Había una luz en la oscuridad. Un puntito blanco que flotaba hacia mí, haciéndose cada vez más grande. Y advertí que no se trataba de luz, sino de llamas: una bola de fuego blanco que avanzaba en la negrura, que avanzaba hacia mí. Y yo no podía escaparme de ella, porque ya no tenía cuerpo. Yo sólo era algo que flotaba en la fría oscuridad. El fuego me envolvió y entonces sí tuve cuerpo. Tuve huesos y músculos, piel y voz. La llama me devoró la piel, sentí los músculos hirviendo, estallando a causa del calor. El fuego me mordió los huesos, me llenó las venas de metal fundido, y empezó a despellejarme de dentro afuera.
Me desperté gritando.
Galen estaba inclinado sobre mí. Su cara fue lo único que me salvó del ataque de pánico. Me sostenía la cabeza y el torso en sus muslos, me acariciaba la frente, me apartaba el cabello de la cara.
– Todo va bien, Merry. Todo va bien. -En sus ojos brillaban lágrimas no derramadas, lágrimas de un verde cristalino.
Fflur se inclinó hacia mí.
– Pobre saludo te traigo, princesa Meredith, pero responder a la reina, yo debo.
Lo cual traducido quería decir que me había sacado de la oscuridad, me había obligado a despertar, y ello por antojo de la reina. Fflur era una de las que se esforzaba en vivir como si el calendario aún no hubiera llegado al año 1000. Habían expuesto sus tapices en el Museo de Arte de San Luis, y al menos dos revistas importantes le habían dedicado reportajes ilustrados. Fflur no quiso ver siquiera los artículos, y bajo ninguna circunstancia la pudieron convencer para que acudiera al museo. También se había negado a conceder entrevistas a la televisión, los periódicos y las mencionadas revistas.
A la segunda conseguí que mi voz no sonara como un grito.
– ¿Has sido tú la que ha sacado las rosas de la puerta?
– Sí -dijo.
Traté de sonreírle, pero apenas lo logré.
– Te has arriesgado mucho al ayudarme, Fflur. No tienes por qué disculparte.
Miró los rostros de quienes nos rodeaban, me puso la punta de un dedo en la frente, y pensó unas palabras: «Más tarde». Quería hablarme más tarde, pero no quería que lo supiera nadie. Entre otras de sus virtudes estaba la de sanar. Podría haber comprobado mi estado de salud con el mismo gesto, así que nadie sospechó.
Yo no me atreví siquiera a asentir, lo mejor que pude hacer fue mirar al fondo de sus ojos negros. Éstos contrastaban de un modo tan extraordinario con todo aquel amarillo que parecían los ojos de una muñeca. La miré a los ojos e intenté explicarle de este modo que la había entendido. Todavía no había visto el salón del trono y ya estaba metida hasta el cuello en las intrigas de la corte. Típico.
Mi tía se arrodilló a mi lado en una nube de piel y vinilo. Tomó mi mano derecha entre las suyas, acariciándola, manchándose de sangre los guantes de piel.
– Doyle me dice que te has pinchado el dedo con una espina, y las rosas han cobrado vida.
La miré e intenté en vano interpretar su expresión. Me dolían las muñecas con una quemazón aguda que me llegaba hasta los huesos. Sus dedos seguían jugueteando con las heridas frescas, y cada vez que el guante de piel pasaba sobre ellas, me hacía estremecer.
– Me he pinchado el dedo, sí. Lo que ha provocado que las rosas cobrasen vida es interpretación de cada cual.
Andáis sostuvo mi mano con las suyas, esta vez con delicadeza, contemplando las heridas con expresión de… asombro.
– Ya había perdido la esperanza en nuestras rosas. Una pérdida más en un mar de pérdidas.
Sonrió, y parecía una sonrisa genuina, pero le había visto utilizar la misma mientras torturaba a alguien en su dormitorio. No porque la sonrisa fuera sincera había que confiar en ella.
– Me alegro de que estés satisfecha -dije, con una voz tan neutra como pude.
Entonces se puso a reír y me apretó las heridas: noté cada costura de los guantes de piel. Apretó con una presión constante y lenta, hasta que dejé escapar un pequeño gemido de dolor. Esto pareció alegrarla, y me soltó. Se levantó entre un rumor de faldas.
– Cuando Fflur te haya curado las heridas, podrás reunirte con nosotros en el salón del trono. Ansío tu presencia a mi lado.
Se volvió y los reunidos se apartaron a su paso, formando un túnel de luz que conducía al salón del trono. Eamon, una sombra de cuero negro, salió de entre la multitud para ofrecerle el brazo.
Un pequeño trasgo, con una serie de ojos que formaban una especie de collar en su frente, se arrodilló a mi lado, en las faldas negras de Fflur. Los ojos del trasgo me miraron, la miraron a ella, de nuevo a mí, luego a ella, pero lo que realmente centraba su atención era la sangre. Era un trasgo pequeño, de apenas medio metro. El círculo de ojos lo distinguía como uno de los más guapos entre sus congéneres. A esa marca la llamaban «collar de ojos», y pronunciaban la expresión con el tono que los humanos utilizan para hablar de pechos grandes o culos prietos.
La reina podía pensar lo que quisiera sobre las rosas. Yo no creía que una gota de mi sangre hubiese inspirado a las rosas moribundas. Creía que mi sangre real me había salvado, pero el ataque inicial… Sospeché otro hechizo, escondido en algún lugar entre las espinas. Se podía realizar si alguien tenía el suficiente poder.
Enemigos no me faltaban. Lo que necesitaba eran amigos, aliados.
Dejé resbalar mi mano por la cadera, como si se fuera a desmayarme. La herida estaba a sólo unos centímetros de la pequeña boca del trasgo, que se echó hacia ella y la lamió con una lengua áspera como la de un gato. Dejé escapar un pequeño sonido y el trasgo se encogió.
Galen lo apartó de la manera en que uno se quita a un perro de encima. Pero Fflur cogió al trasgo por el pescuezo.
– Tragón, ¿qué pretendes con esta impertinencia? -Empezó a apartarle.
La detuve.
– No, ha probado mi sangre sin mi permiso. Pido recompensa por semejante abuso.
– ¿Recompensa? -preguntó Galen.
Fflur continuaba agarrando al pequeño trasgo. La hilera de ojos pestañeaba.
– No quería. Lo siento, lo siento. -El trasgo tenía dos brazos principales y dos pequeños e inútiles. Los cuatro, brazos retorcidos, con unos dedos pequeños rematados por garras que abría y cerraba.
