DAENERYS

Los dothrakis llamaban al cometa shierak qiya, Estrella Sangrante. Los ancianos murmuraban que era un mal presagio, pero Daenerys Targaryen lo había visto por primera vez la noche en que quemó el cadáver de Khal Drogo en la pira, la noche en que sus dragones despertaron. «Es el heraldo de mi llegada —se dijo al tiempo que alzaba la vista hacia el cielo nocturno, con el corazón lleno de asombro ante aquel portento—. Los dioses lo han enviado para mostrarme el camino.» Pero cuando expresó aquella idea en voz alta, su doncella Doreah la desanimó.

—En esa dirección están las tierras rojas, khaleesi. Los jinetes dicen que se trata de un lugar sombrío, terrible.

—Debemos ir hacia donde señala el cometa —insistió Dany… aunque lo cierto era que no le quedaba otro camino posible.

No se atrevía a poner rumbo hacia el vasto océano de hierba que todos conocían como el mar dothraki. El primer khalasar con el que se tropezaran engulliría a su desastrado grupo, mataría a los guerreros y se llevaría a los demás como esclavos. Las tierras de los hombres cordero, al sur del río, también les estaban vedadas. Eran demasiado pocos para defenderse hasta del pueblo menos belicoso, y los lhazareen tenían motivos para guardarles rencor. Podría haber avanzado río abajo, en dirección a los puertos de Meereen, Yunkai y Astapor, pero Rakharo le había advertido que el khalasar de Pono había tomado ese camino, llevando un grupo de miles de cautivos que vendería en los mercados de carne que plagaban como pústulas abiertas toda la Bahía de los Esclavos.

—¿Por qué voy a temer a Pono? —repuso Dany—. Fue el ko de Drogo y siempre me trató bien.

—Ko Pono os trató bien —dijo Ser Jorah Mormont—. Khal Pono os matará. Fue el primero en abandonar a Drogo, y lo siguieron diez mil guerreros. Vos sólo tenéis un centenar.

«No —pensó Dany—. Tengo cuatro. El resto son mujeres, ancianos enfermos y niños que todavía no se han trenzado el pelo.»

—Tengo a los dragones —señaló.

—Están recién salidos del cascarón —dijo Ser Jorah—. Bastaría un tajo de arakh para acabar con ellos, aunque lo más probable es que Pono se los quedara. Los huevos de dragón eran más valiosos que rubíes. Un dragón vivo no tiene precio. Sólo hay tres en todo el mundo. Cada hombre que los vea querrá ser su dueño, mi reina.

—Son míos —replicó ella con rabia. Habían nacido de su fe y de su necesidad; las muertes de su esposo, de su hijo nonato y de la maegi Mirri Maz Duur les habían dado la vida. Dany había entrado en el fuego cuando salieron del cascarón, y habían bebido leche de sus pechos hinchados—. Nadie me los arrebatará mientras viva.

—No viviréis mucho tiempo si os tropezáis con Khal Pono. O con Khal Jhaqo, o con cualquiera de los otros. Tenéis que ir hacia donde ellos no estén.

Dany lo había nombrado jefe de su Guardia de la Reina… y vio claro el camino cuando los sombríos consejos de Mormont y los presagios se mostraron coincidentes. Convocó a los suyos y montó a lomos de su yegua plata. Su cabellera se había quemado en la pira de Drogo, de manera que sus doncellas la vistieron con la piel del hrakkar, el león blanco del mar dothraki, que Drogo había matado. La temible cabeza de la fiera era la capucha que cubría su cráneo desnudo, y la piel era una capa que le caía sobre los hombros y por la espalda. El dragón color crema clavó las afiladas garras negras en la melena del león y enroscó la cola en torno al brazo de Dany, mientras que Ser Jorah ocupó el lugar habitual a su lado.

—Seguiremos al cometa —dijo Dany a su khalasar.

No hubo nadie que alzara la voz para protestar. Habían sido el pueblo de Drogo, pero ahora eran el suyo. La llamaban La Que No Arde, la Madre de Dragones. Su palabra era ley.

Viajaban de noche, y durante el día se refugiaban del sol en sus tiendas. Dany no tardó en comprender hasta qué punto había tenido razón Doreah. Aquella tierra no era generosa. Por el camino iban dejando un rastro de caballos muertos y moribundos, porque Pono, Jhaqo y los otros se habían apoderado de los mejores animales de Drogo, dejando a Dany tan sólo los viejos y flacos, los enfermos y tullidos, los acabados y los indómitos. Igual que con las personas.

