ARYA

Habían bañado las cabezas en brea para ralentizar la putrefacción. Todas las mañanas, cuando iba al pozo a sacar agua fresca para la palangana de Roose Bolton, Arya tenía que pasar por debajo de ellas. Miraban hacia fuera, de manera que no les veía los rostros, pero le gustaba imaginar que una era la de Joffrey. Trató de imaginar cómo quedaría el bonito rostro de Joffrey una vez sumergido en brea.

«Si yo fuera un cuervo, bajaría volando y le arrancaría a picotazos esos labios gordos de idiota.»

A las cabezas no les faltaban admiradores. Los grajos carroñeros trazaban círculos sobre la torre de entrada entre graznidos roncos, se disputaban los ojos en las murallas, lanzándose picotazos unos a otros, y levantaban el vuelo cuando un centinela se acercaba por las almenas. En ocasiones los cuervos del maestre tomaban parte en el festín y bajaban de las pajareras batiendo las grandes alas negras. Cuando los cuervos se acercaban, los grajos se dispersaban, pero regresaban en cuanto los pájaros más grandes se iban.

«¿Se acordarán los cuervos del maestre Tothmure? —se preguntó Arya—. ¿Les dará pena que ya no esté? Cuando lo llaman con sus graznidos, ¿se preguntarán por qué no les responde?» Tal vez los muertos podían hablar con ellos, en un lenguaje secreto que los vivos no oían.

Tothmure fue condenado al hacha por enviar pájaros a Roca Casterly y a Desembarco del Rey la noche de la caída de Harrenhal, Lucan el armero por hacer armas para los Lannister, el ama Harra por decir a los criados de Lady Whent que les sirvieran, y el mayordomo por entregar a Lord Tywin las llaves de la cripta del tesoro. Al cocinero lo perdonaron (según algunos porque había preparado la sopa de comadreja), pero para la hermosa Pia y las otras mujeres que habían concedido sus favores a los soldados Lannister, se preparó una superficie de madera con unos tablones en el patio. Desnudas y rapadas, quedaron en medio junto al foso del oso, para que las usara todo hombre que quisiera.

Tres soldados de los Frey las estaban usando aquella mañana, cuando Arya se dirigía hacia el pozo. Trató de no mirar, pero no pudo evitar oír las risas de los hombres. Una vez lleno, el cubo pesaba mucho. Se estaba dando la vuelta para volver a la Torre de la Pira Real cuando el ama Amabel la agarró por un brazo. La sacudida hizo que parte del agua le salpicara las piernas.

—Lo has hecho adrede —chilló.

—¿Qué quieres? —Arya se retorció para intentar liberarse de su presa. Desde que le habían cortado la cabeza a Harra, Amabel estaba medio enloquecida.

—¿Ves eso? —Señaló hacia donde estaba Pia—. Cuando caiga este norteño, tú estarás en su lugar.

—Suéltame. —Se retorció de nuevo, pero Amabel apretó más los dedos.

—Él también caerá. Harrenhal acaba por hacerlos caer a todos. Lord Tywin ha ganado ya, pronto volverá con todo su poder, y entonces castigará a los que han sido desleales. ¡Y no creas que no se va a enterar de qué has hecho! —La vieja soltó una risotada—. Hasta yo cogeré turno contigo. Harra tenía una escoba vieja, te la estoy guardando. El palo está lleno de astillas…

Arya balanceó el cubo. El peso del agua hizo que se volcara, con lo que no dio a Amabel en la cabeza, como había sido su intención; de todos modos, al verse empapada, la mujer la soltó.

—¡No vuelvas a tocarme! —gritó Arya—. Te mato, ¡si me vuelves a tocar te mato!

—Te crees que con ese hombrecito sangrando encima de las tetas estás a salvo —dijo Amabel, empapada, clavándole un dedo flaco en el hombre desollado de la pechera de la túnica de Arya—. ¡Pues no! ¡Los Lannister vienen hacia aquí! Ya verás qué pasa cuando lleguen.

Tres cuartas partes del agua se habían derramado, de manera que Arya tuvo que volver al pozo.

«Si le digo a Lord Bolton qué me ha dicho, su cabeza estará ahí arriba, al lado de la de Harra, antes de que anochezca», pensó mientras volvía a subir el cubo. Pero no se lo diría.

En cierta ocasión, cuando sólo había la mitad de cabezas, Gendry había sorprendido a Arya contemplándolas.

—¿Qué, admirando tu obra? —le preguntó.

Estaba enfadado porque le caía bien Lucan, Arya lo sabía muy bien, aun así aquello no era justo.

—Es obra de Walton Patas de Acero —dijo a la defensiva—. Y de los Titiriteros y de Lord Bolton.

—¿Y quién nos ha puesto en sus manos? Tú y tu sopa de comadreja.

—Sólo era caldo caliente. —Arya le pegó un puñetazo en el brazo—. Además, tú también odiabas a Ser Amory.

—A éstos los odio más. Ser Amory luchaba por su señor, pero los Titiriteros son mercenarios y renegados. La mitad ni siquiera habla la lengua común. Al septon Utt le gustan los niños pequeños, Qyburn practica la magia negra, y tu amigo Mordedor se come a la gente.

