La corona de su hijo estaba recién salida de la forja, y a Catelyn Stark le pareció que era un gran peso sobre la cabeza de Robb.
La antigua corona de los Reyes del Invierno se había perdido hacía ya tres siglos, cuando Torrhen Stark se arrodilló en gesto de sumisión ante Aegon el Conquistador. Nadie sabía qué había hecho Aegon con ella, pero el herrero de Lord Hoster era un buen artesano, y la corona de Robb se asemejaba mucho al aspecto que, según las leyendas, tenía la que había ceñido las frentes de los antiguos Stark: un aro abierto de cobre batido, con incisiones en forma de las runas de los primeros hombres, y por encima nueve púas de hierro negro labradas en forma de espadas. Nada de oro, plata ni piedras preciosas; los metales del invierno eran el bronce y el hierro, oscuros y fuertes para combatir contra el frío.
En la gran sala de Aguasdulces, mientras esperaban a que el prisionero compareciera ante ellos, vio cómo Robb se echaba la corona hacia atrás de manera que reposara sobre su espeso cabello castaño rojizo; a los pocos momentos se la volvió a mover hacia delante; más tarde le dio un cuarto de vuelta, como si así la fuera a sentir más cómoda en la frente.
«No es fácil llevar una corona —pensó Catelyn mientras lo contemplaba—. Y menos para un niño de quince años.»
Cuando los guardias llevaron al cautivo a su presencia, Robb pidió su espada. Olyvar Frey se la ofreció con el puño por delante, y su hijo la desenvainó y se la puso cruzada sobre las rodillas, a modo de amenaza evidente para todos.
—Alteza, aquí está el hombre que habéis ordenado venir —anunció Ser Robin Ryger, capitán de la guardia de la Casa Tully.
—¡Arrodíllate ante el rey, Lannister! —gritó Theon Greyjoy.
Ser Robin obligó al prisionero a ponerse de rodillas.
Catelyn pensó que no tenía aspecto de león. El tal Ser Cleos Frey era hijo de Lady Genna, hermana de Lord Tywin Lannister, pero carecía de la legendaria belleza de los Lannister, del cabello rubio y los ojos verdes. En lugar de eso había heredado los escasos rizos castaños, el mentón huidizo y el rostro enjuto de su padre, Ser Emmon Frey, el segundo hijo del viejo Lord Walder. Tenía unos ojos claros y acuosos, y por lo visto era incapaz de no parpadear constantemente, aunque quizá se tratara sólo de la luz. Las celdas que había bajo Aguasdulces eran oscuras, húmedas… y en los últimos días, estaban muy abarrotadas.
—En pie, Ser Cleos.
La voz de su hijo no era tan gélida como lo habría sido la de su padre, pero tampoco parecía un chico de quince años. La guerra lo había convertido en hombre antes de tiempo. La luz de la mañana arrancaba tenues destellos del filo del acero que tenía sobre las rodillas.
Pero lo que ponía nervioso a Ser Cleos Frey no era la espada, sino la fiera. Viento Gris, como lo llamaba su hijo. Un lobo huargo más grande que ningún cánido, esbelto, color humo oscuro, con ojos que eran como oro fundido. Cuando la bestia se adelantó para olfatear al caballero cautivo, todos los presentes captaron el olor del miedo. Ser Cleos había caído prisionero durante la batalla del Bosque Susurrante, donde Viento Gris había destrozado las gargantas de media docena de hombres.
El caballero se puso en pie a toda prisa y se apartó con tal presteza que algunos de los presentes soltaron una carcajada.
—Muchas gracias, mi señor.
—Alteza —rugió Lord Umber, el Gran Jon, como siempre el más vociferante de los vasallos norteños de Robb… y también el más fiel y sincero, como él mismo aseguraba. Había sido el primero en proclamar Rey en el Norte a su hijo, y no toleraba que se hiciera el menor desaire al honor de su novísimo soberano.
—Alteza —se apresuró a corregirse Ser Cleos—. Disculpadme.
«Este hombre no es valiente», pensó Catelyn. Sin duda tenía más de Frey que de Lannister. Su primo, el Matarreyes, se habría comportado de manera muy diferente. De los labios perfectos de Ser Jaime Lannister jamás habrían conseguido arrancar el título honorífico.
