La reina no tenía la menor intención de esperar a Varys.
—La traición ya es un crimen —declaró, furiosa—, pero esto es una verdadera villanía, y no necesito que ese eunuco remilgado me diga qué hay que hacer con los villanos.
Tyrion cogió las cartas que su hermana tenía en la mano, las puso juntas y las comparó. Eran dos copias, la redacción era idéntica, aunque las caligrafías fueran diferentes.
—El maestre Frenken recibió la primera carta en el castillo Stokeworth —explicó el Gran Maestre Pycelle—. La segunda copia llegó a través de Lord Gyles.
—Si Stannis se ha molestado en enviarlas a esos dos —dijo Meñique pasándose un dedo por la barba—, es más que seguro que el resto de los señores de los Siete Reinos también habrán recibido una copia.
—Quiero que se quemen esas cartas —exigió Cersei—, de la primera a la última. Ni mi hijo ni mi padre deben oír el menor rumor al respecto.
—Sospecho que a estas alturas a nuestro padre le habrá llegado bastante más que un rumor —replicó Tyrion con tono seco—. Seguro que Stannis envió un pájaro a Roca Casterly y otro a Harrenhal. En cuanto a lo de quemar las cartas, no serviría de nada. La canción se ha cantado, el vino se ha derramado, la puta se ha quedado preñada. Y en realidad no es tan espantoso como parece.
—¿Has perdido la cabeza? —Cersei clavó en él unos ojos verdes llenos de ira—. ¿No has leído lo que dice ahí? ¡«El niño Joffrey», dice! ¡Y tiene la osadía de acusarme de incesto, adulterio y traición!
«Sólo porque es verdad. —Era increíble lo airada que se podía mostrar Cersei por unas acusaciones que sabía que eran ciertas—. Si perdemos la guerra, puede dedicarse al teatro. Tiene talento.»
—Stannis necesita algún pretexto para justificar su rebelión —dijo cuando su hermana hubo terminado—. ¿Qué querías que dijera? ¿«Joffrey es el hijo y heredero legítimo de mi hermano, pero a mí qué, pienso arrebatarle el trono»?
—¡No toleraré que diga que soy una prostituta!
«Vamos, hermana, en ningún momento ha insinuado que Jaime te pagara.» Tyrion repasó el texto de nuevo. Había una minucia que le llamaba la atención…
—«Escrito a la luz del Señor» —leyó en voz alta—. Extraña formulación, ¿verdad?
Pycelle carraspeó antes de hablar.
—Es una frase que aparece a menudo en cartas y documentos procedentes de las Ciudades Libres. No significa nada más que «escrito ante los ojos de dios», por ejemplo. El dios de los sacerdotes rojos. Tengo entendido que es una convención.
—Varys nos dijo hace unos años que Lady Selyse tenía en gran estima a un sacerdote rojo —les recordó Meñique.
—Pues por lo visto se lo ha contagiado a su señor esposo. —Tyrion dio unos golpecitos al papel con el dedo—. Es una circunstancia que podemos utilizar contra él. Que el Septon Supremo proclame cómo Stannis se ha vuelto contra los dioses, igual que contra su legítimo rey…
—Sí, sí —se impacientó Cersei—. Pero antes tenemos que impedir que esta basura se siga extendiendo. El Consejo debe promulgar un edicto. A cualquiera que hable de incesto o diga que Joff es un bastardo se le cortará la lengua.
—Una medida muy prudente —dijo el Gran Maestre Pycelle; los eslabones de la cadena tintinearon cuando asintió.
—Una estupidez —suspiró Tyrion—. Si le cortas la lengua a un hombre no demuestras que estuviera mintiendo, demuestras que no quieres que el mundo oiga lo que pueda decir.
—¿Y qué sugieres que hagamos? —exigió saber su hermana.
—Bien poca cosa. Deja que hablen lo que quieran, no tardarán en aburrirse. Cualquiera que tenga una pizca de sentido común se dará cuenta de que no es más que un torpe intento de justificar su intención de usurpar la corona. ¿Acaso presenta Stannis alguna prueba? —Tyrion dedicó a su hermana la más dulce de las sonrisas—. ¿Cómo podría, si todo es mentira?