Lo peor era que ni siquiera podía decirle que era mentira. La Compañía Audaz se encargaba de casi todo el forrajeo necesario para Harrenhal, y Roose Bolton le había encomendado la misión de acabar con los leales a los Lannister. Vargo Hoat la había dividido en cuatro grupos para visitar tantas aldeas como fuera posible. Él iba al mando del más numeroso, y encomendó los otros a sus mejores capitanes. Lo único que tenía que hacer era regresar a los lugares donde había estado antes bajo el estandarte de Lord Tywin y apoderarse de los que lo habían ayudado entonces. A muchos los habían comprado con plata Lannister, de modo que no era inusual que los Titiriteros regresaran con sacas de monedas, además de con cestas de cabezas.

—¡Un acertijo! —gritaba Shagwell alegremente—. Si la cabra de Lord Bolton se come a los hombres que alimentaron a la cabra de Lord Lannister, ¿cuántas cabras hay?

—Una —respondió Arya cuando se lo preguntó a ella.

—¡Mira qué tenemos aquí, una comadreja lista como una cabra! —dijo el bufón con una risita ahogada.

Rorge y Mordedor eran tan malos como el resto. Siempre que Lord Bolton comía con la guarnición, Arya los veía con los demás. Mordedor despedía un hedor terrible, a queso podrido, de manera que los de la Compañía Audaz lo obligaban a sentarse al final de la mesa, donde podía gruñir y sisear, y despedazar la carne con los dedos y los dientes. Siempre que Arya pasaba junto a él la olisqueaba, pero el que de verdad la hacía estremecerse era Rorge. Se sentaba cerca de Ursywck el Fiel, pero la niña sentía los ojos clavados en ella siempre que estaba allí, dedicada a sus tareas.

En ocasiones deseaba haberse marchado al otro lado del mar Angosto con Jaqen H’ghar. Aún conservaba aquella moneda de mierda que le había dado, un trozo de hierro pequeño, con todo el borde oxidado. En una cara había algo escrito, unas palabras raras que Arya no entendía. En el otro se veía la cabeza de un hombre, pero tan desgastada que no se distinguían los rasgos. «Dijo que tenía un gran valor, pero seguro que también eso era mentira, igual que su nombre y hasta su cara.» Aquello la enfureció tanto que tiró la moneda, pero una hora más tarde se arrepintió y fue a buscarla, aunque sabía que no valía nada.

Iba pensando en la moneda mientras cruzaba el Patio de la Piedra Fundida, luchando con el peso del agua en el cubo, cuando oyó una voz que la llamaba.

—¡Nan! ¡Deja ese cubo y ven a ayudarme!

Elmar Frey tenía su misma edad, y además era bajito. Había estado haciendo rodar un barril de arena por el suelo desigual del patio, y tenía el rostro congestionado por el esfuerzo. Arya fue a ayudarlo. Juntos empujaron el barril hasta el muro, luego de vuelta, y lo levantaron. La arena susurró al moverse por el interior mientras Elmar abría la tapa y sacaba una cota de malla.

—¿Te parece que ya está limpia? —Como escudero de Roose Bolton, su misión era tener su armadura siempre brillante.

—Tienes que sacudir la arena. Aún quedan manchas de óxido, ¿ves? —señaló—. Tendrás que hacerlo otra vez.

—Encárgate tú. —Elmar se mostraba muy simpático siempre que necesitaba ayuda, pero luego se acordaba de que era un escudero, mientras que ella no era más que una sirvienta. Le encantaba alardear de que era hijo del señor del Cruce, no un sobrino, un nieto ni un bastardo, sino un hijo legítimo, y que por eso se iba a casar con una princesa.

—Tengo que llevarle a mi señor agua para la palangana. —A Arya le importaba un rábano su princesa, y no le gustaba que le diera órdenes—. Está en su habitación, con las sanguijuelas puestas. No son las sanguijuelas normales, las negras, son esas blancas tan grandes.

Elmar tenía los ojos como platos. Las sanguijuelas le daban pavor, sobre todo las blancas, las que parecían gelatina hasta que se llenaban de sangre.

—Se me olvidaba, eres demasiado flaca para empujar un barril tan pesado.

—Y a mí se me olvidaba que tú eres idiota. —Arya volvió a coger el cubo—. ¿Por qué no te pones sanguijuelas tú también? En el Cuello hay unas que son tan grandes como cerdos. —Se dio media vuelta y lo dejó allí con el barril.

Cuando entró en el dormitorio del señor, había mucha gente. Allí estaban Qyburn y el severo Walton con cota de malla y canilleras, y también una docena de hombres de la familia Frey, todos hermanos, hermanastros y primos. Roose Bolton yacía en la cama, desnudo, con sanguijuelas en la cara interior de los brazos y los muslos, y por encima del pecho blancuzco; eran bichos alargados, translúcidos, que se iban tiñendo de un rosa brillante a medida que se alimentaban. Bolton les prestaba tan poca atención como a Arya.

—No podemos permitir que Lord Tywin nos atrape en Harrenhal —decía Ser Aenys Frey mientras Arya llenaba la palangana. Era un gigantón canoso, cargado de espaldas, con manos grandes y nudosas, que había llevado a Harrenhal desde el sur más de mil quinientas espadas de los Frey, pero a menudo parecía incapaz de hacerse obedecer por sus hermanos—. El castillo es tan grande que para defenderlo hace falta un ejército, y una vez rodeados no tendremos con qué alimentar a un ejército. Tampoco es posible acopiar provisiones suficientes. Los alrededores están arrasados, los lobos se pasean por los pueblos y toda la cosecha ha ardido o la han robado. Sólo tenemos lo que traen los forrajeadores, y si los Lannister les impiden salir antes de que cambie la luna estaremos comiendo ratas y suelas de calzado.

