30

Las puertas que se abrían desde la fuente de dolor conducían a una gran antecámara, un cuarto oscuro. La luz blanca que no surgía de ninguna parte parecía muy pálida y muy gris ahí. Algo se movía bajo mis pies. Bajé la cabeza y encontré hojas, hojas secas por doquier. Al levantar la mirada observé que las hojas del emparrado que cubría nuestras cabezas estaban secas y sin vida. Las hojas se habían mustiado o habían caído al suelo.

Toqué las ramas que había cerca de la puerta y no había sensación de vida en ellas. Me dirigí a Doyle.

– Las rosas están muertas -murmuré, como si fuera un gran secreto.

Él asintió.

– Hace años que se están muriendo, Meredith -dijo Frost.

– Muriendo, Frost, pero no muertas.

Las rosas constituían una última defensa para la corte. Si los enemigos penetraban hasta ese punto, las rosas cobrarían vida y les matarían, o lo intentarían, ya fuera estrangulándoles o con las espinas. La vegetación inferior, más joven, tenía espinas como cualquier rosa trepadora, pero había otras, perdidas en el emparrado, que mantenían espinas del tamaño de pequeñas dagas. Pero no eran simplemente una defensa. Eran un símbolo de que en un tiempo había habido jardines mágicos bajo el suelo. Las parras y árboles frutales habían muerto en primer lugar, según me contaron, después lo hicieron las hierbas, y finalmente, lo hacían las flores.

Busqué un signo de vida entre los tallos, pero estaban secos. Envié un halo de poder a las rosas y sentí una respuesta de poder, todavía constante, pero débil, no la presión cálida que debería haber percibido. Toqué delicadamente los tallos más cercanos con los dedos. Sus espinas eran pequeñas, pero secas, como alfileres erguidos.

– Olvídate de las rosas -dijo Frost-. Tenemos problemas más acuciantes.

Me volví hacia él, con una mano todavía en las rosas.

– Si las rosas mueren, si mueren de verdad, ¿entiendes lo que significa eso?

– Muy probablemente, mejor que tú -dijo-, pero también comprendo que no podemos hacer nada por las rosas o por el hecho de que el poder sidhe se esté apagando. Pero si tenemos cuidado, quizá podamos salvarnos esta noche.

– Sin nuestra magia no somos sidhe -dije.

Retiré la mano sin mirar y me pinché un dedo. La pequeña espina oscura era fácil de ver y fácil de quitar con la punta de la uña. Tampoco dolía tanto, no era más que una pequeña gota carmesí en mi dedo.

– ¿Te duele? -preguntó Rhys.

– No -dije.

Un silbido recorrió la habitación como una gran serpiente reptando por la oscuridad. El sonido procedía de encima de nuestras cabezas, y todos miramos hacia arriba. Un estremecimiento recorrió el rosal, y unas cuantas hojas secas cayeron al suelo como una lluvia, sobre nuestro pelo y nuestra ropa.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

– No lo sé -contestó Doyle.

– ¿No deberíamos ir a la otra sala? -dijo Rhys.

Su mano derecha fue a buscar una espada que no estaba allí, pero su izquierda me agarró del brazo, y me tiró hacia la puerta más cercana, de nuevo hacia el pasillo. Ninguno de ellos estaba armado, a no ser que Doyle todavía conservara mi pistola. Y, por algún motivo, no pensé que fuera un arma lo que necesitaba.

Los demás se colocaron en torno a mí como una barrera de carne. La mano de Rhys tocó el pomo de la puerta, y el rosal se derramó por ésta como una lluvia seca. Rhys se echó hacia atrás, apartándome de la puerta y de las ramas. Doyle cogió mi otro brazo, y echamos a correr hacia la puerta más alejada. Los guardias iban demasiado rápido para que pudiera seguirles con tacones altos. Tropecé, pero sus manos me aguantaron de pie y en movimiento, aunque mis pies apenas tocaban el suelo. Frost iba delante de nosotros, en pos de las puertas.

– ¡Deprisa! -gritó.

– Ya lo hacemos -replicó Rhys.