—Cierto —tuvo que decir ella—. Pero, aun así…
—Alteza, vuestro hermano tiene razón. —Petyr Baelish juntó las yemas de los dedos—. Si tratamos de acallar esos rumores no haremos más que darles verosimilitud. Es mejor tratarlos con desprecio, como la mentira patética que son. Y, entretanto, combatir el fuego con fuego.
—¿Qué tipo de fuego? —Cersei lo miró con atención.
—Tal vez una historia de la misma naturaleza. Pero más fácil de creer. Lord Stannis ha pasado la mayor parte de su matrimonio alejado de su esposa. No se lo critico, si yo estuviera casado con Lady Selyse haría lo mismo. No obstante, si hacemos correr el rumor de que su hija es bastarda y Stannis no es más que un cornudo… Bueno, el pueblo siempre está dispuesto a pensar lo peor de sus señores, sobre todo si son tan estrictos, amargados y antipáticos como Stannis Baratheon.
—Eso es verdad, no lo aprecian mucho. —Cersei meditó un instante—. Así que le pagamos con su misma moneda. Sí, me parece muy bien. ¿A quién podríamos señalar como amante de Lady Selyse? Creo recordar que tiene dos hermanos. Y uno de sus tíos la ha acompañado en todo momento en Rocadragón…
—Su castellano es Ser Axell Florent. —Tyrion detestaba tener que reconocerlo, pero el plan de Meñique era prometedor. Stannis nunca había estado enamorado de su esposa, pero en lo que a su honor respectaba parecía un erizo, y era por naturaleza ansioso y desconfiado. Si conseguían sembrar la discordia entre sus seguidores y él, saldrían beneficiados—. Me han dicho que la niña tiene las orejas de los Florent.
Meñique asintió con gesto lánguido.
—Un mercader de Lys me dijo en cierta ocasión que Lord Stannis debía de querer mucho a su hija, ya que había ordenado que se erigieran cientos de estatuas de ella a lo largo de los muros de Rocadragón. Tuve que explicarle que eran gárgolas. —Soltó una risita—. Ser Axell no estaría mal como padre de Shireen, pero cuanto más estrafalaria y extravagante sea una historia, más probable es que la gente la repita una y otra vez, lo digo por experiencia. Stannis tiene un bufón muy grotesco, un retrasado mental con tatuajes en la cara.
—¡No pretenderéis sugerir que Lady Selyse se ha acostado con un idiota! —El Gran Maestre Pycelle lo miraba pasmado.
—Para acostarse con Selyse Florent hay que ser un idiota —señaló Meñique—. Y las mejores mentiras son las que contienen una chispa de verdad, la justa para que los que las oigan se paren a pensar un momento. Da la casualidad de que ese bufón adora a la niña y la sigue a todas partes. Hasta tienen cierto parecido físico. Shireen también tiene el rostro marcado y medio paralizado.
—Pero eso es por la psoriagris que casi acabó con la pobrecilla cuando no era más que un bebé. —Pycelle seguía sin comprender.
—Yo prefiero mi versión —dijo Meñique—. Y lo mismo le pasará al pueblo. Muchos creen que si una mujer embarazada come conejo, el niño nacerá con orejas largas y caídas.
—Lord Petyr, sois un verdadero infame. —Cersei sonrió con una sonrisa que solía reservar para Jaime.
—Gracias, Alteza.
—Y un excelente mentiroso —añadió Tyrion en tono mucho menos cálido. «Éste es más peligroso de lo que imaginaba», pensó.
Los ojos verdes de Meñique sostuvieron la mirada del enano sin el menor atisbo de incomodidad. Ni siquiera parecía afectarle que fueran cada uno de un color.
—Cada uno tiene su talento, mi señor.
La reina estaba demasiado concentrada en su venganza para percibir el enfrentamiento.
—¡Cornudo por obra y gracia de un bufón subnormal! Stannis será motivo de burla en todas las tabernas a este lado del mar Angosto.
