26

El camino de piedra se acabó abruptamente en la hierba. El camino, igual que los senderos, terminaban poco antes de cualquier loma. Estábamos al extremo del camino y no había más que hierba más allá. Hierba pisoteada por muchos pies, pero pisoteada de forma regular, sin ninguna parte más transitada que otra. Antaño nos habían llamado «los escondidos». Por más que fuéramos una atracción turística, no es fácil que desaparezcan los antiguos hábitos.

A veces hay observadores de elfos con binoculares fuera de la zona, y no ven nada durante días y noches. Si alguien estaba mirando en la fría oscuridad, podría ver «algo».

No intenté encontrar la entrada. Doyle me llevaría a ella sin ningún esfuerzo por mi parte. La puerta daba vueltas siguiendo un ritmo propio, o quizás el ritmo de la reina. Fuera lo que fuese lo que la hacía mover, a veces la puerta daba al camino, y otras no. Cuando era adolescente y quería escaparme de noche y regresar tarde, tenía que confiar en que no moviesen la puerta durante mi ausencia. La pequeña magia precisa para buscar la apertura alertaría a los guardias del interior, y el juego, como dirían ellos, habría terminado. Más de una vez había pensado, de adolescente, que esta condenada puerta se movía por su cuenta.

Doyle entró en la zona de hierba. Mis tacones se hundieron en la tierra blanda, y me vi obligada a caminar casi de puntillas para evitar que se ensuciaran. Me resultaba difícil caminar con la cartuchera del tobillo. Di gracias por no haber elegido tacones más altos.

A medida que Doyle me conducía más lejos de la avenida y de las luces fantasmagóricas, la oscuridad se iba haciendo todavía más densa. Las luces de la avenida eran tenues, pero cualquier luz da peso y sustancia a la oscuridad. Me apoyaba cada vez con más fuerza en el brazo de Doyle a medida que dejábamos la luz atrás y nos adentrábamos en una noche oscura, aunque estrellada.

Doyle debió advertirlo porque preguntó:

– ¿Quieres una luz?

– Puedo invocar mi propio fuego fatuo, muchas gracias. Mis ojos se ajustarán en un momento.

Se encogió de hombros, y yo lo percibí en el leve movimiento de su brazo.

– Como quieras. -Su voz había retomado su tono neutral habitual. O bien tenía problemas en encontrar un término medio, o era el peso del hábito. Yo apostaba por esto último.

Cuando Doyle se detuvo en mitad de la loma, mis ojos ya se habían ajustado a la luz tenue y fría de las estrellas y a la luna creciente.

Doyle miró la tierra. Su magia me produjo una sensación cada vez más cálida a medida que se concentraba en la loma. Miré la tierra cubierta de hierba. Sin un poco de esfuerzo de concentración, aquel lugar herboso tenía el mismo aspecto que cualquier otro lugar igual.

El viento sopló de nuevo y la noche se llenó del seco susurro de la hierba de otoño, un susurro tan delicado que se convertía en música. No era lo bastante claro para reconocer una melodía ni siquiera estaba lo bastante segura de que no se trataba tan sólo del viento, pero esa música fantasmagórica era la pista que indicaba que nos hallábamos ante la entrada. Era una especie de timbre espectral o un juego mágico de caliente y frío. Cuando no oías nada significaba que estabas frío.

Doyle soltó su brazo y pasó su mano por encima del suelo de hierba. Yo nunca estaba segura de si la hierba se fundía y desaparecía o si la puerta aparecía sobre la hierba y ésta permanecía allí debajo, en algún espacio metafísico. Independientemente de cómo funcionara, apareció un camino circular en la ladera. El camino era exactamente de la medida adecuada para que cupiésemos los dos. La apertura estaba bañada en luz. En caso de necesidad, el camino podía ser lo suficientemente grande para que pasara por él un camión, como si percibiera lo grande que tenía que ser.

La luz me pareció más brillante de lo que en realidad era, porque mis ojos ya se habían habituado a la oscuridad. La luz era blanca pero no dura, una suave luz blanca que se apreciaba desde el camino como un vaho luminoso.

– Tú delante, mi princesa -dijo Doyle, haciendo una reverencia.