Miré por encima del hombro. Galen no me miraba, me cubría las espaldas sin ningún arma en las manos. Sin embargo, las espinas no le tocaban. El movimiento se percibía por todas partes, como un nido de serpientes, pero los zarcillos secos danzaban encima de mí como un pulpo: iban sólo a por mí. Cuando Doyle y Rhys me adentraron en la sala, las espinas cayeron sobre mi cabeza, rozándome el pelo. Cuando Doyle levantó el cuello para mirar, detecté una mancha escarlata en su rostro: sangre fresca.

Las espinas me envolvían el cabello, intentando apartarme. Me puse a gritar y bajé la cabeza. Rhys me ayudó a sacarme las espinas del pelo, dejando atrás más de un mechón.

Frost consiguió que se abrieran las puertas. Vislumbré luces más brillantes y caras que se aproximaban a nosotros, algunas eran humanas y otras no. Frost gritaba:

– ¡Una espada, dadme una espada!

Un guardia empezó a moverse hacia adelante, blandiendo una espada. Oí una voz:

– ¡No ¡Guardad vuestra espada! -Era la voz de Cel.

Doyle profirió una orden:

– Sithney, ¡danos tu espada!

El guardia de la puerta empezó a desenvainar. Frost estiraba el brazo para cogerla. El rosal se echó hacia el umbral como una ola seca. Hubo un momento en el que Frost podría haberse lanzado hacia afuera, podría haberse salvado, pero regresó a la habitación. La puerta se desvaneció tras una ola de espinas.

Rhys y Doyle me tiraron al suelo. Doyle empujó a Rhys encima de mí. De golpe, quedé bajo un montón de cuerpos. Los rizos plateados de Rhys se derramaron sobre mi cara. Entre su cabello y el brazo de alguien vislumbré una capa negra. Estaba tan apretada contra el suelo que no solamente no podía moverme, sino que apenas podía respirar.

Si hubiera estado encima alguien que no hubiese sido Doyle o Frost, habría esperado gritos. En cambio, sólo aguardaba a que la pila se aligerara a medida que los hombres fueran arrancados por las espinas. Pero seguí sintiendo el mismo peso encima.

Estaba boca abajo, apretada contra la fría piedra del suelo, mirando a través del cabello de Rhys. El brazo que había visto antes estaba desnudo, y era de un blanco ligeramente menos puro, así que era Galen.

La sangre había estado aporreándome los oídos hasta que sólo pude oír el pulso de mi propio cuerpo. Pero los minutos pasaron y no sucedió nada. Mi pulso se calmó. Apreté con las manos las piedras que había debajo de mí. La piedra gris era casi tan suave como el mármol, alisada por centurias de pies caminando sobre ella. Percibía la respiración de Rhys cerca de mi oreja, el sonido de ropa de alguien que se movía por encima de nosotros. Pero sobre todo se oía el sonido de las espinas, un murmullo bajo y continuo, como el rumor del mar.

Rhys murmuró en mi cabello.

– ¿Puedes darme un beso antes de morir?

– No parece que vayamos a morir -dije.

– Para ti es fácil decirlo. Estás debajo de la pila. -El comentario fue de Galen.

– ¿Qué pasa ahí arriba? No puedo ver nada-dije.

– Da gracias por ello -dijo Frost.

– ¿Qué pasa? -pregunté de nuevo, con más fuerza en mi voz.

– Nada. -La voz profunda de Doyle se dejó oír entre el montón de hombres, como si los otros cuerpos llevaran su tono grave como un diapasón por encima de mi espalda-. Y lo encuentro sorprendente -dijo.

– Pareces decepcionado -dijo Galen.

– Decepcionado no -dijo Doyle-, sólo intrigado.

La capa de Doyle desapareció de mi vista, y el peso que sentía sobre mí fue, de golpe, menor.

– ¡Doyle! -grité.

– No temas, princesa. Estoy bien -dijo.

La presión sobre mí se volvió a aligerar, pero no mucho. Me costó unos cuantos segundos entender que Frost se estaba levantando, pero sin mover su cuerpo del montón.

– Esto es muy raro -dijo.

El brazo de Galen desapareció de mi vista.

– ¿Qué hace? -preguntó.

No podía oír a nadie caminando por allí, pero veía a Galen a un lado, arrodillado. Aparté el pelo de Rhys de mi cara como si se tratara de las dos alas de una cortina. Frost también estaba arrodillado al lado de Galen. Doyle era el único que permanecía de pie, solo, al otro lado. Vi de nuevo su capa negra.

