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Pensé que de algún modo podría determinar cuál de las dos mujeres era la esposa y cuál la amante con sólo mirarlas. Sin embargo, a primera vista eran sólo dos mujeres atractivas, vestidas de manera informal, como dos amigas que salen de compras o se van a comer. Una era bajita, aunque unos centímetros más alta que Jeremy o yo misma. El cabello rubio, rizado de forma natural, le caía justo hasta los hombros. Tenía una belleza sencilla y unos extraordinarios ojos azules que le llenaban el rostro. Unas cejas arqueadas y espesas compensaban las oscuras pestañas que enmarcaban sus ojos de forma casi teatral, aunque el color negro me hacía especular acerca de la autenticidad del rubio. No iba maquillada y, con todo, estaba muy guapa, de una manera etérea, muy natural. Con maquillaje y otra ropa había resultado impresionante.

Se sentó encogida, con os hombros encorvados, como quien espera que le suelten un bofetón. Me miraba con los ojos de un ciervo iluminado por los faros de un coche, con la certeza de que no iba a poder detener la desgracia que se le venía encima.

La otra mujer era delgada y alta, medía más de un metro setenta, y los largos cabellos, castaños y lacios, le caían en una brillante melena hasta la cintura. Aparentaba veintipocos años. Después, la intensidad de sus ojos castaños hizo que le añadiera una década, porque nadie tiene esa mirada antes de los treinta. Parecía mas segura de sí misma que la rubia, pero la rigidez de sus hombros y su mirada revelaban algún profundo tormento interior. Se la veía tan delicada que costaba imaginar que tenía algo tan duro como el hueso debajo de la piel. Sólo existe una razón para que una persona alta y segura de sí misma tenga esa apariencia de ternura: era, en parte, una sidhe. Ciertamente, su vínculo se remontaba a unas cuantas generaciones, nada tan estrecho como mi proximidad con la corte, pero en algún punto de su árbol genealógico una de sus varias veces tatarabuela se había acostado con algo no humano y del encuentro había nacido un niño. La sangre de hada, del tipo que sea, marca a una familia, pero al parecer la sangre de sidhe se conserva en los genes por siempre jamás, de manera que nunca se elimina por completo.

Supuse que la rubia era la mujer, y la otra la amante. La rubia parecía la más golpeada de las dos, y los hombres pueden abusar de cualquier mujer de sus vidas, pero normalmente reservan lo mejor, o lo peor, para su familia más inmediata. Mi abuelo siempre había actuado así.

Entré en la habitación riendo, con la mano extendida para saludar, como si fueran otros clientes cualesquiera. Jeremy nos presentó. La rubia bajita era la mujer, Frances Norton; la alta y de pelo castaño era la amante, Naomi Phelps.

Naomi me estrechó la mano con fuerza. Su mano tenía un tacto frío y yo la sostuve demasiado tiempo, deleitándome con el contacto de su piel. Era lo más cercano que había tenido con otra sidhe en tres años. Hay algo en la línea de sangre real que se parece a una droga. Una vez se ha probado, se echa en falta. Ni siquiera el contacto con cualquier otro duende se le puede comparar.

Me miró desconcertada, y era un desconcierto muy humano. Le solté la mano e intenté hacerme pasar por humana. Unos días me salía mejor que otros. Podría haber intentado averiguar sus facultades psíquicas, determinar si tenía algo más que una estructura ósea, pero es de mala educación intentar descubrir los poderes mágicos de una persona la primera vez que la ves. Entre sidhe, se considera un desafío, un insulto, dudar de que el otro pueda protegerse de tu magia más superficial. Probablemente Naomi no lo habría tomado como un insulto, pero su ignorancia no me servía de excusa para se descortés.

Frances Norton me tendió la mano como si temiera que la tocara, con el brazo a medio extender. La traté con la misma educación que a la otra mujer, pero no la había rozado siquiera cuando sentí el hechizo. La línea de energía que nos rodea a todos, el aura, arremetía contra mi piel par evitar que la tocase. La magia de otra persona era tan densa en su cuerpo que había rellenado su aura como agua sucia en un vaso limpio. De alguna manera, aquella mujer ya no era ella misma. No se trataba exactamente de una posesión, pero casi. Sin duda violaba varias leyes humanas, y todas estas violaciones contribuían delitos graves.

