La sala principal de Aguasdulces era un lugar muy solitario cuando sólo cenaban allí dos personas. Las sombras más impenetrables parecían cubrir las paredes como tapices. Una de las antorchas se había apagado, con lo que sólo quedaban tres. Catelyn estaba sentada, con la vista clavada en su copa de vino. Le sabía aguado y agrio. Brienne ocupaba una silla frente a ella, al otro lado de la mesa. Entre ambas, el trono elevado de su padre se encontraba vacío, igual que el resto de la estancia. Hasta los criados se habían marchado. Les había dado permiso para ir a unirse a la celebración.
Las murallas de la fortaleza eran gruesas, aun así les llegaban los sonidos amortiguados del jolgorio del patio. Ser Desmond había hecho subir veinte barriles de las bodegas, y el pueblo izaba cuernos de cerveza oscura para celebrar el regreso inminente de Edmure y la conquista del Risco por parte de Robb.
«No puedo culparlos —pensó Catelyn—. No lo saben. Y aunque lo supieran, a ellos ¿qué les importa? No conocieron a mis hijos. No vieron nunca a Bran trepar, ni tuvieron el corazón en la garganta, y el orgullo y el terror tan mezclados que parecían una sola cosa, no oyeron su risa ni sonrieron al ver a Rickon intentar con todas sus fuerzas parecerse a sus hermanos mayores.» Contempló la cena que tenía delante: trucha envuelta en panceta, ensalada de nabiza, hinojo rojo y hierbadulce, guisantes con cebollas y pan recién hecho. Brienne comía metódicamente, como si alimentarse fuera otra tarea que debía cumplir.
«Me he convertido en una mujer amargada —pensó Catelyn—. No disfruto de la comida ni de la bebida; las canciones y las risas me son tan ajenas que desconfío de ellas. Vivo en la tristeza y en la añoranza perpetua. Donde antes tenía el corazón, ahora solamente hay un lugar vacío.»
El sonido que hacía la otra mujer al comer llegó a resultarle intolerable.
—No soy buena compañía, Brienne. Id a tomar parte en la fiesta, si queréis. Bebed un cuerno de cerveza y bailad al son del arpa de Rymund.
—No soy persona de fiestas, mi señora. —Arrancó un trozo de pan negro con aquellas manos enormes y miró los trozos como si se le hubiera olvidado qué eran—. Pero si me lo ordenáis…
Catelyn percibió su incomodidad.
—Pensé que os gustaría estar en compañía más alegre que la que os proporciono yo.
—Estoy bien con vos. —La chica utilizó el pan para mojar en la grasa del tocino en el que se había frito la trucha.
—Esta mañana llegó otro pájaro. —Catelyn no sabía por qué se lo contaba—. El maestre me despertó enseguida. Era su deber, pero no fue un acto de bondad. En absoluto.
No había tenido intención de contárselo a Brienne. No lo sabía nadie más que ella y el maestre Vyman, y había planeado mantenerlo en secreto hasta… hasta…
«¿Hasta qué? Estúpida, ¿acaso será menos cierto si no se lo dices a nadie? Si no lo cuentas, si no hablas de ello, ¿se convertirá en un simple sueño, menos que eso, en una pesadilla apenas recordada? Ah, ojalá fueran tan misericordiosos los dioses…»
—¿Eran noticias de Desembarco del Rey? —preguntó Brienne.
—Qué más habría querido. El pájaro venía del Castillo Cerwyn. Lo enviaba Ser Rodrik, mi castellano. —«Alas negras, palabras negras»—. Ha reunido a tantos hombres como ha podido, y avanza hacia Invernalia para tratar de recuperar la fortaleza. —Qué poco importante parecía todo aquello ya—. Pero dice que… me escribió… me ha dicho… que…
—¿Qué sucede, mi señora? ¿Noticias sobre vuestros hijos varones?
Qué pregunta tan sencilla. Ojalá la respuesta también lo fuera. Cuando Catelyn trató de hablar, los sonidos se le atravesaron en la garganta.
—Ya no tengo más hijo varón que Robb. —Consiguió formular aquellas palabras espantosas sin sollozar, y al menos de eso pudo alegrarse.
—¿Qué decís, mi señora? —Brienne la miraba horrorizada.
—Bran y Rickon trataron de escapar, pero los cogieron en un molino que hay en Agua Bellota. Theon Greyjoy ha clavado sus cabezas en las murallas de Invernalia. Theon Greyjoy, que comió en mi mesa desde que tenía diez años.
«Lo he dicho. Que los dioses me perdonen, lo he dicho, y ahora es verdad.»
El rostro de Brienne no era más que un borrón acuoso. Extendió el brazo por encima de la mesa, pero sus dedos se detuvieron a poca distancia de los de Catelyn, como si temiera que el roce fuera mal recibido.