Frost levantó con las dos manos al trasgo de Fflur. No empuñaba mi cuchillo. Tendría que acordarme de pedirle que me lo devolviera. Pero, de momento, tenía otros problemas.
– Tengo que curarte las heridas -dijo Fflur-, o perderás más sangre.
Hice un gesto de negación
. -Todavía no.
– Merry -dijo Galen-, deja que te cure las heridas.
Observé su expresión de preocupación. Se había educado en la corte, igual que yo. Debería haber sabido que no era el momento de curar las heridas. Era el momento de la acción. Lo miré a la cara. No a su cara graciosa y franca, o a sus pálidos rizos verdes, o aquella risa que se la iluminaba, lo miré como debió haberle mirado mi padre cuando decidió entregarme a otra persona. No tenía tiempo de explicar cosas en las que Galen ya debería haber pensado. Observé al grupito congregado a mi alrededor: un grupito de curiosos ante un accidente de tráfico, sólo que más elegantes y más exóticos.
– ¿Dónde está Doyle?
Se produjo un movimiento entre los reunidos, a mi derecha. Doyle dio un paso adelante. Parecía muy alto visto desde el suelo. Un pilar con capa negra que se cernía sobre mí. Sólo los pendientes con plumas de pavo real que enmarcaban su rostro suavizaban un poco el aspecto absolutamente intimidador de su figura. Su expresión y el porte eran los del viejo Doyle. La Oscuridad de la Reina estaba a mi lado, y las plumas de colores parecían fuera de lugar. Lo habían vestido para una fiesta y se encontraba en medio de una batalla. Su semblante no decía nada, aunque de hecho su absoluta inexpresividad ya revelaba que no era feliz.
De repente, volví a sentirme confusa y vagamente asustada ante ese hombre oscuro que había estado al lado de mi tía. Sin embargo, en ese momento no estaba a su lado, sino al mío. Me acomodé de nuevo en el regazo de Galen y encontré consuelo en sus caricias, pero era a Doyle a quien pedí ayuda.
– Tráeme a Kurag si quiere rescatar a este ladrón -dije.
Doyle arqueó una ceja.
– ¿Ladrón?
– Bebió de mi sangre sin que le invitara. El único robo más importante entre los trasgos es el robo de carne.
Rhys se arrodilló a mi otro lado.
– He oído decir que los trasgos pierden mucha carne durante el acto sexual.
– Sólo si se acuerda con anterioridad -dije.
Galen se inclinó hacia mí. Murmuró:
– Si te sientes tan débil por la hemorragia que no puedes acostarte con nadie esta noche… -Rozó mi mejilla con sus labios-. No creo que resistiera contemplarte en uno de sus espectáculos de sexo. Tienes que ponerte bien para meterte en la cama con alguien esta noche, Merry. Deja que Fflur te cure las heridas.
Con el rabillo del ojo veía su cara como un borrón pálido, sus labios como una nube rosa al lado de mi mejilla. No es que estuviese equivocado, pero no pensaba más allá de lo inmediato.
– Tengo un uso mejor para mi sangre que empapar vendas.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó Galen.
Doyle contestó:
– Los trasgos consideran cualquier cosa que proceda del cuerpo más valiosa que las joyas o las armas.
Galen lo miró. Sentí el movimiento de su pecho cuando suspiró.
– ¿Y qué tiene esto que ver con Merry? -Pero había algo en su voz que reveló que conocía la respuesta.
Doyle apartó de mí sus ojos oscuros para clavarlos en Galen
. -Eres demasiado joven para recordar las guerras de los trasgos.
– Merry también -dijo Galen.
Los ojos negros se posaron de nuevo en mí.
– Es joven, pero conoce la historia. -Volvió a dirigir su mirada a Galen-. ¿Conoces tú la historia, joven cuervo?
Galen asintió. Tiró de mí en su regazo para alejarme de Fflur, para alejarme de todo el mundo. Me abrazó y mis brazos mancharon su piel de sangre.
– Conozco la historia. Lo que pasa es que no me gusta.
– Todo va bien, Galen -dije.
Me miró, asintiendo, pero sentí que no me creía.
– Ve a buscar a Kurag -dije a Doyle.
Éste miró a la multitud que esperaba.
– Sithney Nicca, traed aquí al rey de los trasgos.
Sithney se volvió acompañado por un remolino de largo cabello castaño. No vi el pelo color púrpura oscuro de Nicca; el pálido brillo de su piel de lila debería haber destacado entre las pieles negras y blancas de la corte. Pero si Doyle lo llamaba, estaba allí.
La multitud se apartó y entró Kurag con su reina al lado. Los trasgos, como los sidhe, consideraban que el consorte real era un miembro armado, no alguien que tuviera que ser escondido y protegido. Ella tenía muchos ojos en la cara. La boca ancha y sin labios mostraba unos colmillos lo suficientemente largos como para intimidar a cualquiera. Algunos trasgos tenían veneno en sus cuerpos, y apostaba a que la nueva reina de Kurag era una de éstos. Sus ojos, el veneno y un juego de brazos alrededor de su cuerpo como una colección de serpientes la convertían en el ideal de belleza entre los trasgos, aunque sólo podía presumir de un juego de piernas arqueadas. Las piernas adicionales eran la muestra más rara de belleza entre los trasgos. Keelin no apreciaba su buena suerte.
La reina de los trasgos mostraba un aire de satisfacción, prueba de que tenía ante mí a una mujer que comprendía su auténtico valor y sabía cómo sacar partido de él. El juego de brazos se pegaba al cuerpo de Kurag, acariciándolo. Un par de brazos se había deslizado entre las piernas del rey para acariciar tanto su miembro como sus testículos a través de la fina tela de los pantalones. El hecho de que sintiera el impulso de hacer algo tan explícitamente sexual cuando me la presentaron era un indicio de que me consideraba una rival.
Mi padre consideraba importante que yo conociera bien la corte de los trasgos. La habíamos visitado muchas veces, del mismo modo que ellos habían visitado nuestra casa. Él había dicho: «Los trasgos son los que más luchan en nuestras guerras. Son ellos, no los sidhe, la columna vertebral de nuestros ejércitos.»