—No tengo la menor intención de permitir un asedio. —Roose Bolton hablaba tan bajo que sus hombres tenían que hacer un esfuerzo para oírlo, de modo que las habitaciones donde estaba parecían siempre silenciosas.

—Entonces, ¿qué? —preguntó Ser Jared Frey, delgado, calvo, con la cara picada de viruelas—. ¿Acaso Edmure Tully está tan ebrio de victoria que cree que puede enfrentarse a Lord Tywin en combate abierto?

«Pues si lo hace lo ganará —pensó Arya—. Lo ganará igual que en el Forca Roja, ya veréis.» Nadie se fijaba en ella, de modo que se quedó de pie junto a Qyburn.

—Lord Tywin está a muchas leguas de aquí —respondió Bolton con tranquilidad—. Aún le quedan muchos asuntos por zanjar en Desembarco del Rey. Tardará un tiempo en avanzar contra Harrenhal.

Ser Aenys sacudió la cabeza con terquedad.

—No conocéis a los Lannister tan bien como nosotros, mi señor. El rey Stannis también creía que Lord Tywin estaba a mil leguas, y eso fue su ruina.

El hombre de piel blanca de la cama esbozó una leve sonrisa mientras las sanguijuelas se alimentaban de su sangre.

—Yo no voy a consentir que me arruinen.

—Aunque Aguasdulces tomara posiciones con todo su poder y el Joven Lobo regresara victorioso del oeste, ¿qué esperanza tenemos de igualar en número al ejército que Lord Tywin puede enviar contra nosotros? Cuando venga, traerá unas fuerzas muy superiores a las que tenía en el Forca Verde. ¡Os recuerdo que Altojardín se ha unido a la causa de Joffrey!

—No lo había olvidado.

—Ya he sido prisionero de Lord Tywin en una ocasión —intervino Ser Hosteen, un hombre fornido de rostro cuadrado que, según se decía, era el más fuerte de todos los Frey—. No tengo el menor deseo de disfrutar de nuevo de la hospitalidad de los Lannister.

Ser Harys Haigh, que también era un Frey por parte de madre, asintió convencido.

—Si Lord Tywin consiguió derrotar a un hombre curtido como Stannis Baratheon, ¿qué le hará a nuestro joven rey? —Miró a sus hermanos y primos en busca de apoyo, y varios de ellos asintieron.

—Alguien tiene que atreverse a decirlo —siguió Ser Hosteen—. Hemos perdido la guerra. Hay que hacérselo entender.

—Su Alteza ha derrotado a los Lannister siempre que se ha enfrentado a ellos en combate —dijo Roose Bolton clavando los ojos claros en él.

—Ha perdido el norte —insistió Hosteen Frey—. ¡Ha perdido Invernalia! Sus hermanos han muerto…

Durante un instante Arya se olvidó de respirar. «¿Muertos? ¿Bran y Rickon? ¿Están muertos? ¿Qué quiere decir? ¿Cómo que ha perdido Invernalia? Es imposible, Joffrey jamás podría apoderarse de Invernalia, jamás, Robb no se lo permitiría.» Entonces se acordó de que Robb no estaba en Invernalia. Estaba lejos, en el oeste, y Bran estaba tullido y Rickon no tenía más que cuatro años. Necesitó de todas sus fuerzas para permanecer quieta y en silencio, tal como le había enseñado Syrio Forel, para seguir allí como si no fuera más que otro mueble. Notó que se le llenaban los ojos de lágrimas, y las contuvo a pura fuerza de voluntad. «No es verdad, no puede ser verdad, seguro que es una mentira de los Lannister.»

—Si hubiera ganado Stannis, las cosas serían muy diferentes —dijo con tristeza Ronel Ríos, uno de los bastardos de Lord Walder.

—Stannis perdió —replicó Ser Hosteen en tono brusco—. Lo que ha sucedido, ha sucedido, así están las cosas. El rey Robb tiene que firmar la paz con los Lannister. Por mucho que le moleste, debe renunciar a la corona y doblar la rodilla.

—¿Y quién se lo va a decir? —Roose Bolton sonrió—. Es maravilloso contar con tantos hermanos valientes en estos tiempos que corren. Pensaré en lo que me habéis dicho.

Su sonrisa era una despedida. Los Frey musitaron las frases de rigor y se marcharon, con lo que en la estancia quedaron sólo Qyburn, Walton Patas de Acero y Arya. Lord Bolton le hizo una señal para que se acercara.

—Ya he sangrado suficiente, Nan, quítame las sanguijuelas.

—Como digáis, mi señor. —Era mejor que Roose Bolton no tuviera que pedir las cosas dos veces. Arya habría dado cualquier cosa por preguntarle qué había querido decir Ser Hosteen con lo de Invernalia, pero no se atrevía.

«Le preguntaré a Elmar —pensó—. Elmar me lo contará todo.» Las sanguijuelas se retorcían perezosas entre sus dedos a medida que, con sumo cuidado, las iba despegando del cuerpo del señor. Los cuerpos blanquecinos estaban húmedos, hinchados de sangre. «No son más que sanguijuelas —se recordó a sí misma—. Si aprieto el puño, las aplasto.»

—Ha llegado una carta de vuestra señora esposa. —Qyburn se sacó de la manga un pergamino enrollado. Aunque llevaba la túnica propia de un maestre, no lucía la cadena al cuello; se rumoreaba que la había perdido por meterse en asuntos de necromancia.