«No son fuertes —se dijo—, así que yo tengo que ser su fuerza. No puedo mostrar temor, ni debilidad, ni un asomo de duda. Por mucho miedo que haya en mi corazón, en mi rostro sólo deben ver a la reina de Drogo.» Se sentía mucho mayor de lo que correspondía a sus catorce años. Si alguna vez había sido niña de verdad, ese tiempo había quedado atrás.

El primer hombre murió a los tres días de marcha. Era un anciano desdentado y con los ojos llenos de nubes, que cayó exhausto de la silla de montar y no pudo volver a levantarse. Expiró en menos de una hora. Las moscas de sangre formaron enjambres sobre su cadáver y transmitían su mala suerte a los vivos.

—Había llegado su hora —dijo su doncella Irri—. Ningún hombre debería vivir más que sus dientes.

Los demás se mostraron de acuerdo. Dany ordenó que mataran al más débil de los caballos moribundos, de manera que el fallecido pudiera entrar cabalgando en las tierras de la noche.

Dos noches después la que pereció fue una niña, casi un bebé. Los aullidos angustiados de su madre se prolongaron durante todo el día, pero no se pudo hacer nada. La pobre chiquilla había sido demasiado pequeña para cabalgar. No serían para ella las interminables praderas negras de las tierras de la noche; tendría que nacer de nuevo.

En el erial rojo había poco forraje, y el agua escaseaba aún más. Era una tierra marchita y desolada, de colinas bajas y llanuras yermas azotadas por los vientos. Los ríos que cruzaron estaban tan secos como los huesos de los muertos. Sus monturas subsistían a base de la escasa gramilla reseca que crecía al pie de las rocas y de los árboles muertos. Dany envió jinetes que fueran por delante de la columna, pero no encontraron pozos ni arroyos, sólo charcas de agua estancada y putrefacta que se evaporaba bajo el sol ardiente. Cuanto más se adentraban en el erial, más pequeñas se hacían las charcas y más distancia había entre ellas. Si en aquel desierto de piedra, arena y barro rojo sin caminos había dioses, eran dioses duros y secos, sordos a cualquier plegaria que suplicara lluvia.

Lo primero en acabarse fue el vino, y poco después la leche cuajada de yegua que a los señores de los caballos les gustaba más que el aguamiel. Luego se agotaron sus provisiones de pan ácimo y carne seca. Los cazadores no encontraban presas, y sólo podían llenarse los estómagos con la carne de sus caballos caídos. Se produjeron muertes tras muertes. Los débiles, los niños, las ancianas arrugadas, los enfermos, los estúpidos, los incautos… la tierra cruel se los llevaba a todos. Doreah fue perdiendo peso y los ojos se le hundieron en la cara, mientras su suave cabellera rubia se tornaba quebradiza como la paja.

Dany pasó hambre y sed con todos los demás. La leche de sus pechos se secó, los pezones se le agrietaron y le sangraron, y día tras día adelgazaba hasta que quedó descarnada y dura como un palo. Pero si tenía miedo era por sus dragones. Su padre murió violentamente antes de que ella naciera, así como su maravilloso hermano Rhaegar. Su madre murió al traerla al mundo, mientras en el exterior rugía la tormenta. Al bondadoso Ser Willem Darry, que a su modo debía de haberla querido, se lo llevó una enfermedad devastadora cuando ella era muy pequeña. Su hermano Viserys, Khal Drogo que era su sol y estrellas, hasta su hijo nonato… los dioses se los habían llevado a todos.

«Pero no me quitarán a mis dragones —juró Dany—. No me los quitarán.»

Los dragones no eran más grandes que los gatos flacos que había visto una vez moviéndose furtivos a lo largo de los muros de la mansión del magíster Illyrio en Pentos… hasta que desplegaban sus alas, aquellos delicados abanicos de piel translúcida y colores maravillosos tensada sobre una estructura de largos huesos finos. Bien mirados los dragones eran en su mayoría cuello, cola y alas. «Son tan pequeños…», pensó mientras les daba de comer. Mejor dicho, mientras intentaba darles de comer, porque los dragones se negaban. Siseaban y escupían ante cada trocito de sanguinolenta carne de caballo, y lanzaban vapor por las fosas nasales, pero no aceptaban el alimento… hasta que Dany recordó algo que Viserys le había contado cuando eran niños.

«Los únicos que comen la carne cocinada son los dragones y los hombres», fueron sus palabras.