Rhys se levantó apoyándose en los brazos.

– Qué extraño -dijo.

Eso fue todo. Tenía que mirar.

– Apártate de mí, Rhys. Quiero mirar.

Bajó su cabeza hacia mi cara para mirarme, aguantándose todavía en sus brazos, pero pegando la parte inferior de su cuerpo al mío. En otras circunstancies, hubiera dicho que lo hacía expresamente. Pero la tela de mi ropa era lo suficientemente fina y su ropa suficientemente ligera para poder asegurar que no era ése el motivo. Mirar a su ojo de un azul de tres tonalidades a sólo unos centímetros de distancia pero de abajo arriba casi me mareó.

– Soy el último cuerpo que te separa de la gran cosa malvada -dijo-. Me iré cuando Doyle me diga que debo hacerlo.

Mirar su pequeña boca moviéndose desde abajo me provocaba dolor de cabeza. Cerré los ojos.

– No hables -dije.

– Claro que -dijo Rhys- bastaría con que miraras hacia arriba. Apartó su cara de nuevo, echándose hacia atrás hasta que se puso de cuatro patas encima de mí como una yegua que amamanta a su potrillo.

Estaba tendida en el suelo, pero echaba mi cuello hacia atrás. Lo único que podía ver eran los zarcillos de las rosas. Colgaban por encima de nosotros como cuerdas delgadas, ruidosas, marrones, que se movían de aquí para allá, casi como si hubiera viento, pero no había viento, y el ruido eran las espinas.

– Además del hecho de que las rosas vuelven a vivir, ¿qué se supone que estoy viendo?

Doyle contestó:

– Son sólo pequeñas espinas que se dirigen hacia ti, Merry.

– ¿Y? -dije.

Se acercó a nosotros.

– Significa que no creo que las rosas tengan intención de hacerte daño.

– ¿Qué otra cosa podrían querer? -pregunté.

Me debería haber sentido estúpida hablando desde el suelo con Rhys encima de mí a cuatro patas. Pero no era así. Quería que hubiera algo, alguien, entre el ruido de las espinas y yo.

– Creo que pueden querer un trago de sangre real -dijo Doyle.

– ¿Qué quieres decir con un trago? -preguntó Galen antes de que pudiera hacerlo yo.

Se volvió a sentar en el suelo, moviéndose de manera que podía ver la mayor parte de su torso. La sangre se había secado dejando puntitos y regueros, pero los mordiscos ya casi habían desaparecido, dejando sólo sangre como prueba de que había sido herido. La parte delantera de sus pantalones estaba empapada de sangre, pero se movía mejor, con menos dificultad. Todo se estaba curando.

Yo no me curaría si las espinas penetraran mi cuerpo. Simplemente me moriría.

– Las rosas, hace tiempo, bebían de la reina cada vez que pasaba por aquí -dijo Doyle.

– Eso era hace siglos -dijo Frost- antes de que ni tan siquiera hubiéramos soñado en viajar a las tierras del oeste.

Me levanté, apoyándome en los codos.

– He pasado debajo de las rosas mil veces en mi vida, y nunca habían reaccionado contra mí, ni tan siquiera cuando todavía conservaban algunas flores.

– Has alcanzado tu poder, Meredith. El país lo reconoció cuando te dio la bienvenida anoche -dijo Doyle.

– ¿Qué quieres decir con que el país lo reconoció? -preguntó Frost.

Doyle se lo explicó. Rhys se inclinó para mirarme de nuevo a la cara en aquel extraño movimiento boca abajo.

– Genial -dijo.

Esto me hizo reír, pero de todos modos empujé su cabeza hacia arriba, apartándola de mi cara.

– El país me reconoce como un poder ahora.

– No sólo el país -dijo Doyle.

Se sentó lejos de mí, extendiendo la negra capa por su cuerpo con un gesto familiar, como si tuviera un montón de capas largas hasta los tobillos. Y así era.

Podía verle la cara. Tenía un aspecto pensativo, como si estuviera sumido en alguna profunda reflexión filosófica.

– Todo esto es fascinante -dijo Rhys-, pero podemos discutir si Merry es la escogida de algo más tarde. Ahora tenemos que salir de aquí antes de que las rosas intenten comérsela.

Doyle me miró, con una cara oscura impasible.