—Te he sacado de tu celda para que le lleves un mensaje a tu prima Cersei Lannister, en Desembarco del Rey. Viajarás amparado bajo un estandarte de paz, y treinta de mis mejores hombres te darán escolta.
—Será para mí un honor llevar a la reina el mensaje de Su Alteza. —El alivio de Ser Cleos era evidente.
—Quede claro que no te dejo libre —siguió Robb—. Tu abuelo, Lord Walder, me ha dado su apoyo y el de la Casa Frey. Muchos de tus tíos y primos cabalgaron con nosotros en el Bosque Susurrante, pero en cambio tú optaste por luchar bajo el estandarte del león. Eso te convierte en un Lannister, no en un Frey. Quiero que jures por tu honor de caballero que, tras entregar el mensaje, volverás con la respuesta de la reina y seguirás siendo nuestro cautivo.
—Lo juro —se apresuró a responder Ser Cleos.
—Todos los presentes te han oído —le advirtió Ser Edmure Tully, hermano de Catelyn, que representaba a Aguasdulces y a los señores del Tridente en lugar de su padre moribundo—. Si no regresas, el reino entero sabrá que has abjurado.
—Seré fiel a mi palabra —replicó Ser Cleos, rígido—. ¿Qué mensaje debo transmitir?
—Una oferta de paz. —Robb se levantó con la espada en la mano. Viento Gris se situó a su lado. El silencio se hizo en la sala—. Dile a la reina regente que, si se aviene a mis términos, envainaré esta espada y pondré fin a la guerra que nos enfrenta.
Catelyn se fijó en una figura alta y esbelta al fondo de la sala; era Lord Rickard Karstark, que se abría camino entre los guardias para salir por la puerta. Nadie más se movió. Robb hizo caso omiso de la interrupción.
—Olyvar, el papel —ordenó. El escudero se hizo cargo de su espada y le tendió un pergamino enrollado. Robb lo desenrolló—. En primer lugar, la reina deberá liberar a mis hermanas y proporcionarles un medio de transporte por mar desde Desembarco del Rey hasta Puerto Blanco. Quede claro que el compromiso entre Sansa y Joffrey Baratheon se cancela. Cuando mi castellano me haga saber que mis hermanas están de vuelta sanas y salvas en Invernalia, liberaré a los primos de la reina, al escudero Willem Lannister y a tu hermano Tion Frey, y les proporcionaré escolta hasta Roca Casterly o hasta el lugar que ella indique.
Catelyn Stark habría dado lo que fuera por poder leer los pensamientos que se ocultaban tras cada rostro, tras cada ceño fruncido, tras cada par de labios apretados.
—En segundo lugar, nos serán devueltos los huesos de mi padre, para que descanse en paz junto a sus hermanos en las criptas de Invernalia, tal como él habría deseado. También nos serán devueltos los restos de los hombres de su guardia que murieron a su servicio en Desembarco del Rey.
Al sur habían viajado hombres vivos, y regresarían huesos fríos.
«Ned tenía razón —pensó—. Su lugar estaba en Invernalia, él me lo dijo, pero ¿le hice caso? No. “Ve —le dije—, tienes que ser la Mano de Robert, hazlo por el bien de nuestra casa, por el bien de nuestros hijos…” Es culpa mía, mía y de nadie más…»
—En tercer lugar, Hielo, el espadón de mi padre, me será devuelto directamente aquí, en Aguasdulces.
Catelyn miró a su hermano, Ser Edmure Tully, que estaba de pie, con los pulgares enganchados del cinto del que le colgaba la espada, y el rostro inexpresivo como la piedra.
—En cuarto lugar, la reina ordenará a su padre, Lord Tywin, que libere a mis caballeros y señores banderizos que fueron hechos prisioneros durante la batalla del Forca Verde en el Tridente. Una vez lo haga, yo liberaré a los prisioneros que tomamos en el Bosque Susurrante y en la Batalla de los Campamentos, con excepción de Jaime Lannister, que permanecerá como rehén para garantizar el buen comportamiento de su padre.
Estudió la sonrisa astuta de Theon Greyjoy, sin saber qué deducir de ella. Aquel joven tenía una expresión extraña, como si supiera un chiste que sólo él entendiera; a Catelyn nunca le había caído bien.