Cuando hizo que sus doncellas asaran la carne de caballo hasta casi carbonizarla, los dragones la devoraron con ansiedad, proyectando hacia delante las cabezas como si fueran serpientes. Los dragones comían al día varias veces su peso, siempre que la carne estuviera muy tostada, y por fin empezaron a crecer y a fortalecerse. Dany se maravillaba ante la suavidad de sus escamas y el calor que transmitían, tan palpable que durante las noches frías sus cuerpos parecían emitir vapor.

Cada anochecer, cuando el khalasar se ponía en marcha, elegía un dragón para que viajara sobre su hombro. Irri y Jhiqui llevaban a los otros en una jaula de madera, colgada de un palo que iba cruzado sobre sus monturas. Cabalgaban justo tras ella, de manera que los dragones no perdieran nunca de vista a Dany. Era la única forma de que estuvieran tranquilos.

—Los dragones de Aegon tenían nombres de dioses de la antigua Valyria —dijo a sus jinetes de sangre una mañana, tras una larga noche de viaje—. El dragón de Visenya se llamaba Vhagar, Rhaenys tenía a Meraxes y Aegon cabalgaba a lomos de Balerion, el Terror Negro. Se decía que el aliento de Vhagar era tan ardiente que podía derretir la armadura de un caballero y cocinar al hombre que la llevaba, que Meraxes devoraba caballos enteros, y en cuanto a Balerion… su fuego era tan negro como sus escamas y sus alas tan inmensas que su sombra cubría ciudades enteras cuando pasaba sobre ellas.

Los dothrakis miraron a los cachorros de dragón con cierta inquietud. El más grande de los tres era de un negro lustroso, con brillantes vetas color escarlata entre las escamas, igual que en las alas y en los cuernos.

Khaleesi, ése es Balerion —murmuró Aggo—, ha vuelto a nacer.

—Tal vez sea así, sangre de mi sangre —respondió Dany con seriedad—, pero en esta vida tendrá un nuevo nombre. Les pondré los nombres de aquellos a los que los dioses se han llevado. El verde se llamará Rhaegal, en recuerdo de mi valiente hermano que murió en las verdes orillas del Tridente. El crema y oro será Viserion. Viserys era cruel, débil y cobarde, pero también era mi hermano. Su dragón hará lo que él no pudo hacer.

—¿Y la bestia negra? —quiso saber Ser Jorah Mormont.

—El negro —dijo ella— es Drogon.

Pero, al mismo tiempo que los dragones se desarrollaban, su khalasar se marchitaba y moría. La tierra que los rodeaba era cada vez más desolada. Hasta la gramilla escaseaba más y más. Los caballos se derrumbaban, les quedaban tan pocos que algunos hombres se veían obligados a ir a pie. Doreah contrajo unas fiebres y fue empeorando con cada legua. Los labios y las manos se le llenaron de ampollas sanguinolentas, el pelo se le caía a mechones, y una noche no tuvo fuerzas para montar a lomos de su caballo. Jhogo dijo que deberían dejarla allí o atarla a la silla, pero Dany recordaba una noche, en el mar dothraki, cuando la joven lysena le había enseñado secretos para que Drogo la amara más. Dio a Doreah agua de su pellejo, le refrescó la frente con un paño húmedo y sostuvo su mano hasta que murió entre escalofríos. Sólo entonces consintió que el khalasar prosiguiera la marcha.

No vieron rastro alguno de otros viajeros. Los dothrakis, temerosos, empezaron a murmurar que el cometa los había guiado hacia una especie de infierno. Una mañana, mientras acampaban entre grandes piedras negras erosionadas por el viento, Dany acudió a Ser Jorah.

—¿Nos hemos perdido? —le preguntó—. ¿Acaso este erial no tiene fin?

—Tiene fin —respondió él, fatigado—. He visto los mapas que dibujan los mercaderes, mi reina. Cierto, por aquí pasan pocas caravanas, pero al este hay grandes reinos y ciudades repletas de maravillas. Yi Ti, Qarth, Asshai de la Sombra…

—¿Viviremos para verlas?

—No os voy a mentir. El camino es más duro de lo que me temía. —El rostro del caballero estaba grisáceo y demacrado. La herida que recibió en la cadera la noche que luchó contra los jinetes de sangre de Khal Drogo nunca llegó a curarse del todo; Dany veía su expresión de dolor cuando montaba a caballo, y parecía ir casi derrumbado en la silla—. Puede que, si seguimos adelante, estemos perdidos… pero si retrocedemos estaremos perdidos sin duda alguna.

Dany le dio un beso en la mejilla. Se animó al verlo sonreír. «También tengo que ser fuerte por él —pensó sombría—. Es un caballero, sí, pero yo soy de la sangre del dragón.»

