27

En cuanto se abrieron las dos hojas de la puerta, la piedra cambió. La habitación de mi tía, la habitación de la reina, estaba construida con piedra negra. Una piedra brillante, casi cristalina, con aspecto de que podría hacerse añicos si nos apoyábamos con fuerza. Sin embargo, si se golpeaba con acero lo único que se conseguía era hacer saltar chispas de colores. Parecía obsidiana, pero era infinitamente más fuerte.

Frost se quedó tan cerca de la puerta de la habitación como pudo o, dicho de otro modo, tan lejos de la reina como pudo. Permanecía muy erguido, como una brillante figura plateada en medio de la oscuridad, pero algo en su manera de comportarse me decía que estaba cerca de la puerta por una buena razón. Una huida rápida, quizá.

La cama, apoyada contra la pared del fondo, estaba cubierta de sábanas, mantas e incluso pieles. Había un hombre en ella, un hombre joven. Su cabello era de un rubio de verano, largo arriba y corto hacia la mitad. Su cuerpo lucía un suave bronceado, natural o quizá conseguido bajo una lámpara de sol artificial. Tenía un brazo extendido, con la mano relajada. Parecía profundamente dormido y terriblemente joven. Si tenía menos de dieciocho años, era ilegal en todos los estados, porque mi tía era una sidhe y los humanos no nos confiaban sus hijos.

La reina se incorporó, emergiendo de entre aquel nido de colchas y piel negra, sólo un poco más oscura que el cabello que le caía por su cara pálida. Se había recogido el pelo en lo alto de la cabeza formando lo que parecía una corona negra, salvo por los tres largos bucles que le caían por la espalda. El corpiño del vestido era de vinilo negro y calado y dos finos tirantes realzaban los hombros blancos de Andais más que cubrirlos. La falda era gruesa, y le caía ligeramente por detrás; tenía el aspecto de cuero brillante pero se movía como tela. Sus manos estaban enfundadas en guantes de piel que cubrían toda la longitud de su brazo. Sus labios eran rojos; la sombra de ojos, negra y perfecta. Sus pupilas tenían tres tonalidades diferentes de gris, desde carbón hasta nube de tempestad y cielo pálido de invierno. El último color era tan pálido que parecía blanco. Por último, el maquillaje oscuro contribuía a resaltar unos ojos extraordinarios.

Antaño, la reina había podido vestirse con telas de araña, oscuridad y sombras: los seres sobre los que gobernaba tejían al antojo de la reina. Pero ahora estaba fascinada por la ropa de diseño y por su modisto privado. Era sólo un síntoma más del poder que habíamos perdido. Mi tío, el rey de la corte de la Luz, todavía se podía vestir de luz e ilusión. Algunos pensaban que esto demostraba que la corte de la Luz era más poderosa que la de la Oscuridad, pero jamás se hubieran atrevido a decirlo delante de tía Andais.

A1 levantarse la reina, se vio un segundo hombre, aunque éste no era mortal. Se trataba de Eamon, el consorte real. Su cabello negro le caía en ondas delicadas y gruesas alrededor de la cara. La pesadez de sus párpados era evidente, por sueño o por… otras cosas. Frost y Rhys se apresuraron a situarse al lado de la reina. Ambos la agarraron por la mano, enguantada en cuero, y el codo y la levantaron por encima del hombre rubio. La falda negra se arremolinó a su alrededor, dejando entrever varias enaguas negras y un par de sandalias de charol que mantenían al descubierto la mayor parte de sus pies. Cuando la levantaron y la depositaron graciosamente en el suelo, casi pensé que empezaría a sonar música y a aparecer bailarines desde algún lugar. Mi tía era ciertamente capaz de provocar esta ilusión.

Me apoyé en una rodilla, y mi vestido era lo bastante ancho para hacer que el gesto pareciera garboso. La tela volvería a su sitio cuando me levantara, uno de los motivos por los que lo había escogido. La liga estaba apretada contra la tela, pero lo único que se podía adivinar debajo de la ropa granate era que como mínimo llevaba una liga. El cuchillo no se veía. Todavía no incliné la cabeza. La reina estaba actuando y quería ser observada.

La reina Andais era sin duda una mujer alta, incluso para los criterios actuales: más de metro ochenta. Su piel brillaba como alabastro pulido y la perfecta línea negra de las cejas y sus gruesas pestañas constituían un sorprendente contraste.

Incliné la cabeza, porque era lo que se esperaba de mí, y la mantuve baja, con lo cual lo único que podía ver era el suelo y mi propia pierna. Oí cómo su falda se deslizaba por el suelo. Sus tacones hicieron un sonido agudo al pasar de la alfombra al suelo de piedra. Las ligas se levantaban al unísono a medida que caminaba hacia mí, y descubrí que era un miriñaque, áspero e incómodo en contacto con la piel.

Finalmente, apareció un trozo de falda negra en el suelo, a mis pies. Su voz era baja, un contralto gracioso:

– Saludos, princesa Meredith NicEssus, Hija de la Paz, Veneno de Besaba, hija de mi hermano.

Mantuve la cabeza inclinada, y la mantendría así hasta que me diera permiso para alzarla. No me había llamado sobrina, aunque había reconocido nuestro parentesco. Era un ligero insulto no mencionar la relación familiar que nos unía, pero hasta que no me llamase sobrina, no la podía llamar tía.

– Saludos, reina Andais, Reina del Aire y la Oscuridad, Amante de la Carne Blanca, hermana de Essus, mi padre. He venido de las regiones al oeste a petición tuya. ¿Qué quieres de mí?

– Nunca he entendido cómo lo haces -dijo.

Mantuve la mirada baja.

– ¿El qué, mi reina?

– Cómo puedes decir exactamente las palabras correctas con exactamente el tono de voz correcto y aun así no sonar sincera, como si lo encontraras todo terrible, terriblemente tedioso.

– Me disculpo si te he ofendido, mi reina.