—Podéis leérmela —dijo Bolton.

Lady Walda escribía desde Los Gemelos casi a diario, pero todas las cartas eran iguales.

—Rezo por ti día y noche, mi dulce señor —leyó—, y cuento los días que faltan hasta que volváis a compartir mi lecho. Vuelve pronto conmigo, y te daré muchos hijos legítimos que ocuparán el lugar de tu amado Domeric en Fuerte Terror.

Arya se imaginó a un bebé regordete y rosado en una cuna, cubierto de sanguijuelas regordetas y rosadas. Tendió a Lord Bolton un paño húmedo para que se limpiara aquella piel sin vello.

—Yo también voy a enviar una carta —dijo al otrora maestre.

—¿A Lady Walda?

—A Ser Helman Tallhart.

Hacía dos días había llegado un jinete de Ser Helman. Los hombres de Tallhart habían tomado el castillo de los Darry, aceptando la rendición de la guarnición Lannister tras un corto asedio.

—Dile que pase por la espada a los prisioneros y prenda fuego al castillo, por orden del rey. Luego, deberá unir sus fuerzas a las de Robett Glover y avanzar hacia el este para atacar Valle Oscuro. Son tierras ricas, y la guerra apenas las ha tocado. Ya va siendo hora de que la prueben. Glover ha perdido un castillo, y Tallhart un hijo. Dejemos que se venguen en Valle Oscuro.

—Prepararé el mensaje para que le pongáis el sello, mi señor.

Arya se alegró al enterarse de que iban a quemar el castillo de los Darry. Allí la habían llevado cuando la cogieron después de su pelea con Joffrey, y allí fue donde la reina había obligado a su padre a matar a la loba de Sansa. «Que lo quemen, se lo tiene bien merecido.» Pero también habría deseado que Robett Glover y Ser Helman Tallhart regresaran a Harrenhal; habían partido demasiado pronto, antes de que tuviera tiempo de decidir si podía confiarles su secreto.

—Hoy voy a salir de caza —anunció Roose Bolton mientras Qyburn lo ayudaba a ponerse un jubón guateado.

—¿Creéis que es seguro, mi señor? —preguntó Qyburn—. Hace sólo tres días que unos lobos atacaron a los hombres del septon Utt. Se metieron en su campamento, a menos de cinco metros de la hoguera, y mataron a dos caballos.

—Precisamente lo que pienso cazar son lobos. Aúllan tanto por las noches que casi no me dejan dormir. —Bolton se abrochó el cinturón y se colocó bien la espada y la daga—. Se dice que, en el pasado, los lobos huargos rondaban por el norte en manadas de más de cien animales, y no temían a los hombres ni a los mamuts. Pero eso fue hace mucho, y en otras tierras. Es extraño que los lobos comunes del sur se hayan vuelto tan atrevidos.

—En tiempos terribles como éstos surgen seres terribles, mi señor.

—¿Estos tiempos os parecen terribles, maestre? —Bolton mostró los dientes en un gesto que tal vez fuera una sonrisa.

—El verano ha terminado, y hay cuatro reyes en el reino.

—Puede que un rey sea terrible, pero… ¿cuatro? —Se encogió de hombros—. Nan, mi capa de pieles. —Ella se la llevó—. Cuando vuelva quiero encontrarme las habitaciones limpias y ordenadas —dijo mientras ella se la abrochaba—. Y encárgate de la carta de Lady Walda.

—Como ordenéis, mi señor.

El señor y el maestre salieron de la habitación sin molestarse siquiera en mirarla. Una vez se hubieron marchado, Arya cogió la carta y se la llevó a la chimenea, donde movió los leños con un atizador para avivar las llamas. Observó cómo el pergamino se retorcía, se ennegrecía y empezaba a arder.

«Si los Lannister les han hecho daño a Bran y a Rickon, Robb los matará a todos. No doblará la rodilla nunca, nunca, nunca. No les tiene miedo.»

Las cenizas rizadas flotaron chimenea arriba. Arya se acuclilló junto al fuego y las observó ascender a través de un velo de lágrimas ardientes. «Si es verdad que Invernalia ya no existe, ¿dónde está ahora mi hogar? ¿Sigo siendo Arya, o sólo Nan, la sirvienta, para siempre jamás?»

Las siguientes horas las dedicó a arreglar las habitaciones del señor. Barrió los juncos viejos que cubrían el suelo y echó otros frescos, de olor dulce; añadió troncos a la chimenea, cambió las sábanas y ahuecó el colchón de plumas, vació los orinales por el foso de la letrina y los limpió, llevó la ropa sucia a las lavanderas y subió de la cocina un cuenco de crujientes peras de otoño. Cuando terminó con el dormitorio, bajó medio tramo de escaleras para hacer lo mismo en la sala, una estancia sobria y llena de corrientes, tan grande como los salones de más de un castillo pequeño. Las velas estaban reducidas a cabos, de manera que Arya las cambió. Bajo las ventanas había una gran mesa de roble donde el señor escribía las cartas. Amontonó los libros, cambió las velas y ordenó las plumas, los tinteros y la cera para los sellos.

Sobre los papeles había una piel de cordero grande y gastada. Arya empezó a enrollarla, pero los colores le llamaron la atención: el azul de ríos y lagos, los puntos rojos donde había castillos y ciudades, el verde de los bosques… Así que la desenrolló del todo. Las tierras del Tridente, rezaba la ornamentada inscripción de la base del mapa. En el dibujo aparecía todo lo que había desde el Cuello hasta el río Aguasnegras.