—La historia no debe partir de nosotros —señaló Tyrion—, o la gente la considerará una mentira inventada para beneficiarnos.
«O sea, exactamente lo que es.»
Una vez más fue Meñique quien aportó la solución.
—Las prostitutas son muy dadas a los chismorreos, y da la casualidad de que poseo dos o tres burdeles. Y no me cabe duda de Varys puede esparcirlos por las tabernas y tenderetes de calderos.
—Varys. —Cersei frunció el ceño—. ¿Dónde estará?
—Eso mismo me preguntaba yo, Alteza.
—La Araña teje sus redes secretas día y noche —dijo el Gran Maestre Pycelle con tono ominoso—. Mis señores, yo no confío en él.
—Con lo bien que habla él siempre de vos. —Tyrion se bajó con dificultades de la silla. Sabía qué estaba haciendo el eunuco, pero no consideró necesario compartir esa información con el resto de los consejeros—. Disculpadme, mis señores. Tengo otros asuntos pendientes.
—¿Asuntos del rey? —Cersei lo miró con desconfianza.
—Nada que deba preocuparte.
—Eso lo decidiré yo.
—¿Qué quieres, estropearme la sorpresa? —dijo Tyrion—. Estoy encargando un regalo para Joffrey. Una cadenita.
—¿Para qué quiere otra cadena? Ya tiene cadenas de oro y plata, tantas que no se las puede poner todas. Si crees que puedes comprar con regalos el amor de Joffrey…
—¿Qué dices? Si ya tengo el amor de Joffrey, igual que él tiene el mío. En cuanto a esta cadena, confía en mí, algún día la valorará más que todas las otras juntas. —El hombrecillo hizo una reverencia y anadeó hacia la salida.
Bronn lo esperaba en el exterior de la sala del Consejo para escoltarlo de vuelta a la Torre de la Mano.
—Los herreros están en tu sala de audiencias, esperan tu venia —le dijo mientras cruzaban la gran sala.
—Esperan mi venia. Me gusta cómo suena eso, Bronn. Casi te expresas como un cortesano. Antes de que te des cuenta estarás hincando una rodilla en tierra para hablarme.
—Anda y que te jodan, enano.
—Eso es cosa de Shae. —Tyrion oyó que Lady Tanda lo llamaba con voz alegre desde la cima de la gran escalinata. Fingió que no la oía y aceleró el paso—. Encárgate de que me tengan preparada la litera, en cuanto acabe me iré del castillo.
Dos de los Hermanos de la Luna montaban guardia ante la puerta. Tyrion los saludó con cortesía e hizo una mueca al empezar a subir las escaleras. El tramo que había hasta su alcoba hacía que le dolieran las piernas.
En la estancia se encontró con un chico de doce años que le estaba haciendo la cama. Era su escudero, Podrick Payne, un muchacho tan tímido que parecía furtivo. Tyrion seguía con la sensación de que su padre lo había puesto a sus órdenes para reírse de él.
—Vuestras ropas, mi señor —musitó el chico mientras se miraba las botas. Pod nunca juntaba valor suficiente para mirar a los ojos, ni siquiera cuando se animaba a hablar en voz alta—. Para la audiencia. Y vuestra cadena. La cadena de la Mano.
—Muy bien. Ayúdame a vestirme.
El jubón era de terciopelo negro cubierto de botones dorados en forma de cabezas de león. Los eslabones de la cadena eran manos de oro macizo cuyos dedos agarraban la muñeca de la mano siguiente. Pod le entregó una capa de seda escarlata y ribetes de oro, cortada para adecuarla a su estatura. En un hombre normal no sería más que media capa.
La sala privada de audiencias de la Mano no era tan grande como la del rey, y resultaba mucho más pequeña que la inmensa sala del trono, pero a Tyrion le gustaban aquellas alfombras de Myr, los tapices y la sensación de intimidad.
—¡Tyrion Lannister, Mano del Rey! —gritó su mayordomo cuando entró.
Aquello también le gustaba. Los herreros, armeros y mercaderes del hierro que Bronn había reunido hincaron la rodilla en el suelo.