Ésta era la respuesta más segura que podía ofrecer, porque efectivamente lo encontraba todo terrible, terriblemente tedioso. Simplemente, no había pensado que se manifestaría tan claramente en mi voz. Estaba allí de rodillas, con la cabeza inclinada, esperando que me autorizara a levantarme. Ni con tacones de cinco centímetros podría aguantar mucho tiempo en esta posición. Me costaba mantener el equilibrio. Si Andais lo deseaba, podía dejarme como estaba durante horas, hasta que mi pierna entera se durmiera, a excepción de un punto de dolor en la rodilla, donde descansaba casi todo mi peso. Mi récord de permanecer de rodillas era de seis horas y lo había conseguido después de romper el toque de queda, cuando tenía diecisiete años. Me hubieran dejado más rato, pero o me dormí o me desmayé, no estoy segura.

– Te has cortado el pelo -dijo mi tía.

Estaba empezando a memorizar la textura del suelo.

– Sí, mi reina.

– ¿Por qué te lo cortaste?

– Llevar el cabello casi hasta los tobillos te marca como sidhe de alta corte. Me he hecho pasar por humana.

Sentí que se inclinaba hacia mí. Su mano me levantó el pelo, desplazó sus dedos por él.

– Así pues, sacrificaste tu cabello.

– Es mucho más fácil de cuidar así de corto -dije, con la voz tan neutra como pude.

– Levántate, sobrina.

Me levanté lenta y cuidadosamente.

– Gracias, tía Andais.

De pie, me veía tremendamente baja, comparada con su alta y noble presencia. Con tacones, ella era unos treinta centímetros más alta que yo. La mayor parte del tiempo no tengo conciencia de ser baja, pero mi tía tenía intención de recordármelo. Quería hacerme sentir pequeña.

La miré y luché por no sacudir la cabeza y suspirar. Junto con Cel, Andais era lo que menos me gustaba de la corte de la Oscuridad. La observé con ojos tranquilos y me concentré en no exhalar ningún suspiro.

– ¿Te estoy aburriendo? -preguntó.

– No, tía Andais, por supuesto que no.

La expresión no me había traicionado. Había practicado durante años la expresión de indiferencia. Sin embargo, Andais había tenido siglos para perfeccionar su estudio de la gente. No podía leer nuestras mentes, pero su conciencia del menor cambio en el lenguaje corporal, en la respiración, era casi tan útil como la auténtica telepatía.

Las cejas perfectas de Andais se arrugaron ligeramente cuando me miró.

– Eamon, llévate a nuestra mascota y que te vista para el banquete en la otra habitación.

El consorte real agarró un salto de cama de brocado púrpura de entre la maraña de cojines y se lo puso antes de levantarse. El cabello le caía en una negra melena enmarañada casi hasta los tobillos. El púrpura oscuro de la bata no servía tanto para esconderle el cuerpo como para enmarcar su piel blanca.

Inclinó ligeramente la cabeza al pasar cerca de mí. Yo hice lo mismo. Le dio a Andais un beso delicado en la mejilla y caminó hacia la pequeña puerta que conducía al dormitorio más pequeño y al cuarto de baño situado detrás. La instalación de agua corriente era una de las comodidades modernas que la corte había adoptado.

El rubio se sentó en el borde de la cama, desnudo. Se levantó, estirando su cuerpo hasta formar una larga línea de carne bronceada. Me lanzó una mirada mientras lo hacía, y cuando se dio cuenta de que lo estaba observando, sonrió. Su sonrisa era depredadora, lasciva, agresiva. Las «mascotas humanas» nunca entendían bien la desnudez despreocupada de los guardias.

El rubio se dirigió hacia nosotros contoneándose. Provocador. No era su desnudez lo que me hacía sentir incómoda, sino su expresión.

– Supongo que es nuevo -dije.

Andais dedicó al hombre una mirada gélida. Tenía que ser muy novato para no darse cuenta de lo que significaba aquella mirada. No le gustaba, no le gustaba en absoluto.

– Dile lo que piensas de su alarde, sobrina.

Su voz era muy tranquila, pero había un tono subyacente que una casi podía sentir en la lengua, como algo amargo entre dulces. Miré al joven desde sus pies desnudos hasta su pelo recién cortado. Sonreía mientras lo hacía, acercándose a mí, como si la mirada fuese una invitación. Decidí acabar con su sonrisa.

– Es joven y guapo, pero Eamon está mejor dotado.

Esto detuvo al mortal y le hizo torcer el gesto. Recuperó la sonrisa, pero había perdido toda su seguridad.

– No creo que sepa lo que significa dotado -dijo Andais.

La miré.

– Nunca los has elegido por su inteligencia -dije.

– Uno no habla con su mascota, Meredith. Ya deberías saberlo.

– Si quiero una mascota, me conseguiré un perro. Esto… -señalé al joven-. Me resulta demasiado caro de mantener.

El joven estaba frunciendo el entrecejo, mirándonos a las dos, obviamente descontento y también desconcertado. Andais había roto una de mis normas fundamentales para el sexo. Independientemente de lo cuidadosa que una sea, puede acabar embarazada. Éste es el motivo para el que está pensado el sexo, al fin y al cabo. Así pues, no te acuestes nunca con nadie que sea mezquino o estúpido. El rubio era guapo, pero no lo bastante para compensar el asombro de su rostro.

– Ve con Eamon. Ayúdale a vestirse para el banquete -dijo Andais.

– ¿Puedo ir al baile de esta noche, mi señora? -preguntó.

– No -dijo.

Se volvió hacia mí, como si el mortal hubiera dejado de existir. Cuando me miró percibí en ella un sombrío temor. Sabía que la había insultado, pero no estaba muy segura de cuándo. Su mirada me hizo estremecer. Había gente en la corte mucho más fea que su nueva mascota con la que me habría acostado antes.

– No lo apruebas -dijo.

– Sería presuntuoso por mi parte aprobar o desaprobar las acciones de mi reina -dije.

Se echó a reír.

– Ya estás otra vez, diciendo exactamente lo que tendrías que decir, pero logrando que suene como un insulto.

– Perdóname -dije, y empecé a arrodillarme de nuevo.

Me puso una mano en el brazo para detenerme.