—No… no sé qué deciros, mi señora. Mi buena señora. Vuestros hijos… ahora están con los dioses.
—¿De veras? —replicó Catelyn con brusquedad—. ¿Qué dios habría permitido que sucediera esto? Rickon no era más que un bebé. ¿Qué hizo para merecer una muerte así? Y Bran… cuando me fui del norte, todavía no había abierto los ojos después de la caída. Tuve que irme antes de que despertara. Ahora ya no volveré a verlo, no volveré a oír su risa. —Mostró a Brienne las palmas de las manos, los dedos—. ¿Sabéis de qué son estas cicatrices? Enviaron a un asesino para que le cortara el cuello a Bran mientras dormía. Mi hijo habría muerto entonces, y yo con él, pero el lobo de Bran le desgarró la garganta. —Hizo una pausa de un instante—. Me imagino que Theon habrá matado también a los lobos. Sí, seguro que sí. Con los lobos huargos vivos mis hijos hubieran estado a salvo. Como Robb con su Viento Gris. Pero mis hijas no tienen lobas ya.
El brusco cambio de tema extrañó a Brienne.
—Vuestras hijas…
—Sansa era una dama ya a los tres años, siempre cortés y esforzándose en agradar. Lo que más le gustaba del mundo eran las historias de caballeros. Los hombres decían siempre que se parecía a mí, pero cuando crezca será una mujer mucho más hermosa de lo que jamás fui yo, se ve de lejos. Solía decir a su doncella que se fuera para peinarla yo misma. Tenía el pelo castaño rojizo, más claro que el mío, tan suave y abundante… reflejaba la luz de las antorchas y brillaba como el cobre.
»Y Arya… Ay, Arya. Los que venían a ver a Ned, si llegaban sin anunciarse, la confundían con un mozo de cuadras. Hay que reconocer que Arya era un problema. Mitad chico y mitad cachorro de lobo. Si le prohibías algo, al instante se convertía en lo que más deseaba en el mundo. Tenía el rostro alargado de Ned, y un pelo castaño en el que parecía que anidaran los pájaros. Yo ya había renunciado a convertirla en una dama. Coleccionaba costras igual que las otras niñas coleccionan muñecas, y decía lo primero que se le pasaba por la cabeza, sin pararse a pensar. Creo que también está muerta. —Al decir aquello sintió como si una mano gigantesca le oprimiera el pecho—. Quiero verlos muertos a todos, Brienne. Primero a Theon Greyjoy, luego a Jaime Lannister, y a Cersei, y al Gnomo, a todos. Pero entonces… mis niñas…
—La reina también tiene una hijita —dijo Brienne con torpeza—. Y sus hijos son de la misma edad que los vuestros. Cuando se entere, quizá… puede que se apiade, y…
—¿Y me devuelva a mis hijas ilesas? —Catelyn sonrió con tristeza—. Sois muy dulce en vuestra inocencia, niña. Ojalá fuera así… pero no. Robb vengará a sus hermanos. El hielo puede ser tan mortífero como el fuego. Hielo se llamaba el espadón de Ned. Era de acero valyrio, con las marcas de las ondulaciones de un millar de plegados, tan afilado que a mí me daba miedo tocarlo. Comparada con Hielo, la espada de Robb es roma como un garrote. No va a resultarle fácil. Cortarle la cabeza a Theon, le costará, lo sé. Los Stark no utilizan verdugos. Ned siempre decía que el hombre que dicta la sentencia debe blandir la espada, pero nunca disfrutó con el cumplimiento de su deber. En cambio yo sí disfrutaría. Y de qué manera. —Se contempló las manos llenas de cicatrices, abrió y cerró los dedos, y luego, muy despacio, alzó la vista—. Le he enviado vino.
—¿Vino? —Brienne estaba desconcertada—. ¿A Robb? ¿O… a Theon Greyjoy?
—Al Matarreyes. —La estratagema le había dado buen resultado con Cleos Frey. «Espero que estés sediento, Jaime. Espero que tengas la garganta seca y cerrada»—. ¿Queréis venir conmigo?
—Estoy a vuestras órdenes, mi señora.
—Bien. —Catelyn se levantó bruscamente—. Quedaos aquí y terminad de cenar tranquila. Enviaré a buscaros más tarde. A medianoche.
—¿Tan tarde, mi señora?
—En las mazmorras no hay ventanas, todas las horas son iguales ahí abajo; y para mí, todas las horas son medianoche.
Las pisadas de Catelyn despertaron ecos al salir de la estancia. Mientras subía hacia las habitaciones de Lord Hoster, oyó los gritos de las celebraciones. «¡Tully!» y «¡Un brindis! ¡Un brindis por el valiente y joven señor!».