– Sin espadas tenemos muy pocas posibilidades de pasar por alguna de las puertas. Nosotros sobreviviríamos a las peores intenciones de las rosas, pero Merry no. Dado que lo primordial es su seguridad y no la nuestra, tenemos que pensar en una salida que no requiera violencia. Si ofrecemos violencia a las rosas, nos devolverán más violencia. -Movió su mano hacia arriba, señalando vagamente el emparrado-. Parecen tener bastante paciencia con nosotros, por lo que sugiero que utilicemos su paciencia para pensar.

– El país nunca ha visto con buenos ojos a Cel, ni las rosas se han dirigido a él -dijo Frost.

Se arrastró cerca de mí para sentarse al lado de Doyle. No parecía confiar en la paciencia de las rosas tanto como Doyle, y yo estaba de acuerdo con Frost sobre este particular. Nunca antes había visto a las rosas moviéndose, nunca de forma tan repentina. Había escuchado historias, pero nunca pensé ver la realidad yo misma. A menudo, deseaba ver la habitación cubierta de dulces rosas fragantes. Hay que ir con cuidado con lo que uno desea. Por supuesto, ahí no había flores, sólo espinas, y eso no era exactamente lo que yo había deseado.

– No basta con poner la corona en la cabeza de alguien para que sea apto para gobernar-dijo Doyle-. En la antigüedad era la magia, el país, quien escogía a nuestra reina o rey. Si la magia los rechazaba, si el país no los aceptaba, entonces, con o sin línea de sangre, tenía que escogerse un nuevo heredero.

De golpe, fui muy consciente de que todos me observaban. Yo paseé mi mirada de uno a otro. Mostraban expresiones casi idénticas, y casi me asustaba saber lo que estaban pensando.

– No soy la heredera.

– La reina te hará heredera, esta noche -dijo Doyle.

Miré a su cara oscura e intenté descifrar aquellos ojos negros de cuervo.

– ¿Qué quieres de mí, Doyle?

– En primer lugar, déjanos ver lo que pasa cuando Rhys abra el camino de las espinas. Si reaccionan violentamente, no avanzaremos más. En su caso, nos rescatarán los otros guardias.

Rhys preguntó:

– ¿Quieres que lo intente ahora?

Doyle asintió.

– Sí, por favor.

Agarré a Rhys por los brazos y lo coloqué encima de mí.

– ¿Qué pasa si las rosas caen sobre mí e intentan despedazarme miembro a miembro?

– Entonces nos tiraremos sobre tu cuerpo y dejaremos que las espinas nos desgarren antes de que toquen tu carne blanca.

La voz de Doyle era monocorde, vacía, pero aun así interesada. Era la voz que utilizaba en público en la corte cuando no quería que nadie adivinara sus intenciones. Una voz perfeccionada durante siglos de responder a miembros de la realeza que a menudo no estaban demasiado en su juicio.

– La verdad es que no me consuela -dije.

Rhys volvió a mirarme a la cara.

– ¿Cómo crees que me siento? Tengo que sacrificar toda esta carne tonificada y musculosa justo cuando encuentro a alguien más que la puede apreciar.

Esto me hizo sonreír. Vi otra vez su sonrisa invertida, como un gato de Cheshire.

– Si me sueltas los brazos -dijo- prometo tirarme encima de ti al más mínimo indicio de peligro. -Su sonrisa se convirtió en mueca-. De hecho, con tu permiso, me tiraré encima de ti a la más mínima oportunidad.

Me resultó imposible no sonreír. Si tenía que ser descuartizada, era mejor sonreír que poner mala cara. Lo solté.

– Vete, Rhys.

Me dio un beso en la frente y se levantó.

Me quedé tumbada en el suelo. Me puse de costado y miré hacia arriba. Todos los hombres se habían levantado. Estaban de pie sobre mí, pero sólo Rhys me miraba. Los demás continuaban observando las espinas.

Las espinas se balanceaban plácidamente por encima de nosotros, como si estuvieran bailando al son de una música que no podíamos oír.

– No parece que estén haciendo nada -dije.

– Intenta ponerte de pie. -Doyle me ofreció la mano.

Miré aquella mano negra perfecta, con sus uñas pálidas, de un blanco casi lechoso. Luego me fijé en Rhys.

– ¿Te tirarás encima de mí al más mínimo indicio de peligro?

