro lado del río?

Clegane desvió la vista hacia las hogueras lejanas.

—Hogueras y más hogueras. —Envainó la espada—. Sólo los cobardes luchan con fuego.

—Lord Stannis no es ningún cobarde.

—Tampoco es tan hombre como lo fue su hermano. Robert nunca había dejado que una minucia como un río lo detuviera.

—¿Qué haréis vos cuando lo cruce?

—Luchar. Matar. Puede que morir.

—¿Y no tenéis miedo? Puede que los dioses os envíen a un infierno espantoso por todo el mal que habéis hecho.

—¿Qué mal? —Se echó a reír—. ¿Qué dioses?

—Los dioses que nos hicieron a todos.

—¿A todos? —se burló—. Dime, pajarito, ¿qué clase de dioses hacen a un monstruo como el Gnomo, o a una retrasada como la hija de Lady Tanda? Si hay dioses, hicieron a las ovejas para que los lobos pudieran comer carne, y también hicieron a los débiles para que los fuertes jugaran con ellos.

—Los verdaderos caballeros protegen a los débiles.

—No hay verdaderos caballeros —soltó el Perro con un bufido—, igual que no hay dioses. Si no puedes protegerte a ti misma, muérete y aparta del camino de los que sí pueden. Este mundo lo rige el acero afilado y los brazos fuertes, no creas a quien te diga lo contrario.

—Sois odioso. —Sansa retrocedió un paso.

—Soy sincero. Es el mundo el que es odioso. Venga, pajarito, vete volando. Ya estoy harto de que me mires.

Sansa se marchó corriendo sin decir palabra. Sandor Clegane le daba miedo… pero una parte de su corazón deseaba que Ser Dontos tuviera un fragmento de la ferocidad del Perro.

«Sí que hay dioses —se dijo—, y también hay verdaderos caballeros. Es imposible que todas las historias sean mentira.»

Aquella noche Sansa volvió a soñar con el día de los disturbios. La turba la rodeaba, gritaba como una bestia rabiosa con mil caras. Mirase adonde mirase veía rostros retorcidos que se transformaban en máscaras monstruosas e inhumanas. Ella lloraba y decía que no les había hecho nada, pero daba igual, la tiraban del caballo. «No —gritaba—, no, por favor, no, no», pero nadie le hacía caso. Llamaba a gritos a Ser Dontos, a sus hermanos, a su padre muerto y a su loba muerta, a los héroes de las canciones, a Florian y a Ser Ryam, a Redwyne y al príncipe Aemon el Caballero Dragón, pero nadie acudía en su auxilio. Las mujeres se abalanzaban sobre ella como un enjambre, como comadrejas, le pellizcaban las piernas y le daban patadas en el estómago; le dieron un golpe en el rostro y sintió cómo se le rompían los dientes. En aquel momento vio el centellear del acero. El cuchillo se clavó en sus entrañas y la desgarró, la desgarró hasta que de ella no quedaron más que jirones húmedos.

Cuando despertó, la luz clara de la mañana entraba oblicua por la ventana, pero se sentía dolorida y enferma como si no hubiera dormido nada. Tenía algo pegajoso en los muslos. Se quitó de encima la manta, y entonces fue cuando vio la sangre. Lo primero que le vino a la cabeza fue que la pesadilla se había hecho realidad. Recordó los cuchillos que entraban en su vientre y la desgarraban. Horrorizada, se liberó de las sábanas a patadas y cayó al suelo con la respiración entrecortada, desnuda, ensangrentada y muerta de miedo.

Pero cuando ya estaba sobre la alfombra, de rodillas, apoyada con las manos en el suelo, lo comprendió de repente.

—No, por favor —sollozó Sansa—. Por favor, no. —No quería que le sucediera aquello en aquel momento, y allí, y en aquel momento, en aquel momento, en el peor momento.

La locura le nubló la mente. Se levantó, ayudándose del poste del dosel de la cama, y se lavó entre las piernas con el agua de la palangana, para quitarse todo aquello pegajoso. Cuando terminó el agua estaba teñida de sangre. Si las criadas veían aquello se darían cuenta de todo. Entonces se acordó de la ropa de cama. Horrorizada, vio la enorme mancha roja delatora. No podía pensar en nada, sólo en que tenía que quitarla de allí, si no la verían. Y no podía permitir que la vieran, o la casarían con Joffrey y la obligarían a acostarse con él.

Sansa cogió el cuchillo y cortó la sábana en torno a la mancha. «Y cuando me pregunten por el agujero, ¿qué les digo?» Las lágrimas le corrían por las mejillas. Arrancó la sábana desgarrada de la cama, y también las mantas sucias. «Tengo que quemarlas.» Hizo un ovillo con las pruebas, lo metió en la chimenea, lo empapó con el aceite de la lámpara de la mesilla, y le prendió fuego. Entonces se dio cuenta de que la sangre había calado hasta el colchón de plumas, de modo que también intentó hacerlo un ovillo, pero era muy grande, aparatoso y difícil de mover. Sansa sólo consiguió meter en el fuego la mitad. Estaba de rodillas, empeñada en meter el colchón entre las llamas mientras un humo gris espeso se arremolinaba a su alrededor y llenaba la habitación, cuando la puerta se abrió de golpe y oyó la exclamación de su doncella.