– No, Meredith, no. La noche no durará eternamente, y tú te alojas en un hotel. De manera que no tenemos mucho tiempo. -Apartó su mano sin hacerme daño-. Ciertamente, no tenemos tiempo para juegos, ¿verdad?

La miré, estudié su cara sonriente, e intenté decidir si era sincera o si se trataba de algún tipo de trampa. Finalmente, dije:

– Si deseas jugar, mi reina, entonces me honraré en ser incluida. Si hay cuestiones que atender, me honro entonces en que también se me incluya, tía Andais.

Volvió a reír.

– Oh, buena chica, por recordarme que eres mi sobrina, mi pariente de sangre. Tienes miedo de mi carácter, no confías en él, así que me recuerdas lo que verdaderamente vales para mí. Muy bien.

No parecía una pregunta, de modo que no dije nada, porque además tenía toda la razón.

Me miró a la cara, pero dijo:

– Frost.

El guardia se acercó a ella, con la cabeza inclinada.

– Mi reina.

– Ve a tu habitación y ponte la ropa que he hecho confeccionar para ti, para esta noche.

Se arrodilló.

– La ropa no me va… bien, mi reina.

Vi cómo la luz se moría en sus ojos, dejándolos tan fríos y vacíos como un cielo blanco de invierno.

– Sí -dijo-, sí te va bien. La hicieron para ti. -Cogió un montón de su pelo de plata y le levantó la cabeza-. ¿Por qué no te la has puesto? -pasó la lengua por sus labios.

– Mi reina, la otra ropa me resultaba incómoda.

Andais ladeó la cabeza igual que un cuervo cuando mira los ojos de un ahorcado antes de comérselos.

– Incómoda, incómoda. ¿Lo oyes, Meredith? La ropa que he diseñado para él le resultaba incómoda.

Echó la cabeza de Frost hacia atrás, tanto que pude ver el latido del pulso en su cuello.

– Te he oído, tía Andais -dije, y esta vez mi voz era todo lo neutra que podía, anodina y vacía. Alguien estaba a punto de resultar herido, y no quería ser yo. Frost estaba loco. Yo me habría puesto esa ropa.

– ¿Qué crees que deberíamos hacer con nuestro desobediente Frost? -preguntó.

– Obligarle a regresar a su habitación y cambiarse de ropa -dije.

Empujó la cabeza del guardia hasta doblarle la columna vertebral e intuí que podía romperle el cuello con sólo un poco más de presión.

– Eso no es castigo suficiente, sobrina. Ha desobedecido una orden directa mía. Eso no está permitido.

Intenté pensar en algo que Andais encontrara divertido, sin causar daño a Frost. Mi mente se quedó en blanco. Nunca había sido particularmente buena en este juego en concreto. Entonces, tuve una idea.

– Has dicho que no jugaríamos más esta noche, tía Andais. La noche es corta.

Soltó a Frost tan abruptamente que cayó al suelo de cuatro patas. Estaba arrodillado, con la cabeza inclinada y su cabello plateado tapándole la cara como una cortina.

– Así es -dijo Andais-. ¡Doyle!

Doyle se presentó ante la reina, inclinando la cabeza.

– ¿ Mi señora?

Lo miró, y con esto bastó. Se dejó caer sobre una rodilla. La capa se abrió a su alrededor como agua negra. Estaba arrodillado al lado de Frost, tan cerca de él que sus cuerpos casi se tocaban.

Andais puso una mano en cada una de las cabezas de sus guardias, un toque ligero esta vez.

– Qué pareja más bonita, ¿no te parece?

– Sí -dije.

– Sí ¿qué? -dijo.

– Sí, son una bonita pareja, tía Andais -dije.

Asintió, como si la hubiera complacido.

– Te encargo, Doyle, llevar a Frost a su habitación y comprobar que se ponga la ropa que he hecho confeccionar para él. Llévale al banquete con esa -ropa o entrégalo a Ezekial para que sea torturado.

– Como desee mi señora, así se hará -dijo Doyle. Se levantó y tiró del brazo de Frost para ponerlo en pie.

Los dos se encaminaron hacia la puerta, con las cabezas inclinadas. Doyle me dirigió una mirada mientras se iban. Quizá se excusaba por dejarme a solas con ella, o me advertía de algo. No pude descifrarlo. Pero se fue de la habitación con mi pistola todavía en la cartuchera. Me habría gustado tener el arma.

Rhys se desplazó para colocarse al lado de la puerta, como un buen guardia. Andais observó su movimiento igual que los gatos cuando miran a los pájaros, pero lo que dijo fue bastante suave.

– Espera fuera, Rhys. Quiero hablar en privado con mi sobrina.

Su rostro denotó sorpresa. Me miró, como si estuviera solicitando mi permiso.

– Obedece, ¿o quieres ir con los otros a ver a Ezekial?

Rhys negó con la cabeza.

– No, señora, haré lo que se me ordena.

– Sal -dijo.

Al salir me miró de reojo una vez más, pero cerró la puerta detrás de él. La habitación se tornó de golpe muy, muy silenciosa. El sonido del vestido de mi tía al moverse por el pasillo resonaba en medio de la calma, como las escamas secas de una serpiente enorme. Caminó hasta el extremo de la habitación, donde unos peldaños conducían a una pesada cortina negra. Descorrió la cortina para revelar una mesa de madera con una silla tallada a un lado y un taburete sin respaldo en el otro. Había un tablero de ajedrez sobre la mesa redonda, cuyas pesadas piezas estaban gastadas por el roce de manos que las habían deslizado sobre el mármol a lo largo de siglos. El tablero de mármol tenía literalmente estrías, como senderos creados por pisadas repetidas.