Esto había sido verdad desde la última guerra de trasgos, cuando firmamos un tratado que se había mantenido. Kurag se encontraba tan a gusto con mi padre que había pedido mi mano como consorte. El resto de los sidhe lo consideraron una ofensa, y algunos hablaron incluso de declarar la guerra. Los trasgos, por su parte, consideraron su deseo de tener una esposa con aspecto tan humano como la máxima expresión de la perversión y hablaban a espaldas suyas de buscar un nuevo rey. No obstante, otros trasgos veían lo beneficioso que era tener una reina con sangre de sidhe. Entonces hizo falta una buena dosis de diplomacia para alejarnos de la guerra o de una boda con un trasgo. Fue poco después de esto que se anunció mi compromiso con Griffin.
Kurag se cernía sobre mí. Su piel era de un tono amarillo similar al de Fflur, pero mientras que la de ella era delicada y perfecta como el marfil, la piel de Kurag estaba cubierta de verrugas y protuberancias. Cada imperfección de su piel era una marca de belleza. Un ojo sobresalía de una gran protuberancia de su hombro derecho, un ojo errante, así lo llamaban los trasgos, porque estaba apartado de la cara. De niña, me gustaba aquel ojo, la manera que tenía de moverse con independencia de su cara; me gustaban los tres ojos que le agraciaban sus rasgos anchos y marcados. El ojo de su hombro era del color de las violetas, con unas pestañas negras muy largas. Se abría una boca justo encima de su pezón derecho, una boca de carnosos labios rojos, con unos pequeños dientes blancos. Una delgada lengua rosa lamía aquellos labios, y salía aire de aquella boca. Si uno ponía una pluma delante de aquella segunda boca, ésta la soplaba hacia arriba. Mientras mi padre y Kurag hablaban, me entretenía mirando aquel ojo, y aquella boca y los dos brazos gemelos que salían de forma poco elegante desde el costado derecho de Kurag. Jugábamos a cartas, aquel ojo, aquella boca, aquellos brazos y yo. Siempre había pensado que Kurag era muy inteligente para poder concentrarse en cosas tan dispares a la vez.
Lo que no supe hasta la adolescencia era que había dos piernas delgadas debajo del cinturón de Kurag, del lado derecho, completadas con un pene pequeño pero completamente funcional. La concepción del cortejo entre los trasgos era poco sutil, por no decir grosera. La proeza sexual era muy importante entre ellos. Cuando me mostré apática ante la proposición de Kurag, éste se bajó los pantalones y me mostró tanto su propio miembro como el de su gemelo parásito. Yo tenía dieciséis años y todavía recuerdo el horror de darme cuenta de que había otro ser atrapado en el cuerpo de Kurag. Otro ser con suficiente inteligencia para jugar a cartas con un niño cuando Kurag no prestaba atención. Había una persona entera atrapada allí dentro. Una persona completa que, si la genética hubiese sido más generosa, podría haber tenido otro ojo de lavanda.
Nunca volví a encontrarme a gusto con Kurag después de esto. No había sido por la proposición ni por la revelación de su hombría extraordinaria. Fue la visión de ese segundo pene, largo y erecto, independiente de Kurag y deseoso de mí. Cuando los rechacé a los dos, aquel único ojo color lavanda había derramado una solitaria lágrima.
Tuve pesadillas durante semanas. Los miembros adicionales estaban bien, pero un ser atrapado dentro de otra persona… No tengo palabras para describir ese tipo de horror. La segunda boca podía respirar, de manera que obviamente tenía acceso a los pulmones, pero carecía de cuerdas vocales. No estaba segura de si esto era una bendición o una última maldición.
– Kurag, rey de los trasgos, te saludo. Mellizo de Kurag, Carne del Rey Trasgo, te saludo a ti también.
Los delgados brazos situados al lado del pecho al desnudo del rey me saludaron. Yo saludaba a los dos desde la noche en que supe que la persona con la que había estado jugando a cartas y juegos estúpidos, como soplar plumas, en realidad no era Kurag. Que supiera, yo era la única que siempre saludaba a los dos.
– Meredith, princesa sidhe, saludos de nosotros dos.
Sus ojos naranja me miraron desde arriba, el más grande suspendido ligeramente por encima y entre los otros dos, como el ojo de un cíclope. La mirada que me dirigió era la que dirigiría cualquier hombre a una mujer a la que desea. Una mirada tan obvia que sentí cómo el cuerpo de Galen se tensaba. Rhys se levantó para situarse junto a Doyle.
– Me honras con tus atenciones, rey Kurag -dije.
Era un insulto entre los trasgos que un hombre no mirara a una mujer de forma impúdica. Significaba que era fea y estéril, inválida para el deseo.
La reina mantenía sus manos sobre Kurag, pero llevó una de ellas a un costado, donde yo sabía que estaban los otros genitales. Su laberinto de ojos me observó mientras sus manos se ocupaban en los genitales. Las dos bocas de Kurag respiraban de forma entrecortada.
Si no nos dábamos prisa íbamos a presenciar el momento en que la reina lo llevaba a él, a ellos, al orgasmo. Los trasgos no veían nada malo en disfrutar del sexo en público. Era una proeza masculina llegar al orgasmo varias veces en un banquete, y se apreciaba a la mujer capaz de conseguirlo. Por supuesto, el trasgo que aguantaba durante mucho tiempo las atenciones de una mujer era muy valorado entre ellas. Si un trasgo tenía problemas sexuales como eyaculación precoz o impotencia o, en el caso de las mujeres, frigidez, todo el mundo lo sabía. Nada se ocultaba.
Los ojos de Kurag se dirigieron a Frost y al pequeño trasgo que el guardia sujetaba. Para captar la atención plena del rey, su reina debería haber estado en otra habitación.
– ¿Por qué retienes a uno de mis hombres?
– Esto no es un campo de batalla, y yo no soy carroña -dije.
Kurag parpadeó. El ojo de su hombro pestañeó un segundo 0 dos más tarde que los tres ojos principales. Se volvió hacia el pequeño trasgo.
– ¿Qué has hecho?
– Nada, nada -farfulló el pequeño trasgo.
Kurag centró su atención en mí.
– Cuéntame, Merry. Éste miente más que habla.
– Bebió de mi sangre sin mi permiso.
Sus ojos volvieron a parpadear.
– Eso es una acusación grave.
– Quiero una recompensa por la sangre robada.
Kurag sacó un gran cuchillo de su cinturón.
– ¿Quieres su sangre?
– Bebió de una princesa de la alta corte de los sidhe. ¿Piensas realmente que obtener su sangre es un trato justo?
Kurag me miró.
– ¿Qué sería un trato justo? -Parecía desconfiado.