Quería regresar a la corte, pero al mirar aquella colina brillante pensé que un agujero en el suelo es un agujero en el suelo, sea un sithen o una tumba. No sé por qué se me ocurrió de repente esta peculiar analogía. Quizás fuera por el intento de asesinato, o tal vez fuera a causa de los nervios.

Entré y me encontré en un enorme pasillo de piedra, lo bastante ancho para que un tanque pasara cómodamente o para que un gigante no tuviera que agachar la cabeza. El pasillo siempre era ancho, con independencia de lo pequeña que fuera la puerta. Doyle se unió a mí y la puerta se desvaneció tras él, dejando sólo otra pared de piedra gris. Igual que la loma escondía la entrada, el interior escondía la salida. Si la reina lo deseaba, la puerta no se vería en absoluto desde dentro. Pasar de invitado a prisionero era de lo más sencillo. Este pensamiento era muy poco reconfortante.

La luz blanca que bañaba el pasillo no tenía origen, venía de todas partes y de ninguna. La piedra gris parecía granito, lo cual significa que no era de San Luis. Aquí la piedra es roja o rojiza, no gris. Incluso nuestra piedra la importamos de alguna costa extranjera.

Me contaron que hace tiempo había mundos enteros debajo del suelo. Prados y valles y un sol y una luna propios. He visto orquídeas moribundas y jardines de flores con algunos brotes diseminados, pero no un sol ni una luna propios. Las habitaciones son más grandes y más cuadradas de lo que deberían ser, y el diseño del interior parece cambiar al azar, en ocasiones mientras estás caminando por ahí: es como caminar por una casa de parque de atracciones hecha de piedra, en lugar de espejos. Pero no hay prados, o no los he visto. Quiero creer que los demás no me lo cuentan todo. No me sorprendería, pero que yo sepa no hay mundos debajo del suelo, sólo piedra y habitaciones.

Doyle me ofreció su brazo, de un modo muy formal. Lo enlacé con delicadeza, básicamente por falta de costumbre.

El pasillo se curvaba más adelante. Oí pasos acercándose hacia nosotros. Doyle me cogió delicadamente el brazo. Yo me detuve y lo miré.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

Doyle retrocedió, conmigo del brazo. De repente se detuvo, me agarró el vestido y levantó la falda lo suficiente para dejar al descubierto mis tobillos y el arma.

– No eran los tacones lo que te hacía tropezar en las piedras, princesa. -Parecía enfadado conmigo.

– Se me permite llevar armas.

– No se permite llevar armas en el promontorio -dijo.

– ¿Desde cuándo?

– Desde que mataste a Bleddyn con una.

Nos miramos mutuamente durante un segundo eterno. Intenté moverme, pero su mano se cerró en torno a mi muñeca.

Los pasos se aproximaban todavía más. Doyle me desequilibró y caí contra él. Me apretó contra su cuerpo, pasándome un brazo por detrás de la espalda. Abrió la boca para hablar, y las pisadas dieron la vuelta a la esquina.

Quedamos a plena vista; Doyle me apretaba contra su cuerpo, y me sujetaba la muñeca con la mano libre. Parecía una lucha interrumpida o el comienzo de otra.

Los dos hombres que habían pasado por la esquina se separaron, dejando espacio para la lucha en el pasillo.

Observé el rostro de Doyle e intenté resumir la pregunta en una mirada. Le rogué en silencio que no mencionara el arma y que no la cogiera.

Puso su boca contra mi mejilla y susurró:

– No la necesitarás.

Lo miré.

– ¿Me lo juras?

El enfado tensó los músculos de su mandíbula.

– No prestaré mi juramento sobre un capricho de la reina.

– Entonces, déjame conservar el arma -musité.

Se movió para interponerse entre los otros guardias y yo. Todavía me cogía del brazo. Lo único que podían ver los demás era la capa de Doyle.

– ¿Qué ocurre, Doyle? -preguntó uno de los hombres.

– Nada -contestó.

Pero me obligó a colocar la otra mano a mi espalda y me agarró las dos muñecas con una de sus manos. Sus manos no eran tan anchas, de manera que para sujetarme mantenía mis muñecas apretadas con firmeza. Me habría debatido de haber pensado que contaba con alguna oportunidad de escapar, pero incluso si me escapaba de Doyle, había visto el arma. No podía hacer nada al respecto, así que no me resistí. Pero no me gustaba.