Había una caja de armas apoyada contra la pared redondeada de la gran alcoba, llena de rifles y de pistolas. Dos ballestas colgaban de la pared encima de la caja de madera. Sabía que las flechas estaban debajo, tras las puertas cerradas de la parte inferior, junto con las municiones. Había un lucero del alba, con una bola claveteada al extremo de una cadena y una maza, montado a un lado de la caja de armas. Estaban cruzadas como las espadas de la otra cara de la caja. Debajo de la maza y el lucero del alba había un enorme escudo con la librea de Andais en la superficie: un cuervo, un búho y rosas rojas. El escudo de Eamon estaba debajo de las espadas cruzadas. En la pared tampoco faltaban cadenas para muñecas y tobillos. Encima de éstas, un látigo enroscado como una serpiente colgaba de un gancho. Un látigo más pequeño colgaba por encima de las cadenas de la derecha. Hubiera dicho que era un azote de nueve nudos, pero tenía muchos más, cada uno rematado por una pequeña bola de hierro 0 un gancho de acero.

– Veo que tus hobbies no han cambiado -dije. Intenté ser neutra, pero la voz me traicionó. A veces, cuando ella descorría la cortina, uno jugaba al ajedrez. Otras veces no.

– Ven, Meredith, siéntate. Vamos a hablar. -Se sentó en la silla de alto respaldo, colocándose la cola de su vestido sobre un brazo para que no se arrugara. Me indicó el taburete-. Siéntate, Meredith. No muerdo. -Sonrió, y a continuación estalló en una carcajada-. Al menos, de momento.

Era lo más parecido a una promesa de que no me haría daño -todavía- que iba a obtener. Me senté en el alto taburete, con los tacones de mis zapatos enlazados en una de las barras de madera para no perder el equilibrio. Creo que en ocasiones Andais ganaba las partidas de ajedrez simplemente porque su rival se caía de espaldas.

Toqué el extremo del pesado tablero de mármol.

– Mi padre me enseñó a jugar al ajedrez en el tablero gemelo de éste -dije.

– No necesitas recordarme otra vez que eres la hija de mi hermano. No tengo intención de hacerte daño esta noche.

Acaricié el tablero y la miré, fijándome en aquellos agradables pero peligrosos ojos.

– Quizás iría con menos cautela si no dijeras cosas como «no tengo intención de hacerte daño esta noche», quizá podrías decir simplemente «no tengo intención de hacerte daño». -Lo formulé a medio camino entre la pregunta y la afirmación.

– Oh, no, Meredith. Decir eso sería como mentir, y nosotros no mentimos. Podemos hablar hasta que pienses que el negro es blanco y que la luna está hecha de queso tierno, pero no mentimos.

– Así pues, tienes la intención de hacerme daño, sólo que no esta noche – dije, tan tranquilamente como pude.

– No te haré daño si no me obligas.

La miré entonces, frunciendo el entrecejo.

– No lo entiendo, tía Andais.

– ¿Te has preguntado alguna vez por qué hago célibes a mis hermosos hombres?

La pregunta era tan inesperada que me limité a mirarla durante uno o dos segundos. Finalmente, abrí la boca y pude hablar.

– Sí, tía, me lo he preguntado. -En realidad, había sido el gran debate durante siglos: ¿por qué lo había hecho?

– Durante siglos, los hombres de nuestra corte esparcieron sus semillas muy lejos. Había muchos con sangre mezclada, pero cada vez menos sidhe de sangre pura. Por eso los obligué a conservar sus energías.

La miré.

– Entonces, ¿por qué no concederles acceso a las mujeres de la alta corte?

Se echó hacia atrás en la silla, y sus manos enguantadas en cuero acariciaron los brazos de madera tallada del mueble.

– Porque quería que continuara mi línea sanguínea, no la suya.

Hubo una época en la que habría preferido que murieses antes de que heredaras mi trono.

Busqué sus ojos pálidos.

– Sí, tía Andais.

– Sí, ¿qué?

– Sí, lo sé.

– Vi que los mestizos se apoderaban de toda la corte. Los humanos no sólo nos habían conminado bajo tierra, sino que su sangre estaba corrompiendo nuestra corte.

– Estoy de acuerdo, tía, creo que los humanos siempre nos han engendrado. Tiene algo que ver con el hecho de que son mortales.

– Essus me dijo que eras su hija. Que te quería. También me dijo que serías una reina excelente algún día. Me reí de él. -Me miró a la cara-. Ahora no estoy riendo, sobrina.

Parpadeé.

– No lo entiendo, tía.

– Tienes sangre de Essus en tus venas. La sangre de mi familia. Es mejor que continué un poco de mi sangre que nada. Quiero que continúe nuestra línea sanguínea, Meredith.

– No estoy segura de lo que quieres decir con «nuestra», tía. -Aunque me asustaba pensar que sí lo sabía.

– Nuestra, nuestra, Meredith, la tuya, la mía, la de Cel.

El añadido de mi primo en la lista hizo que se me formara un nudo en el estómago. No era desconocido entre elfos casarse con familiares próximos. Si era eso lo que tenía en mente, estaba en un buen lío. El sexo no es un destino peor que la muerte. El sexo con mi primo Cel podía serlo.

Miré las piezas de ajedrez porque no confiaba en mi expresión. No iba a acostarme con Cel.

– Quiero que continúe nuestra línea sanguínea, Meredith, a cualquier precio.

Finalmente levanté la cabeza, con rostro inexpresivo.

– ¿Cuál puede ser ese precio, tía Andais?

– Nada tan desagradable como lo que parece que estás pensando. De verdad, Meredith, no soy tu enemiga.

– Si me permites la osadía, tía, tampoco eres mi amiga.

Asintió.

– Es totalmente cierto. No significas nada para mí aparte de la posibilidad de continuar nuestra línea.

No pude evitar sonreír.

– ¿Tiene gracia lo que acabo de decirte? -preguntó.

– No, tía Andais, sin duda no tiene ninguna gracia.

– Muy bien, déjame hablar francamente. Saqué de mi mano el anillo que llevas en la tuya.

La miré. No parecía albergar malas intenciones. En realidad, no parecía saber nada del intento de asesinato en el coche.

– Es un obsequio que aprecio sinceramente -dije, pero no me convencí ni a mi misma.

O bien no lo oyó o bien no hizo caso.

– Galen y Barinthus me contaron que el anillo vuelve a revivir en tu mano. Estoy más contenta de lo que te puedas imaginar, Meredith.

– ¿Por qué? -pregunté.