La siguiente charca que encontraron estaba casi hirviendo y apestaba a azufre, pero tenían los pellejos casi vacíos. Los dothrakis enfriaron el agua en jarras y la bebieron tibia. El sabor era repugnante, pero era agua, y todos estaban sedientos. Dany contempló el horizonte con desesperación. Había perdido a un tercio de su pueblo, y la llanura que se extendía ante ellos era aún desértica, roja e interminable.

«El cometa se burla de mis esperanzas —pensó al tiempo que alzaba los ojos hacia el lugar donde hendía el cielo—. ¿Acaso he cruzado medio mundo y he visto nacer dragones, sólo para morir en este desierto de fuego?» No podía creerlo.

Al día siguiente el amanecer los encontró mientras cruzaban una llanura cuarteada de dura tierra rojiza. Dany estaba a punto de dar la orden de acampar cuando los jinetes adelantados regresaron al galope.

—¡Una ciudad, khaleesi! —gritaron—. Una ciudad blanca como la luna y hermosa como una doncella. A una hora de marcha, no más.

—Mostrádmela —dijo. Cuando la ciudad apareció ante ella, con murallas y torres de un blanco deslumbrante tras el velo de calor, le pareció tan hermosa que estuvo segura de que se trataba de un espejismo.

—¿Sabéis qué lugar es ése? —preguntó a Ser Jorah.

—No, mi reina —contestó el caballero exiliado haciendo un gesto de negación—. Nunca me había aventurado tanto hacia el este.

Las lejanas murallas blancas eran una promesa de descanso y seguridad, una oportunidad para curarse y recuperar fuerzas. Dany hubiera querido correr hacia ellas, pero en vez de eso se volvió hacia sus jinetes de sangre.

—Sangre de mi sangre, id delante de nosotros y averiguad el nombre de esa ciudad. Averiguad también qué clase de recibimiento nos dispensarán.

—Ai, khaleesi —dijo Aggo.

Los jinetes no tardaron en regresar. Rakharo bajó del caballo de un salto. De su cinturón de medallones colgaba el gran arakh curvo que Dany le había otorgado cuando lo nombró jinete de sangre.

—Esta ciudad está muerta, khaleesi. No tiene nombre ni dioses, las puertas están caídas, por sus calles únicamente se mueven el viento y las moscas.

Jhiqui se estremeció.

—Cuando los dioses se van, los espíritus del mal celebran banquetes durante la noche —dijo—. Los lugares así es mejor evitarlos. Lo sabe todo el mundo.

— Lo sabe todo el mundo —asintió Irri.

—Pues yo no lo sé. —Dany picó espuelas a su caballo y abrió la marcha. Pasó al trote bajo los restos del arco, lo que quedaba de una antigua puerta, y recorrió una calle silenciosa. Ser Jorah y sus jinetes de sangre la siguieron, y después, más despacio, el resto de los dothrakis.

No había manera de saber cuánto tiempo llevaba desierta la ciudad, pero las murallas blancas, que tan hermosas parecían vistas desde lejos, estaban llenas de grietas y a punto de derrumbarse. Encerraban un laberinto de callejones estrechos y retorcidos. Los edificios estaban muy juntos, con fachadas níveas como la tiza, sin ventanas. Todo era blanco, como si los que habitaron allí no hubieran conocido el color. Pasaron a caballo junto a montones de cascotes blanqueados por el sol, allí donde las casas se habían derrumbado, y más adelante vieron los restos viejos de una hoguera. En un lugar donde se encontraban seis callejones, Dany vio una peana de mármol. Al parecer los dothrakis habían pasado por allí. Quizá la estatua que faltaba se encontrara en aquel momento en Vaes Dothrak, junto con las de tantos otros dioses robados. Tal vez había pasado junto a ella cien veces sin saberlo. Viserion, en su hombro, siseó.

Acamparon junto a los restos de un palacio, en una plaza barrida por el viento donde la gramilla crecía entre las piedras del pavimento. Dany envió a algunos hombres a investigar entre las ruinas. Algunos obedecieron de mala gana, pero obedecieron… y un anciano cubierto de cicatrices regresó al poco rato, sonriente y casi saltando, con las manos llenas de higos. Eran pequeños y arrugados, pero su pueblo se abalanzó sobre ellos con ansia, se empujaron y pelearon entre ellos para meterse la fruta en la boca y masticarla con verdadera dicha. Otros volvieron hablando de frutales ocultos tras puertas cerradas, en jardines secretos. Aggo la guió hasta un patio lleno de parras con pequeñas uvas verdes, y Jhogo descubrió un pozo de agua limpia y fresca. Pero también encontraron huesos, los cráneos de los muertos que nadie se había molestado en enterrar, rotos y blanqueados por el sol.