– Rápido como una liebre -dijo.

Sorprendí a Galen mirando a Rhys. No era una mirada amistosa.

– He oído eso de ti -dijo Galen-. Que eras rápido.

– Si quieres ponerte tú abajo la próxima vez, adelante -dijo Rhys-. Lo de el hombre arriba no es la única posibilidad para mí.

Su broma era amarga, y tampoco parecía contento.

– Chicos -dijo Doyle, con un tono de dulce advertencia.

Suspiré.

– Aún no se ha hecho el anuncio formal y ya han empezado las peleas. Y Rhys y Galen son dos de los más sensatos.

Doyle se dobló ligeramente, poniendo su mano a sólo unos centímetros de mí.

– Vamos a afrontar los problemas de uno en uno, princesa. Hacerlo de cualquier otra manera resulta abrumador.

Miré sus ojos oscuros y desplacé mi mano en la suya. Su apretón era firme e increíblemente fuerte y me levantó casi más rápidamente de lo que yo podía resistir. Tuve que agarrarle fuertemente la mano para evitar caerme. Su otra mano me agarró el antebrazo. Por un instante, la situación estuvo muy cerca de un abrazo. Lo miré, pero no detecté en su rostro nada que insinuara que lo hubiese hecho deliberadamente.

Las espinas silbaron con furia por encima de nuestras cabezas. De repente, miré hacia arriba, con las manos en los brazos de Doyle, pero no en busca de apoyo, sino porque estaba aterrorizada.

– ¿Quizá deberías darnos los cuchillos que llevas antes de continuar? -dijo.

Lo miré.

– ¿Vamos muy lejos?

– Las rosas desean beber de tu sangre. Tienen que tocarte en la muñeca o en otro lugar, pero normalmente en la muñeca -dijo.

No me gustaba cómo sonaba esto.

– No tengo conciencia de haberme ofrecido para donar sangre otra vez.

– Primero, los cuchillos, Meredith, por favor -pidió.

Miré a las espinas que temblaban. Un fina rama parecía más baja que el resto. Solté a Doyle y puse una mano en mi corpiño para buscar la navaja dentro del sujetador. La saqué y la abrí. Frost pareció sorprendido y en absoluto contento. Rhys parecía sorprendido pero contento.

– No sabía que pudieras esconder un arma así en una prenda tan pequeña -dijo Frost.

– Quizá no tengamos que hacer tanto trabajo de protección como pensaba -dijo Rhys.

Galen me conocía lo suficiente para saber que en la corte siempre iba armada.

Entregué la navaja a Doyle y me levanté la falda. Cuando la falda estaba a la altura de mis rodillas, noté la atención de los hombres como un peso sobre mi piel. Los miré. Frost apartó la vista como si estuviera incómodo. Pero los demás o bien me miraban la pierna o bien la cara. Sé que habían visto más piel en piernas más largas.

– Si continuáis mirándome así, me lo voy a creer.

– Perdón -dijo Doyle.

– ¿Por qué esta atención repentina, señores? Habéis visto a las damas de la corte con mucha menos ropa.

Continué con la falda levantada hasta quitarme el liguero. Contemplaban cada movimiento igual que los gatos miran a un pájaro en una jaula.

– Pero las damas de la corte están fuera de nuestro alcance. Tú no lo estás -dijo Doyle.

Ah. Saqué el cuchillo del liguero. Dejé que la falda cayera de nuevo a su sitio y miré sus ojos siguiendo el movimiento de la ropa. Me gusta ser observada por los hombres, pero semejante nivel de escrutinio resultaba enervante. Si sobrevivía la noche, hablaría con ellos de esto. Pero como dijo Doyle, un problema cada vez.

– ¿Quién se queda con el cuchillo?

Tres manos pálidas se estiraron hacia él. Miré a Doyle. Al fin y al cabo, era el capitán de la Guardia. Asintió, como si aprobara mi elección. Sabía quién me gustaba más de los tres, pero no sabía quién era mejor con un cuchillo.

– Dáselo a Frost -dijo Doyle.

Le di el cuchillo sosteniéndolo por la punta; lo cogió con una pequeña reverencia. Observé por primera vez que había pequeñas manchas de sangre en su bonita camisa. Se había apoyado en las heridas de Galen. Necesitaba lavar la camisa o las manchas de sangre se secarían.