Se encaramó a la silla alta que había bajo una ventana redonda dorada, y dio permiso para que se levantaran.
—Señores, sé que todos estáis muy ocupados, así que seré breve. Pod, por favor. —El muchacho le tendió una saca de lona. Tyrion desató el cordel y la volcó. El contenido cayó sobre la alfombra con un sonido sordo de metal contra lana—. Encargué que hicieran éstos en la fragua del castillo. Necesito mil más iguales.
Uno de los herreros se arrodilló para examinar el objeto: eran tres inmensos eslabones de acero entrelazados.
—Una cadena muy fuerte.
—Fuerte, pero pequeña —replicó el enano—. Más o menos como yo. La quiero mucho, mucho más larga. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llaman Panza de Hierro, mi señor.
El herrero era achaparrado, ancho de espaldas, con sencillas ropas de lana y cuero, pero tenía los brazos gruesos como el cuello de un toro.
—Quiero que todas las fraguas de Desembarco del Rey se dediquen a hacer estos eslabones y a entrelazarlos. Que dejen de lado los otros encargos. Que se dedique a esta tarea hasta el último de los hombres que sepa trabajar el metal, ya sea maestro, jornalero o aprendiz. Cuando pase a caballo por la calle del Acero quiero oír martillos, día y noche. Y necesito un hombre, un hombre fuerte, que se encargue de todo eso. ¿Eres tú ese hombre, maestro Panza de Hierro?
—Es posible, mi señor. Pero ¿qué pasa con las espadas y las armaduras que está esperando la reina?
—Su Alteza nos hizo un encargo —intervino otro herrero—. Nos ordenó hacer cotas de malla, armaduras, espadas, dagas y hachas, en grandes cantidades. Son para armar a sus nuevos capas doradas, mi señor.
—Eso tendrá que esperar —dijo Tyrion—. La cadena es lo primero.
—Perdonad, mi señor, pero es que Su Alteza dijo que a los que no cumpliéramos su encargo nos haría aplastar las manos —insistió el herrero ansioso—. Que nos las aplastarían en nuestros yunques, mi señor. Eso mismo dijo.
«La adorable Cersei, siempre afanosa por conseguir que el pueblo nos quiera.»
—Nadie aplastará ninguna mano. Os doy mi palabra.
—El hierro se ha puesto muy caro —declaró Panza de Hierro—. Y para esta cadena vamos a necesitar mucho, así como carbón para los fuegos.
—Lord Baelish se encargará de que dispongáis del dinero que haga falta —prometió Tyrion. Esperaba poder contar con Meñique al menos para eso—. Ordenaré que la Guardia de la Ciudad os ayude a conseguir hierro. Si es necesario fundid hasta la última herradura que haya en la ciudad.
Un hombre de cierta edad dio un paso adelante. Iba ricamente ataviado con una túnica adamascada, botonadura de plata y una capa ribeteada con pieles de zorro. Se arrodilló para examinar los gigantescos eslabones de acero que Tyrion había tirado al suelo.
—Mi señor —anunció con tono grave—, esto es un trabajo tosco. No hay atisbo de arte. Sin duda es un encargo apropiado para los herreros vulgares, para hombres que se dedican a doblar herraduras y a martillar cazuelas, pero yo soy un maestro armero, con el permiso de mi señor. Éste no es un trabajo apropiado para mí, ni para el resto de los maestros. Nosotros hacemos espadas afiladas como canciones, armaduras que hasta un dios se podría poner. No esto.
—¿Cuál es tu nombre, maestro armero? —preguntó Tyrion, inclinando la cabeza hacia un lado y clavando en el hombre sus ojos dispares.
—Salloreon, con el permiso de mi señor. Si la Mano del Rey me lo permite, sería para mí un honor forjarle una armadura apropiada para su Casa y su alto cargo. —Dos de los otros disimularon risitas, pero Salloreon fingió no oír nada y siguió hablando—. De lamas y escamas. Escamas doradas, brillantes como el sol, y lamas esmaltadas con el escarlata de los Lannister. Como yelmo os sugeriría una cabeza de demonio, coronada con unos largos cuernos de oro. Cuando entréis en combate, los hombres huirán atemorizados.