«Mi padre no está muerto —habría querido gritarles—. Mis hijos están muertos, pero mi padre aún vive, condenados, y sigue siendo vuestro señor.»
Lord Hoster dormía profundamente.
—Hace poco que le he dado una copa de vino del sueño, mi señora —dijo el maestre Vyman—. Para aliviarle el dolor. No se va a dar cuenta de que estáis aquí.
—No importa —dijo Catelyn. «Está más muerto que vivo, pero aun así está más vivo que mis hijos, mis pobres hijitos.»
—Mi señora, ¿puedo hacer algo por vos? ¿Queréis tal vez una pócima para dormir?
—Gracias, maestre, pero no. No dormiré para aliviar la pena. Bran y Rickon no se lo merecen. Id a uniros a las celebraciones, yo me quedaré un rato con mi padre.
—Como queráis, mi señora. —Vyman hizo una reverencia y salió.
Lord Hoster yacía de espaldas, con la boca abierta, su respiración era apenas un suspiro sibilante. Una de sus manos colgaba por el borde del colchón, una mano pálida y descarnada, frágil, pero la sintió cálida cuando la tocó. Entrelazó los dedos con los suyos y los apretó. «Por mucho que me aferré a él no podré conservarlo aquí —pensó con tristeza—. Tengo que dejarlo marchar.» Pero no conseguía abrir los dedos.
—No tengo a nadie con quien hablar, padre —le dijo—. Rezo, pero los dioses no me responden. —Besó la mano con delicadeza. La piel estaba tibia, translúcida, por debajo de ella se veían las venas azules ramificadas como ríos. Afuera fluían los ríos de verdad, el Forca Roja y el Piedra Caída, y fluirían eternamente, pero los ríos de la mano de su padre no. Esas corrientes no tardarían en detenerse—. Anoche soñé con aquella vez en la que Lysa y yo nos perdimos cuando volvíamos a caballo de Varamar. ¿Te acuerdas? Una niebla muy rara cayó, nos retrasamos y quedamos aisladas del grupo. Todo parecía gris, no veía a un palmo por delante de mi caballo. Nos salimos del camino. Las ramas de los árboles eran como brazos largos y flacos que trataran de agarrarnos al pasar. Lysa se echó a llorar, y cuando yo grité fue como si la niebla engullera todo el sonido. Pero Petyr sabía dónde estábamos, retrocedió a caballo y nos encontró… Pero ahora no va a venir nadie a buscarme. Esta vez tengo que encontrar el camino para nosotros. Y es difícil, es tan difícil…
»No dejo de acordarme del lema de los Stark. El invierno ha llegado, padre. Para mí. Ahora Robb tiene que luchar tanto contra los Greyjoy como contra los Lannister, ¿y por qué? ¿Por una diadema de oro y una silla de hierro? Esta tierra ya ha sangrado bastante. Quiero recuperar a mis hijas, quiero que Robb deje la espada y elija a una hija fea de Walder Frey que lo haga feliz y le dé hijos varones. Quiero recuperar a Bran y a Rickon, quiero… —Catelyn inclinó la cabeza—. Quiero… —dijo una vez más, antes de quedarse sin palabras.
Al cabo de un rato la vela parpadeó y se apagó. La luz de la luna entraba en rayos sesgados por las hendiduras de las contraventanas, para dibujar líneas de plata sobre el rostro de su padre. Catelyn oía el susurro suave de su respiración trabajosa, el rumor incesante de las aguas, los acordes lejanos de una canción de amor que subían desde el patio, tan tristes y dulces a la vez. «Amé a una doncella roja como el otoño —cantaba Rymund—, con el ocaso en el cabello.»
Catelyn no se dio cuenta de cuándo terminó la canción. Habían pasado horas, pero sintió como si sólo hubiera transcurrido un instante antes de que Brienne llegara a la puerta.
—Mi señora —anunció en voz baja—, ya es medianoche.
«Ya es medianoche, padre —pensó—, y tengo que cumplir con mi deber.» Le soltó la mano.
El carcelero era un hombrecillo furtivo, con la nariz llena de venitas rotas. Cuando llegaron junto a él estaba inclinado ante un pichel de cerveza y los restos de una empanada de pichón, y bastante borracho. Las miró con desconfianza, entrecerrando los ojos.
—Perdonadme, mi señora, pero Lord Edmure dice que nadie puede ver al Matarreyes sin su permiso, por escrito y sellado.
—¿Cómo que «Lord» Edmure? ¿Acaso ha muerto mi padre, y yo no me he enterado?
—No, mi señora, que yo sepa no. —El carcelero se humedeció los labios.
—Vais a abrir la celda de inmediato, o subiréis conmigo a las habitaciones de Lord Hoster para explicarle por qué os ha parecido oportuno desobedecerme.