«Aquí está Harrenhal, encima del lago grande —comprendió—, pero ¿dónde está Aguasdulces? —Entonces lo vio—. No está muy lejos…»

Cuando terminó, la tarde era todavía joven, de manera que Arya se dirigió hacia el bosque de dioses. Como copera de Lord Bolton, sus tareas eran más livianas de lo que lo habían sido a las órdenes de Weese o incluso de Ojorrojo, aunque también la obligaban a vestir como un paje y a lavarse más de lo que hubiera querido. La partida de caza tardaría varias horas en volver, así que aún le quedaba tiempo para su trabajo de aguja.

Lanzó mandobles y estocadas contra hojas de abedul hasta que la punta astillada de la escoba rota estuvo verde y pegajosa.

—Ser Gregor —jadeó—. Dunsen, Polliver, Raff el Dulce. —Giró, saltó y se mantuvo en equilibrio sobre la parte anterior de la planta del pie, mientras lanzaba estocadas a diestro y siniestro, y derribaba al vuelo las piñas que caían—. Cosquillas —iba recitando con cada golpe—. El Perro. Ser Ilyn, Ser Meryn, la reina Cersei. —El tronco de un roble se alzaba imponente ante ella, y lanzó una estocada directa—. Joffrey, Joffrey, Joffrey —rugió. La luz del sol proyectaba las sombras de las hojas sobre sus brazos y piernas. Cuando se detuvo, tenía la piel cubierta por una película de sudor. Se había despellejado el talón del pie derecho y lo tenía ensangrentado, de manera que tuvo que ir a la pata coja cuando se situó ante el árbol corazón y alzó su espada en gesto de saludo—. Valar morghulis —dijo a los antiguos dioses del norte.

Le gustaba cómo sonaba cuando lo decía en voz alta.

Al cruzar el patio en dirección a la casa de baños, Arya divisó un cuervo que descendía hacia las pajareras volando en círculos, y se preguntó de dónde vendría y qué mensaje traería.

«Puede que sea de Robb, y que diga que lo de Bran y Rickon no era verdad. —Se mordió un labio, esperanzada—. Si yo tuviera alas podría volar hasta Invernalia y así lo vería. Y si fuera verdad me iría volando lejos, más allá de la luna y de las estrellas, y vería todas las cosas de los cuentos de la Vieja Tata, los dragones y los monstruos marinos y el Titán de Braavos, y a lo mejor no volvía nunca, a no ser que me apeteciera.»

La partida de caza regresó casi al anochecer con nueve lobos muertos. Siete eran adultos, bestias de gran tamaño y pelaje entre castaño y gris, con colmillos largos y amarillentos que se veían en las fauces entreabiertas. Pero los otros dos no eran más que cachorros. Lord Bolton dio orden de que le hicieran una manta con las pieles.

—Los pequeños aún tienen la piel blanda, mi señor —le señaló uno de sus hombres—. Haceos un buen par de guantes calientes.

—Como nos recuerdan siempre los Stark, se acerca el invierno. —Bolton alzó la vista hacia los estandartes que ondeaban sobre las torres de la entrada—. Me parece bien. —En aquel momento vio a Arya, y la llamó—. Nan, quiero una jarra de vino caliente especiado, he cogido frío en los bosques. Asegúrate de que no me llegue frío. Esta noche prefiero cenar solo. Pan de cebada, mantequilla y jabalí.

—Enseguida, mi señor. —Aquélla era siempre la mejor respuesta.

Cuando entró en la cocina, Pastel Caliente estaba preparando tortas de avena. Otros tres cocineros limpiaban pescado, mientras un pinche hacía girar sobre las llamas un espetón con un jabalí.

—Mi señor quiere la cena, con vino caliente especiado para pasarla —anunció Arya—, y que no le llegue frío.

Uno de los cocineros se lavó las manos, sacó una olla y la llenó de vino tinto, espeso y dulce. Le dijo a Pastel Caliente que fuera machacando las especias mientras el vino se calentaba. Arya intentó ayudarlo.

—Ya lo hago yo solo —replicó el muchacho hoscamente—. No hace falta que me enseñes a preparar vino especiado.

«Él también me odia, o me tiene miedo.» Retrocedió, más triste que enfadada. Cuando la comida estuvo lista, los cocineros la cubrieron con una tapa de plata, y envolvieron la jarra en un paño grueso para mantenerla caliente. Afuera ya estaba oscureciendo. En las murallas, los cuervos rondaban en torno a las cabezas como cortesanos en torno a un rey. Ante la puerta de la Pira Real había un guardia.

—Eso que llevas no será sopa de comadreja, ¿eh? —bromeó.

Al entrar vio a Roose Bolton sentado junto a la chimenea, leyendo un libro grueso encuadernado en piel.

—Enciende las velas —le ordenó mientras pasaba una página—. Esto está cada vez más oscuro.

Le dejó la comida a su lado, e hizo lo que le ordenaba, con lo que la estancia pronto estuvo llena de una luz trémula y aroma a clavo. Bolton pasó unas cuantas páginas más con el dedo, cerró el libro y, con mucho cuidado, lo depositó en el fuego. Las llamas que lo consumieron se reflejaban en sus ojos claros. La piel vieja y reseca se prendió de inmediato, y las páginas amarillentas se movían al arder, como si un fantasma las estuviera leyendo.