—Espíritus —murmuró Irri—. Espíritus espantosos. No debemos quedarnos aquí, khaleesi, este lugar les pertenece.

—No temo a los espíritus. Los dragones son más poderosos que los espíritus. —«Y los higos son más importantes»—. Ve con Jhiqui a buscarme arena limpia para darme un baño y no me vuelvas a molestar con esas tonterías.

En el frescor de su tienda, Dany chamuscó carne de caballo sobre la llama de un brasero mientras meditaba sobre las diferentes posibilidades. Allí había suficiente agua y alimentos para darles sustento, y también hierba para que los caballos recuperasen las fuerzas. ¡Qué agradable sería despertar cada día en el mismo lugar, pasear por los jardines sombreados y beber tanta agua fresca como quisiera!

Cuando Irri y Jhiqui regresaron con vasijas de arena blanca, Dany se desnudó y dejó que la frotaran para limpiarla.

—Te vuelve a salir el pelo, khaleesi —comentó Jhiqui al tiempo que le quitaba la arena de la espalda.

Dany se pasó una mano por la cabeza para palparlo. Los hombres dothraki llevaban el pelo largo, en largas trenzas aceitadas, y sólo se lo cortaban cuando eran derrotados. «Puede que yo deba hacer lo mismo —pensó—. Así recordarán que la fuerza de Drogo habita ahora en mí.» Khal Drogo había muerto sin cortarse el pelo jamás, hazaña de la que muy pocos hombres podían alardear.

Al otro lado de la tienda, Rhaegal desplegó las alas verdes, aleteó y consiguió remontarse un palmo antes de volver a caer a la alfombra. Sacudió la cola como un látigo, furioso, y alzó la cabeza en un rugido chillón.

«Si yo tuviera alas también querría volar —pensó Dany. Los Targaryen de antaño iban a la guerra a lomos de dragones. Trató de imaginarse cómo se sentiría a horcajadas del cuello de un dragón, elevándose por el aire—. Sería como estar en la cima de una montaña, pero mejor. Vería el mundo entero debajo de mí. Si volara muy alto, hasta podría ver los Siete Reinos, y tocar el cometa con las manos.»

Irri interrumpió sus ensoñaciones para decirle que Ser Jorah Mormont estaba afuera, y aguardaba a que ella tuviera a bien recibirlo.

—Hazlo pasar —dijo Dany. La piel frotada por la arena le cosquilleaba. Se envolvió en la capa de león. El hrakkar había sido mucho más grande que Dany, de manera que le cubría todo lo que ella quería cubrir.

—Os he traído un melocotón —dijo Ser Jorah Mormont después de entrar y clavar una rodilla en el suelo.

Era tan pequeño que a Dany casi le cabía en el puño cerrado, y estaba demasiado maduro, pero cuando le dio el primer mordisco la pulpa era tan dulce que estuvo a punto de echarse a llorar. Lo comió muy despacio para saborear cada bocado, mientras Ser Jorah le hablaba del árbol del que lo había cogido, en un jardín cercano a la muralla oeste.

—Fruta, agua y sombra —dijo Dany, con las mejillas pegajosas por el zumo del melocotón—. Los dioses han sido bondadosos al traernos aquí.

—Deberíamos descansar hasta que recuperemos las fuerzas —insistió el caballero—. Las tierras rojas son crueles con los débiles.

—Mis doncellas dicen que aquí hay espíritus.

—Hay espíritus en todas partes —dijo Ser Jorah con voz amable—. Los llevamos con nosotros adonde quiera que vamos.

«Sí —pensó ella—. Viserys, Khal Drogo, mi hijo Rhaego… siempre están conmigo.»

—Decidme cómo se llama vuestro espíritu, Ser Jorah. A los míos ya los conocéis.

—Se llamaba Lynesse. —El rostro del caballero se había tornado impenetrable.

—¿Vuestra esposa?

—Mi segunda esposa.

«Le duele hablar de ella», advirtió Dany. Pero quería saber la verdad.

—¿Eso es todo lo que me vais a decir de ella? —La piel de león se le resbaló por un hombro, y volvió a ponérsela en su sitio—. ¿Era hermosa?

—Muy hermosa. —Ser Jorah apartó los ojos de su hombro para mirarla a la cara—. La primera vez que la vi me pareció una diosa que hubiera descendido a la tierra, como si la propia Doncella se hubiera hecho carne. Era de cuna mucho más elevada que yo, era la hija pequeña de Lord Leyton Hightower, de Antigua. El Toro Blanco, que comandaba la Guardia Real de vuestro padre, era su tío abuelo. Los Hightower son una familia antigua, muy rica y orgullosa.