– Tu sangre por la mía -dije.
Kurag apartó las manos de la reina de su cuerpo. Dejó escapar un grito, y se vio forzado a mover la mano con suficiente fuerza para que ella cayera al suelo. No la miró para ver cómo había caído, o si se encontraba bien.
– Compartir sangre significa algo entre los trasgos, princesa.
– Sé lo que significa -dije.
Kurag me miró con sus ojos amarillos.
– Podría simplemente esperar hasta que perdieras suficiente sangre para convertirte en carroña -dijo.
Su reina se puso a su lado.
– Yo podría acelerar el proceso.
Blandió un cuchillo más largo que mi antebrazo; la hoja brillaba débilmente.
Kurag se volvió hacia ella dando un gruñido.
– No es de tu incumbencia.
– Compartirías sangre con ella, que no es reina. Sí es de mi incumbencia. -Lanzó una puñalada.
La hoja de plata se movió con demasiada rapidez para que yo pudiera seguir el movimiento con la mirada. Kurag sólo tuvo tiempo de estirar un brazo, en un esfuerzo por evitar que el cuchillo se hundiera en su cuerpo. El cuchillo abrió su brazo en una explosión carmesí. Su otro brazo, el principal, golpeó de lleno la cara de la reina. Se escuchó un crujido de huesos rotos, y ella cayó al suelo por segunda vez. Su nariz explotó como un tomate maduro. Dos de los dientes situados entre sus colmillos se habían roto. Si brotaba sangre de su boca, se perdía entre la sangre que le manaba de la nariz. El ojo más cercano a la nariz había saltado de su órbita y aparecía encima de su mejilla como una bola colgada de un hilo.
Kurag le arrebató el cuchillo de debajo de los pies. Volvió a golpearle, y esta vez ella dio una vuelta sobre sí misma y se quedó quieta. Había tenido más de un motivo para no querer casarme con Kurag.
El rey de los trasgos se inclinó sobre la reina caída. Sus gruesos dedos comprobaron que todavía respiraba, que su corazón seguía latiendo. Asintió para sí mismo y la levantó en brazos. La sostenía dulcemente, con ternura. Pronunció una orden, y un trasgo salió de entre la multitud.
– Llévala a nuestra colina. Procura que le curen las heridas. Si se muere, haré que te corten la cabeza.
Los ojos del trasgo miraron un instante la cara del rey antes de bajar la mirada. Por un momento percibí una expresión del más puro miedo en el rostro del trasgo. El rey había golpeado a la reina, casi la había matado, pero si moría sería culpa del guardia. De esta manera, el rey se declaraba inocente y podría encontrar rápidamente a otra reina. Si la hubiera matado delante de tantos testigos reales, podrían haberle forzado a renunciar al trono o hacerle pagar con su vida. Sin embargo, seguía viva cuando la depositó con ternura en los brazos del guardia: las manos del rey estarían limpias si la reina moría. Aunque era poco probable que muriese la reina de los trasgos. Los trasgos eran una raza fuerte.
Un segundo guardia trasgo, de menor estatura aunque más fornido que el primero, cogió el cuchillo de la reina que le entregó Kurag y siguió al primer guardia. Kurag tenía derecho a ejecutar a ambos si la reina moría. Una de las cosas que los miembros de la realeza aprenden pronto es a descargarse de culpa. Descargarse de culpa y salvar la cabeza. Era como jugar con la Reina Roja de Alicia en el país de las maravillas. Si decías algo equivocado, o no decías lo correcto, podías perder la cabeza. Hablando metafóricamente, o no.
Kurag se volvió hacia mí.
– Mi reina nos ha ahorrado el problema de abrirme las venas.
– Entonces sigamos con ello. Estoy perdiendo sangre -dije. Galen todavía tenía sus manos en mis muñecas, y me di cuenta de que me estaba apretando las heridas.
Lo miré.
– Galen, no pasa nada. -Mantuvo sus manos apretadas en torno a mis muñecas-. Galen, por favor, suéltame.
Me miró, abrió la boca como si fuera a decir algo; luego la cerró y me soltó lentamente las muñecas. Sus manos estaban manchadas con mi sangre. Pero la presión ejercida había disminuido la hemorragia, o quizá fueron sólo las caricias de Galen. Quizá no era sólo mi imaginación lo que convertía sus manos en un alivio.
Me ayudó a levantarme. Tuve que apartarle las manos para poder mantenerme en pie yo sola. Separé las piernas para conseguir un buen equilibrio sobre mis tacones, y encaré a Kurag.
Le llegaba al esternón, y sus hombros eran casi tan anchos como yo alta. La mayoría de los sidhe eran altos, pero los trasgos más altos eran realmente corpulentos.
Fflur se había puesto a mi lado para unirse a Galen, Doyle y Rhys. Frost estaba de pie a un lado, con el pequeño trasgo colgando de sus manos. Había una gran presión de cuerpos a nuestro alrededor: sidhe, trasgos y demás. Pero yo sólo tenía ojos para el rey de los trasgos.
– Aunque pido disculpas por la grosería de mi hombre -dijo Kurag-, no puedo ofrecerte mi sangre sin obtener algo a cambio.
Le tendí la mano derecha, y puse la mano izquierda en la boca roja de su pecho.
– Bebe entonces, Kurag, rey de los trasgos.
Acerqué mi muñeca derecha tanto como pude a su boca principal. Levantar la mano tan por encima de la cabeza me mareaba. Presioné mi muñeca izquierda contra la boca abierta de su pecho, y fueron estos labios los que se cerraron en torno a mi piel en primer lugar, esta lengua la que hurgó en la herida para que brotara sangre fresca. La lengua de aquella boca era delicada y humana, no como la áspera lengua de gato del pequeño trasgo.
Kurag bajó la cabeza hasta mi muñeca, con cuidado de no utilizar sus manos para mantener la herida cerca de él. Usar las manos habría sido grosero y se habría considerado como una insinuación sexual. Su boca era áspera como papel de lija, incluso más áspera que la del pequeño trasgo. Me raspó la herida y me hizo ahogar un grito. La boca de su pecho succionaba como un niño; la lengua de Kurag continuó lamiendo hasta que surgió sangre fresca. Cuando puso sus labios alrededor de mi herida, se metió en la boca casi toda mi muñeca. Sus dientes me mordían la carne y me hacían daño a medida que aumentaba la succión. En cambio, la boca más pequeña de su pecho era mucho más delicada.