—Por esta noche ya no te voy a necesitar —dijo sin mirarla siquiera.

Tendría que haberse marchado silenciosa como un ratón, pero no pudo contenerse.

—Mi señor, cuando os marchéis de Harrenhal —dijo—, ¿me llevaréis con vos?

Se volvió para mirarla, con una expresión en los ojos como si la bandeja de la cena le hubiera hablado de repente.

—¿Te he dado permiso para hacerme preguntas, Nan?

—No, mi señor. —Bajó los ojos.

—Entonces no tendrías que haberme hablado, ¿verdad?

—No. Mi señor.

Por lo visto aquella situación divertía a Roose Bolton.

—Te voy a responder, sólo por esta vez. Cuando vuelva al norte tengo intención de dejar Harrenhal en manos de Lord Vargo. Tú te quedarás aquí, con él.

—Pero si yo… —empezó.

—No tengo por costumbre permitir que los criados cuestionen mis decisiones, Nan —la interrumpió—. ¿Qué quieres, que te haga arrancar la lengua?

—No, mi señor. —Arya sabía que era capaz de hacerlo, con tanta tranquilidad como otro espantaría a un perro.

—Entonces, ¿esto no se va a repetir?

—No, mi señor.

—De acuerdo, márchate. Por esta vez me olvidaré de tu insolencia.

Arya se marchó, pero no a la cama. Cuando salió a la oscuridad del patio, el guardia de la puerta la saludó con un gesto de la cabeza.

—Se aproxima una tormenta —dijo—. ¿No lo hueles en el aire?

El viento soplaba con fuerza, las llamas de las antorchas que brillaban en la cima de las murallas tras las hileras de cabezas formaban remolinos. De camino hacia el bosque de dioses pasó junto a la Torre Aullante, donde había vivido atemorizada por Weese. Desde la caída de Harrenhal, los Frey se la habían adjudicado. A través de una ventana le llegó el ruido de voces furiosas, varios hombres hablaban y discutían al mismo tiempo. Elmar estaba sentado en los escalones de la entrada, a solas.

—¿Qué pasa? —le preguntó Arya al ver que tenía las mejillas llenas de lágrimas.

—Mi princesa —sollozó—. Aenys dice que estamos deshonrados. Ha llegado un pájaro de Los Gemelos. Mi padre dice que me tendré que casar con otra, o meterme a septon.

«No hay por qué llorar por una princesa, qué tontería», pensó Arya.

—Puede que mis hermanos estén muertos —le confió.

—¿Y a quién le importan los hermanos de una criada? —le espetó Elmar lanzándole una mirada despectiva.

—Ojalá se muera tu princesa —dijo, controlándose para no darle un puñetazo, y echó a correr antes de que pudiera agarrarla.

En el bosque de dioses, recogió su escoba de donde la había dejado y fue con ella hasta el árbol corazón. Allí se arrodilló. Las hojas rojas crujían. Los ojos rojos escudriñaron en su interior. «Los ojos de los dioses.»

—Dioses, decidme qué tengo que hacer —rezó.

Durante un largo instante no se oyó más sonido que el del viento, el agua y el crujir de las ramas y las hojas. Y entonces, lejos, muy lejos, más allá del bosque de dioses, de las torres hechizadas y de las inmensas murallas de piedra de Harrenhal, en algún lugar del mundo exterior, sonó el aullido largo y solitario de un lobo. A Arya se le puso la carne de gallina, y se sintió momentáneamente mareada. Y entonces, muy tenue, le pareció oír la voz de su padre.

—Cuando cae la nieve y sopla el viento blanco, el lobo solitario muere pero la manada sobrevive —dijo.

—Pero es que ya no hay manada —susurró al arciano. Bran y Rickon estaban muertos, los Lannister tenían a Sansa y Jon se había ido al Muro—. Yo ni siquiera soy yo, ahora soy Nan.

—Eres Arya de Invernalia, hija del norte. Me dijiste que podías ser fuerte. Por tus venas corre la sangre del lobo.

—La sangre del lobo. —Arya lo recordó—. Puedo ser tan fuerte como Robb. Lo dije y lo haré.

Respiró hondo, cogió el palo de escoba con ambas manos, lo rompió contra la rodilla con un sonoro crujido y tiró a un lado los fragmentos.

«Soy una loba huargo, se acabó lo de tener dientes de madera.»

Aquella noche se tendió en su estrecho catre de paja que hacía que le picara la piel, y mientras aguardaba a que saliera la luna escuchó las voces de los vivos y los susurros y discusiones de los muertos. Eran los únicos en los que confiaba a aquellas alturas. Oía el sonido de su propia respiración, y también los aullidos de los lobos, que ya eran una gran manada.

«Están más cerca que el que oí en el bosque de dioses —pensó—. Me llaman.»

Por fin, salió de debajo de la manta, se puso una túnica a toda prisa, y bajó silenciosa por las escaleras, con los pies descalzos. Roose Bolton era un hombre precavido, y la entrada a la Pira Real estaba vigilada día y noche, de manera que tuvo que escabullirse por el ventanuco estrecho de un sótano. El patio estaba en silencio, el gran castillo envuelto en sueños hechizados. Arriba, el viento que cruzaba por la Torre Aullante entonaba un cántico fúnebre.