– Porque si el anillo hubiese permanecido apagado en tu mano, esto significaría que eres estéril. El hecho de que el anillo viva es prueba de tu fertilidad.

– ¿Por qué reacciona ante cualquiera que lo toque?

– ¿Ante quién más ha reaccionado, además de Galen y Barinthus? -preguntó.

– Ante Doyle y Frost.

– ¿Y ante Rhys no? -preguntó.

Negué con la cabeza.

– No.

– ¿Tocaste la plata con su piel desnuda?

Empecé a decir que sí, y a continuación pensé sobre ello.

– Me parece que no, creo que sólo le toqué la ropa.

– Tiene que ser piel al desnudo -dijo Andais-. Hasta la más fina tela puede pararlo.

Se inclinó hacia adelante, colocando sus manos encima de la mesa, cogiendo una torre de ajedrez capturada, dándole la vuelta con sus manos con guantes. Si hubiese sido cualquier otro, habría pensado que estaba nerviosa.

– Voy a rescindir la orden de celibato para mi Guardia.

– Mi señora -dije, con la voz dulce por la respiración que había tomado-. Es una noticia maravillosa. -Tenía mejores adjetivos, pero me quedé en maravilloso. Nunca era bueno mostrarse demasiado complacido ante la reina. Aunque no dejaba de preguntarme por qué me lo contaba a mí en primer lugar.

– El compromiso quedará levantado para ti y sólo para ti, Meredith. -Se concentró en la pieza de ajedrez, sin mirarme a los ojos.

– Perdón, señora. -Ni tan siquiera intenté disimular la sorpresa.

Levantó la mirada.

– Quiero que continúe nuestra línea de sangre, Meredith. El anillo reacciona ante los guardias que todavía pueden engendrar hijos. Si el anillo se queda quieto, no te preocupes por ellos. Pero si el anillo reacciona, entonces puedes acostarte con ellos. Quiero que elijas a varios guardias para acostarte con ellos. No me importa quiénes, pero dentro de tres años quiero un niño tuyo, un hijo de tu sangre. -Dejó la pieza de ajedrez y me miró.

Me lamí los labios e intenté pensar en una manera educada de plantear preguntas.

– Ésta es una oferta muy generosa, mi reina, pero cuando dices varios, ¿qué quieres decir exactamente?

– Quiero decir que deberías elegir a más de dos; tres o más a la vez.

Me quedé parada durante algunos segundos, porque nuevamente me faltaba información y no quería mostrarme grosera.

– Tres a la vez, ¿de qué manera, señora?

Frunció el entrecejo.

– Oh, por Dios, ¡no hagas estas preguntas, ¡Meredith!

– De acuerdo -dije-, cuando dices tres o más a la vez, ¿quieres decir literalmente en la cama conmigo a la vez, o sólo salir con tres de ellos a la vez?

– Como quieras interpretarlo -dijo-. Llévatelos a la cama uno por uno, o todos a la vez, mientras te los lleves.

– ¿Por qué tienen que ser tres o más a la vez?

– ¿Es una perspectiva tan horrible elegir entre algunos de los hombres más bellos de la tierra? ¿Concebir un niño de uno de ellos y continuar la línea? ¿Es eso tan terrible?

La miré, intentando descifrar aquel bello rostro, pero sin éxito.

– Apruebo liberar a los hombres del celibato, pero, queridísima tía, no hagas de mí su única posibilidad. Te lo ruego. Se tirarán uno encima del otro como lobos hambrientos, y no porque yo sea un premio fantástico, sino porque siempre es mejor alguien que nadie.

– Ésta es la razón por la que insisto en que te acuestes con más de uno a la vez. Tienes que acostarte con la mayoría de ellos antes de hacer tu elección. Para que todos sientan que han tenido una oportunidad. Por lo demás, tienes razón. Habrá duelos hasta que no quede nadie en pie. Haz que se esfuercen en seducirte a ti en lugar de en matarse los unos a los otros.

– Me gusta el sexo, mi reina, y no tengo intenciones de ser monógama, pero hay algunos de tu Guardia a los que no puedo dirigir la palabra, y el sexo es algo más que una conversación educada.

– Te haré mi heredera -dijo, con una voz muy tranquila.

Miré su rostro impenetrable. No daba crédito a mis oídos.

– ¿Lo podrías repetir, por favor, mi reina?

– Te haré mi heredera -dijo. La miré.

– ¿Y qué piensa de ello mi primo Cel?

– Aquel de entre vosotros que me dé un niño en primer lugar, heredará el trono. ¿No es esto agradable de oír?

Me levanté, demasiado abruptamente, y el taburete cayó al suelo. La miré durante unas décimas de segundo. No estaba segura de qué decir, porque lo sucedido no me parecía real.

– Voy a puntualizar humildemente, tía Andais, que yo soy mortal y tú no. Seguramente me sobrevivirás algunas centurias. Incluso si pariera un hijo, nunca ocuparía el trono.

– Te cederé mi puesto -dijo.

Supe que estaba jugando conmigo. Todo era una especie de juego. Tenía que serlo.

– Una vez contaste a mi padre que ser reina era toda tu existencia. Que te gustaba ser reina más que cualquier cosa o cualquier persona.

– Querida, tienes una gran memoria para conversaciones escuchadas a escondidas.

– Siempre has hablado sin tapujos ante mí, tía, como si fuera uno de tus perros. Casi me ahogaste cuando tenía seis años. Ahora me dices que abdicarías por mí. ¿Qué cosa del reino de los bienaventurados puede haberte hecho cambiar de opinión tan completamente?

– ¿Te acuerdas de lo que Essus me respondió aquella noche? -preguntó.

Negué con la cabeza.

– No, mi reina.

– Essus dijo: «Incluso si Merry no llega nunca al trono, será más reina ella que Cel rey».

– Aquella noche le golpeaste -dije-. Nunca recuerdo por qué.

Andais asintió.

– Éste era el motivo.

– Así pues, no estás contenta con tu hijo.

– Eso es asunto mío -dijo.