Doyle usó su otro brazo para obligarme a que me sentara en el suelo. Con excepción de la presión que ejercía sobre mis muñecas, lo hizo todo con bastante cuidado. Se arrodilló, de forma que la capa todavía nos escondía de los demás hombres. Cuando su mano se aproximó a mi pierna, moviéndose hacia el arma, pensé en darle una patada; pero era difícil y no tenía sentido. Podría haberme destrozado las muñecas sin esfuerzo. Quizá recuperara el arma esa noche, pero si me destrozaba las muñecas ya no me serviría de nada. Sacó el arma de la cartuchera. Yo me senté en el suelo y le dejé hacer. Me mostraba pasiva, permitiéndole que mi manipulara mi cuerpo a su antojo. Sólo mis ojos escapaban a esa pasividad, porque no podía mantener la ira alejada de ellos. No, quería que la viera.

Me soltó y deslizó la pistola en su propia espalda, aunque los pantalones de cuero le quedaban tan ajustados que no iba a sentirse cómodo. Ojalá el arma se le clavara en la espalda hasta hacerle sangrar.

Me cogió una de las manos y me ayudó a levantarme. Después se volvió, agitando la capa, para presentarme a los otros guardias, sujetándome una mano como si estuviéramos a punto de hacer una entrada espectacular por una escalera de mármol. Era un gesto extraño después de lo que acababa de suceder. Me di cuenta de que a Doyle le incomodaba la pistola o su decisión de quitármela, o quizá se preguntaba si tenía más armas. Estaba inquieto y se estaba recuperando.

– Un pequeño desacuerdo, nada más -dijo.

– ¿Un desacuerdo sobre qué?

La voz pertenecía a Frost, el lugarteniente de Doyle. Dejando al margen el hecho de que los dos eran altos, físicamente eran casi opuestos. El cabello que caía en una cortina brillante hasta los tobillos de Frost era plateado, con un brillo similar al del espumillón de los árboles de Navidad. Su piel lucía tan blanca como la mía. Los ojos eran de un gris plomizo, como el cielo de invierno antes de la tormenta. La cara angulosa mostraba una belleza arrogante. Sus hombros eran un poquito más anchos que los de Doyle, por lo demás los dos tenían puntos en común y diferencias notables.

Llevaba un jubón plateado que le caía hasta justo por encima de las rodillas, a juego con los pantalones y las botas, también plateados. El cinturón de plata, tachonado con perlas y diamantes, hacía juego con el pesado collar que adornaba su pecho. Todo él resplandecía como si hubiera sido esculpido de una única pieza de plata, más estatua que hombre. Pero la espada de su lado con la empuñadura de plata y hueso era claramente real, y aunque sólo mostrara un arma, tratándose de Frost no me cabía duda de que llevaría más. La reina le llamaba «mi Asesino Frost». Si en alguna ocasión había tenido otro nombre, no lo conocía. No llevaba armas mágicas o hechizadas: para Frost, eso era casi lo mismo que ir desarmado.

Me miró con aquellos ojos grises, claramente receloso.

Conseguí hablar, decir algo para llenar el silencio. Lo que necesitaba era distracción. Me solté de la mano de Frost y di un paso hacia adelante. Frost presumía de su apariencia y de su ropa.

– Frost, ¡qué atuendo más audaz! -mi voz salió con fuerza, entre broma y burla.

Sus dedos se movieron hacia el borde del jubón antes de poder retenerse. Frunció el entrecejo.

– Princesa Meredith, es un placer, como siempre.

Un leve cambio de tono puso de manifiesto la burla oculta en sus delicadas palabras. No me preocupé por eso. No se estaba preguntando por lo que Doyle acababa de esconder, y eso era lo único que quería saber.

– ¿Y qué pasa conmigo? -dijo Rhys.

Me di la vuelta para encontrar a mi tercer guardia preferido. No confiaba en él tanto como en Barinthus o en Galen. Había un poco de debilidad en Rhys, la sensación de que no daría la vida por mi honor, pero, al margen de eso, podía confiar en él.