En la herrería, los fuegos estaban extinguidos y las puertas, cerradas y atrancadas. Se coló por una ventana, como ya había hecho una vez. Gendry compartía un colchón con otros dos aprendices de herreros. Arya se quedó un rato acuclillada en el altillo hasta que se le acostumbraron los ojos a la oscuridad, sólo entonces pudo estar segura de que Gendry era el que estaba en un extremo. Le puso una mano sobre la boca y le dio un pellizco. El muchacho abrió los ojos. No debía de tener el sueño muy profundo.

—Por favor —susurró Arya. Le quitó la mano de la boca e hizo una señal.

Durante un momento pareció que no la había entendido, pero luego salió de debajo de las mantas. Desnudo, cruzó la habitación de puntillas, se puso una túnica suelta de tejido basto, y salió tras ella por la ventana. El resto de los durmientes ni se movió.

—¿Qué quieres esta vez? —preguntó Gendry en un susurro con tono enfadado.

—Una espada.

—Pulgarnegro las tiene bajo llave, te lo he dicho cien veces. ¿Es para Lord Sanguijuela?

—Es para mí. Rompe la cerradura con tu martillo.

—Sí, para que me rompan a mí la mano —gruñó—. O algo peor.

—Si escapas conmigo, no.

—Si te escapas, te atraparán y te matarán.

—Lo tuyo va a ser peor. Lord Bolton va a entregar Harrenhal a los Titiriteros Sangrientos, me lo ha dicho.

—Y a mí ¿qué? —Gendry se apartó de los ojos un mechón de pelo negro.

—Cuando Vargo Hoat sea el señor, va a cortar los pies a todos los sirvientes para que ninguno escape. —Arya lo miraba a los ojos, sin miedo—. Y a los herreros también.

—Eso no son más que cuentos —replicó despectivamente.

—No, es cierto. Se lo he oído decir a Lord Vargo —mintió—. Le va a cortar un pie a todo el mundo. El izquierdo. Ve a la cocina y despierta a Pastel Caliente, hará lo que le digas. Vamos a necesitar pan, o tortas, o algo. Tú consigue espadas, de los caballos me encargo yo. Nos reuniremos al lado de la poterna de la muralla este, detrás de la Torre de los Fantasmas. Por allí no va nadie nunca.

—Conozco esa puerta. Está vigilada, igual que todas las demás.

—¿Y qué? Tú no te olvides de las espadas.

—No he dicho que vaya a ir.

—No. Pero si vienes, no te olvides de las espadas.

—Bueno —dijo al final el chico con el ceño fruncido—. Supongo que no las olvidaré.

Arya volvió a entrar en la Pira Real por el mismo camino por donde había salido, y subió por la escalera de caracol sin dejar de escuchar por si oía pisadas. Una vez en su celda se desnudó y volvió a vestirse con mucho cuidado, con dos capas de ropa interior, medias abrigadas y su túnica más limpia. Era el uniforme que llevaba el servicio de Lord Bolton, con su emblema bordado en el pecho, el hombre desollado. Se ató los zapatos, se echó una capa de lana sobre los flacos hombros y se la anudó al cuello. Silenciosa como una sombra, inició de nuevo el descenso. Junto a la puerta de la sala de su señor, se detuvo a escuchar, y al no oír más que silencio la abrió con cautela.

El mapa de piel de cordero estaba encima de la mesa, al lado de los restos de la cena de Lord Bolton. Lo enrolló bien y se lo puso bajo el cinturón. También había dejado la daga sobre la mesa, y se apoderó de ella por si Gendry se acobardaba.

Cuando entró en los oscuros establos, un caballo relinchó suavemente. Los mozos de cuadras estaban todos dormidos. Dio una patadita a uno, que se sentó, adormilado.

—¿Eh? ¿Qué pasa?

—Lord Bolton necesita tres caballos, ensillados y con bridas.

—¿Cómo? —El chico se puso en pie y se sacudió la paja del pelo—. ¿A estas horas? ¿Tres caballos? —Parpadeó al ver el emblema bordado en su túnica—. ¿Para qué quiere caballos si está todo oscuro?

—Lord Bolton no tiene por costumbre permitir que los criados cuestionen sus decisiones. —Se cruzó de brazos. El mozo de cuadras seguía mirando el hombre desollado. Sabía qué significaba.

—¿Y quiere tres?

—Uno, dos, tres. Caballos de caza. Rápidos y de paso seguro.

Arya lo ayudó con las sillas y las riendas para que no tuviera que despertar a ninguno de los otros. Le habría gustado pensar que no lo iban a castigar, pero sabía que probablemente sí.

Lo peor fue cruzar el castillo con los caballos. Siempre que podía se mantenía a la sombra del muro exterior, de manera que los centinelas que hacían las rondas por las murallas tuvieran que mirar casi en vertical para verla. «¿Y qué pasa si me ven? Soy la copera de mi señor.» Era una noche otoñal fría y húmeda. Las nubes que llegaban del oeste ocultaban las estrellas, y la Torre Aullante sollozaba quejumbrosa con cada ráfaga de viento. «Huele a lluvia.» Arya no habría sabido decir si eso sería bueno o malo para su huida.

Nadie la vio, y ella tampoco vio a nadie, aparte de un gato gris y blanco que caminaba por la cima del muro del bosque de dioses. Se detuvo y bufó a Arya, con lo que despertó recuerdos de la Fortaleza Roja, de su padre y de Syrio Forel.

—Si quisiera podría atraparte —dijo en voz baja—, pero me tengo que ir, gato.

El gato bufó de nuevo y se marchó corriendo.