Empujé la mano a través de aquel torbellino de energía y tomé la suya. El hechizo intentaba filtrarse a través de mi piel y subirme por el brazo. No era visible, pero, igual que se ven cosas en los sueños, yo podía sentir una tenue oscuridad que trataba de treparme por el brazo. La paré justo debajo del codo y tuve que concentrarme para despegármela del modo en que uno se quita un guante. Había roto mi protección como si tal cosa y hay pocas maneras de lograrlo, y ninguna de ellas es humana.

Frances me miraba fijamente con los ojos muy, muy abiertos.

– ¿Qué… qué le está haciendo?

– No le estoy haciendo nada, señora Norton.

Mi voz sonó un poco impersonal, distante, porque estaba concentrándome en expulsar de mí el hechizo para que al soltarle la mano no se me aferrase nada.

La señora Norton intentó retirar la mano, pero yo no la dejé. Empezó a tirar de ella, débil pero insistentemente. La otra mujer dijo:

– Deje a Frances ahora.

Ya casi me había liberado, estaba prácticamente preparada para soltarla, cuando la otra mujer me tocó el hombro. Se me erizó el vello de la nuca, y perdí la concentración al sentir a Naomi Phelps. El hechizo volvió a caer sobre mi mano y me trepó al hombro antes de que pudiera concentrarme lo suficiente para detenerlo. Pero lo único que podía hacer era pararlo. No podía quitármelo de encima, porque una parte demasiado importante de mi atención se concentraba en la otra mujer.

Nunca tocas a alguien cuando está haciendo magia o realizando actividades psíquicas, a no ser que quieras que suceda algo. Fue esto, más que cualquier otra cosa, lo que me indicó que ninguna de las mujeres era profesional o tenía especiales poderes psíquicos. Nadie con un poco de práctica, aunque fuera mínima, hubiera actuado de este modo. Sentía los efectos de algún ritual adheridos al cuerpo de Naomi. Se trataba de algo complejo y personal. Automáticamente, pensé en la glotonería. Algo se había estado alimentando de su energía y había dejado cicatrices psíquicos.

Se apartó de mí y se llevó la mano al pecho. Había sentido mi energía, de manera que tenía talento. No me sorprendió. Lo sorprendente era que no estaba entrenada, quizás en absoluto. Actualmente van a las guarderías a hacer pruebas para ver quién tiene dotes psíquicas o talento místico, pero en los años sesenta era un programa nuevo. Naomi se las había arreglado para que no la descubrieran, y pasada la treintena todavía nadie se había ocupado de sus poderes. La mayoría de las personas inexpertas con poderes psíquicos son locos, criminales o suicidas cuando alcanzan los treinta. Tenía que ser una persona muy fuerte y lo parecía, pero me miraba con lágrimas en los ojos.

– No hemos venido aquí para que se nos maltrate.

Jeremy se había quedado cerca de nosotros, pero poniendo mucho cuidado en no tocarnos. Sabía lo que se hacía.

– Nadie la está maltratando, señorita Phelps. El hechizo que afecta a la señora Norton trataba de… filtrarse en mi colega. La señora Gentry sólo intentaba apartar el hechizo cuando usted la tocó. No debería tocar a nadie cuando está ejerciendo la magia, señorita Phelps. Los resultados son imprevisibles.

La mujer nos miró con expresión de no dar crédito a nuestras palabras.

– Venga, Frances, larguémonos de aquí.

– No puedo -dijo Frances con un hilo de voz sumisa. Me estaba mirando fijamente, con miedo en los ojos. Y me temía a mí.

Sintió la energía en torno a nuestras manos, apretándonos, pero pensó que era yo quien lo estaba haciendo.

– Le juro, señora Norton, que no soy yo. La magia que han usado en su contra me busca. Necesito sacármela de encima y dejar que fluya de nuevo hacia usted.

– Quiero deshacerme de esto -dijo, elevando la voz y con un ligero toque de histeria.