La boca de Kurag trabajaba en mi muñeca. Cuando me había acostumbrado a su succión, sus dientes rasparon la herida y su lengua se desplazó en un movimiento amplio y doloroso. Estuvo lamiendo la herida durante mucho tiempo. Me recordó una de esas competiciones de beber cervezas en las que tomas todas las que puedes sin vomitar.
Pero finalmente, Kurag apartó la cabeza de mi muñeca. Yo aparté mi mano izquierda de su pecho; los labios me besaron fugazmente cuando me retiré.
Kurag esbozó una sonrisa, mostrando sus dientes amarillentos manchados de sangre.
– Mejóralo si puedes, princesa, aunque las sidhe siempre me han parecido demasiado remilgadas para una buena actuación con la lengua.
– No has conocido a las sidhe adecuadas, Kurag. Todas las que he conocido tenían… -bajé el tono de mi voz y le lancé una mirada insinuante- talento oral.
Kurag se rió entre dientes. Fue una risa débil y malvada, pero apreciativa.
Me tambaleé un poco, pero me mantuve en pie y eso era lo único que se necesitaba. Sin embargo, no iba a aguantar mucho más.
– Es mi turno -dije.
Kurag sonrió.
– Chúpame, dulce Merry, chúpame fuerte.
Hubiera sacudido la cabeza si no hubiera estado convencida de que eso me marearía todavía más.
– Nunca cambiarás, Kurag -dije.
– ¿Por qué tendría que cambiar? -dijo-. Ninguna mujer con la que me haya acostado en más de ochocientos años se ha ido insatisfecha.
– Sólo sangrando -dije. Parpadeó, y volvió a reír.
– Si no hay sangre, ¿dónde está la gracia?
Traté en vano de no sonreír.
– Hablas mucho para no haberme ofrecido todavía tu sangre. Me tendió el brazo. Manaba sangre de él en grandes chorros rojos. La herida que me ofreció era más profunda de lo que había parecido, una profunda hendidura como una tercera boca.
– Tu reina tenía la intención de matarte -dije.
Miró hacia la herida, sonriendo todavía.
– Sí, es cierto.
– Pareces complacido -dije.
– Y tu, princesa, parece que estés retrasando el momento de colocar en mi cuerpo tu boquita blanca.
– La sangre de sidhe puede ser dulce -dijo Galen-, pero la sangre de trasgo es amarga.
Era un antiguo proverbio entre nosotros, que por lo demás no era cierto.
– Mientras la sangre sea roja, siempre tiene más o menos el mismo gusto -dije.
Bajé la boca hacia la herida. No podía hacer nada parecido a meterme en la boca todo el brazo de Kurag, como había hecho él con mi muñeca, pero chuparle la sangre tenía que ser más que un simple beso de mis labios. La succión de sangre era una forma apasionada de compartir, y no mostrar pasión se consideraba un insulto.
El arte de succionar una herida consiste en hacer brotar sangre desde lo más profundo. Hay que empezar despacio, trabajar en su interior. Chupé la piel en el lado menos profundo de la herida con largos y firmes lametones. Uno de los trucos para beber mucha sangre es tragar a menudo. El otro truco consiste en concentrarse en cada tarea por separado. Me concentré en lo áspera que era la piel de Kurag, en la protuberancia que parecía formar un nudo al final de la herida. Me concentré en ese nudo, haciéndolo rodar por mi boca durante un segundo para reunir el coraje preciso para lamer la herida. Me gusta un poco de sangre, un poco de dolor, pero esa herida era profunda y fresca, en cierto modo excesiva.
Volví a lamer dos veces el lado poco profundo de la herida y a continuación, detuve mi boca allí. La sangre manaba demasiado deprisa y me provocaba convulsiones al tragar. Respiraba por la nariz, pero aun así había demasiado líquido dulce y metálico. Demasiado para respirar, demasiado para tragar. Luché por contener una arcada e intenté concentrarme en algo distinto. Los bordes de la herida estaban muy limpios y suaves: buena prueba de que el cuchillo estaba bien afilado. Me hubiera ayudado poder tocar a Kurag con las manos, tener alguna otra sensación. Era consciente de que mis manos se tensaban en el aire como si intentaran encontrar algo en lo que agarrarse. Pero no lo podía evitar. Tenía que hacer algo.
Una mano me rozó las puntas de los dedos, y la agarré, la apreté. Mi otra mano se desplazó en el aire hasta que también la agarraron. Pensé que era Galen, por la delicada perfección de las puntas de sus dedos, pero la palma y los dedos estaban llenos de callos causados por la espada y el escudo. Eran demasiado rugosas para tratarse de Galen. Eran manos que se habían estado ejercitando en las armas mucho más tiempo de lo que había vivido Galen. Estas manos agarraban las mías, respondiendo a mi presión, apretándolas mientras yo me aferraba a esa sensación.
Tenía la boca contra el brazo de Kurag, pero concentraba la atención en mis manos y en la fuerza que me retenía. Podía sentir cómo unos brazos tiraban de mí y me obligaban a colocar las manos por detrás de la espalda y luego a subirlas: un dolor suave que me distraía, exactamente lo que necesitaba.
Me separé de la herida, jadeé y un instante después pude por fin respirar correctamente. Tuve una arcada, pero las manos tiraron de mis brazos hacia arriba y pude contenerme. Pasó el momento crítico y me sentí bien. No iba a ponerme en ridículo vomitando toda aquella buena sangre.
Las manos se aflojaron y el dolor de mis brazos se alivió; las manos ya sólo eran algo a lo que agarrarse.
– Ummm… -dijo Kurag- esto ha estado bien, Merry. Eres, ciertamente, la hija de tu padre.
– Todo un cumplido, viniendo de ti, Kurag.
Me separé de él y tropecé. Las manos me levantaron y permitieron que me apoyara en el pecho de su propietario. Sabía quién era antes de volverme para mirar. Doyle me observaba mientras yo me apoyaba en su cuerpo, con mis manos todavía entre las suyas. Articulé una palabra:
– Gracias.
Asintió levemente con la cabeza. No hizo ningún movimiento para soltarme, y yo no hice ningún movimiento para liberarme de la presión de su cuerpo. Temía caerme si me apartaba de él y le soltaba las manos. Pero fue también en ese momento cuando me sentí segura. Sabía que si me caía, él me cogería.
– Mi sangre está en tu cuerpo y la tuya en el mío, Kurag -dije-. Somos hermanos de sangre hasta la próxima luna.