La Torre de los Fantasmas era la más ruinosa de los cinco inmensos torreones de Harrenhal. Se alzaba oscura y desolada contra los restos de un sept derrumbado, donde desde hacía más de trescientos años no rezaban más que las ratas. Allí fue donde esperó por si acudían Gendry y Pastel Caliente. La espera se le hizo eterna. Los caballos mordisqueaban las hierbas que crecían entre las piedras caídas, mientras las nubes engullían las últimas estrellas. Solamente para tener las manos ocupadas en algo, Arya sacó la daga y la afiló, con pasadas largas y suaves, tal como la había enseñado Syrio. Aquel sonido la tranquilizaba.

Los oyó acercarse mucho antes de verlos. Pastel Caliente respiraba jadeante, y en un momento dado tropezó en la oscuridad, se arañó la espinilla y soltó un taco tan alto como para despertar a medio Harrenhal. Gendry era más silencioso, pero las espadas que llevaba tintineaban cuando se movía.

—Estoy aquí. —Se levantó—. Id en silencio, que os van a oír.

Los muchachos se dirigieron hacia ella por encima de las piedras caídas. Advirtió que Gendry llevaba bajo la capa una cota de malla bien engrasada, y el martillo de herrero colgado a la espalda. El rostro redondo de Pastel Caliente la miró desde debajo de la capucha. Llevaba un saco de pan en la mano derecha, y un gran queso bajo el brazo izquierdo.

—En esa poterna hay un guardia —dijo Gendry en voz baja—. Ya te lo dije.

—Quedaos con los caballos —dijo Arya—. Voy a librarme de él. Cuando os llame, venid enseguida.

Gendry asintió.

—Cuando quieras que vayamos, ulula como un búho.

—No soy un búho —replicó Arya—. Soy un lobo. Aullaré.

Avanzó ella sola por la sombra de la Torre de los Fantasmas. Caminaba deprisa para que no la alcanzara su miedo, y sentía como si a su lado caminara Syrio Forel, y Yoren, y Jaqen H’ghar, y Jon Nieve. No había cogido la espada que le había llevado Gendry, aún no era el momento. Para aquello, la daga era mucho mejor. Era un arma buena, muy afilada. Aquella poterna era la más pequeña de las puertas de Harrenhal, estrecha, de roble grueso, tachonada con clavos de hierro, situada en un ángulo de la muralla bajo una torre defensiva. Sólo la vigilaba un hombre, pero ella sabía que arriba habría centinelas, y también patrullas en los muros. Pasara lo que pasara debía ser silenciosa como una sombra. «No puedo dejar que dé la alarma.» Habían empezado a caer unas gotas dispersas de lluvia. Notó que una le caía en la frente y se le deslizaba poco a poco por la nariz.

No hizo el menor esfuerzo por ocultarse, sino que se acercó al guardia abiertamente, como si el propio Lord Bolton la hubiera enviado. El hombre la miró acercarse con curiosidad, ¿qué llevaría allí a un paje a aquellas horas de la noche? Cuando estuvo más cerca, Arya vio que era un norteño, muy alto y delgado, arrebujado en una desastrada capa de pieles. Mala cosa. Habría podido engañar a un Frey o a uno de la Compañía Audaz, pero los hombres de Fuerte Terror habían servido a Roose Bolton toda la vida, y lo conocían mejor que ella.

«Si le digo que soy Arya Stark y le ordeno que se aparte…» No, no se atrevería. Era un norteño, pero no era de Invernalia, era leal a Roose Bolton.

Al llegar junto a él se echó la capa hacia atrás para que viera el hombre desollado que llevaba en el pecho.

—Me envía Lord Bolton.

—¿A estas horas? ¿Para qué?

Vio el brillo del acero debajo de las pieles. No sabía si tendría fuerza suficiente para clavar la daga a través de una cota de malla.

«En la garganta, tiene que ser en la garganta, pero es muy alto, no llego.» Por un momento no supo qué decir. Por un momento volvía a ser una niñita asustada, y la lluvia que le caía por el rostro tenía sabor a lágrimas.

—Me ha dicho que entregue a cada uno de sus guardias una moneda de plata como premio por sus servicios. —Las palabras le habían nacido de la nada.

—De plata, ¿eh? —No la creía, pero quería creerla; al fin y al cabo, la plata era plata—. Venga, dámela.

Se metió la mano bajo la túnica y sacó la moneda que le había dado Jaqen. En la oscuridad, el hierro podría pasar por plata deslustrada. Se la tendió… y dejó que se le cayera de entre los dedos.

El guardia masculló una maldición, y se arrodilló para buscar la moneda en el barro, con lo que su cuello quedó justo ante ella. Arya sacó la daga y le cortó la garganta, suave como la seda de verano. La sangre del hombre le cubrió las manos como un manantial caliente. Trató de gritar, pero también tenía la boca llena de sangre.

Valar morghulis —susurró mientras moría.

Cuando quedó inmóvil, Arya recogió la moneda. Más allá de las murallas de Harrenhal, un lobo empezó a aullar, cada vez más fuerte. Arya levantó la tranca, la apartó y empujó la puerta para abrirla. Cuando Pastel Caliente y Gendry llegaron con los caballos la lluvia era ya torrencial.

—¡Lo has matado! —se atragantó Pastel Caliente.

—¿Y qué pensabas que iba a hacer?

Tenía los dedos pegajosos de sangre, y el olor ponía nerviosa a su yegua. «No importa —pensó al tiempo que montaba—. La lluvia me limpiará.»

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