—Como ordene mi señora. —El hombre bajó la vista. Tenía las llaves encadenadas al cinturón de cuero con que se ceñía. Murmuró entre dientes mientras las examinaba una a una, hasta dar con la que abría la puerta de la celda del Matarreyes.
—Vuelve con tu cerveza y déjanos —ordenó. El techo era bajo, y de un gancho colgaba una lámpara de aceite. Catelyn la cogió y subió la llama—. Brienne, encargaos de que nadie me moleste.
Brienne asintió y se situó ante la entrada de la celda, con la mano sobre el pomo de la espada.
—Mi señora me llamará si me necesita.
Catelyn empujó con el hombro la pesada puerta de madera y hierro, y se adentró en una oscuridad fétida. Aquello eran las entrañas de Aguasdulces, y como tales olían. La paja vieja crujió bajo sus pies. Las paredes estaban descoloridas, con manchones de salitre. A través de la piedra se oía el rumor lejano del Piedra Caída. La luz de la lámpara descubrió una cubeta rebosante de excrementos en un rincón, y una forma acurrucada en otro. La jarra de vino estaba junto a la puerta, intacta.
«Adiós a mi plan. Aún tendría que estar agradecida de que el carcelero no se lo bebiera.»
Jaime alzó las manos para cubrirse el rostro, con un movimiento que hizo tintinear las cadenas de sus muñecas.
—Lady Stark —dijo con la voz ronca por la falta de uso—. No estoy en condiciones de recibiros, lo siento.
—Miradme, ser.
—La luz me hace daño en los ojos. Dadme un momento, por favor.
Jaime Lannister no había tenido acceso a una navaja desde la noche en que lo capturaron en el Bosque Susurrante, y el rostro que antes era tan semejante al de la reina aparecía ahora cubierto de una barba descuidada, que brillaba dorada a la luz de la lámpara y le daba el aspecto de una gran bestia amarilla, magnífica incluso estando encadenada. La cabellera sucia le caía hasta los hombros, enmarañada y apelmazada, las ropas se le pudrían sobre el cuerpo, tenía la cara pálida y demacrada… pero, pese a todo, su poder y belleza eran innegables.
—Veo que no os ha gustado el vino que os hice llegar.
—Tan repentina generosidad me resultó en cierto modo sospechosa.
—Puedo haceros decapitar cuando me plazca. ¿Para qué iba a envenenaros?
—La muerte causada por el veneno puede parecer natural. En cambio, sería más difícil alegar que se me cayó la cabeza. —Alzó la vista del suelo, poco a poco, a medida que los felinos ojos verdes se acostumbraban a la luz—. Os invitaría a sentaros, pero vuestro hermano ha olvidado proporcionarme sillas.
—Puedo quedarme de pie.
—¿De veras? La verdad es que tenéis un aspecto espantoso. Aunque puede que sea efecto de la luz. —Estaba encadenado de manos y pies, con los grilletes entrelazados de manera que no podía ponerse de pie ni tenderse cómodo. Los grilletes de los pies estaban fijados al muro con pernos—. ¿Os parece que estos brazaletes pesan ya suficiente, o venís a ponerme unos pocos más? Si queréis los haré tintinear para divertiros.
—Vos mismo os lo habéis buscado —le recordó—. Os proporcionamos la comodidad de una celda en la torre, en atención a vuestro noble linaje. Y nos lo pagasteis tratando de escapar.
—Una celda es siempre una celda. Bajo Roca Casterly hay algunas que hacen que ésta parezca un jardín soleado. Tal vez un día os las muestre.
«Si está asustado, lo disimula muy bien», pensó Catelyn.
—Alguien que está encadenado de pies y manos debería mostrarse más respetuoso con lo que dice, ser. No he venido aquí para que me amenacéis.
—¿No? ¿Habéis venido entonces para que os proporcione placer? Se dice que las viudas acaban por cansarse del lecho desierto. Los miembros de la Guardia Real juramos no contraer matrimonio; aun así podría haceros un favor, si lo precisáis. Servid un poco de vino y quitaos la túnica, a ver qué puedo hacer.
Catelyn lo miró con repugnancia. «¿Ha existido alguna vez un hombre tan hermoso y tan vil como éste?»
—Si hubierais dicho eso en presencia de mi hijo, os habría matado al instante.
—Sólo mientras yo llevara esto. —Jaime Lannister hizo tintinear las cadenas—. Ambos sabemos que el chico tiene miedo de enfrentarse a mí en combate singular.
—Mi hijo es joven, pero si lo tomáis por estúpido cometéis un grave error… y creo recordar que no erais tan propenso a lanzar desafíos cuando teníais un ejército entero para respaldaros.