Kurag asintió.
– Tus enemigos son mis enemigos. Tus amigos son mis amigos.
– Dio un paso adelante, cerniéndose sobre mí e incluso sobre Doyle-. Seremos aliados de sangre durante una luna si…
Lo miré.
– ¿Si qué? El ritual se ha completado.
Kurag levantó sus tres ojos y miró a Doyle.
– Tu Oscuridad sabe lo que quiero decir.
– Todavía es la Oscuridad de la Reina -dije.
Los ojos de Kurag me miraron, y luego se dirigieron a Doyle.
– No está aguantando las manos de la reina.
Empecé a apartarme de Doyle, pero él me apretó las manos todavía más, y yo decidí relajarme.
– No te incumbe en absoluto a quien sostiene las manos Doyle, Kurag.
Los ojos de Kurag se estrecharon.
– ¿Es Doyle tu nuevo consorte? He oído un rumor de que ése es el motivo por el que regresabas a la corte, para escoger a un nuevo consorte.
Puse las manos de Doyle en mi cintura.
– No tengo consorte. -Me recosté en los brazos de Doyle. Durante un segundo, se puso tenso, pero acto seguido sentí que uno a uno sus músculos se iban relajando-. Aunque puede decirse que he salido a ver qué hay en el mercado.
– De acuerdo, de acuerdo -dijo Kurag.
Podía sentir la tensión en Doyle, aunque no creo que nadie más lo captara. Había algo que se me escapaba, pero no sabía qué.
– Si no tienes consorte puedo pedir otra cosa o considerar rota la alianza.
– No lo hagas, Kurag -dijo Doyle.
– Invoco el derecho de carne -anunció Kurag.
– Ha tomado tu sangre de manera poco leal-dijo Frost-. Sabe quiénes son tus enemigos, y el rey de los trasgos les tiene miedo.
– ¿Estás llamando cobarde a Kurag, el rey de los trasgos? -preguntó Kurag.
Frost se puso bajo el brazo el pequeño trasgo que estaba agarrando, dejando libre su otra mano, aunque todavía desarmado.
– Sí, te llamo cobarde, si te escondes detrás de la carne.
– ¿Qué es el derecho de carne? -pregunté. Empecé a separarme de Doyle, pero me lo impidió. Lo miré-. ¿Qué pasa, Doyle?
– Kurag intenta esconder su cobardía detrás de un ritual muy antiguo.
Kurag hizo una mueca. Llamar cobarde a alguien en cualquiera de las cortes solía terminar en un duelo. Kurag estaba siendo muy razonable.
– No temo a ningún sidhe -dijo-. Invoco la carne no para salvarme de sus enemigos, sino para unir mi carne con la suya.
– Ya estás casado -dijo Frost-. El adulterio es un crimen entre los sidhe.
– Pero no entre los trasgos -aseguró Kurag-. Así pues, mi estado matrimonial no supone ningún inconveniente, sólo el suyo. Me aparté de Doyle, pero el movimiento fue demasiado rápido y me hizo tambalear. Afortunadamente Fflur me agarró por el codo y no llegué a caer.
– Voy a curarte las muñecas -dijo.
No podía discutir.
– Gracias -le dije. Mientras ella empezaba a cubrirme las muñecas, yo me volví hacia los hombres-. Que alguien me explique por favor de qué está hablando.
– Con mucho gusto -dijo Kurag-. Tu enemigo es el mío y tengo que ayudarte a defenderte contra fuerzas poderosas, por lo que mi amigo tiene que ser completamente tu amigo. Compartiremos carne igual que compartimos sangre.
– ¿Estás hablando de sexo? -preguntó Galen.
Kurag asintió.
– Sí.
Yo dije:
– No.
– Oh, no -dijo Galen.
– Si no compartimos carne, no hay alianza -dijo Kurag.
– Entre los sidhe -dijo Doyle- tus votos de matrimonio todavía son sagrados. Meredith no puede ayudarte a que engañes a tu esposa como tampoco puede engañar a su propio esposo. La regla de la carne sólo puede aplicarse cuando ninguna de las partes está comprometida.
Kurag torció el gesto.
– Maldita sea. -Me miró-. Siempre te me escapas, Merry.
– Sólo porque siempre haces trampas para llegar a mi cama.
Había llegado un sirviente con un cuenco de agua, y lo sostenía mientras Fflur me lavaba las muñecas. Abrió una botella de antiséptico y me empapó con él ambas muñecas.
– En una ocasión, te hice una oferta de matrimonio válida -dijo Kurag.
– Tenía dieciséis años -dije-. Me asustaste.
Fflur me secó las muñecas.
– Soy demasiado hombre para ti, ¿verdad?
– Vosotros dos juntos sois demasiado para mí, Kurag, tienes razón -dije.
Su mano se dirigió hacia sus genitales adicionales. Una sola caricia provocó un abultamiento debajo de sus pantalones.
– Se ha invocado la carne -dijo Kurag, todavía con la mano en su costado-. No se puede deshacer hasta que reciba respuesta.
Miré a Doyle.
– ¿Qué quiere decir?
Doyle sacudió la cabeza.
– No estoy seguro.
Una segunda sirvienta trajo una bandeja con material médico y la sostuvo mientras Fflur me vendaba las muñecas con una gasa. La sirvienta actuó como una especie de enfermera, ofreciéndole tijeras y esparadrapo cuando ella los necesitó.
– Sé lo que está haciendo Kurag -dijo Frost-. Todavía intenta huir de tus enemigos.
Kurag se volvió hacia Frost con la cólera de una tempestad.
– Merry necesita todos los brazos fuertes que pueda reunir. Es una suerte para ti, Asesino Frost.
– ¿Honrarás tu alianza entonces y serás uno de sus brazos fuertes?- preguntó Frost.
– Sí -dijo Kurag-, pero si no puedo tener relaciones sexuales con nuestra Merry, entonces prefiero no honrar la alianza.
Su cara con múltiples ojos se mostró seria de golpe, incluso inteligente. Comprendí por primera vez que Kurag no era tan estúpido como indicaban sus actos, ni tampoco estaba tan gobernado por sus glándulas como pretendía. Por un momento aquellos tres ojos amarillos mostraron una astucia absoluta. Una mirada tan penetrante, tan diferente de la de un momento antes, que me hizo retroceder, como si hubiese intentado golpearme. Porque debajo de aquella mirada tan seria había algo distinto: miedo.