Se echó la capa y su cabello blanco y ondulado, largo hasta la cintura, sobre un brazo, con lo cual tuve una visión directa de su cuerpo. Rhys medía menos de uno setenta, bajo para un guardia. Por lo que sabía, era de la corte, de pura sangre. Simplemente había salido bajo. Su cuerpo estaba embutido en un traje blanco tan ajustado que uno sabía de entrada que no había nada debajo de la ropa excepto él mismo. Lucía un bordado blanco sobre blanco en la tela en torno al cuello redondo y el ligero puño de las mangas, y también en torno al círculo cortado sobre su estómago que revelaba unos abdominales como adoquines, del mismo modo que una mujer alardea de su escote.

Dejó que la capa y el cabello cayeran de nuevo a su lugar. Sonrió con aquellos labios de Cupido que se correspondían con una cara bonita y aniñada y un ojo azul claro. El ojo era un triple círculo azulado; azul oscuro alrededor de la pupila, azul celeste y a continuación, un círculo de cielo de invierno. El otro ojo estaba perdido para siempre bajo un surco de cicatrices. Las marcas de zarpazos ocupaban el cuarto superior derecho de su rostro. Había un zarpazo, separado un par de centímetros de los demás, que le cortaba la piel, perfecta salvo por eso, desde la parte superior derecha de la frente hasta la parte inferior de su mejilla izquierda, pasando por el puente de la nariz. Me había contado una docena de historias diferentes sobre cómo perdió el ojo. Grandes batallas, gigantes, creo recordar a un dragón o dos. Creo que eran las cicatrices lo que le hacían trabajar su cuerpo de esa manera. Era corto de estatura, pero puro músculo.

Sacudí la cabeza.

– No sé si pareces el muñeco de un pastel de despedida de soltera o un superhéroe. Podrías ser el Hombre Abdominal. -Sonreí.

– Mil abdominales cada día hacen milagros -dijo, pasándose la mano sobre el vientre.

– Supongo que todo el mundo necesita una distracción.

– ¿Dónde está tu espada? -preguntó Doyle.

Rhys lo miró.

– Junto con la tuya. La reina dice que no las necesitamos esta noche.

Doyle miró a Frost.

– ¿Y qué pasa contigo, Frost?

Rhys respondió con una sonrisa fugaz, que hizo brillar su ojo azul.

– La reina le quita un arma cada vez. Ha decretado que tiene que estar desarmado cuando ella se vista para ir al salón del trono.

– No considero prudente que toda su guardia esté desarmada -dijo Frost.

– Yo tampoco -dijo Doyle-, pero ella es la reina y acataremos sus órdenes.

La cara agradable de Frost se ensombreció. Si hubiese sido humano, ya tendría arrugas en la frente, pero su cara no las tenía ni las tendría nunca.

– La ropa de Frost es correcta para un banquete de bienvenida, pero ¿por qué estáis tú y Rhys vestidos de una manera tan…? Gesticulé con las manos en un intento por encontrar un adjetivo que no resultara insultante.

– La reina diseñó personalmente mi conjunto -dijo Rhys.

– Es fantástico -dije.

Sonrió.

– Sigue diciéndolo cuando te encuentres al resto de la guardia esta noche.

Puse los ojos como platos.

– Oh, por favor. No habrá vuelto a tomar hormonas, ¿verdad?

Rhys asintió.

– Hormonas de bebé y su impulso sexual hace horas extras. -Miró su ropa-. Es una pena estar vestido y no tener adónde ir.

– Lo es -dije.

Me miró con expresión genuinamente desolada. Su cara triste me borró la sonrisa.

– La reina es nuestra soberana. Sabe lo que hace -afirmó Frost.

Me eché a reír antes de poder contenerme.

La mirada de Frost me hizo arrepentirme de la risa. Durante una fracción de segundo vi dolor en aquellos ojos grises. Un instante después ya reconstruía sus defensas. Cerró los ojos para ocultar sus sentimientos, pero ya había visto lo que se escondía tras aquella cuidadosa fachada, la ropa cara, su obsesivo cuidado por los detalles, su moralidad rigurosa y su arrogancia. Parte de ello era real, pero otra parte era una máscara.