– Si no me la quito de encima, entonces quien se lo hizo podrá actuar sobre mí. Podrán localizarme. Sabrán que trabajo en una agencia de detectives que está especializada en problemas sobrenaturales y soluciones mágicas. -Era nuestro lema-. Sabrán que usted vino aquí en busca de ayuda. Y no creo que eso le convenga, señora Norton.

Un ligero temblor empezó en sus manos y se extendió por sus brazos hasta que ella se quedó tiritando como si estuviese helada. Quizá tenía frío, pero no del que se te pasa con un jersey grueso. Por más calor que hiciera no se iba a mitigar el frío que sentía en su interior. Tendrían que calentarle desde el centro de su alma herida hasta las puntas de los dedos. Alguien tendría que verter poder mágico sobre ella poco a poco, como par descongelar un cuerpo prehistórico conservado en el hielo. Si se descongelaba demasiado deprisa el daño sería aun mayor. Este uso delicado del poder iba más allá de mis capacidades. Lo único que habría podido hacer era darle cierta tranquilidad, quitarle parte de su miedo, pero aquel que la hechizó también lo sentiría. No podrían descubrir que yo había sido la causante, pero sabrían que había acudido a un profesional, que alguien había intentado ayudarla con poder psíquico. Llámalo corazonada, pero estoy convencida de que a quien había realizado el hechizo no le haría ninguna gracia y quizá decidiera agilizar el proceso.

Sentía la energía arrebatadora del hechizo, que intentaba romper mis defensas y alimentarse también de mí. Era como un cáncer mágico, pero tan fácil de contraer como la gripe. ¿A cuánta gente habría contagiado Frances? ¿Cuánta gente caminaba con aquel hechizo que les robaba poco a poco la energía? Cualquiera con un mínimo de poderes sabría que había ocurrido algo, pero no exactamente qué. Habían evitado a Frances Norton porque les había herido, pero podrían tardar semanas o meses en darse cuenta de que el cansancio, los vagos sentimientos de desesperación y la depresión estaban causados por un hechizo.

Empecé a contarle lo que me disponía a hacer, pero no me molesté en mirarle a los ojos Sólo se pondría tensa y más nerviosa. Lo mejor que podía hacer era conseguir que le resultase indetectable. Intentaría asegurarme de que no sintiera cómo se deslizaba de nuevo en su interior, pero eso era todo lo que estaba en mi mano.

En los breves momentos de contacto con mi piel, el hechizo se había hecho más denso, más negro, más real. Empecé a quitármelo del brazo. Se adhería como alquitrán, y requirió mucha concentración retirarlo, doblándolo sobre sí mismo de la forma en que se arremanga la ropa gruesa. Cada centímetro de mi piel que liberaba se sentía más brillante, más limpio. No podía imaginarme vivir totalmente encerrada en aquella cosa. Sería igual que pasar la vida entera medio desmayada y privada de oxígeno, confinada en un cuarto oscuro al que nunca llegara la luz.

Había liberado el brazo, la mano, y empecé a apartar lentamente mis dedos de entre los suyos. Ella permanecía completamente inmóvil como un conejo que se esconde entre la hierba, aferrado a la esperanza de que el lobo se aleje de él si consigue quedarse lo bastante quieto. Lo que no creo que observara Frances Norton es que ya estaba bajando por la garganta del lobo, dando patadas al aire con sus piernecitas.

Cuando aparté los dedos, el hechizo se pegó a ellos, pero a continuación volvió a su lugar, en torno a ella, con un sonido casi inaudible. Me limpié la mano en la chaqueta. Me había librado del hechizo, pero sentía la apremiante necesidad de lavarme la mano con agua bien caliente y mucho jabón. El agua y el jabón normales no serían suficientes, pero la sal y el agua bendita quizá resultaran de ayuda.

Frances se desplomó en la silla, escondiendo la cara entre las manos. Le temblaban los hombros y al principio pensé que estaba llorando en silencio. Pero cuando Naomi la abrazó, Frances mostró una cara sin lágrimas. Estaba temblando, simplemente temblando, como si ya no pudiera llorar, no porque no quisiera, sino porque ya no le quedaba ninguna lágrima. Estaba allí sentada, mientras la amante de su marido la abrazaba, la mecía. Temblaba con tanta fuerza que empezaron a castañetearle los dientes, pero no lloró en ningún momento. En cierto modo el problema parecía más grave porque no lloraba.