«Una cabeza de demonio —pensó Tyrion con tristeza—. ¿Qué viene a decir eso de mí?»
—Maestro Salloreon, mi intención es combatir las batallas que me quedan desde esta silla. Lo que necesito son eslabones, no cuernos de demonio. Así que intentaré explicártelo de manera que te quede bien claro: puedes hacer cadenas o llevarlas puestas. Tú eliges. —Se levantó y salió de la sala sin siquiera volver la vista atrás.
Bronn lo esperaba junto al portón con su litera y una escolta de Orejas Negras a caballo.
—Ya sabes adónde vamos —le dijo Tyrion.
Aceptó la mano que lo ayudó a subir a la litera. Había hecho todo lo posible para alimentar a la ciudad hambrienta: encargó a cientos de carpinteros que construyeran botes de pesca en lugar de catapultas, abrió el bosque del rey a la caza para cualquiera que se atreviera a cruzar el río, incluso envió capas doradas hacia el sur y hacia el este para conseguir provisiones. Pero, pese a todo, siempre que cabalgaba veía a su alrededor miradas acusadoras. Las cortinas de la litera lo escudaban de ellas, además le daban tiempo para pensar.
Mientras bajaban a paso lento por el tortuoso callejón Sombranegra hacia el pie de la colina Alta de Aegon, Tyrion reflexionó sobre lo que había sucedido aquella mañana. La ira de su hermana le había hecho pasar por alto el verdadero significado de la carta de Stannis Baratheon. Sin pruebas, sus acusaciones no servían de nada, lo importante era que se había nombrado rey. «¿Qué va a pensar Renly al respecto?» Los dos no podían sentarse en el Trono de Hierro.
Apartó unos centímetros las cortinas para observar las calles sin mucho interés. A ambos lados de su litera cabalgaban Orejas Negras, con sus macabros collares, mientras que Bronn iba por delante para despejar el camino. Se fijó en los transeúntes que lo miraban, y se embarcó en el pequeño juego mental de tratar de distinguir a los informadores de los demás.
«Seguro que los más sospechosos son inocentes —decidió—. Tengo que cuidarme de los que parecen inocentes.»
Su destino se encontraba detrás de la colina de Rhaenys, y las calles estaban abarrotadas. Tuvo que transcurrir casi una hora hasta que la litera se detuvo. Tyrion estaba adormilado, pero despertó de repente cuando cesó el movimiento, se frotó los ojos y aceptó la mano que le tendía Bronn para ayudarlo a descender.
La casa era de dos pisos, el inferior de piedra y el superior de madera. En una esquina se alzaba una torrecilla redonda. Muchas de las ventanas estaban emplomadas. Sobre la puerta pendía un farolillo muy ornamentado, un globo de metal dorado con cristales color escarlata.
—Un burdel —dijo Bronn—. ¿Qué vienes a hacer aquí?
—¿Qué se suele hacer en un burdel?
—¿No te basta con Shae? —dijo el mercenario echándose a reír.
—No estaba mal para puta de campamento, pero ya no estoy en un campamento. Los hombres pequeños tenemos grandes apetitos, y me han dicho que las chicas de aquí son dignas de un rey.
—¿El chico ya tiene edad?
—Joffrey no. Robert. Esta casa era de sus favoritas. —«Aunque puede que Joffrey ya tenga edad suficiente. Interesante idea»—. Si los Orejas Negras y tú queréis divertiros, adelante, pero las chicas de Chataya son caras. A lo largo de la calle hay casas más baratas. Deja aquí a un hombre que sepa dónde están los demás para cuando acabe y quiera volver.
—Como digas —asintió Bronn, mientras los Orejas Negras que los rodeaban sonreían abiertamente.
Al otro lado de la puerta lo aguardaba una mujer alta envuelta en sedas vaporosas. Tenía la piel color ébano y ojos como el sándalo.