– Si dejo que me asciendas a coheredera con Cel, será el mío. Tenía el gemelo en el bolso. Pensé en enseñárselo a ella, pero no lo hice. Andais había vivido negando lo que era Cel y de qué era capaz durante siglos. Hablar a la reina en contra de Cel era arriesgado. Por lo demás, el gemelo podía pertenecer a uno de los guardias, aunque no se me ocurría ningún motivo por el cuál, sin que lo pidiera Cel, algún guardia pudiera desear mi muerte.

– ¿Qué quieres, Meredith? ¿Qué quieres que te pueda dar y que merecería que hicieras lo que te pido?

Me estaba ofreciendo el trono. Barinthus estaría complacido. ¿Lo estaba yo?

– ¿Estás segura de que la corte me aceptará como reina?

– Te anunciaré como Princesa de la Carne esta noche. Se quedarán impresionados.

– Si se lo creen -dije.

– Lo harán si yo lo ordeno -dijo.

La miré, estudié su cara. Creía en sus palabras. Andais se sobrestimaba. Pero una arrogancia tan absoluta era típica de las sidhe.

– Ven a casa, Meredith, no perteneces a los humanos.

– Como me has recordado muchas veces, tía, soy humana en parte.

– Hace tres años estabas contenta y feliz. No tenías intenciones de abandonarnos. -Se acomodó en su silla, mirándome, permitiéndome estar de pie ante ella-. Sé lo que hizo Griffin.

Busqué sus ojos pálidos, pero no pude sostener su mirada. No había piedad en ella, sólo frialdad, como si quisiera simplemente observar mi reacción, nada más.

– ¿De veras crees que me fui de la corte a causa de Griffin?

No oculté mi sorpresa. Ella no podía creer honestamente que me hubiera ido de la corte porque alguien me había roto el corazón.

– La última disputa que tuvisteis los dos fue muy aireada. -Recuerdo la disputa, queridísima tía, pero no es ése el motivo por el que me fui de la corte. Me fui porque no iba a sobrevivir al próximo duelo.

Hizo caso omiso de mi afirmación. En ese momento, me di cuenta de que nunca creería de lo que era capaz su hijo, a no ser que se lo mostrara más allá de toda duda. No disponía de una prueba irrebatible, y sin ella no le podía comunicar mis sospechas, no sin arriesgar mi vida.

Andais continuó hablando de Griffin como si él fuera el verdadero motivo de mi partida.

– Pero fue Griffin quien empezó la disputa. Fue él quien quería saber por qué no estaba en tu cama y en tu corazón como antes. Lo habías estado persiguiendo por la corte durante noches, y de pronto era él quien te iba detrás. ¿Qué hiciste para que cambiara de opinión tan deprisa?

– Lo rechacé en mi cama.-La miré a los ojos, pero no había diversión en ellos, sólo una intensidad constante.

– ¿Y eso bastó para hacer que te persiguiera en público como una verdulera enfadada?

– Creo que estaba convencido de que lo perdonaría, de que lo castigaría durante una temporada y después volvería a aceptarlo. Esa última noche se convenció por fin de que no hablaba por hablar.

– ¿Qué le dijiste? -preguntó.

– Que no volvería a estar nunca más conmigo a este lado de la tumba.

Andais clavó su mirada en mí.

– ¿Todavía le quieres?

– No.

– Pero todavía sientes algo por él. -No era una pregunta.

Negué con la cabeza.

– Siento algo sí, pero nada bueno.

– Si todavía quieres a Griffin, puedes tenerlo un año más. Si por entonces todavía no estás encinta, te pediré que elijas a otro.

– No quiero a Griffin, ya no le amo.

– Percibo un lamento en tu voz, Meredith. ¿Estás segura de que no es él a quien quieres?

Suspiré, y apoyé las manos en el tablero de la mesa. Me sentía incómoda y cansada. Me había esforzado mucho por no pensar en Griffin y en el hecho de que lo vería esa noche.

– Si él pudiera sentir por mí lo que yo sentía por él, si pudiera estar tan enamorado de mí como yo lo estuve yo de él, entonces le querría, pero no puede. No puede ser de otra forma de como es, ni yo tampoco. -La miré a través de la mesita.

– Puedes incluirle en la contienda por tu corazón, o puedes excluirle de la competición. Tú decides.

Asentí y me enderecé.

– Gracias, queridísima tía.

– ¿Por qué estas palabras salen de tus labios como el más vil de los insultos?

– No pretendía insultar.

Me hizo callar.

– No te molestes, Meredith. Se ha perdido el afecto entre nosotras. Las dos lo sabemos. -Me miró de pies a cabeza-. Tu vestimenta es aceptable, aunque no es la que hubiera elegido yo.

Sonreí, pero no era una sonrisa alegre.

– Si hubiera sabido que me iban a nombrar heredera esta noche, me habría puesto un Tommy Hilfiger original.

La reina rió y se puso en pie entre un susurro de faldas.

– Puedes comprarte todo un guardarropa nuevo, si quieres. O podemos hacer que los modistos de la corte diseñen uno para ti.

– Estoy bien así -dije-, pero gracias por la oferta.

– Eres independiente, Meredith. Nunca me ha gustado ese rasgo tuyo.

– Lo sé -dije.

– Si Doyle te hubiera dicho en las tierras del oeste lo que había reservado para ti esta noche, ¿habrías venido voluntariamente o habrías intentado huir?

La miré.

– Me estás nombrando heredera. Me permites citarme con toda la Guardia. No es un destino peor que la muerte, tía Andais. ¿O acaso hay algo de lo que no me hayas hablado todavía?

– Coge el taburete, Meredith. Vamos a dejar la habitación como estaba, ¿de acuerdo?

Bajó los peldaños de piedra hacia la puerta que se abría en la contraria.

Yo cogí el taburete, pero no me gustaba que no hubiera contestado a mi pregunta. Aún no me lo había dicho todo.

La llamé antes de que abriera la pequeña puerta.

– Tía Andais.

Se volvió.

– Sí, sobrina.

Su expresión era vagamente divertida, de condescendencia.

– Si el hechizo de lujuria que colocaste en el coche hubiese funcionado y Galen y yo hubiésemos hecho el amor, ¿nos habrías matado a los dos?