—Y por último, el rey Joffrey y la reina regente renunciarán a todo derecho sobre el Norte. De ahora en adelante no somos parte de su reino, sino un reino libre e independiente, como en los viejos tiempos. Nuestros dominios comprenderán todas las tierras de los Stark al norte del Cuello y las tierras regadas por el río Tridente y sus afluentes, delimitadas por el Colmillo Dorado al oeste y por las Montañas de la Luna al este.
—¡El Rey en el Norte! —rugió Gran Jon Umber, agitando en el aire un puño del tamaño de un jamón—. ¡Stark! ¡Stark! ¡El Rey en el Norte!
—El maestre Vyman ha dibujado un mapa en el que están marcadas las fronteras que exigimos —dijo Robb mientras volvía a enrollar el pergamino—. Se te entregará una copia para la reina. Lord Tywin deberá retirarse al otro lado de estas fronteras y cesar de inmediato sus actividades de saqueo, incendio y pillaje. La reina regente y su hijo no podrán recaudar impuestos ni solicitar servicios de mi pueblo, liberarán a mis señores y caballeros de cualquier juramento de lealtad, deuda, promesa y obligación con el Trono de Hierro y las Casas Baratheon y Lannister. Además, como prenda de paz, los Lannister entregarán a diez rehenes de noble cuna, que se designarán de mutuo acuerdo. Los trataré como huéspedes de honor, tal como corresponde a su condición. Mientras se respeten los términos de este pacto, liberaré cada año a dos rehenes y los devolveré sanos y salvos a sus familias. —Robb tiró el pergamino enrollado a los pies del caballero—. Éstos son los términos. Si la reina se aviene a ellos, habrá paz. De lo contrario… —Silbó, y Viento Gris se adelantó con un gruñido—. Le daré otro Bosque Susurrante.
—¡Stark! —rugió de nuevo el Gran Jon, y en aquella ocasión se sumaron más voces al grito—. ¡Stark, Stark, Rey en el Norte!
El lobo huargo echó la cabeza hacia atrás y aulló.
—La reina recibirá vuestro mensaje, mi se… Alteza. —El rostro de Ser Cleos se había puesto del color de la leche cortada.
—Muy bien —asintió Robb—. Ser Robin, encargaos de que le den bien de comer y se le proporcionen ropas limpias. Deberá partir con la primera luz del alba.
—Como ordene Su Alteza —respondió Ser Robin Ryger.
—En ese caso, hemos terminado.
Los caballeros y vasallos reunidos en la estancia hincaron una rodilla en tierra cuando Robb se volvió para marcharse, seguido de cerca por Viento Gris. Olyvar Frey se levantó para abrirle la puerta. Catelyn y su hermano lo siguieron.
—Lo has hecho muy bien —comentó a su hijo en el pasillo que salía de la parte trasera de la sala—, aunque ese montaje con el lobo ha sido una baladronada, más propia de un muchacho que de un rey.
—¿Has visto la cara que ha puesto, madre? —preguntó Robb con una sonrisa mientras rascaba a Viento Gris detrás de la oreja.
—Lo que he visto es que Lord Karstark abandonaba la sala.
—Yo también. —Robb se quitó la corona con ambas manos y se la entregó a Olyvar—. Llévala a mis habitaciones.
—Al momento, Alteza. —El escudero se alejó para cumplir el encargo.
—Apostaría cualquier cosa a que hay otros que opinan lo mismo que Lord Karstark —declaró su hermano Edmure—. ¿Cómo podemos hablar de paz, mientras los Lannister se propagan como la peste por los dominios de mi padre, robando sus cosechas y masacrando a su pueblo? Insisto en que deberíamos marchar contra Harrenhal.
—Carecemos de las fuerzas necesarias —dijo Robb, aunque con tristeza.
—¿Y vamos a hacernos más fuertes aquí, sentados? —insistió Edmure—. Nuestro ejército mengua día a día.
—¿Y quién tiene la culpa de eso? —espetó Catelyn a su hermano.