—¿Los antiguos Reyes del Invierno también se escondían detrás de las faldas de sus madres?
—Empiezo a cansarme de esto, ser. Quiero saber algunas cosas.
—¿Por qué voy a deciros nada?
—Para salvar la vida.
—¿Creéis que temo a la muerte? —La noción por lo visto le resultaba muy divertida.
—Deberíais temerla. Si los dioses son justos, vuestros crímenes os han ganado un lugar de tormento en el más profundo de los siete infiernos.
—¿A qué dioses os referís, Lady Catelyn? ¿Los árboles a los que rezaba vuestro esposo? ¿De qué le sirvieron, cuando mi hermana le cortó la cabeza? —Jaime dejó escapar una risita—. Si hay dioses, ¿por qué el mundo está tan lleno de dolor e injusticia?
—Por culpa de los hombres como vos.
—No hay hombres como yo. Soy único.
«No tiene nada dentro, sólo orgullo, arrogancia y el valor ciego de un demente. Estoy malgastando la saliva. Si alguna vez tuvo una pizca de honor, hace tiempo que lo perdió.»
—Si no queréis hablar conmigo, sea. Bebeos el vino o mead en él, a mí me da igual.
Ya tenía la mano sobre el tirador de la puerta cuando Jaime le habló.
—Lady Stark. —Ella se detuvo y aguardó—. Con tanta humedad, las cosas se oxidan —siguió Jaime—. Hasta la cortesía. Quedaos y os daré vuestras respuestas… a cambio de algo.
«No tiene vergüenza.»
—Los prisioneros no ponen condiciones.
—Ya veréis que las mías son muy modestas. El carcelero no me cuenta nada más que mentiras crueles, y ni siquiera se esfuerza en que sean coherentes. Un día me dice que Cersei ha sido despellejada, y al siguiente que lo ha sido mi padre. Responded a mis preguntas y yo responderé a las vuestras.
—¿Diréis la verdad?
—Ah, ¿queréis oír la verdad? Tened cuidado, mi señora. Tyrion dice que los hombres siempre aseguran estar hambrientos de verdad, pero que cuando se la sirven, pocos encuentran su sabor agradable.
—Soy fuerte, puedo oír cualquier cosa que me digáis.
—Como queráis, pues. Pero antes, si sois tan amable… el vino. Tengo la garganta seca.
Catelyn colgó la lámpara de la puerta y le acercó la copa y la jarra. Jaime paladeó el vino antes de tragarlo.
—Agrio y basto —dijo—, pero me tendré que conformar. —Apoyó la espalda en la pared, se abrazó las rodillas contra el pecho y la miró—. ¿Vuestra primera pregunta, Lady Catelyn?
Catelyn no sabía cuánto podía durar aquel juego, así que no perdió el tiempo.
—¿Sois vos el padre de Joffrey?
—No lo preguntaríais si no supierais la respuesta.
—Quiero oírla de vuestros labios.
—Joffrey es mío —dijo Jaime, encogiéndose de hombros—. Igual que el resto de la prole de Cersei, creo.
—¿Admitís que sois el amante de vuestra hermana?
—Siempre he amado a mi hermana, y ahora me debéis dos respuestas. ¿Vive aún toda mi familia?
—Tengo entendido que Ser Stafford Lannister murió en Cruce de Bueyes.
—El tío Tarugo —dijo Jaime impasible—, como lo llamaba mi hermana. Los que me importan son Cersei y Tyrion, además de mi señor padre.
—Los tres viven. —«Pero no por mucho tiempo, si los dioses son misericordiosos.»
—La siguiente pregunta. —Jaime bebió un poco más de vino.
Catelyn se preguntaba si se atrevería a responder a lo que le iba a preguntar con algo que no fuera una mentira.
—¿Cómo se cayó mi hijo Bran?
—Yo lo tiré por una ventana.
La tranquilidad con que lo dijo la dejó sin palabras un momento. «Si tuviera un cuchillo lo mataría ahora mismo», pensó, hasta que se acordó de sus hijas.
—Erais un caballero —dijo con un nudo doloroso en la garganta—. Habíais jurado proteger a los débiles y a los inocentes.
—El chico era débil, pero yo no diría tanto como inocente. Nos estaba espiando.
—Bran jamás espiaría a nadie.
—Entonces echadles la culpa a vuestros queridos dioses, que llevaron al niño a aquella ventana y le dejaron ver lo que jamás debió ver.
—¿Que eche la culpa a los dioses? —repitió, incrédula—. Vuestra fue la mano que lo tiró. Queríais matarlo.
Las cadenas de Jaime tintinearon.
—No suelo tirar a los niños desde lo alto de una torre para que mejore su salud. Sí, quería matarlo.