Parpadeó, y la leve sonrisa que había mostrado desapareció.

– ¿Hechizo de lujuria? ¿De qué me hablas?

Se lo conté.

Hizo un gesto de negación con la cabeza.

– No era mi hechizo.

Levanté la mano y el anillo brilló.

– Pero el hechizo utilizó tu anillo para alimentar su poder.

– Te doy mi palabra, Meredith. No puse ningún tipo de hechizo en la Carroza Negra. Me limité a dejar el anillo allí para que lo encontraras, eso es todo.

– ¿Dejaste el anillo o se lo diste a alguien para que lo pusiera en la carroza? -pregunté.

Rehusó mi mirada.

– Lo puse allí.

Sabía que estaba mintiendo.

– ¿Conoce alguien más tu plan de rescindir la orden de celibato en lo que a mí concierne?

Negó con la cabeza, y un rizo negro y largo resbaló por su hombro.

– Eamon lo sabe, nadie más, y sabe reservarse la opinión.

Asentí.

– Sí, es cierto. -Mi tía y yo nos miramos mutuamente, una a cada extremo de la habitación, y vi cómo se formaba la idea en sus ojos y se extendía por su rostro.

– Alguien intentó asesinarte -dijo.

Asentí.

– Si Galen y yo hubiésemos hecho el amor, habrías podido matarme por ello. El destino de Galen parece un accidente en todo esto.

La ira iluminó su rostro como una vela dentro de un vaso.

– Sabes quién lo hizo -afirmé.

– No lo sé, pero sé quién sabía que ibas a ser nombrada coheredera.

– Cel -dije.

– Tenía que prepararle -añadió.

– Sí.

– Él no lo hizo -dijo, y por primera vez había en su voz algo semejante a la protesta que se detecta en la voz de una madre cuando defiende a su hijo.

Me limité a mirarla con rostro inexpresivo. Era lo mejor que podía hacer, porque conocía a Cel. No cedería su primogenitura simplemente por el antojo de su madre, reina o no.

– ¿Qué hizo Cel para enfadarte? -pregunté.

– Te digo, igual que se lo dije a él, que no estoy enfadada con él. Pero su voz traslucía una protesta demasiado fuerte. Por primera vez esa noche, Andais se había puesto a la defensiva, y eso me gustaba.

– ¿Cel no se lo creyó, verdad?

– Conoce mis motivos -dijo.

– ¿Te importaría compartirlos conmigo? -pregunté.

Sonrió con la primera sonrisa genuina de aquella noche. Un movimiento de labios casi incómodo. Me señaló con un dedo enguantado.

– No, mis motivos sólo me conciernen a mí. Quiero que elijas a alguien para tu cama esta noche. Llévatelo al hotel. No me importa quién sea, pero quiero empezar esta noche.

La sonrisa se había borrado. Volvía a ser ella, impenetrable, fría, misteriosa y al mismo tiempo, absolutamente obvia.

– Nunca me has entendido, tía.

– ¿Y qué quieres decir con eso, si se puede saber?

– Quiero decir, queridísima tía, que si te hubieras guardado esta última orden, probablemente me habría llevado a alguien a la cama esta noche. Pero al ordenarme que lo haga me haces sentir como una puta de palacio. No me gusta.

Se levantó las faldas de manera que la cola se deslizara tras ella, y caminó hacia mí. A medida que se movía, su poder empezó a desplegarse, inundando la habitación como chispas invisibles que me mordían la piel. Las dos primeras veces salté, después me quedé allí y dejé que su poder me royera la piel. Llevaba acero, pero unos pocos cuchillos nunca me habían bastado para resistir su magia. Tenían que ser mis propios poderes recién descubiertos los que impidieran que la situación fuera a peor.

Sus ojos se estrecharon cuando se plantó ante mí. Yo estaba encima de la pequeña plataforma, de modo que quedábamos a la misma altura. Su magia salió de ella como una pared de fuerza que avanzaba. Tuve que hacer fuerza con los pies como si estuviera de pie frente el viento. La pequeña quemazón de las mordeduras se había convertido en un dolor constante como estar de pie ante un horno; sin tocar la superficie al rojo, pero sabiendo que con sólo un pequeño empujón, tu piel se quemaría y echaría chispas.

– Doyle dijo que tus poderes habían aumentado, pero no me lo acababa de creer. Pero aquí estás, ante mí, y tengo que aceptar que al fin eres una verdadera sidhe. -Puso el pie en el último peldaño-. Pero no olvides nunca que la reina, aquí, soy yo, no tú. Por muy poderosa que llegues a ser, nunca serás rival para mí.

– Nunca lo pretendería, mi señora -dije. Mi voz temblaba ligeramente.

Su magia me empujó. No podía respirar bien. Pestañeé como si estuviera mirando al sol. Luché por mantenerme en pie.

– Mi señora, dime lo que quieres que haga y lo haré. No te he desafiado en modo alguno.

Subió otro peldaño y, esta vez, me eché al suelo. No quería que me tocara.

– Que te quedes de pie ante mi poder, ya es un desafío.

– Si quieres que me arrodille, me arrodillaré. Dime lo que quieres, mi reina, y te lo daré. -No quería entrar en una disputa de magia con ella, porque sin duda llevaba todas las de perder.

– Haz que el anillo cobre vida en mi dedo, sobrina.

No sabía qué decir. Finalmente, levanté mi mano hacia ella. -¿Quieres recuperar el anillo?

– Más de lo que puedas llegar a imaginar, pero ahora es tuyo, sobrina. Deseo que disfrutes de él. -Esto último sonaba más como una maldición que como una bendición.

Me dirigí hacia el extremo más alejado de la mesa, agarrándome a ella para mantener el equilibrio contra la creciente presión de su magia.

– ¿Qué quieres de mí?

No me respondió. Andáis levantó las dos manos hacia mí y la presión se convirtió en una fuerza que me empujó hacia atrás. Durante un segundo volé por los aires hasta que mi espalda chocó contra la pared y un instante después, mi cabeza.