– Ya sé que Frost se merece una o dos miradas esta noche, Meredith, pero tú te has quedado embobada -dijo Doyle.

Asentí.

– Creo que sí.

Observé las espinas. Tenía un nudo en el estómago y las manos frías. Tenía miedo.

– Estira el brazo hacia el tallo que está más abajo. Te protegeremos hasta el último aliento de nuestros cuerpos. Ya lo sabes.

Asentí.

– Lo sé.

Lo sabía. Incluso lo creía, pero aun así… observé las espinas y mi mirada se fundió en la penumbra. Unos tallos tan grandes como mi pierna se enredaban sobre sí mismos como un montón de serpientes marinas. Algunas espinas eran tan grandes como mi mano, y captaban la luz con un brillo negro y apagado.

Volví a dirigir la mirada hacia abajo, hacia las pequeñas espinas de los tallos que tenía justo encima de la cabeza. Eran pequeñas, pero había un montón: una especie de armadura erizada de espinas.

Respiré profundamente y solté el aire. Empecé a levantar lentamente la mano, con el puño cerrado. Apenas tenía la mano a la altura de la frente cuando el tallo se desprendió hacia abajo como una serpiente por un agujero. Aquella cosa marrón me rodeó la muñeca, y las espinas se me clavaron en la piel como anzuelos en la boca de un pez. Sentí el dolor, agudo e inmediato, un segundo antes de que la primera gota de sangre apareciera en mi muñeca. La sangre resbalaba por mi piel como una caricia. Una lluvia carmesí, espesa y lenta, empezó a caer.

Galen se quedó a mi lado, moviendo sus manos a mi alrededor como si quisiera tocarme pero tuviera miedo.

– ¿No es suficiente? -preguntó.

– Parece que no -dijo Doyle.

Seguí la dirección de su mirada y encontré un segundo zarcillo colgando por encima de mi cabeza. Se detuvo cuando se detuvo el primero, esperando. Esperando a mi invitación a acercarse.

Miré a Doyle.

– Estás de broma. -Hace mucho tiempo que no se alimenta, Meredith.

– Has soportado más dolor que unas cuantas espinas -dijo Rhys.

– Hasta te gustó -dijo Galen.

– El contexto era distinto -dije.

– El contexto lo es todo -dijo, en voz baja. Había algo extraño en su voz, pero no tenía tiempo de descifrarlo.

– Ofrecería mi muñeca en tu lugar, pero no soy el heredero -dijo Doyle.

– Ni yo tampoco, todavía.

El tallo se movió lentamente, acariciándome el cabello como un amante que busca el camino hacia la tierra prometida. Le ofrecí mi otro brazo, con el puño cerrado. El rosal me envolvió la muñeca en un instante. Las espinas se hundieron en mi carne; el tallo se tensó. Ahogué un grito. Rhys tenía razón. Había sufrido penalidades mayores, pero cada dolor es singular, una tortura única. Los tallos se pusieron tirantes, levantando mis manos por encima de mi cabeza. Había tantas espinas que sentía como si algún pequeño animal intentase morderme la muñeca.

Corrió sangre por mis brazos en una lluvia delicada y continua. Al principio, podía sentir cada reguero de sangre, pero mi piel se insensibilizó ante tanta sensación. El dolor de mis muñecas atraía toda mi atención. Los tallos me hicieron poner de puntillas, hasta que su presa fue lo único que me impedía caer. El dolor agudo empezó a desvanecerse en una quemazón. No era veneno. Sólo era mi cuerpo que reaccionaba al dolor.

Oí la voz de Galen como si estuviera lejos.

– Ya basta, Doyle.

Hasta que lo oí no me di cuenta de que había cerrado los ojos. Había cerrado los ojos y me había entregado al dolor, porque sólo abrazándolo podía superarlo, viajar por él hasta el lugar donde no había dolor y yo flotaba en un mar de oscuridad. Su voz me hizo recuperar la conciencia, volví al desgarro de las espinas y a derramar mi propia sangre. Mi cuerpo se estremeció con aquella reacción súbita, y las espinas respondieron a este movimiento lanzándome al aire, sin tocar al suelo.

Grité. Alguien me sujetó de las piernas. Miré hacia abajo hasta descubrir que era Galen.

– Basta ya, Doyle -dijo.