—Soy Chataya —dijo con una profunda reverencia—. Y vos sois…
—No caigamos en el vicio de los nombres. Los nombres son peligrosos. —El aire estaba impregnado del aroma a alguna especia exótica, y en el suelo que pisaba había un mosaico que representaba a dos mujeres entrelazadas en el acto amoroso—. Tienes un local muy agradable.
—He trabajado mucho para que así sea. Si la Mano está satisfecho, yo también. —Su voz era ámbar líquido, con el acento de las Islas del Verano.
—Los títulos pueden ser tan peligrosos como los nombres —advirtió Tyrion—. Muéstrame a algunas de tus chicas.
—Será para mí un inmenso placer. No tardaréis en descubrir que son tan dulces como hermosas y diestras en todas las artes del amor.
Se dio media vuelta y echó a andar con gracia infinita, mientras que Tyrion anadeaba tras ella lo mejor que podía con unas piernas que no eran ni la mitad de largas que las de la mujer.
Desde detrás de un adornado biombo de Myr con tallas de flores, ornamentos y doncellas soñadoras, espiaron una sala en la que un anciano tocaba al caramillo una alegre melodía. En un nicho lleno de cojines, un tyroshi borracho de barba purpúrea mecía sobre la rodilla a una joven de carnes prietas. Le había desatado el corpiño, y en aquel momento le echaba sobre los pechos un hilillo de vino para después lamerlo. Otras dos chicas jugaban sentadas en las baldosas ante un ventanal de cristal emplomado. La pecosa llevaba una guirnalda de flores azules en el pelo color miel. La otra tenía una piel tan suave y negra como el azabache pulido, enormes ojos oscuros y pechos pequeños y puntiagudos. Todas vestían ropas vaporosas de seda, ceñidas a la cintura con cinturones de cuentas. La luz que penetraba por los cristales coloreados perfilaba sus hermosos cuerpos juveniles a través de la fina tela de los vestidos, y Tyrion sintió una agitación en el bajo vientre.
—Con todo mi respeto me atrevería a recomendaros a la muchacha de piel oscura —dijo Chataya.
—Es joven.
—Tiene dieciséis años, mi señor.
«Buena edad para Joffrey», pensó al recordar lo que Bronn había comentado. Su primera vez había sido cuando era todavía más joven. Tyrion rememoró lo tímida que le había parecido cuando le quitó el vestido por la cabeza. Tenía el pelo largo y oscuro, y unos ojos en los que habría podido ahogarse. Hacía tanto, tanto tiempo… «Enano, eres un idiota sin remedio.»
—¿Esa chica viene de tu tierra natal?
—Su sangre es la sangre del verano, mi señor, pero mi hija nació aquí, en Desembarco del Rey. —La sorpresa debió de dibujarse en su rostro, porque Chataya siguió hablando—. Mi pueblo no cree que haya ninguna deshonra en estar en la casa de las almohadas. En las Islas del Verano se tiene en muy alta consideración a los que son diestros en el arte de dar placer. Muchos jóvenes y doncellas de noble cuna, cuando florecen, sirven unos años en casas como ésta para honrar a los dioses.
—¿Qué tienen que ver los dioses con esto?
—Los dioses hicieron nuestros cuerpos, así como nuestras almas, ¿no es verdad? Nos dieron voces para que los pudiéramos adorar con cánticos. Nos dieron manos para que pudiéramos construirles templos. Y nos dieron el deseo, para que copuláramos y los adorásemos de esa manera.
—Tengo que acordarme de comentárselo al Septon Supremo —dijo Tyrion—. Si me dejaran rezar con la polla sería mucho más religioso. —Hizo un gesto con la mano—. Acepto encantado tu sugerencia.
—Llamaré a mi hija. Venid.
La chica se reunió con él al pie de las escaleras. Era más alta que Shae, aunque no tanto como su madre, y tuvo que arrodillarse para que Tyrion la besara.
—Me llamo Alayaya —dijo con apenas un atisbo del acento de su madre—. Venid, mi señor.
Lo tomó de la mano y lo guió a lo largo de dos tramos de escaleras y un largo pasillo. Detrás de una de las puertas cerradas se oían gemidos y gritos de placer, y detrás de otro risitas y susurros. El miembro de Tyrion le presionaba las ataduras de los calzones.