¿Qué estaba pasando en las cortes para que Kurag, el rey de los trasgos, estuviera espantado?
– Si no respetas la alianza -dijo Frost-, entonces toda la corte sabrá que eres un cobarde sin honor. Nunca más se confiará en tu palabra.
Kurag miró a la multitud que nos rodeaba. Algunos se habían ido con la reina como una comitiva de aduladores, pero muchos se habían quedado rezagados. Para mirar. Para escuchar. ¿Para espiar?
El rey de los trasgos recorrió el círculo de las caras expectantes, y después volvió a centrarse en mí.
– He invocado la carne. Comparte la carne con uno de mis trasgos, uno de mis trasgos solteros, y respetaré la alianza de sangre.
Galen se puso a mi lado.
– Merry es una princesa sidhe, la segunda en la línea sucesoria. Las princesas sidhe no se acuestan con trasgos. -Había fuerza en su voz. Y también preocupación.
Le toqué el hombro.
– No pasa nada, Galen.
Se volvió hacia mí.
– Sí, sí pasa. ¿Cómo se atreve a pedirte algo así?
Un murmullo airado se extendió entre los sidhe de la sala. El pequeño grupo de trasgos que había sido autorizado a entrar en nuestro promontorio se cerraba en torno a su rey.
Doyle se me acercó y murmuró:
– Esto podría ir mal.
Lo miré.
– ¿Qué quieres que haga?
– Que te comportes como una princesa, como la futura reina -dijo.
Galen oyó parte de estas palabras. Se volvió hacia Doyle.
– ¿Qué le pides que haga?
– Lo mismo que hace con nosotros a petición de la reina Andais -dijo Doyle. Me miró-. No se lo pediría si el sacrificio no mereciera la pena.
– ¡No! -dijo Galen.
Doyle miró a Galen entonces.
– ¿Qué valoras más, su virtud o su vida?
Galen lo fulminó con la mirada, y la tensión recorrió su cuerpo como una corriente de ira casi visible.
– Su vida -dijo al fin, pero lo escupió como si se tratara de algo amargo.
Con los trasgos como aliados, Cel tendría que afrontar un duelo de sangre con Kurag y su corte en el caso de que me matara. Eso haría dudar a Cel o a cualquier otro. Necesitaba aquella alianza.
– Tomaré la carne de uno de tus trasgos en mi cuerpo -dije.
Kurag sonrió.
– Su carne en tu dulce cuerpo. Deja que tu carne y la suya sean una y toda la nación de los trasgos será tu aliada.
– ¿Con quién compartiré la carne? -pregunté.
Kurag se mostró pensativo. El ojo de su hombro se ensanchó, y los dos brazos delgados de su lado gesticularon ampliamente.
El rey se volvió hacia el círculo de sus trasgos y empezó a deambular entre ellos, siguiendo los pequeños brazos de su gemelo. No pude ver ante quién se detuvo finalmente. Regresó del cerrado grupo de trasgos, y no vi al elegido hasta que el pequeño trasgo surgió de detrás de su espalda.
Medía sólo un metro veinte y tenía una piel pálida que brillaba como una perla. Reconocía la piel de sidhe cuando la veía. El cabello le caía por el cuello, negro y grueso, aunque cortado muy corto por encima de los hombros. Su cara era extrañamente triangular con unos enormes ojos almendrados del color del zafiro, con una pupila negra muy fina. Sólo llevaba un taparrabos de plata, lo cual según las costumbres de los duendes significaba que había algo de deformidad en las partes desnudas. No ocultaban ninguna deformidad, sino que las veían como un signo de honor.
Caminó hacia mí por encima de la piedra como un pequeño muñeco. Si tenía alguna deformidad, no la podía ver. Salvo por su talla y sus ojos, podría haber pertenecido a la corte.
– Éste es Kitto -dijo Kurag-. Su madre era una sidhe que fue violada en la última guerra de los trasgos. -Lo cual significaba que Kitto tenía casi mil años. Sin duda, no los aparentaba.
– Hola, Kitto -dije.
– Hola, princesa.
Había un silbido extraño en sus palabras, como si le costara articularlas. Sus labios eran carnosos y de color rosa, pero apenas sí se movían cuando hablaba, como si pretendiese ocultar algo en su boca.
– Antes de mostrar tu conformidad -dijo Kurag-, admira a tu pareja.
Kitto se dio la vuelta y mostró por qué llevaba taparrabos: en el nacimiento del pelo surgía una sucesión de escamas iridiscentes que le bajaban por la espalda hasta la base de la columna vertebral. Sus nalgas eran prietas y perfectas, pero las escamas brillantes explicaban por qué sus ojos tenían pupilas elípticas y por qué tenía problemas con las eses.
– Un trasgo serpiente -dije.
Kitto se volvió para mirarme. Asintió.
– Abre la boca, Kitto. Déjame verlo todo -dije.
Miró al suelo durante un momento, y a continuación fijó en mí sus extraños ojos. Abrió su boca en un amplio bostezo. Su lengua era como una cinta roja con una línea negra a cada lado.
– ¿Ssssatisfecha? -preguntó.
Asentí.
– Sí.
– No puedes -dijo Rhys. Había estado tan quieto que casi había olvidado que se encontraba con nosotros.
– Lo he elegido así -dije.
Rhys me tocó el hombro y me llevó a un lado.
– Mira bien la cicatriz que me recorre la cara. Sé que te he contado miles de historias heroicas sobre cómo me la hice, pero la verdad es que la reina me castigó. Me entregó a los trasgos para una noche de placer. Pensé, por qué no, sexo libre, aunque sea con trasgos. -Parpadeó con el ojo bueno-. La concepción que un trasgo tiene del sexo es algo más violento de lo que puedes imaginarte, Merry.
Recorrió toda la cicatriz con la punta de su dedo. Tenía la mirada perdida, como si estuviera haciendo memoria de algo.
Toqué el extremo de la cicatriz, en su mejilla, y tomé una de sus manos entre las mías.
– ¿Te lo hizo un trasgo durante el acto sexual?
Asintió.
– Oh, Rhys -dije, en voz baja.
Me cogió la mano y sacudió la cabeza.
– No quiero compasión. Sólo quiero que comprendas qué estás aceptando.
– Lo entiendo, Rhys. Gracias por contármelo.
Le acaricié la mejilla, le apreté la mano y seguí caminando hasta los trasgos, que estaban esperando. Caminaba derecha y en línea recta, pero la cabeza me daba vueltas y necesitaba agarrarme a algo. Pero cuando uno negocia un tratado de guerra, tiene que mostrarse fuerte, o como mínimo no dar la sensación de que se puede desmayar en cualquier momento.