—Y al ver que no había muerto, supisteis que corríais más peligro que nunca, de manera que entregasteis a un asesino una bolsa de plata para que se encargara de que Bran no despertara jamás.
—¿De veras? —Jaime alzó la copa y bebió un largo trago—. No niego que se me pasó por la cabeza, pero vos estabais con el crío día y noche, el maestre y Lord Eddard lo visitaban con frecuencia, estaban los guardias, y hasta esos condenados lobos huargos… Habría tenido que matar a media Invernalia. ¿Y para qué molestarme, si parecía que el chico se iba a morir sin ayuda?
—Si me mentís, se acabó. —Catelyn le mostró las manos, con las cicatrices en los dedos y en las palmas—. El hombre que fue a cortarle el cuello a Bran me hizo estas heridas. ¿Juráis que no tuvisteis nada que ver?
—Por mi honor de Lannister.
—Vuestro honor de Lannister vale menos que esto. —Dio una patada al cubo de excrementos y lo volcó. Un lodo marrón se extendió por el suelo de la celda y empapó la paja. Jaime Lannister se alejó tanto como le permitieron sus cadenas.
—Puede que mi honor sea una mierda, no lo niego, pero jamás he pagado a nadie para que matara en mi nombre. Pensad lo que gustéis, Lady Stark, pero si hubiera querido ver muerto a vuestro Bran lo habría matado yo mismo.
«Dioses misericordiosos, está diciendo la verdad.»
—Si no enviasteis vos al asesino, entonces fue vuestra hermana.
—Me habría enterado. Cersei no tiene secretos para mí.
—Entonces fue el Gnomo.
—Tyrion es tan inocente como vuestro Bran. Él no anda trepando por ahí, espiando a los demás.
—¿Y cómo es que el asesino tenía su daga?
—¿Qué daga?
—Una larga. —Separó las manos para mostrar su longitud—. Sencilla, pero de buena factura, con la hoja de acero valyrio y el puño de huesodragón. Vuestro hermano se la ganó a Lord Baelish en el torneo del día del nombre del príncipe Joffrey.
Lannister se sirvió vino, lo bebió, se sirvió más y miró la copa.
—Increíble, este vino mejora a medida que lo bebo. Ahora que describís esa daga, me parece que la recuerdo. ¿Decís que la ganó? ¿Cómo?
—Apostó por vos cuando os enfrentasteis al Caballero de las Flores. —Pero, mientras lo decía, Catelyn comprendió que se había equivocado—. No… ¿fue al revés?
—Tyrion siempre apuesta por mí en las justas —replicó Jaime—, pero aquel día Ser Loras me derribó. Pura mala suerte, no supe valorar al chico, pero eso no viene al caso. Fuera lo que fuera lo que apostó mi hermano, lo perdió. Aunque sí es cierto que aquella daga cambió de manos. Robert me la enseñó aquella noche, en el banquete. A Su Alteza le gustaba hurgarme en las heridas siempre que estaba borracho. ¿Y cuándo no lo estaba?
Catelyn recordó que Tyrion Lannister le había dicho aquello mismo mientras cabalgaban por las Montañas de la Luna. Ella se había negado a creerlo. Petyr le había jurado lo contrario. Petyr, el que fuera como un hermano para ella; Petyr, que la amaba tanto que se batió en duelo para conseguir su mano… pero, si tanto Jaime como Tyrion contaban lo mismo, ¿qué podía significar aquello? Los hermanos no se habían visto desde que salieron de Invernalia, hacía ya más de un año. Tenía que haber alguna trampa.
—¿Acaso intentáis engañarme?
—He admitido que tiré por una ventana a vuestro adorado mocoso, ¿qué gano con mentir acerca de la daga? —Se sirvió otra copa de vino—. Podéis creer lo que os dé la gana, no me importa lo que digan de mí. Y es mi turno. ¿Los hermanos de Robert se han puesto en pie de guerra?
—Sí.
—Qué respuesta tan miserable. Decidme algo más, o la próxima que os dé será igual de escueta.
—Stannis avanza hacia Desembarco del Rey —dijo de mala gana—. Renly ha muerto, su hermano lo asesinó en Puenteamargo, mediante artes oscuras que no alcanzo a comprender.
—Lástima —dijo Jaime—. Renly me caía bien, todo lo contrario que Stannis. ¿En qué bando están los Tyrell?
—Al principio en el de Renly, ahora no lo sé.
—Vuestro chico se debe de sentir muy solo.
—Robb cumplió dieciséis años hace unos días. Es un hombre, y además el rey. Ha ganado todas las batallas en las que ha tomado parte. Según las últimas noticias que hemos recibido, les ha arrebatado el Risco a los occidentales.
—Todavía no se ha enfrentado a mi padre, ¿verdad?
—Cuando se enfrente a él lo derrotará, como hizo con vos.
