36

A medianoche ya se habían marchado todos los periodistas, bien cargados de vino añejo, entrantes caros y todas las mentiras de mi tía. Pero Andais lo había preparado con estilo. Se había vestido con un traje chaqueta negro sin blusa, marcando la línea de su escote. Estaba ilusionada por el hecho de que yo estuviera de nuevo en casa, contenta de que por fin hubiera decidido sentar la cabeza con algunos sidhe afortunados. También se sentía entristecida por la traición de Griffin. Un reportero le había preguntado sobre el pretendido afrodisíaco feérico que había estado a punto de causar una revuelta en una comisarla de policía de Los Ángeles. Andais aseguró no tener conocimiento de él, y no estaba dispuesta a que nadie más contestara a las preguntas. No estoy segura de que confiara en lo que yo pudiera decir. Los hombres formaban parte de la decoración y nunca llegaron a hablar.

Cel se sentó a su derecha, y yo me senté a su izquierda. Nos sonreímos mutuamente. Los tres posamos para las fotos. Él con su traje monocromo de diseño, negro sobre negro; yo con un vestido también negro y una chaquetilla con cientos de cuentas de azabache, Andais con su traje chaqueta. Parecía que fuéramos a un funeral muy elegante. Si alguna vez consigo ser reina, daré a la corte otras tonalidades. Lo que sea, excepto negro.

La corte estaba muy tranquila esa noche. Cel había sido conducido a otro lugar para ser preparado para el castigo. La reina había recogido a Doyle y a Frost en sus habitaciones para que le presentasen sus informes. Galen cojeaba al concluir la conferencia de prensa, de manera que Fflur se lo había llevado para ponerle una pomada que acelerara su curación. Quedaron Rhys, Kitto y Pasco, para protegerme. Pasco había llegado al hotel la noche anterior, pero había dormido en la segunda habitación. Su largo cabello de color rosa le caía hasta las rodillas en una cortina pálida. Sin duda, el negro no le favorecía. Le daba a su piel una tonalidad púrpura y su cabello se veía prácticamente marrón. Con los colores adecuados, Pasco centelleaba, pero no esa noche. El negro le sentaba mejor a Rhys, pero lo que más sobresalía era la camisa azul, del color de sus ojos, que la reina le permitía llevar.

Rhys y Pasco caminaban detrás de mí como buenos guardaespaldas. Kitto permanecía a mi lado como un perro fiel. No se le había permitido colocarse ante las cámaras durante la conferencia de prensa. El prejuicio sobre los trasgos es notable en las cortes. Kitto era el único a quien se le había permitido conservar los vaqueros y la camiseta. Esa noche nos quedaríamos en la corte porque era la única zona sin prensa en cien kilómetros a la redonda. Nadie rompería las ventanas de la reina ni tomaría fotos en aquel promontorio de los elfos.

Intentaba encontrar mis antiguas habitaciones, pero había una puerta en medio del pasillo, una gran puerta de madera y bronce. Detrás de la puerta se encontraba el Abismo de la Desesperación. La última vez que había visto esa sala había sido cerca del Salón de la Mortalidad; es decir, la cámara de torturas. Se decía que el Abismo no tenía fondo, lo cual era imposible si hubiese sido puramente físico, pero no era puramente físico. Uno de nuestros peores castigos era ser arrojado al Abismo y caer por él eternamente, sin envejecer nunca, sin morir nunca, atrapado en una caída libre por toda la eternidad.

Me detuve en medio del pasillo, dejando que Pasco y Rhys me alcanzaran. Kitto se colocó a un lado, en un movimiento instintivo para situarse lejos del alcance de Rhys. Rhys no le había puesto la mano encima, se había limitado a mirarlo, pero viera lo que viese Kitto en aquel único ojo azul sobre azul, la verdad es que le asustaba.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Rhys.

– ¿Qué hace esto aquí?

Rhys examinó la puerta, frunciendo el entrecejo.

– Es la puerta del Abismo.

– Exacto. Debería estar tres tramos de escalera más abajo, como mínimo. ¿Qué hace en el piso principal?

– Lo dices como si el sithen funcionara con lógica -intervino Pasco-. El sithen ha decidido colocar el Abismo en el piso superior. Otras veces hace reestructuraciones más importantes.

Miré a Rhys y éste asintió.

– Sí, a veces.