—Y leal —dijo Dany—. Recuerdo que Viserys me contó que los Hightower fueron de los pocos que permanecieron fieles a mi padre.

—Así fue —asintió él.

—¿Vuestros padres arreglaron el compromiso?

—No. Nuestro matrimonio… Bueno, es una historia muy larga y aburrida, Alteza. No quisiera importunaros con ella.

—No voy a ninguna parte —dijo Dany—. Por favor.

—Como ordene mi reina. —Ser Jorah frunció el ceño—. Mi hogar… Para comprender el resto tengo que explicaros cómo es. La Isla del Oso es muy bella, pero aislada. Imaginad un paisaje de robles nudosos y pinos altos, espinos en flor, piedras grises cubiertas de musgo y arroyuelos de aguas heladas que se despeñan por las laderas de las montañas. Nuestra casa era de grandes troncos, y estaba rodeada por una empalizada de barro. Aparte de unos cuantos aparceros, los míos vivían en el litoral y se dedicaban a la pesca. La isla está muy al norte, y nuestros inviernos son mucho más terribles de lo que podáis imaginar, khaleesi.

»Pero la isla era suficiente para mí, y nunca me faltaron mujeres. Tuve a muchas hijas de pescadores y aparceros, antes y después de casarme. Contraje matrimonio muy joven, con la esposa que eligió mi padre, una Glover de Bosquespeso. Estuvimos casados diez años, más o menos. Era una mujer de rostro vulgar, pero buena. En cierto modo llegué a quererla, aunque nuestras relaciones eran más deferentes que apasionadas. Tuvo tres abortos mientras trataba de darme un heredero. No llegó a recuperarse del último, y poco después falleció.

—Lo siento mucho —dijo Dany mientras ponía una mano sobre la del hombre y se la apretaba.

Ser Jorah asintió.

—Para entonces mi padre ya había vestido el negro, así que yo era señor de la Isla del Oso por derecho propio. No me faltaron ofertas de matrimonio, pero antes de que pudiera tomar una decisión Lord Balon Greyjoy se rebeló contra el Usurpador, y Ned Stark convocó a sus vasallos para acudir en ayuda de su amigo Robert. La batalla definitiva se libró en Pyke. Cuando las catapultas de Robert abrieron una brecha en los muros del rey Balon, el primero en irrumpir fue un sacerdote de Myr, pero yo lo seguía de cerca. Así me gané el rango de caballero.

»Para celebrar la victoria, Robert ordenó que se organizara un torneo en las afueras de Lannisport. Allí fue donde vi a Lynesse, una doncella que tenía la mitad de mis años. Había llegado de Antigua con su padre para ver a sus hermanos en las justas. No pude apartar los ojos de ella. En un ataque de locura, le pedí una prenda para llevarla durante el torneo, sin atreverme a soñar que me la concedería. Pero lo hizo.

»Soy un buen luchador, khaleesi, aunque los torneos no son lo mío. Pero, con la prenda de Lynesse atada a mi brazo, me transmuté. Gané justa tras justa. Lord Jason Mallister cayó ante mí, así como Bronze Yohn Royce. Ser Ryman Frey, su hermano Ser Hosteen, Lord Whent, el Jabalí, hasta el propio Ser Boros Blount de la Guardia Real. Los desmonté a todos. En el último encuentro, rompí nueve lanzas contra Jaime Lannister, sin resultado. El rey Robert me otorgó a mí el laurel del vencedor. Coroné a Lynesse reina del amor y la belleza, y aquella misma noche fui a hablar con su padre para pedirle su mano. Estaba borracho de vino y de gloria. Por lógica debería haberme respondido con desprecio, pero Lord Leyton aceptó mi oferta. Nos casamos allí mismo, en Lannisport, y durante dos semanas fui el hombre más feliz del mundo.

—¿Sólo dos semanas? —se asombró Dany. «Hasta yo tuve más felicidad con Drogo, que era mi sol y estrellas.»

—Dos semanas fue lo que tardamos en hacer el viaje de vuelta en barco desde Lannisport a la Isla del Oso. Mi hogar supuso una terrible decepción para Lynesse. Era demasiado frío, demasiado húmedo, demasiado lejano, y mi castillo no era más que una cabaña de troncos. No teníamos teatros, ni titiriteros, ni bailes, ni ferias. Podían pasar estaciones enteras sin que viniera un bardo a tocar para nosotros, y en la isla no hay ni siquiera un joyero. Hasta las comidas supusieron un problema. Mi cocinero no sabía hacer gran cosa aparte de guisos y asados, y Lynesse no tardó en hartarse de pescado y venado.