—Me cogió desprevenido. Fue un truco cobarde.
—¿Cómo os atrevéis a hablar de trucos? Vuestro hermano Tyrion envió a asesinos disfrazados de emisarios, bajo un estandarte de paz.
—Si el que estuviera en esta celda fuera uno de vuestros hijos, ¿acaso sus hermanos no harían lo mismo por él?
«Mi hijo no tiene hermanos», pensó. Pero no quería compartir su dolor con semejante criatura.
Jaime bebió otro trago de vino.
—Qué importa la vida de un hermano cuando el honor está en juego, ¿eh? —Un sorbo más—. Tyrion es inteligente, sabe que vuestro hijo jamás accederá a pedir un rescate por mí.
Catelyn no pudo negarlo.
—Los vasallos de Robb prefieren que os mate. Sobre todo Rickard Karstark. En el Bosque Susurrante matasteis a dos de sus hijos.
—Los dos con los rayos de sol color blanco, ¿no? —Jaime se encogió de hombros—. Si queréis que os diga la verdad, al que quería matar era a vuestro hijo. Los otros se interpusieron en mi camino. Los maté en combate justo, en el fragor de la batalla. Cualquier otro caballero habría hecho lo mismo.
—¿Cómo es posible que os sigáis considerando un caballero, después de haber violado todos los votos y juramentos?
—Tantos votos… —Jaime cogió la jarra para volver a llenarse la copa—. Te obligan a jurar, y a jurar… Defenderás al rey. Obedecerás al rey. Guardarás los secretos del rey. Harás su voluntad. Darás la vida por él. Pero obedecerás a tu padre. Amarás a tu hermana. Protegerás al inocente. Defenderás al débil. Respetarás a los dioses. Obedecerás las leyes. Es demasiado. No importa qué se haga, siempre se viola un juramento u otro. —Bebió un buen trago de vino y cerró los ojos un instante, con la cabeza apoyada en la pared, sobre una mancha de salitre—. Fui el más joven en vestir la capa blanca.
—Y el más joven en traicionar todo lo que significaba, Matarreyes.
—Matarreyes —pronunció él con deleite—. ¡Y menudo era el rey que maté! —Alzó la copa—. Por Aerys Targaryen, el segundo de su nombre, señor de los Siete Reinos y «protector» del reino. Y por la espada que le abrió la garganta. Una espada dorada, por cierto, hasta que su sangre tiñó de rojo la hoja. Ésos son los colores de los Lannister, el rojo y el oro.
Se echó a reír, y Catelyn comprendió que el vino había surtido efecto; Jaime se había bebido la mayor parte de la jarra, y estaba borracho.
—Únicamente un hombre como vos se enorgullecería de semejante acción.
—Ya os lo he dicho, no hay hombres como yo. Decidme una cosa, Lady Stark, ¿os contó Ned en alguna ocasión cómo había muerto su padre? ¿Y su hermano?
—Estrangularon a Brandon delante de su padre, y luego mataron también a Lord Rickard. —Era una historia ingrata, y de hacía ya dieciséis años. ¿Por qué le preguntaba por aquello?
—Sí, lo mataron, pero… ¿cómo?
—Con la cuerda o con el hacha, me imagino.
—No me cabe duda de que Ned prefirió ahorrarle los detalles a su dulce aunque no muy virginal prometida. —Jaime bebió un sorbo y se limpió la boca—. Queríais la verdad, ¿no? Preguntadme. Hemos hecho un trato, no puedo negaros nada. Preguntadme.
—La muerte es la muerte. —«No quiero saber nada de eso.»
—Brandon era diferente de su hermano, ¿eh? Tenía sangre en las venas, en lugar de agua fría. Más parecido a mí.
—Brandon no se parecía en nada a vos.
—Si vos lo decís… Ibais a casaros con él.
—Él venía de camino a Aguasdulces cuando… —Era extraño, pese a todos los años transcurridos seguía sintiendo un nudo en la garganta al recordarlo—. Cuando se enteró de lo de Lyanna, cambió de dirección y fue hacia Desembarco del Rey. Fue una temeridad. —Le vino a la memoria la rabia de su padre cuando la noticia llegó a Aguasdulces. Llamó a Brandon «idiota galante».
—Cabalgó hasta la Fortaleza Roja con unos cuantos acompañantes, y empezó a gritar al príncipe Rhaegar que saliera para matarlo. —Jaime se sirvió la última media copa de vino—. Pero Rhaegar no se encontraba allí. Aerys envió a sus guardias para arrestarlos a todos por conspirar para matar a su hijo. Creo que los demás también eran hijos de señores.