«Esto puede resultar de lo más humillante», pensó al tiempo que seguía a Alayaya por otro tramo de peldaños, hasta la habitación de la torrecilla. Sólo había una puerta. La chica esperó a que la cruzara y la cerró tras ellos. En la habitación había una gran cama con dosel, un armario alto decorado con tallas eróticas y una ventana estrecha con una vidriera en forma de diamantes rojos y amarillos.
—Eres muy hermosa, Alayaya —le dijo Tyrion cuando estuvieron a solas—. Cada parte de ti es bella, de la cabeza a los pies. Pero en este momento lo que más me interesa de tu cuerpo es la lengua.
—Mi señor verá pronto que tengo una lengua muy educada. Desde que era niña aprendí cuándo usarla y cuándo no.
—Eso está muy bien —sonrió Tyrion—. ¿Qué hacemos ahora? ¿Alguna sugerencia?
—Sí —respondió la muchacha—. Si mi señor abre el armario, encontrará lo que busca.
Tyrion le besó la mano y se metió en el armario vacío. Alayaya lo cerró desde la habitación. Tanteó el panel de la parte trasera, sintió que se deslizaba bajo sus dedos y lo corrió hacia un lado. En el espacio que había detrás reinaba la oscuridad más absoluta, pero siguió palpando hasta que dio con algo metálico. Su mano se cerró en torno al peldaño de una escalerilla. Localizó otro peldaño con el pie y empezó a descender. Muy por debajo del nivel de la calle, el pozo se abría para formar un túnel de tierra en pendiente. Allí lo esperaba Varys, con una vela en la mano.
Varys estaba desconocido. Bajo el casco de acero rematado en punta se veía un rostro lleno de cicatrices y con barba oscura de varios días. Llevaba una cota de malla sobre la coraza, y del cinturón le colgaban una daga y una espada corta.
—¿Ha sido Chataya de vuestro gusto, mi señor?
—Casi demasiado —reconoció Tyrion—. ¿Estáis seguro de que se puede confiar en esa mujer?
—En este mundo tornadizo y traicionero yo no estoy seguro de nada, mi señor. Pero Chataya no siente cariño por la reina, y por buenos motivos. Además, sabe que si se ha librado de Allar Deem os lo debe a vos. ¿Vamos?
Echó a andar túnel abajo. «Hasta su manera de caminar es diferente», observó Tyrion. Varys olía a vino agrio y a ajo, en vez de a lavanda.
—Me gusta vuestro nuevo atuendo —dijo mientras andaban.
—Mi trabajo no me permite recorrer las calles escoltado por una columna de caballeros. Así que, cuando salgo del castillo, adopto atuendos más adecuados, que me permiten seguir vivo para serviros durante más tiempo.
—El cuero os sienta bien. ¿Por qué no vais así a la próxima reunión del Consejo?
—Vuestra hermana no lo aprobaría, mi señor.
—Mi hermana se mearía encima. —Sonrió en la oscuridad—. No he visto que me siguiera ninguno de sus espías.
—Me alegra saberlo, señor. Algunos secuaces de vuestra hermana también lo son míos, aunque ella lo ignora. No me gustaría que fueran tan torpes como para que los hubierais visto.
—Pues a mí no me gustaría haber estado entrando en armarios y soportando el aguijón de la lujuria frustrada, a cambio de nada.
—No será a cambio de nada —lo tranquilizó Varys—. Saben que estáis aquí. Desconozco si alguno tendrá valor para entrar en la casa de Chataya disfrazado de cliente, pero prefiero errar por exceso de precaución.
—¿Cómo es que un burdel tiene una entrada secreta?
—El túnel se excavó para cierta Mano del Rey cuyo honor no le permitía entrar abiertamente en una casa así. Desde entonces Chataya ha guardado celosamente el secreto de su existencia.
—Pero vos lo conocíais.
—Los pajaritos vuelan por muchos túneles oscuros. Cuidado, las escaleras son empinadas.