Nunca me había gustado Frost, y ese único atisbo significaba que ya no podría aborrecerlo nunca más. Mierda.

– Ya no hablaremos de esto -dijo. Se volvió y se encaminó hacia el lugar por el que habían venido-. La reina te espera. -Siguió andando, sin mirar atrás para comprobar si lo seguíamos.

Rhys se colocó a mi lado. Deslizó un brazo por mis hombros y me abrazó.

– Me alegro de que hayas vuelto.

Me apoyé en él un momento.

– Gracias, Rhys.

Me sacudió con delicadeza.

– Te he echado en falta, ojos verdes.

Rhys, aún más que Galen, hablaba inglés moderno. Adoraba el argot. Su autor preferido era Dashiell Hammett; su película favorita, El halcón maltés, con Humphrey Bogart. Tenía una casa fuera de la ciudad de las lomas, con electricidad y televisión. Yo había pasado algunos fines de semana en su casa. Me había introducido en el mundo de las películas antiguas, y cuando yo tenía dieciséis años habíamos ido a un festival de cine negro en el Tivoli de San Luis. Él se puso un abrigo y un sombrero de fieltro con ala curva. Incluso me consiguió ropa de época para que pudiera cogerme de su brazo como una femme fatale.

Rhys había dejado claro en aquella ocasión que me consideraba algo más que una hermana pequeña. No habíamos hecho nada que pudiera costarnos la vida, pero sí lo suficiente para considerarlo una cita. Después de eso, mi tía se aseguró de que no pasásemos mucho tiempo juntos. Galen y yo hacíamos bromas entre nosotros de una manera muy sensual, pero la reina parecía confiar en Galen, igual que yo. Ninguno de nosotros confiaba lo suficiente en Rhys.

Rhys me ofreció su brazo.

Doyle se colocó a mi otro lado. Pensé que me ofrecería su propio brazo y que me llevarían en volandas, pero no lo hizo.

– Ve por el pasillo y espéranos -dijo.

Frost hubiera discutido o incluso se hubiera negado, pero no Rhys.

– Eres el capitán de la Guardia -dijo.

Era la respuesta de un buen soldado. Dobló la esquina. Doyle se apartó, llevándome del brazo, con objeto de comprobar que Rhys se alejaba lo suficiente para no poder oírnos. Entonces; Doyle retrocedió conmigo hasta quedar fuera del campo visual de Rhys en el caso de que éste mirase por encima del hombro.

Su mano apretó con fuerza mi antebrazo.

– ¿Qué más llevas?

– ¿Confías en lo que te diga? -pregunté.

– Si me das tu palabra, sí -dijo.

– Cuando me fui mi vida estaba amenazada, Doyle. Necesito protegerme.

Su mano me apretó con fuerza y me sacudió por el brazo.

– Es responsabilidad mía proteger a la corte, especialmente a la reina.

– Y es responsabilidad mía protegerme a mí misma -dije.

Continuó bajando la voz.

– No, es mi responsabilidad. Es la responsabilidad de toda la Guardia.

Hice un gesto de negación con la cabeza.

– No, eres el guardia de la reina. El guardia del rey protege a Cel. No hay guardia para la princesa, Doyle. Soy muy consciente de ello.

– Siempre has tenido tu contingente de guardaespaldas, igual que tu padre.

– Y mira de lo que le sirvió -dije.

Me cogió el otro brazo, obligándome a ponerme de puntillas.

– Quiero que sobrevivas, Meredith. Acepta lo que te ofrezca esta noche. No intentes hacerle daño.

– ¿Y si no? ¿Me matarás?

Sus manos se relajaron, y pude volver a apoyar los tacones en el suelo.

– Dame tu palabra de que ésta era tu única arma y te creeré.

No podía mentirle a la cara, no si tenía que darle mi palabra. Miré al suelo, y después de nuevo a su cara.

– Las Bolas de Ferghus.

Sonrió.

– Debo interpretar esto como que tienes más armas.

– Sí, pero no puedo estar aquí desarmada, Doyle. No puedo.

– Siempre tendrás a uno de nosotros contigo esta noche. Eso te lo puedo garantizar.