—Ethan Glover era el escudero de Brandon —dijo Catelyn—. Fue el único superviviente. Los demás eran Jeffory Mallister, Kyle Royce y Elbert Arryn, el sobrino y heredero de Jon Arryn. —Era extraño que todavía recordara aquellos nombres, después de tanto tiempo—. Aerys los acusó de traición y convocó a sus padres a la corte para que respondieran de los cargos, con los hijos como rehenes. Cuando llegaron, los asesinó sin juicio previo. Tanto a los padres como a los hijos.
—Sí que hubo juicios, aunque no de los tradicionales. Lord Rickard exigió un juicio por combate, y el rey accedió a su petición. Stark se armó para la batalla pensando que se enfrentaría a un miembro de la Guardia Real. Tal vez a mí. En lugar de eso, lo llevaron a la sala del trono y lo suspendieron de las vigas mientras dos de los piromantes de Aerys atizaban una hoguera debajo de él. El rey le dijo que el campeón de la Casa Targaryen era el fuego. Así que lo único que tenía que hacer Lord Rickard para demostrar que era inocente del cargo de traición era… no quemarse.
»Cuando el fuego estuvo en su apogeo hicieron entrar a Brandon. Tenía las manos encadenadas a la espalda, y en torno al cuello una tira de cuero húmedo, atada a un dispositivo que el rey había traído de Tyrosh. Pero le dejaron libres las piernas, y le pusieron la espada en el suelo, justo fuera de su alcance.
»Los piromantes asaron a Lord Rickard a fuego lento, atizaban el fuego y lo aventaban para que el calor fuera homogéneo. Lo primero que prendió fue la capa, luego el jubón y pronto no vistió nada más que metal y cenizas. A continuación empezaría a cocerse, dijo Aerys… a menos que su hijo pudiera liberarlo. Brandon lo intentó, pero cuanto más se debatía, más le apretaba la tira la garganta. Al final, se estranguló solo.
»En cuanto a Lord Rickard, el acero de su coraza se puso de color rojo cereza al final y el oro de las espuelas se fundió y cayó goteando al fuego. Yo estuve todo el tiempo al pie del Trono de Hierro, con mi armadura blanca y mi capa blanca, pensando en Cersei. Cuando todo terminó, Gerold Hightower me llevó aparte y me dijo que mi juramento era proteger al rey, no juzgarlo. Sí, eso fue lo que me dijo el Toro Blanco, leal hasta el último momento y, según todo el mundo, mucho mejor hombre que yo.
—Aerys… —Catelyn sentía sabor a hiel en la garganta. La historia era tan horrenda que probablemente fuera verdad—. Aerys estaba loco, el reino entero lo sabía. Pero si queréis hacerme creer que lo matasteis para vengar a Brandon Stark…
—No pretendo haceros creer tal cosa, los Stark no significan nada para mí, y resultaría muy extraño que una persona me apreciara por un favor que no le hice, cuando tantos me detestan por lo mejor que he hecho nunca. En la coronación de Robert, me vi obligado a arrodillarme a sus regios pies junto al Gran Maestre Pycelle y al eunuco Varys, para que pudiera «perdonarnos» por los crímenes que habíamos cometido antes de entrar a su servicio. En cuanto a vuestro querido Ned, tendría que haber besado la mano que mató a Aerys, pero en lugar de eso prefirió fruncir el ceño cuando me encontró con el culo sobre el trono de Robert. Creo que Ned Stark quería más a Robert que a su hermano o a su padre… o incluso que a vos, mi señora. A Robert nunca le fue infiel, ¿verdad? —Jaime soltó una risotada ebria—. Vamos, Lady Stark, ¿no os parece gracioso?
—No encuentro gracioso nada que venga de vos, Matarreyes.
—Otra vez me estáis insultando. ¿Pues sabéis qué? Ya no voy a follaros. Meñique se me adelantó, ¿no? Y yo nunca como en el plato de otro. Además, no sois ni la mitad de bella que mi hermana. —Su sonrisa cortaba—. Nunca me he acostado con una mujer que no fuera Cersei. A mi manera, he sido más fiel de lo que jamás lo fue vuestro querido Ned. Pobre Ned, qué muerto está ahora. Decidme, ¿quién tiene un honor de mierda? ¿Cómo se llamaba el chico que tuvo con otra, el bastardo?
—¡Brienne! —llamó Catelyn retrocediendo un paso.
—No, no, no era así. —Jaime Lannister se llevó la jarra a la boca. Un reguerillo de vino, brillante como la sangre, le corrió por la cara—. Nieve, se llamaba Nieve. Qué nombre tan blanco… como esas capas tan bonitas que nos dan en la Guardia Real, cuando hacemos esos juramentos tan bonitos.
Brienne abrió la puerta y entró en la celda.
—¿Me habéis llamado, mi señora?
Catelyn tendió la mano.
—Dadme vuestra espada.