– ¿Qué quieres decir con a veces? -pregunté.

– Cada milenio, más o menos -aclaró Rhys.

– Me gusta tratar con gente cuya noción de a veces es cada mil años -dije.

Pasco puso la mano sobre el picaporte de bronce de la puerta.

– Permíteme, princesa.

La puerta se abrió lentamente, demostrando sin lugar a dudas que se trataba de una puerta muy pesada. Pasco era como la mayoría de los de la corte, en el sentido de que habría podido levantar una casa si hubiese encontrado el punto de apoyo adecuado. Sin embargo, abría esa puerta como si pesara mucho.

La sala era completamente gris, parecía que las luces que había en el resto del sithen no funcionaran bien allí. Entré en la oscuridad con Kitto pegado a los talones, manteniéndose apartado de Rhys, como un perro temeroso de que le suelten una patada. La estancia era tal como la recordaba. Un enorme cuarto de piedra con un agujero redondo en el centro del suelo y una pequeña verja alrededor de él, una verja hecha de huesos y alambre de plata, y magia. La verja brillaba con su propio encanto. Algunos decían que estaba hechizada para evitar que el Abismo se desbordara por el suelo y se tragase el mundo. La verja estaba hechizada para impedir que la gente saltara sobre ella, para que nadie se suicidara o cayera accidentalmente. Sólo había una manera de saltar la verja, y era que te tirasen.

Observé con atención la gran colección de huesos brillantes, y Kitto se agarró a mi mano como un niño temeroso de cruzar la calle solo. Había otra puerta al otro extremo de la sala, y nos encaminamos a ella. Se oía el eco de mis tacones en la enorme estancia. La puerta de detrás se cerró tan estrepitosamente que no pude por menos que saltar. Kitto me cogió la mano para obligarme a avanzar más deprisa hacia la salida. No necesitaba ningún tipo de incentivo para darme prisa, pero no pensaba correr con aquellos tacones. Me había curado de una torcedura de tobillo, y con una bastaba.

Vi algo con el rabillo del ojo al lado del Abismo que se abría delante de nosotros, un rastro de movimiento. Al mismo tiempo percibí un pequeño sonido detrás de mí. Me volví hacia el lugar de donde había llegado el ruido.

Rhys estaba arrodillado, con las manos caídas a los costados y una expresión de perplejidad. Pasco estaba de pie a su lado, con un cuchillo manchado de sangre en la mano. Rhys caía muy despacio hacia adelante, aterrizando pesadamente, con las manos todavía en los costados y abriendo y cerrando la boca como un pez fuera del agua.

Corrí hacia allí, con Kitto a mi lado, pero sabía que era demasiado tarde. A1 otro lado de la habitación pareció abrirse una cortina invisible para mostrar a Rozenwyn y a Siobhan. Las dos mujeres se dividieron la habitación: una avanzó hacia la izquierda y la otra hacia la derecha, con objeto de rodearme. Siobhan totalmente pálida y fantasmagórica, y Rozenwyn totalmente de rosa y lavanda. Una alta, otra baja, tan distintas, y sin embargo se movían como dos piezas de un todo.

Puse la espalda contra la pared, y Kitto se acurrucó detrás de mí, como si intentara hacerse más pequeño y más invisible.

– Rhys no está muerto. Ni siquiera una herida en el corazón lo mataría -dije.

– Pero sí un viaje al Abismo -dijo Pasco.

– Supongo que ése es también mi destino -dije, y mi voz sonó muy calmada. La cabeza me iba a toda velocidad, pero conservaba la calma en la voz.

– Primero te mataremos -dijo Siobhan- y después te tiraremos.

– Gracias, qué delicado por vuestra parte pensar en matarme antes.

– Podríamos dejarte morir de sed mientras caes -dijo Rozenwyn-. Como quieras.

– ¿Hay una tercera posibilidad? -pregunté. -Desgraciadamente, creo que no -dijo Siobhan, y el silbido de su voz hacía eco en la habitación, como si perteneciera a ese lugar.

Ambas estaban rodeando la verja y se acercaban a mí. Pasco permanecía junto al cuerpo jadeante de Rhys. Yo llevaba las dos navajas, pero ellas tenían espadas. Estaba peor armada y a punto de quedar rodeada.

– ¿Me tenéis tanto miedo que venís tres para matarme? Rozenwyn casi me mató. Todavía llevo la marca de su mano en las costillas.