Edmure había pedido a Robb una y otra vez que diera permiso a los señores del río para que partieran después de su coronación, y fueran cada uno a defender sus tierras. Ser Marq Piper y Lord Karyl Vance habían sido los primeros en marcharse. Tras ellos se fue Lord Jonos Bracken para recuperar los restos quemados de su castillo y enterrar a sus muertos, y Lord Jason Mallister acababa de anunciar su intención de regresar a sus asentamientos en Varamar, adonde por suerte la guerra no había llegado todavía.
—No puedes pedir a mis señores del río que se queden aquí, mano sobre mano, mientras el enemigo saquea sus campos y pasa por la espada a sus vasallos —dijo Edmure—. Pero Lord Karstark es un norteño. Sería mala cosa que nos dejara.
—Hablaré con él —dijo Robb—. Perdió dos hijos en el Bosque Susurrante. No es de extrañar que no quiera la paz con sus asesinos… con los asesinos de mi padre…
—El derramamiento de sangre no nos devolverá a tu padre —dijo Catelyn—, ni tampoco a los hijos de Lord Rickard. Había que hacer una oferta de paz… aunque la sabiduría habría exigido formularla con palabras más dulces.
—Un poco más de dulzura y habría vomitado.
Su hijo se había dejado crecer la barba, más rojiza aún que el cabello. Por lo visto, Robb pensaba que le daba un aspecto más fiero, más regio… más maduro. Pero, con o sin barba, seguía siendo un joven de quince años, y deseaba la venganza tanto o más que Rickard Karstark. No había resultado sencillo convencerlo de que hiciera aquella oferta, por pobre que fuera.
—Cersei Lannister jamás accederá a cambiar a tus hermanas por un par de primos. Al que quiere es a su hermano, lo sabes muy bien.
Ya se lo había dicho antes, pero Catelyn había descubierto que los reyes no escuchan con tanta atención como los hijos.
—No podría liberar al Matarreyes ni aunque quisiera. Mis señores no me lo permitirían.
—Tus señores te nombraron rey.
—Y del mismo modo pueden retirarme su apoyo.
—Si esa corona es el precio que hay que pagar por recuperar a Arya y a Sansa sanas y salvas, deberíamos pagarlo de buena gana. La mitad de tus señores querrían asesinar a Lannister en la celda. Si muere siendo tu prisionero, se dirá…
—… que lo tenía bien merecido —terminó Robb.
—¿Y tus hermanas? —preguntó Catelyn bruscamente—. ¿También se tendrán bien merecida la muerte? Te garantizo que, si a su hermano le pasa algo, Cersei nos lo cobrará, sangre por sangre…
—Lannister no morirá —replicó Robb—. Nadie puede siquiera hablar con él sin mi permiso. Tiene comida, agua y paja limpia, más comodidades de las que merece. Pero no lo voy a liberar, ni siquiera a cambio de Arya y Sansa.
Catelyn se dio cuenta de que su hijo la estaba mirando desde arriba.
«¿Ha sido la guerra lo que lo ha hecho crecer tan deprisa? —se preguntó—. ¿O tal vez esa corona que le han puesto en la cabeza?»
—¿Qué pasa, te da miedo volver a enfrentarte a Jaime Lannister en el campo de batalla?
Viento Gris gruñó como si percibiera la ira de Robb, y Edmure Tully puso una mano fraternal en el hombro de Catelyn.
—No seas así, Cat. El chico tiene razón.
—A mí no me llames «el chico». —Robb se revolvió contra su tío, derramando toda su rabia sobre el pobre Edmure, que sólo había intentado apoyarlo—. Soy casi un adulto, y soy el rey… tu rey. Y no tengo miedo de Jaime Lannister. Lo derroté una vez, y si hiciera falta volvería a derrotarlo, pero… —Se apartó el pelo de los ojos y sacudió la cabeza en gesto de negación—. Habría podido cambiar al Matarreyes por mi padre, pero…
—¿Pero no por las chicas? —La voz de Catelyn era tranquila, gélida—. Las chicas no son tan importantes, ¿verdad?
Robb no respondió, pero el dolor se reflejó en sus ojos. Ojos azules, ojos Tully, ojos que ella le había dado. Le había hecho daño, pero el muchacho se parecía demasiado a su padre para reconocerlo.