– Nunca han bebido tanto de la reina -dijo Frost. Se había acercado a nosotros, con mi cuchillo en la mano.

– Si cortamos los tallos, nos atacarán -argumentó Doyle.

– Tenemos que hacer algo -dijo Rhys.

Doyle asintió.

Las mangas de mi chaqueta estaban empapadas de sangre. Pensé vagamente que me hubiera gustado ir vestida de negro, disimulaba más la sangre. El pensamiento me provocó una risita tonta. La luz gris parecía nadar a nuestro alrededor. Estaba mareada. Quería que la hemorragia se detuviera antes de tener náuseas. No hay nada como las náuseas provocadas por pérdida de sangre. Uno se siente demasiado débil para moverse y aun así quiere echar el estómago por la boca. Mi miedo se desvanecía en una sensación clara, casi brillante, como si el mundo estuviera rodeado de niebla.

Estaba peligrosamente cerca de desmayarme. Ya no podía aguantar más espinas. Intenté decir «basta», pero no salió ningún sonido. Me concentré en los labios y éstos se movieron, formando la palabra, pero no salió sonido alguno.

Entonces se oyó algo, pero no era mi voz. Los tallos del rosal silbaron y temblaron encima de mí. Levanté la cabeza para mirar, pero el cuello no podía sostenerla. Los zarzillos se enredaban encima de mí como un negra maraña de cuerdas. Las espinas que había alrededor de mi muñeca tiraban hacia arriba. Sólo los brazos de Galen sobre mis piernas impedían que el nido de espinas me levantara. El rosal tiraba de mi muñeca hacia arriba, y Galen me sujetaba, y mi cintura sangraba.

Grité. Grité una palabra:

– ¡Basta!

Los tallos se estremecieron, temblando contra mi piel. La habitación se llenó de golpe de hojas caídas. Se desencadenó una nevada marrón y seca. Percibí un olor fuerte y picante, como hojas de otoño y tras eso, como una segunda ola de aroma, el rico olor de la tierra fresca.

El rosal me dejó en el suelo. Galen me acarició, sosteniéndome en sus brazos a medida que los tallos me soltaban lentamente. Tanto los brazos de Galen como los tallos parecían extrañamente amables, si es que los dientes pueden ser amables mientras intentan darte un mordisco en el brazo.

El sonido de la puerta golpeando otra vez la pared fue el primer indicio que tenía de que los tallos se habían apartado de ella. Galen me sostenía en sus brazos y los tallos todavía mantenían mis muñecas por encima de la cabeza, cuando todos nos volvimos hacia el torrente de luz que procedía de las puertas abiertas.

La luz resplandecía, desconcertante, envuelta en un halo de niebla. Sabía que la luz sólo parecía brillante después de la oscuridad, y creí que el halo de niebla se debía a mi mareo, hasta que de aquella luz surgió una mujer. De cada uno de sus dedos color amarillo pálido se levantaba humo, como si éstos fueran velas recién apagadas.

Fflur entró en la habitación con un vestido completamente negro que daba a su piel amarilla el brillante color de los narcisos. Su pelo amarillo se esparcía por su ropa como una capa brillante que se enredaba en el viento de su propio poder.

Los guardias se repartieron a cada uno de sus lados. Muchos llevaban armas; el resto entró en la habitación con las manos vacías. Había veintisiete hombres en la Guardia de la Reina y el mismo número de mujeres en la Guardia del Rey, las cuales obedecían a Cel en ausencia de rey. Cincuenta y cuatro guerreros, y menos de treinta aparecieron por las puertas.

En la oscuridad, intenté memorizar cada cara, intenté recordar quién había acudido en nuestra ayuda y quién se había quedado rezagado, a salvo. Los guardias que no habían pasado por aquellas puertas habían perdido cualquier oportunidad sobre mi cuerpo.

Pero no me podía concentrar en todas las caras. Detrás de la Guardia apareció un montón de nuevas formas, la mayoría de ellas más bajas y mucho menos humanas.

Habían llegado los trasgos.

Los trasgos no eran criaturas de Cel. Éste fue mi último pensamiento antes de que la oscuridad se apoderase de mi visión y se comiera la niebla que tenía ante mis ojos. Me hundí en aquella bendita oscuridad como una piedra arrojada en el agua profunda, que sólo podía caer y caer, porque no había fondo.

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