Rozenwyn sacudió la cabeza.

– No, Meredith, no nos convencerás para que nos batamos en duelo. Nos dieron órdenes estrictas de matarte, sin juegos, independientemente de lo divertidos que pudieran resultar.

Kitto se había tirado al suelo, acurrucado junto a mi pierna.

– ¿Qué le harás a Kitto?

– El trasgo acompañará a Rhys al Abismo -dijo Siobhan.

Saqué una de las navajas y se pusieron a reír. Entonces convoqué el poder a la otra mano, convoqué deliberadamente la mano de carne por primera vez. Esperaba que me doliera, pero no me dolió. El poder se movía por mi interior como agua pesada: delicado, vivo, haciéndome cosquillas en la piel, en la mano.

Las dos mujeres sabían que había convocado algo de magia, porque se miraron mutuamente. Hubo un momento de vacilación, y después se volvieron a poner en marcha. Estaban a unos tres metros cuando Kitto se lanzó sobre Siobhan como un leopardo. Ella lo atravesó con su espada. La hoja salió por el otro lado, pero no afectó ninguna parte vital, y el trasgo se montó sobre ella para arañarla y morderla, luchando como un pequeño animal.

Rozenwyn se abalanzó sobre mí, con la espada levantada, pero yo la estaba esperando y me tiré al suelo. Sentí la ráfaga de aire que provocó el rápido movimiento de la espada. Me lancé hacia su pierna y conseguí tocarle el tobillo lo suficiente para hacerla caer. Para hacer lo que le había hecho a Nerys, tenía que golpearle en el esternón, pero Rozenwyn nunca me daría la oportunidad de darle un golpe ahí.

Cayó al suelo, gritando, mirando cómo se le marchitaba aquella pierna larga y bella, cómo los huesos afloraban y la carne se despegaba. Le clavé la navaja en la garganta, no para matarla sino para distraerla. Le arrebaté la espada de su mano, debilitada de pronto. Oí a Pasco corriendo detrás de mí. Me puse de rodillas, luchando contra la necesidad de mirar hacia atrás, pero no había tiempo. Sentí que su filo me pasaba por encima de la cabeza, y volví a levantar la espada de Rozenwyn, buscando desesperadamente su cuerpo y encontrándolo. La espada se clavó profundamente en su cuerpo y pronuncié una rápida plegaria mientras se la sacaba. El peso de su propio cuerpo hizo que la espada se le clavara hasta la empuñadura, mientras surgían sonidos húmedos desde el fondo de su garganta. Entonces, sucedió algo inesperado. Pasco se arrimó a la pierna herida de su hermana y la carne se fue esparciendo por su cara. No tuvo tiempo de gritar antes de que la carne de su hermana cubriera la suya. Su cuerpo empezó a fundirse en el de ella. Sus manos golpearon el suelo mientras su cabeza se hundía en el montón de carne en el que se había convertido el cuerpo de su hermana de cintura para abajo.

Rozenwyn se sacó mi navaja de la garganta. La herida se curó al instante y ella empezó a gritar. Dirigió hacia mí una mano de un color rosa lavanda.

– ¡Meredith, princesa, no lo hagas, te lo suplico!

Me apoyé en la pared, mirando, porque no lo podía parar. No sabía cómo. Había sido un accidente. Eran gemelos, habían compartido un útero en su día, y ésta podía ser la causa. Un accidente lamentable, en cualquier caso. Si hubiera tenido alguna clave sobre por dónde empezar, habría intentado pararlo. Nadie se merecía algo así.

Aparté la vista del horror de ver a Rozenwyn y a su hermano convirtiéndose en una sola persona, y vi a Siobhan y a Kitto. Siobhan estaba llena de sangre, arañada y mordida, pero no tenía ninguna herida de importancia. Eso sí, estaba de rodillas, con la espada en el suelo delante de ella. Me entregaba el arma a mí. Kitto yacía jadeante a su lado y el agujero de su pecho ya empezaba a cerrarse. Podría haberme matado mientras miraba cómo se fundían Rozenwyn y Pasco, pero Siobhan, que era el objeto de las pesadillas, observaba con un horror no disimulado cómo la carne rosa y púrpura consumía a los dos sidhe. Estaba demasiado asustada para correr el riesgo de acercarse lo suficiente para asestarme un golpe mortal. Tenía miedo… de mí.