– Disculpen, señoras. Vamos a salir un momento -dije. Miré a Jeremy y me dirigí a la puerta. Él me siguió y cerró la puerta.

– Lo siento, Ferry. Yo le estreché la mano y no sucedió nada. El hechizo no reaccionó contra mí.

Asentí. Le creía.

– Quizá simplemente tengo mejor sabor.

Me sonrió.

– Bueno, no lo sé por experiencia, pero apuesto a que sí.

Sonreí.

– Físicamente, quizá, pero místicamente eres tan poderoso, a tu manera, como lo soy yo. Sin duda, eres un mago mucho mejor de lo que seré yo nunca, simplemente el hechizo no reaccionó contigo.

Negó con la cabeza.

– No, no lo hizo. Quizá tengas razón, Ferry. Puede que sea demasiado peligroso para ti.

Fruncí el ceño.

– Ahora el señor se pone cauto.

Me miró, pugnando por mantener una expresión neutral.

– ¿Por qué tengo la sensación de que no serás la brujita de corazón frío que me esperaba?

Me apoyé en la pared y le miré.

– Este asunto es tan maligno que podremos recurrir a la policía.

– Implicar a la policía no las salvará. No podemos probar suficientemente que es el marido. Si no somos capaces de demostrarlo ante los tribunales, no podremos llevarlo a la cárcel, y esto significa que tendría libertad para ejercer más magia sobre ellas. Necesitamos que se le encierre en una celda vigilada para que no pueda causarles daño.

– Necesitan protección mágica hasta que esté en la cárcel. Esto es un trabajo de detective. Es un trabajo de canguro.

– Uther y Ringo son grandes canguros -dijo.

– Lo imaginó.

– Continúas triste. ¿Por qué?

– Deberíamos quitarnos este caso de encima -dije.

– Pero no puedes hacerlo -replicó él, sonriendo.

– No, no puedo.

Había muchas agencias de detectives en Estados Unidos que afirmaban estar especializadas en casos sobrenaturales. Se trataba, sin duda, de un gran negocio, pero la mayoría de agencias no estaban a la altura de sus promesas publicitarias. Nosotros sí. Nosotros éramos una de las pocas agencias que podían presumir de un equipo formado enteramente por profesionales de la magia y expertos en poderes psíquicos. También éramos los únicos que podíamos presumir de que todos los empleados, a excepción de dos, eran duendes. No hay tantos duendes que resistan vivir en una ciudad Chicago, pero seguía siendo agotador estar rodeado de tanto metal, tanta tecnología, tantos seres humanos. A mí no me molestaba. Mi sangre humana me permitía tolerar el acero y las cárceles de cristal. Cultural y personalmente prefería el campo, pero podía vivir en una gran urbe. El campo era agradable, pero no me ponía enferma ni me debilitaba sin él. Algunas hadas sí.

– Ojala las pudiera echar, Jeremy

– ¿También tienes un mal presagio sobre el asunto, verdad?

Asentí.

– Sí, ero si las echo, vería en mis sueños sus caras temblorosas y sin lágrimas. Creo que podrían regresar para acecharme después de que aquel que las quiere matar acabase su trabajo. Regresarían como verdaderos fantasmas y me echarían en cara haber desperdiciado su última oportunidad de supervivencia.

La gente cree que los fantasmas persiguen a sus verdaderos asesinos, pero esto es absolutamente falso. Los fantasmas tienen un interesante sentido de la justicia, así que podría darme por satisfecha si se limitaban a acecharme hasta que encontrara a alguien para colocarlos. Si es que se podían colocar. A veces, los espíritus eran más resistentes. Entonces podías acabar cargando con un espíritu familiar como un alma en pena que anuncia la muerte. Dudaba de si alguna de las dos mujeres tenía aquella fortaleza de carácter, pero me habría servido que lo tuviera. Era mi propio sentido de culpabilidad lo que me hacía regresar al despacho, y no el miedo a represalias de fantasmas. Hay gente que dice que los duendes no tienen alma ni sentido de responsabilidad personal. Para algunos esto es verdad, pero no lo era para Jeremy ni para mí. A veces, puede más la compasión.

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