»Yo sólo vivía por sus sonrisas, de manera que envié a buscar un nuevo cocinero a Antigua y un arpista de Lannisport. Orfebres, joyeros, modistas… todo lo que ella quería yo se lo conseguía, pero nunca era suficiente. La Isla del Oso es rica en osos y en árboles, y pobre en todo lo demás. Le hice construir un hermoso barco, y viajamos a Lannisport y a Antigua para asistir a ferias y festivales, incluso llegamos a Braavos, donde me endeudé con los prestamistas. Había conseguido su mano al ganar un torneo, así que por ella participé en otros muchos, pero ya no había magia. Nunca volví a vencer, y cada derrota implicaba la pérdida de otro caballo y otra armadura de justas, que había que rescatar a buen precio, o bien sustituir. No había manera de soportar tantos gastos. Por fin, insistí en que regresáramos a casa, pero las cosas no hicieron más que empeorar. Ya no podía pagar al cocinero y al arpista, y Lynesse se puso como loca cuando le mencioné la posibilidad de empeñar sus joyas.

»En cuanto a qué siguió… hice cosas que me avergüenza recordar. A cambio de oro. Para que Lynesse conservara sus joyas, su arpista y su cocinero. Al final fui yo quien lo perdió todo. Cuando supe que Eddard Stark se encaminaba hacia la Isla del Oso, ni siquiera me quedaba honor suficiente para permanecer allí y enfrentarme a su juicio, de modo que la arrastré conmigo al exilio. No importaba nada, sólo nuestro amor, no paraba de repetirme aquello. Huimos a Lys, donde vendí mi barco a cambio de oro con el que mantenernos.

El dolor hacía que la voz se le cortara. Dany no quería seguir presionándolo, pero tenía que saber cómo terminaba la historia.

—¿Ella murió en Lys? —le preguntó con dulzura.

—Sólo para mí —dijo—. Antes de medio año el oro se había agotado, y tuve que venderme como mercenario. Mientras luchaba contra los braavosi, en el Rhoyne, Lynesse se fue a vivir a la mansión de un príncipe mercader llamado Tregar Ormollen. Me han dicho que ahora es la primera de sus concubinas, y que hasta su esposa la teme.

—¿Y vos la odiáis? —Dany estaba horrorizada.

—Casi tanto como la amo —respondió Ser Jorah—. Os ruego que me disculpéis, mi reina. Me encuentro muy cansado.

Le dio permiso para retirarse, pero cuando estaba levantando el alerón de la tienda para salir, no pudo contenerse y le hizo una última pregunta.

—¿Cómo era de aspecto vuestra Lady Lynesse?

—Pues… —Ser Jorah sonrió con tristeza—. Se parecía un poco a vos, Daenerys. —Hizo una profunda reverencia—. Que durmáis bien, mi reina.

Dany se estremeció y se arrebujó en la piel de león. «Se parecía a mí.» Aquello explicaba muchas cosas que hasta entonces no había comprendido.

«Me quiere —se dijo—. Me ama como la amaba a ella, no como un caballero ama a su reina, sino como un hombre ama a una mujer.» Trató de imaginarse en brazos de Ser Jorah, besándolo, dándole placer, permitiendo que entrara en ella. Fue inútil. En cuanto cerraba los ojos, su rostro se transformaba en el de Drogo.

Khal Drogo había sido su sol y estrellas, el primero, y tal vez debiera ser el último. La maegi Mirri Maz Duur había jurado que jamás daría a luz a un niño vivo, ¿y qué hombre querría una esposa estéril? ¿Y qué hombre soñaría con rivalizar con Drogo, que había muerto sin cortarse jamás el pelo y ahora cabalgaba por las tierras de la noche, seguido por un khalasar de estrellas?

Había notado la añoranza en la voz de Ser Jorah cuando hablaba de su Isla del Oso. «A mí no podrá tenerme, pero algún día le devolveré su hogar y su honor. Eso sí se lo puedo dar.»

No hubo espíritus que turbaran su descanso aquella noche. Soñó con Drogo y con la primera vez que habían montado a caballo juntos, la noche en que se casaron. Sólo que en el sueño no iban a lomos de caballos, sino de dragones.

A la mañana siguiente hizo llamar a sus jinetes de sangre.