Hicieron falta tres para sujetarla, y todo en balde. La ropa de cama había ardido, pero cuando consiguieron llevársela volvía a tener los muslos llenos de sangre. Era como si su cuerpo la hubiera traicionado para entregarla a Joffrey, desplegando ante los ojos de todo el mundo el estandarte escarlata de los Lannister.

Una vez estuvo apagado el fuego, se llevaron el colchón chamuscado, airearon la estancia para que saliera el humo, y llevaron una bañera. Las mujeres iban y venían, hablaban en murmullos y le lanzaban miradas de extrañeza. Llenaron la bañera con agua casi hirviendo, la bañaron, le lavaron el cabello y le dieron un paño para que se lo pusiera entre las piernas. Para entonces Sansa había recuperado la calma y estaba avergonzada de haberse comportado como una estúpida. El humo había estropeado la mayor parte de sus vestidos. Una de las mujeres salió de la habitación y volvió con un vestido de lana verde que era más o menos de su talla.

—No es tan bonito como los vuestros, pero os quedará bien —dijo mientras se lo metía a Sansa por la cabeza—. Los zapatos no se os han quemado, así que por suerte no tendréis que ir descalza a ver a la reina.

Cuando hicieron entrar a Sansa en sus estancias, Cersei Lannister estaba desayunando.

—Puedes sentarte —dijo con gesto gentil—. ¿Tienes hambre?

Hizo una señal en dirección a la mesa. Había gachas, miel, leche, huevos duros y pescado frito crujiente. Sólo con ver la comida le entraron náuseas. Tenía el estómago hecho un nudo.

—No, gracias, Alteza.

—Es comprensible. Entre Tyrion y Lord Stannis, todo lo que como me sabe a ceniza. Y ahora a ti también te ha dado por encender hogueras. ¿Se puede saber qué pretendías?

—Me asusté al ver tanta sangre —dijo Sansa con la cabeza agachada.

—La sangre es el sello de tu feminidad. Lady Catelyn debería haberte preparado. Has tenido tu primer florecimiento, nada más.

—Mi señora madre me había hablado de esto, pero… —Sansa jamás se había sentido menos florecida—. Pero creía que sería de otra manera.

—¿Cómo?

—No sé. Menos… menos sucio y más mágico.

La reina Cersei se echó a reír.

—Pues espera a dar a luz a un niño, Sansa. La vida de una mujer es nueve partes suciedad por cada parte de magia, no tardarás en darte cuenta… y a menudo la parte que parece magia es la más sucia de todas. —Bebió un sorbo de leche—. Así que ya eres mujer. ¿Tienes idea de qué significa eso?

—Que ahora estoy en condiciones de casarme, compartir el lecho y de concebir hijos para el rey —dijo Sansa.

—Es evidente que esa perspectiva ya no te atrae tanto como hace un tiempo. —La reina le dirigió una sonrisa irónica—. Es comprensible, Joffrey siempre ha sido un poco difícil. Hasta cuando nació… estuve de parto un día y una noche. No te puedes imaginar cuánto dolió, Sansa. Grité tanto que pensé que Robert me oiría desde el Bosque Real.

—¿Su Alteza no estaba con vos?

—¿Robert? Robert estaba cazando. Siempre fue su costumbre. Cuando se acercaba mi hora, mi regio esposo huía hacia los árboles con su partida de caza y sus sabuesos. Al regreso me obsequiaba con unas cuantas pieles o una cabeza de venado, y yo le obsequiaba con un bebé.

»Pero no vayas a pensar que yo quería que estuviera conmigo. Ya tenía al Gran Maestre Pycelle y un ejército de comadronas, y también a mi hermano. Cuando le dijeron a Jaime que no podía entrar en la sala del parto, sonrió y preguntó que quién iba a impedirle pasar.

»Por desgracia, dudo mucho que Joffrey muestre tanta devoción hacia ti. La culpa se la tendrías que echar a tu hermana, si no estuviera muerta. Mi hijo no ha podido olvidar aquel día en el Tridente, cuando viste cómo Arya lo humillaba, de manera que para vengarse él te humilla a ti. Pero eres más fuerte de lo que pareces, sobrevivirás a un poco de humillación. Igual que sobreviví yo. Tal vez no ames al rey, pero amarás a sus hijos.

—Amo a Su Alteza con todo mi corazón.

—Más vale que te aprendas unas cuantas mentiras nuevas, y que sea pronto. —La reina suspiró—. Te aseguro que ésa no le va a gustar a Lord Stannis.

—El nuevo Septon Supremo dijo que los dioses no permitirán la victoria de Lord Stannis, ya que Joffrey es el rey legítimo.

—Hijo legítimo y heredero de Robert, sí. —Un atisbo de sonrisa aleteó sobre los labios de la reina—. Aunque Joff se echaba a llorar siempre que Robert lo cogía en brazos. A Su Alteza no le hacía gracia. Sus hijos ilegítimos siempre le hacían gorgoritos, y le chupaban el dedo cuando lo metía en sus boquitas de bastardos. Robert siempre quería sonrisas y aclamaciones, de manera que se iba con quien se las daba, sus amigos y sus putas. Robert quería ser amado. Mi hermano Tyrion padece la misma enfermedad. ¿Tú quieres ser amada, Sansa?

—Todo el mundo quiere ser amado.

—Por lo que veo el florecimiento no te ha hecho más avispada —dijo Cersei—. Permíteme que comparta contigo, en este día tan especial, un poco de sabiduría femenina, Sansa. El amor es un veneno. Un veneno dulce, sí, pero un veneno que mata.

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