Cuando se me aclaró la visión, Andáis estaba de pie delante de mí, con un cuchillo en la mano. Colocó la punta en el pequeño hueco de la base de mi garganta y apretó hasta que noté que me perforaba la piel. Colocó su dedo enguantado en la herida y lo sacó con una gota de mi sangre. Puso el dedo hacia abajo para que la gotas cayera temblorosa al suelo.

– Quiero que sepas algo, sobrina. Tu sangre es mi sangre, y éste es el único motivo por el que me importa lo que te suceda. No me importa si te gusta o no lo que he planeado para ti. Necesito que continúes nuestra línea sanguínea, pero si no contribuyes a ello, no te necesito.

Retiró el cuchillo muy despacio, hasta dejarlo a cinco centímetros de mi piel. Colocó la hoja contra mi mejilla, con la punta peligrosamente cerca de mis ojos. Notaba el pulso en la lengua, y me había olvidado de respirar. A1 ver su cara, supe que podía matarme así, sin más.

– Lo que no me sirve, lo desechó, Meredith. -Apretó la hoja contra mi piel; cuando parpadeaba, la punta del cuchillo me rozaba las pestañas-. Elegirás a alguien para acostarte con él esta noche. No me importa quién. Puesto que has invocado derechos de virgen, eres libre de volver a Los Ángeles, pero tendrás que elegir a alguno de mis guardias para que te acompañe. Así que mírales esta noche, Meredith, con esos ojos tuyos de esmeralda, verde y oro, esos ojos de la corte de la Luz, y escoge. -Colocó su cara al lado de la mía, tan cerca que hubiera podido besarme. Murmuró las últimas palabras en mi boca-. Fóllate a uno esta noche, Meredith, porque si no lo haces, mañana por la noche entretendrás a la corte con un grupo a mi elección. -Sonrió, y era la sonrisa que asomaba a su rostro cuando pensaba en algo perverso y doloroso-. Como mínimo uno de los que escojas tiene que ser de suficiente confianza, para que espíe para mí si regresas a Los Ángeles.

Mi voz salió en un susurro.

– ¿Tengo que acostarme con tu espía?

– Sí -dijo.

La punta del filo se movió un poco más, acercándose tanto que me nubló la visión, y me resistí a parpadear, porque si lo hacía la punta del cuchillo se clavaría en mi párpado.

– ¿Estás de acuerdo, sobrina? ¿Te parece bien que te haga dormir con mi espía?

Dije lo único que podía decir.

– Sí, tía Andáis.

– ¿Escogerás a tu pequeño harén esta noche, en el banquete?

Mis ojos no pestañeaban, pero sentía la necesidad de hacerlo.

– Sí, tía Andáis.

– ¿Te acostarás con alguien esta noche antes de regresar a las tierras del oeste?

Abrí más los ojos y me concentré en su cara, en mirarle a la cara. El cuchillo era un trozo de acero que me tapaba prácticamente toda la visión del ojo derecho, pero todavía podía ver, todavía veía su cara por encima de mí como una luna pintada.

– Sí -susurré.

Me apartó el cuchillo de la cara y dijo:

– Así. ¿Era tan difícil?

Me apoyé contra la pared, con los ojos cerrados. Los mantenía cerrados, porque no podía disimular la rabia que sentía, y no quería que Andáis lo viera. Quería salir de esa habitación, nada más que salir de esa habitación y alejarme de ella.

– Llamaré a Rhys para que te acompañe hasta el banquete. Pareces un poco agitada. -Rió.

Abrí los ojos, parpadeando para limpiar las lágrimas que se habían acumulado. Ella ya estaba bajando los peldaños.

– Te enviaré a Rhys, aunque quizá con el hechizo de la carroza necesites otro guardia. Pensaré en quién enviarte. -Estaba casi al lado de la puerta cuando se volvió y dijo-: ¿Y quién tiene que ser mi espía? Tendré que escoger a alguien guapo, a alguien que sea bueno en la cama, para que no sea una carga demasiado pesada.

– No me acuesto con hombres estúpidos o mezquinos -dije. -Lo primero no limita mucho el campo, pero lo segundo… Alguien generoso de espíritu, eso es pedir mucho. -Su sonrisa se amplió; obviamente, estaba pensando en alguien-. Él podría ser.

– ¿Quién? -pregunté.

– ¿No te gustan las sorpresas, Meredith?

– No especialmente.

– Bueno, a mí sí. Me encantan las sorpresas. Él será mi obsequio. En la cama está para comérselo, o lo estaba hace sesenta años, ¿o eran noventa? Sí, creo que lo hará bien.

No me preocupé por preguntar de nuevo de quién se trataba.

– ¿Cómo puedes estar segura de que me espiará para ti una vez que esté en Los Ángeles?

Se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.

– Porque me conoce, Meredith. Sabe que soy capaz de dar placer, y también de provocar dolor. -Con esto, dejó abiertas las dos puertas y ordenó a Rhys que regresara a la habitación.

Éste paseó la mirada desde ella hacia mí. Sus ojos se abrieron sólo un poco, pero eso fue todo. Su semblante aparecía cuidadosamente inexpresivo mientras caminaba hacia mí para ofrecerme el brazo. Se lo enlacé agradecida. Costaba una eternidad caminar por aquel suelo para abrir la puerta. Quería correr hacia ella y continuar corriendo. Rhys me dio una palmadita en la mano, como si notara la tensión de mi cuerpo. Sabía que me había visto la pequeña herida del cuello. Podía hacer sus propias cábalas sobre cómo se había producido.

Alcanzamos la puerta y salimos al pasillo que se abría detrás de ella. Mis hombros se relajaron sólo un poco.

Andáis nos llamó:

– Pasáoslo bien, chicos. Nos veremos en el banquete.

Cerró las puertas detrás de nosotros con un portazo que me hizo dar un brinco.

Rhys empezó a detenerse.

– ¿Te encuentras bien?

Le cogí el brazo y tiré de él para continuar caminando.

– Sácame de aquí, Rhys. Sácame de aquí, por favor.

No preguntó nada. Simplemente me acompañó por el pasillo, lejos de allí.

Загрузка...