Salieron por una trampilla situada en la parte trasera de un establo. Habían recorrido una distancia equivalente a tres manzanas bajo la colina de Rhaenys. Un caballo relinchó sobresaltado cuando Tyrion cerró la puerta de golpe. Varys apagó la vela de un soplido y la puso sobre una viga. Tyrion miró a su alrededor. Había una mula y tres caballos. Anadeó hacia un capón picazo y le examinó la dentadura.
—Es viejo —dijo—. Y no parece que tenga mucho fuelle.
—Cierto, no se trata de un caballo para ir a la batalla —replicó Varys—. Pero será suficiente y no llamará la atención. Igual que los otros. Y los mozos de cuadras sólo tienen ojos y oídos para los animales. —El eunuco cogió una capa que estaba colgada de un gancho. Era de tela basta, descolorida y deshilachada, pero de corte muy amplio—. Con vuestro permiso. —La echó sobre los hombros de Tyrion, y la capa lo cubrió de la cabeza a los pies. Tenía una capucha que se podía echar hacia delante para ocultar su rostro entre las sombras—. Los hombres ven lo que esperan ver —dijo Varys mientras se la arreglaba—. Los enanos no son tan habituales como los niños, de manera que verán a un niño. Un niño con una capa vieja, en el caballo de su padre, haciéndole los recados. Aunque lo mejor sería si pudierais venir sólo por la noche.
—Eso es lo que pienso hacer… a partir de hoy. Shae me está esperando.
La había dejado establecida en una casa de la zona noreste de Desembarco del Rey, no lejos del mar, pero no se había atrevido a visitarla por miedo a que lo siguieran.
—¿Qué caballo os vais a llevar?
—Este mismo. —Tyrion se encogió de hombros.
—Os lo ensillaré. —Varys descolgó los arreos y la silla de montar, mientras Tyrion se ajustaba la pesada capa y paseaba inquieto.
—Os habéis perdido una sesión del Consejo muy animada. Al parecer, Stannis se ha coronado rey.
—Lo sé.
—Acusa a mis hermanos de incesto. ¿Cómo se le habrá ocurrido semejante idea?
—Puede que leyera un libro y mirase el color de pelo de un bastardo, como hizo Ned Stark y como hizo también Jon Arryn. O puede que alguien se lo susurrase al oído. —La carcajada del eunuco no era su risita habitual, sino una risa más ronca, más grave.
—¿Alguien como vos, por ejemplo?
—¿Sospecháis de mí? No, no fui yo.
—Si hubierais sido vos, ¿lo reconoceríais?
—No. Pero ¿para qué iba yo a revelar un secreto que he guardado durante tanto tiempo? Engañar a un rey es una cosa, pero ocultarse de los grillos que hay entre los arbustos y del pajarito que entra por la chimenea es otra muy diferente. Además, los bastardos estaban a la vista de cualquiera.
—¿Los bastardos de Robert? ¿Qué tienen que ver con esto?
—Que yo sepa, tuvo ocho —dijo Varys mientras se debatía con la silla—. Sus madres eran de todos los colores, cobre y miel, avellana y mantequilla, pero los bebés nacieron con pelo negro como alas de cuervo… como un mal presagio. De manera que cuando Joffrey, Myrcella y Tommen salieron de entre las piernas de vuestra hermana, todos ellos dorados como el sol, no fue difícil imaginar la verdad.
Tyrion sacudió la cabeza. «Si hubiera dado a luz aunque fuera un hijo de su esposo, habría bastado para acallar las sospechas… pero claro, eso no habría sido propio de Cersei.»
—Si vos no dijisteis nada, ¿quién lo hizo?
—Algún traidor, sin duda. —Varys apretó la cincha.
—¿Meñique?
—Yo no he mencionado nombres.
Tyrion permitió que el eunuco lo ayudara a montar.
—Lord Varys —le dijo ya desde la silla—, a veces me da la sensación de que sois el mejor amigo que tengo en Desembarco del Rey, y a veces de que sois mi peor enemigo.
—Qué curioso. A mí me pasa lo mismo con vos.