—Sangre de mi sangre —dijo a los tres—. Necesito de vosotros. Escoged cada uno tres caballos, los más sanos y fuertes de los que nos quedan. Cargad con tanta agua y alimentos como podáis llevar en vuestras monturas, y partid en mi nombre. Aggo irá hacia el sudoeste, y Rakharo hacia el sur. Jhogo, tú seguirás al shierak qiya hacia el sudeste.

—¿Qué deseas que busquemos, khaleesi? —preguntó Jhogo.

—Lo que haya —respondió Dany—. Buscad otras ciudades, vivas o muertas. Buscad caravanas, personas. Buscad ríos, lagos y el gran mar de sal. Averiguad cuánto erial nos queda por delante y qué hay al otro lado. Cuando partamos de aquí no quiero ir a ciegas de nuevo. Sabré hacia dónde vamos y cómo será el camino.

De modo que partieron entre el suave tintineo de las campanillas de sus cabelleras, mientras Dany se establecía junto con su pequeño grupo de supervivientes en el lugar que dieron en llamar Vaes Tolorro, la Ciudad de los Huesos. Amaneció un día, y otro, y otro. Las mujeres recogían frutas en los jardines de los muertos. Los hombres se ocupaban de sus monturas, arreglaban las sillas, los estribos, las herraduras. Los niños correteaban por los callejones tortuosos y encontraban antiguas monedas de bronce, trocitos de cristal púrpura y vasijas de piedra con asas en forma de serpientes. Una mujer sufrió la picadura de un escorpión, pero sólo ella murió. Los caballos empezaron a engordar. Dany se ocupó en persona de la herida de Ser Jorah, que así comenzó a curarse.

El primero en regresar fue Rakharo. Dijo que, hacia el sur, el erial rojo se extendía hasta terminar en una orilla yerma, junto al agua envenenada. Hasta llegar allí no había visto más que arena, rocas erosionadas por el viento y plantas erizadas de agudas espinas. Juraba que había visto la osamenta de un dragón, tan inmensa que pudo pasar a caballo a través de las enormes mandíbulas negras. Aparte de eso, nada.

Dany lo puso al mando de una docena de los hombres más fuertes y les encargó que levantaran la plaza hasta llegar a la tierra que había abajo. Si entre las piedras del pavimento podía crecer la gramilla, también crecerían otras hierbas si retiraban la piedra. Había pozos suficientes, no les faltaba agua. Con semillas, podrían hacer florecer toda la plaza.

Aggo fue el siguiente. Aseguraba que el sudoeste era un erial yermo. Había encontrado las ruinas de otras dos ciudades, más pequeñas que Vaes Tolorro, pero por lo demás muy semejantes. Una estaba guardada por un cerco de cráneos clavados en lanzas de hierro oxidadas, de modo que no se atrevió a entrar, pero exploró la segunda tanto como pudo. Le mostró a Dany un brazalete de hierro que había encontrado, adornado con un ópalo sin tallar del tamaño del pulgar de la muchacha. También había visto pergaminos, pero estaban secos y quebradizos, y Aggo no los cogió.

Dany le dio las gracias y le encomendó la misión de reparar las puertas. Si en el pasado el enemigo había cruzado el desierto para destruir aquellas ciudades, podía volver de nuevo.

—Y si es así, quiero que estemos preparados —declaró.

Jhogo estuvo ausente tanto tiempo que Dany temió que hubiera muerto, pero por fin, cuando casi había perdido la esperanza, llegó cabalgando procedente del sudeste. Uno de los guardias que Aggo había apostado fue el primero en avistarlo, y Dany corrió a la muralla para verlo. Era verdad. Jhogo se acercaba, pero no viajaba solo. Tras él iban tres desconocidos de atuendos extravagantes, a lomos de unas feas criaturas gibosas más grandes que ningún caballo.

Tiró de las riendas al llegar ante las puertas de la ciudad y alzó la vista hacia Dany, en la muralla.

—¡Sangre de mi sangre! —gritó Jhogo—. He estado en la gran ciudad de Qarth, y he vuelto con tres hombres que querían verte con sus propios ojos.

—Aquí estoy. —Dany escudriñó a los desconocidos—. Miradme, si es lo que queréis… pero antes decidme vuestros nombres.

—Soy Pyat Pree, el gran brujo —dijo el hombre pálido de los labios azules en un dothraki gutural.

—Soy Xaro Xhoan Daxos de los Trece, príncipe mercader de Qarth —dijo el hombre calvo con la nariz enjoyada en el valyrio de las Ciudades Libres.

—Soy Quaithe de la Sombra —dijo la mujer de la máscara lacada en la lengua común de los Siete Reinos—. Hemos venido en busca de dragones.

—No busquéis más —les respondió Daenerys Targaryen—. Los habéis encontrado.

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