La cara de Rozenwyn fue lo último en deshacerse. Gritaba, como si intentara mantenerse a flote en arenas movedizas, pero el poder se la tragó y sólo quedó una masa de carne y órganos latiendo en el suelo de piedra. Se podían oír sus gritos, dos voces esta vez, dos voces en una trampa. El pulso me golpeaba en los oídos hasta que sólo pude oír y saborear mi horror ante aquella visión. No era sólo Siobhan quien tenía miedo.

Rhys se incorporó a duras penas, blandiendo su espada. Entonces, se arrodilló a mi lado, mirando aquella cosa que estaba en el suelo.

– Que Dios nos proteja.

No pude hacer otra cosa que asentir. Pero finalmente recuperé la voz, un ronco susurro:

– Desarma a Siobhan, y después mata a esta cosa.

– ¿Cómo? -preguntó.

– Trocéala, Rhys, trocéala hasta que deje de moverse.

Miré la espada de Rozenwyn. Era una espada fabricada para su mano, con una empuñadura con joyas que representaban flores. Me dirigí a la puerta de al lado con la espada en la mano.

– ¿Dónde vas? -preguntó Rhys.

– Tengo que entregar un mensaje.

La inmensa puerta de bronce se abrió delante de mí como si estuviera movida por una mano enorme. Pasé y la cerré detrás de mí. El sithen susurraba en torno a mí. Quería encontrar a Cel.

Estaba desnudo, encadenado al suelo de la habitación oscura. Ezekial, nuestro torturador, estaba allí, con guantes quirúrgicos en las manos y una botella de Lágrimas de Branwyn. La tortura todavía no había empezado, lo cual significaba que los tres meses todavía no habían empezado, con lo cual no podía exigir la vida de Cel.

La reina fue la primera en verme, y sus ojos se fijaron en la espada que blandía. Doyle y Frost estaban con ella, testigos de la vergüenza de su hijo.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Andais.

Coloqué la espada en el pecho desnudo de Cel. La reconoció: pude verlo en sus ojos.

– Te hubiera traído una oreja de Rozenwyn y Pasco, pero no les queda ninguna.

– ¿Qué les has hecho? -murmuró.

Levanté la mano izquierda, justo por encima de su cuerpo. La reina dijo:

– Meredith, no, no puedes.

– Compartieron un útero en su día, ahora comparten la carne. ¿Debería tirarles por el Abismo donde tú querías arrojar a Rhys y a Kitto? ¿Debería dejarles caer para siempre como una bola de carne vibrante?

Me miró, y percibí el miedo debajo de aquella máscara de malicia.

– No sabía que harían algo así. No les envié yo.

Me detuve e indiqué a Ezekial que se acercara.

– Empieza.

Ezekial buscó con la mirada el permiso de la reina, luego se arrodilló junto al cuerpo de Cel y empezó a cubrirlo de aceite.

Me volví hacia Andais.

– Por lo que ha hecho quiero que permanezca aquí solo durante seis meses, la sentencia completa.

Andais empezó a discutir, pero Doyle dijo:

– Majestad, tienes que empezar a tratarle como se merece.

Asintió.

– Seis meses, doy mi juramento.

– Madre, ¡no, no!

– Cuando estés, Ezekial, sella la habitación. -Y se fue mientras Cel seguía gritando.

Vi a Ezekial cubriéndole con el aceite, observé cómo su cuerpo revivía con estas caricias. Frost y Doyle me flanqueaban. Cel me miraba, y su cara decía claramente que pensaba en mí de una manera muy poco adecuada a un primo.

– Sólo pensaba matarte, Meredith, pero no ahora. Cuando salga de aquí, te follaré, te follaré hasta que tengas un hijo mío. El trono será mío, aunque tenga que conseguirlo a través de tu cuerpo blanco como la nieve.

– Si te me vuelves a acercar, Cel, te mataré.

Dicho esto, me di la vuelta y salí. Doyle y Frost caminaban detrás de mí y a ambos lados, como buenos guardaespaldas. La voz de Cel nos seguía por el pasillo. Estaba pronunciando mi nombre a gritos:

– ¡Merry Merry! -exclamaba cada vez con más desesperación.

Cuando ya estaba muy lejos para poder oírle, sus gritos seguían resonando en mis oídos.

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