«Eso ha sido indigno de mí —se dijo—. Por los dioses, ¿en qué me estoy convirtiendo? Él hace lo que puede, se está esforzando al máximo, y lo sé, lo percibo, pero aun así… He perdido a mi Ned, la roca sobre la que se asentaba mi vida; no soportaría perder también a las niñas…»
—Haré todo lo que pueda por mis hermanas —dijo Robb—. Si la reina tiene un ápice de sentido común, aceptará mis términos. Si no, haré que lamente haberlos rechazado. —Era evidente que no quería seguir hablando del tema—. Madre, ¿seguro que no quieres ir a Los Gemelos? Allí estarías más lejos de la guerra; podrías conocer a las hijas de Lord Frey, para ayudarme a elegir a mi prometida cuando esto termine.
«Quiere poner distancia entre nosotros —pensó Catelyn, cansada—. Por lo visto, los reyes no deben tener madre, y además yo le digo cosas que no quiere oír.»
—Tienes edad suficiente para elegir a cuál de las hijas de Lord Walder prefieres sin la ayuda de tu madre, Robb.
—En ese caso, vete con Theon. Partirá por la mañana. Va a ayudar a los Mallister a escoltar a un grupo de cautivos hasta Varamar; luego tomará un barco en dirección a las Islas del Hierro. Tú también podrías buscar un barco, y si los vientos te son favorables estarías de vuelta en Invernalia antes de que cambie la luna. Bran y Rickon te necesitan.
«Y tú no; es lo que me estás diciendo, ¿verdad?»
—A mi señor padre le queda poco tiempo. Mientras tu abuelo siga con vida, mi lugar está aquí, en Aguasdulces, con él.
—Debería ordenarte que te fueras. Como rey, puedo hacerlo.
Catelyn hizo caso omiso.
—Te repito lo que te he dicho antes: preferiría que enviaras a algún otro a Pyke y que conservaras a Theon a tu lado.
—¿Quién mejor para tratar con Balon Greyjoy que su hijo?
—Jason Mallister —sugirió Catelyn—. Tytos Blackwood. Stevron Frey. Cualquiera… menos Theon.
Su hijo se acuclilló al lado de Viento Gris para acariciar el pelaje del lobo y, de paso, para no mirarla a los ojos.
—Theon luchó con valor por nosotros. Ya te conté que salvó a Bran de aquellos salvajes en el Bosque de los Lobos. Si los Lannister se niegan a firmar la paz, necesitaré la flota de Lord Greyjoy.
—Antes te la dará si tienes a su hijo como rehén.
—Ha sido nuestro rehén durante la mitad de su vida.
—Y con razón —dijo Catelyn—. Balon Greyjoy no es de confianza. Recuerda que él también ciñó una corona, aunque fuera sólo durante una estación. Quizá aspire a ceñirla de nuevo.
—No se lo reprocharía. —Robb se levantó—. Yo soy el Rey en el Norte, que él sea el Rey de las Islas del Hierro, si tanto lo desea. De buena gana le otorgaré una corona con tal de que nos ayude a acabar con los Lannister.
—Robb…
—Voy a enviar a Theon. Buenos días, madre. Vamos, Viento Gris. —Robb se alejó a paso vivo, escoltado por su lobo huargo.
Catelyn no pudo hacer más que mirar mientras se alejaba. Su hijo, y ahora también su rey. Qué situación tan extraña. «Reina», le había dicho en Foso Cailin. Y eso era lo que estaba haciendo.
—Voy a visitar a padre —anunció en tono brusco—. Ven conmigo, Edmure.
—Tengo que hablar con los nuevos arqueros que Ser Desmond está entrenando. Iré a verlo más tarde.
«Si es que sigue con vida», pensó Catelyn. Pero no dijo nada. Su hermano prefería enfrentarse a una batalla que a la habitación de aquel enfermo.
El camino más corto para llegar a la torre central, donde su padre yacía agonizante, era a través del bosque de dioses, con su hierba, sus flores silvestres y los espesos bosquecillos de olmos y secuoyas. Las ramas de los árboles seguían pobladas de hojas crujientes, como si desconocieran el mensaje que había llevado a Aguasdulces el cuervo blanco hacía ya quince días. El otoño había llegado, decía el Cónclave, pero los dioses no habían considerado oportuno informar aún a los vientos y a los bosques, circunstancia por la que Catelyn estaba más que agradecida. El otoño era siempre temible, y tras él acechaba el espectro del invierno. Ni los más sabios podían decir si la siguiente cosecha sería la última.