– La reina ha sido muy cuidadosa esta noche, Doyle. Puede que no me guste Frost, pero en cierto sentido confío en él. Se ha asegurado de que todos los guardias que encuentre sean sidhe en los que confío o me caen bien, pero hay veintisiete guardias de la reina, y otros veintisiete guardias del rey. Confío en quizá media docena de ellos, diez como mucho. El resto me aterrorizan, o incluso me hirieron en el pasado. No voy a pasearme por aquí desarmada.

– Sabes que te puedo desarmar -dijo.

Asentí.

– Lo sé.

– Cuéntame lo que llevas, Meredith, será más sencillo.

Le conté todo lo que llevaba. Suponía que insistiría en registrarme él mismo, pero no lo hizo. Creyó en mi palabra. Me alegré de no haberle ocultado nada.

– Entiéndelo, Meredith. Soy el guardaespaldas de la reina antes que ser el tuyo. Si intentas hacerle daño, entraré en acción.

– ¿Se me permite defenderme a mí misma? -pregunté.

Reflexionó durante un instante.

– No… no te hubiera mandado matar simplemente porque querías defenderte. Eres mortal y nuestra reina no lo es. Eres la más frágil de las dos. -Se lamió los labios, sacudió la cabeza-. Esperemos que no tenga que elegir entre vosotras. No creo que ella planifique un acto de violencia contra ti esta noche.

– Lo que mi querida tía planifica y lo que sucede no es siempre lo mismo. Todos lo sabemos.

Volvió a negar con la cabeza.

– Quizá. -Me ofreció su brazo-. ¿Nos vamos?

Le cogí el brazo delicadamente, doblamos la esquina y llegamos hasta Rhys, que nos aguardaba pacientemente. Rhys nos vio acercarnos a él, y la seriedad de su rostro no me gustó en absoluto. Estaba pensando en algo.

– Te harás daño pensando tanto, Rhys -dije.

Rió y bajó la mirada, pero cuando volvió a alzar la cabeza, todavía estaba serio.

– ¿Qué piensas hacer, Merry?

La pregunta me desconcertó, y no intenté disimular mi sorpresa.

– Mi único plan para esta noche es sobrevivir y no resultar herida. Eso es todo.

Sus ojos se estrecharon.

– Te creo. -Pero su voz sonaba poco convincente, como si no estuviera seguro de creerme. Entonces sonrió y dijo-: Yo le ofrecí el brazo primero, Doyle. Estás interfiriendo en mis planes.

Doyle empezó a decir algo, pero yo intervine.

– Tengo dos brazos, Rhys.

Su sonrisa se amplió hasta convertirse en una mueca. Me ofreció el brazo y yo lo enlacé. A medida que desplazaba mi mano por su manga, me di cuenta de que era mi derecha, la que ostentaba el anillo. Pero el anillo no reaccionó ante Rhys. Estaba quieto, era sólo un pequeño trozo de plata.

Rhys lo vio y puso los ojos en blanco.

– Es…

– Sí, lo es -dijo Doyle, tranquilamente.

– Pero… -empezó Rhys.

– Sí -dijo Doyle.

– ¿Qué? -pregunté. -Lo sabrás cuando la reina lo considere oportuno -dijo Doyle.

– Los misterios me dan dolor de cabeza -dije.

Rhys hizo su mejor imitación de Bogart.

– Entonces compra una caja de aspirinas, cariño, porque la noche es joven.

Lo miré.

– Bogart nunca dijo eso en una película.

– No -dijo Rhys con voz normal-. Estaba improvisando.

Apreté un poco su brazo.

– Creo que te echaba a faltar.

– Yo sí que te he echado de menos. Nadie más en la corte sabe qué diablos es el cine negro.

– Yo lo sé -afirmó Doyle. Los dos lo miramos.

– Es una película que no es en color, ¿verdad?

Rhys y yo nos miramos mutuamente y empezamos a reír. Caminamos por el pasillo seguidos por los ecos de nuestra propia risa. Doyle no se sumó. Continuó diciendo cosas como «significa película negra, ¿verdad?».

Esto hizo que recorrer los últimos metros hasta los aposentos privados de mi tía resultara casi divertido.

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