– La carne de Kitto en mi cuerpo, ¿verdad? -pregunté.
Kurag asintió, y parecía satisfecho consigo mismo, como si supiera que ya había ganado.
– Estoy de acuerdo en tomar la carne de Kitto en mi cuerpo. -¿Estás de acuerdo? -preguntó Kitto; su voz traslucía sorpresa-. ¿Estás de acuerdo en compartir carne con un trasgo?
Asentí.
– Estoy de acuerdo con una condición.
Sus ojos se estrecharon.
– ¡Qué condición?
– Si la alianza entre nosotros dura un año -dije.
Sentí que Doyle se me acercaba. La sorpresa recorría la sala en forma de murmullos y pequeños movimientos.
– ¿Un año? -dijo Kurag-. No, es demasiado.
– Once lunas desde ahora -dije.
Movió la cabeza.
– Dos lunas.
– Diez -dije.
– Tres.
– Sé razonable -dije.
– Cinco -dijo.
– Ocho -repliqué.
Sonrió.
– Seis.
– De acuerdo -dije.
Kurag me miró durante un instante.
– Hecho. -Lo dijo en voz baja, como si hasta en el momento de decirlo estuviera seguro de que estaba tomando una mala decisión.
Levanté la voz para que llenara toda la habitación y separé ligeramente los pies para mantener el equilibrio. Debería haberme mostrado agresiva, pero no tenía intención de hacerlo. Intentaba que mi cuerpo no se contagiara del movimiento que sentía en la cabeza.
– La alianza está forjada.
Kurag alzó su propia voz.
– Lo estará sólo después de que compartas carne con mi trasgo. Tendí mi mano a Kitto. Él puso su mano encima de las mías, una ligera caricia de carne suave. Le agarré la mano y la coloqué en mi cara. Intenté inclinarme y besarle la palma, pero la habitación me daba vueltas. Tuve que levantarle la mano con las mías. Separé sus dedos perfectos. Nunca había cogido una mano de hombre que fuera más pequeña que la mía. Chupar un dedo era lo más sensual que cabía hacer, pero ya no quería succionar más carne esa noche. Le di un beso delicado pero intenso en la palma abierta. No dejé ninguna marca de pintalabios, lo cual significaba que ya no me quedaba nada después de haber lamido el brazo de Kurag.
Los ojos extraños de Kitto se abrieron.
Levanté la boca y la aparté de su mano, lentamente, de manera que fijé mis ojos en Kurag al dejar de ocuparme de la mano del trasgo.
– Ya nos las arreglaremos para compartir la carne, Kurag, no te preocupes. Ahora ven conmigo, Kitto. La reina me espera a mí y a todos mis hombres.
Kitto buscó el permiso de Kurag, y después me miró.
– Es un gran honor.
Miré al alto rey.
– Mientras yo comparta la carne con Kitto en las noches venideras, recuerda esto, Kurag: fue tu propio deseo y cobardía lo que me entregó a él, y él a mí.
La cara de Kurag cambió de amarillo a un naranja oscuro. Cerró los puños.
– Zorra -dijo.
– He pasado muchas noches en tu corte, Kurag. Sé que sólo compartir carne con un trasgo es verdadero sexo para ti. Menos que eso es sólo un juego. Y me has entregado a otro trasgo, Kurag. La próxima vez que intentes engañarme para llevarme a la cama, piensa en adónde nos ha llevado tu engaño, a ti y a mí.
Sentí que mi fuerza se desvanecía al acabar el discurso. Tropecé. Unas manos fuertes me sujetaron ambos brazos: Doyle a un lado y Galen a otro. Miré a ambos y conseguí murmurar:
– Necesito sentarme, pronto.
Doyle asintió. Galen mantuvo un brazo en mi codo y me pasó el otro por la cintura. Doyle seguía sujetándome con fuerza. Dejé que ellos sostuvieran el peso de mi cuerpo, pero lo hice de forma que desde lejos parecía que me mantenía en pie sin ningún problema. Había perfeccionado esta técnica muchas veces, en los casos en que la Guardia me arrastraba ante mi tía y ella pedía que permaneciera en pie y yo no podía hacerlo por mí misma. Algunos de los guardias me ayudaban; otros, no. Caminar iba a resultar una experiencia interesante.
Doyle y Galen me llevaron hacia las puertas abiertas. Uno de los tacones hacía ruido al rascar las piedras. Tenía que hacerlo mejor. Me concentré en caminar, pero Galen y Doyle me sostenían. Mi mundo se redujo a la necesidad de poner un pie delante del otro. ¡Cómo deseaba regresar a casa! Pero la reina estaba esperando, y esperar no era uno de sus puntos fuertes.
Vi con el rabillo del ojo a Kitto, que caminaba detrás de nosotros, hacia un lado. Según el ceremonial de los trasgos, era mi consorte, mi juguete. Sí, podía herirme durante el acto sexual, pero sólo si yo era lo suficientemente estúpida como para meterme en la cama con él sin negociar antes un contrato sobre lo que era y lo que no era aceptable. Rhys habría podido salir ileso si hubiese conocido a los trasgos, pero la mayoría de los sidhe los veían como bárbaros, como salvajes. La mayoría no habían estudiado las leyes de los salvajes, pero mi padre sí.
Por supuesto, no estaba pensando en tener relaciones sexuales de ningún tipo con el trasgo. Estaba planeando compartir la carne con él, literalmente. A los trasgos les gustaba la carne más que la sangre o el sexo. Compartir la carne significaba tanto sexo como el obsequio todavía mayor de permitir un mordisco, un mordisco que dejaría cicatriz hasta que muriese el amante que la había causado. Era una manera de marcar a tu amante, mostrando que había estado con un trasgo. Muchos trasgos tenían modelos especiales de cicatriz que utilizaban para todas sus amantes, para que la gente conociera sus conquistas a simple vista.
Pero independientemente de lo que tuviera que consolidar el trato, tenía a los trasgos como aliados para los próximos seis meses. Mis aliados, no los de Cel, ni tan siquiera los de la reina. Si había una guerra durante los próximos seis meses, la reina tendría que negociar conmigo si quería que los trasgos lucharan a sus órdenes. Esto bien valía un poco de sangre, e incluso una libra de carne, siempre que no tuviera que perderla toda de golpe.