Hoster Tully, señor de Aguasdulces, yacía en sus habitaciones, desde las que se divisaba hacia el este el punto donde los ríos Piedra Caída y Forca Roja se encontraban más allá de los muros de su castillo. Cuando Catelyn entró estaba durmiendo; tenía la barba y el cabello tan blancos como la almohada de plumas, la muerte que crecía en su interior había hecho menuda y frágil su figura otrora imponente.
Sentado junto a la cama, vestido aún con la cota de malla y la capa manchada del viaje, se encontraba el hermano de su padre, el Pez Negro. Tenía las botas polvorientas y llenas de restos de barro seco.
—¿Sabe Robb que has regresado, tío?
Ser Brynden Tully era los ojos y oídos de Robb, el comandante de sus exploradores y oteadores.
—No. He venido aquí directamente de los establos, porque me dijeron que el rey estaba reunido con la corte. Creo que Su Alteza preferirá que le dé primero mis informes sobre las nuevas noticias en privado. —El Pez Negro era un hombre alto y esbelto, de cabello gris y movimientos precisos, con el rostro bien afeitado lleno de arrugas y curtido por el viento—. ¿Cómo se encuentra? —preguntó.
—Igual. —Catelyn había comprendido que no se refería a Robb—. El maestre le da vino de sueños y la leche de la amapola para aliviarle el dolor, así que se pasa la mayor parte del tiempo durmiendo y come demasiado poco. Cada día que pasa está un poco más débil.
—¿Habla todavía?
—Sí… pero lo que dice tiene cada vez menos sentido. Habla de las cosas que lamenta, de labores inconclusas, de personas que hace tiempo que murieron y cosas que hace tiempo que sucedieron. A veces no sabe en qué estación estamos, ni quién soy yo. En una ocasión me ha llegado a confundir con mi madre.
—Todavía la echa de menos —respondió Ser Brynden—. Tienes su misma cara. La veo en tus pómulos, en tu mentón…
—Te acuerdas de ella mejor que yo. Han pasado muchos años. —Se sentó en la cama y apartó un mechón de fino pelo blanco del rostro de su padre.
—Cada vez que salgo a caballo me pregunto si a mi regreso lo encontraré vivo o muerto.
Pese a las constantes disputas, existía un lazo muy fuerte entre su padre y el hermano al que éste había desheredado.
—Al menos pudiste hacer las paces con él.
Se quedaron sentados un rato en silencio. Al final, Catelyn alzó la cabeza.
—Has dicho que traías noticias para Robb.
Lord Hoster gimió y rodó sobre un costado, casi como si la hubiera oído. Brynden se levantó.
—Vamos afuera. Será mejor que no lo despertemos.
Siguió a su tío hasta el balcón de piedra que sobresalía de la estancia como la proa de una nave. Él miró hacia arriba con el ceño fruncido.
—Ya se ve hasta de día. Mis hombres lo llaman el Mensajero Rojo… pero ¿qué mensaje trae?
Catelyn alzó la vista hacia la tenue línea roja que el cometa trazaba, un sendero en el azul intenso del cielo, como una cicatriz en el rostro de un dios.
—El Gran Jon le dijo a Robb que los antiguos dioses han desplegado una bandera roja de venganza por Ned. Edmure cree que es un presagio de victoria para Aguasdulces… él ve un pez con una larga cola, con los colores de los Tully, el rojo sobre azul. —Suspiró—. Daría cualquier cosa por tener tanta confianza como él. El escarlata es el color de los Lannister.
—Eso no es escarlata —replicó Ser Brynden—. Y tampoco es rojo Tully, el rojo del lodo del río. Lo que vemos en el cielo es una mancha de sangre, pequeña.
—¿Nuestra sangre o la suya?
—¿Ha habido jamás alguna guerra en la que sólo sangrara un bando? —Su tío sacudió la cabeza en gesto grave—. Por todo el Ojo de Dioses, las riberas están bañadas en sangre y llamas. Los combates se han extendido hacia el sur hasta el Aguasnegras, y hacia el norte a través del Tridente, casi hasta Los Gemelos. Marq Piper y Karyl Vance han logrado algunas victorias sin importancia, y Beric Dondarrion, un señor menor del sur, ha estado acosando a los exploradores de Lord Tywin: se dedica a caer sobre sus partidas de aprovisionamiento y luego desaparece en los bosques. Se dice que Ser Burton Crakehall alardeaba de haber matado a Dondarrion, hasta que guió a su columna a una de las trampas de Lord Beric y murieron todos sus hombres.
—Algunos de los hombres de la guardia de Ned consiguieron escapar de Desembarco del Rey y están con ese tal Lord Beric —recordó Catelyn—. Los dioses los guarden.
—Si lo que se comenta por ahí es verdad —dijo su tío—, Dondarrion y el sacerdote rojo que cabalga con él son suficientemente inteligentes para guardarse solos, sin necesidad de los dioses, pero los vasallos de tu padre cuentan historias menos optimistas. Robb no debería haberlos dejado marchar. Se han dispersado como codornices, cada uno busca sólo protegerse a sí mismo y a los suyos, y eso es una locura, Cat, una verdadera locura. Jonos Bracken resultó herido en una lucha en las ruinas de su castillo, y su sobrino Hendry murió. Tytos Blackwood expulsó a los Lannister de sus tierras, pero se llevaron hasta la última vaca, hasta el último cerdo, no le han dejado nada que defender excepto el castillo de Árbol de los Cuervos y un desierto abrasado. Los hombres de Darry reconquistaron la fortaleza de su señor, pero no pudieron defenderla más de dos semanas, hasta que Gregor Clegane cayó sobre ellos y pasó por la espada a toda la guarnición, su señor incluido.
—Darry no era más que un niño. —Catelyn estaba espantada.
—Sí, y el último de su estirpe. Se habría pagado un buen rescate por él, pero ¿qué significa el oro para un perro rabioso como Gregor Clegane? Te juro que la cabeza de ese animal sería un hermoso regalo para todo el reino.
Catelyn conocía bien la triste reputación de Ser Gregor, aun así…
—No me hables de cabezas, tío. Cersei puso la de Ned en una pica, en las murallas de la Fortaleza Roja, para que las moscas y los cuervos la devorasen. —Incluso entonces le costaba creer que lo había perdido para siempre. Algunas noches despertaba en la oscuridad, todavía somnolienta, y por un momento esperaba encontrarlo allí, a su lado—. Clegane no es más que la zarpa de Lord Tywin.
Porque, para Catelyn, Tywin Lannister, señor de Roca Casterly, Guardián del Occidente, padre de la reina Cersei, de Ser Jaime el Matarreyes y de Tyrion el Gnomo, y abuelo de Joffrey Baratheon, el niño rey recién coronado, era el auténtico peligro.
—Muy cierto —reconoció Ser Brynden—. Y Tywin Lannister no es ningún idiota. Está a salvo tras los muros de Harrenhal, alimenta a su ejército con nuestras cosechas y lo que no se lleva lo quema. Gregor no es el único perro que ha dejado suelto. Ser Amory Lorch también está en los campos de batalla, así como un mercenario de Qohor que prefiere lisiar a sus enemigos en vez de matarlos. He visto qué dejan tras ellos. Pueblos enteros quemados, mujeres violadas y mutiladas, niños asesinados sin enterrar para que los lobos y los perros salvajes se ceben en ellos… Hasta los muertos vomitarían.
—Cuando Edmure lo sepa montará en cólera.
—Eso es justo lo que quiere Lord Tywin. Incluso el terror tiene un objetivo, Cat. Lannister quiere provocarnos para que entremos en combate.
—Y es probable que Robb lo complazca —dijo Catelyn, atemorizada—. La inactividad lo está poniendo nervioso, y Edmure, el Gran Jon y los demás no dejan de acuciarlo.
Su hijo había conseguido dos victorias importantes, al derrotar a Jaime Lannister en el Bosque Susurrante y al expulsar a su ejército sin líder más allá de las murallas de Aguasdulces en la Batalla de los Campamentos, pero sus vasallos hablaban de él como si fuera un nuevo Aegon el Conquistador.
—Menudos estúpidos —dijo Brynden Pez Negro arqueando una de las pobladas cejas grises—. Mi primera norma en la guerra es no hacer jamás lo que quiere el enemigo, Cat. Lord Tywin quiere combatir en el campo que él elija. Quiere que marchemos contra Harrenhal.
—Harrenhal.
Hasta el último de los niños del Tridente había oído contar historias sobre Harrenhal, la vasta fortaleza que el rey Harren el Negro había erigido más allá de las aguas del Ojo de Dioses hacía trescientos años, cuando los Siete Reinos eran en verdad siete reinos, y las riberas las gobernaban hombres de hierro procedentes de las islas. En su orgullo, Harren había querido construir la fortaleza más grande y las torres más altas de todo Poniente. Le había llevado cuarenta años, la construcción había crecido como una gigantesca sombra a orillas del lago, mientras los ejércitos de Harren saqueaban toda la zona para conseguir piedra, madera, oro y trabajadores. En sus canteras murieron miles de cautivos, encadenados a sus almádenas o trabajando en las cinco torres colosales. Los hombres se helaban en invierno y se derretían en verano. Para hacer las vigas talaron arcianos que llevaban tres mil años allí. Para ornar su sueño, Harren empobreció las tierras de los ríos y las Islas del Hierro. Y cuando Harrenhal estuvo por fin terminado, el mismo día en que el rey Harren lo convirtió en su residencia, Aegon el Conquistador pisó tierra en Desembarco del Rey.
Catelyn recordaba la historia que la Vieja Tata había contado a sus hijos en Invernalia. «Y el rey Harren descubrió que los muros más gruesos y las torres más altas no sirven de nada contra los dragones —terminaba diciendo—. Porque los dragones vuelan.» Harren y toda su estirpe habían perecido entre las llamas que consumieron su monstruosa fortaleza, y desde entonces todas sus casas vasallas habían sucumbido a la desgracia. Era un lugar fuerte, pero también oscuro y maldito.
—No quiero que Robb luche a la sombra de esa fortaleza —reconoció—. Pero tenemos que hacer algo, tío.
—Y cuanto antes —asintió éste—. Aún no te he contado lo peor, pequeña. Los hombres que envié hacia occidente volvieron con noticias: en Roca Casterly se está reuniendo una nueva hueste.
«Otro ejército Lannister.» La sola idea la ponía enferma.
—Hay que decírselo a Robb de inmediato. ¿Quién estará al mando?
—Según se dice, Ser Stafford Lannister. —El hombre clavó la mirada en los ríos, mientras la brisa agitaba su capa roja y azul.
—¿Otro sobrino? —Los Lannister de Roca Casterly eran una casa asquerosamente amplia y fértil.
—Un primo —la corrigió Ser Brynden—. Hermano de la difunta esposa de Lord Tywin, así que pariente por partida doble. Es un hombre viejo y algo idiota, pero tiene un hijo, Ser Daven, mucho más temible.
—En ese caso, esperemos que sea el padre el que lleve ese ejército a la batalla, y no el hijo.
—Aún nos queda algo de tiempo antes de que tengamos que enfrentarnos a ellos. Será un ejército de mercenarios, jinetes libres y muchachos inexpertos salidos de los arrabales de Lannisport. Ser Stafford tendrá que encargarse de armarlos y entrenarlos antes de correr el riesgo de llevarlos a la batalla. Y no te equivoques, Lord Tywin no es el Matarreyes. No se precipitará. Aguardará con paciencia a que Ser Stafford se ponga en marcha antes de moverse de los muros de Harrenhal.
—A menos que… —empezó Catelyn.
—Sigue —pidió Ser Brynden.
—A menos que tenga que salir de Harrenhal —dijo—, para hacer frente a alguna otra amenaza.
Su tío la miró, pensativo.
—Lord Renly.
—El rey Renly. —Si quería pedirle ayuda, tendría que tratarlo según el título que él mismo se había adjudicado.
—Es posible. —La sonrisa del Pez Negro era peligrosa—. Pero querrá algo a cambio.
—Querrá lo que quieren todos los reyes —replicó Catelyn—. Pleitesía.