Me acerqué a la puerta cerrada del cuarto de baño. Doyle decía en voz bien alta:
– Por favor, mi señora, no me hagas hacer esto.
No sé qué más habría oído, porque entonces él entreabrió la puerta.
– ¿Sí, princesa?
– Si puedes quedarte ahí unos cuantos minutos más, me cambiaré de ropa para ir a acostarme.
Asintió con un movimiento de cabeza. No me invitó a ver a mi tía en el espejo. No intentó dar explicaciones de la disputa, simplemente cerró la puerta. Seguí oyendo las voces, pero eran muy débiles. Ya no hubo más gritos. No querían que me enterara del motivo de discusión. Supuse que tenía algo que ver conmigo. ¿Qué era aquello tan terrible a lo que Doyle se negaba, hasta el punto de discutir con la reina?
No quería matarme, pero después de aquella noche yo ya no estaba segura de que me importara. Apagué la luz del techo y encendí la de la mesita de noche. La lámpara de techo alumbraba demasiado para un dormitorio. El hecho de que quisiera apagar una luz probaba que me sentía mejor. Como mínimo más calmada.
Mi ropa de dormir es toda de lencería. Me gusta la sensación de la seda y el satén contra mi piel. Pero me parecía casi una crueldad para con Doyle.
Era privilegio de la reina acostarse con sus guardias reales, sus Cuervos, hasta que uno de ellos la dejó embarazada; entonces, se casó con éste y ya no se acostó con los demás. Andáis les podría haber liberado para tener otros amantes, pero decidió no hacerlo. Si no se acostaban con ella, no se acostarían con nadie. Llevaban mucho tiempo durmiendo solos.
Finalmente, elegí un camisón de seda que me caía hasta las rodillas; tenía mangas cortas y sólo revelaba una fina uve de piel en la parte superior de mi pecho. Cubría más que ninguna otra prenda del cajón, pero sin sujetador los pechos rozaban la suave seda y los pezones se marcaban duros bajo la fina tela. La seda era de un púrpura real vibrante y tenía muy buen aspecto sobre mi piel y mi pelo. Trataba de no provocar a Doyle, pero mi vanidad me impedía mostrarme sin gracia.
Me miré en el espejo. Parecía una mujer que esperaba a su amante, salvo por los cortes. Levanté los brazos hacia el cristal. Las zarpas de Nerys habían marcado líneas rojas en mis antebrazos. El zarpazo del brazo izquierdo todavía supuraba sangre. Quizá necesitara algún punto. Normalmente me curaba sin ellos, pero ya debería haber dejado de sangrar. Levanté el camisón lo suficiente para verme la herida del muslo. Era un pinchazo, muy arriba. Había intentado perforarme la arteria femoral. Quería matarme, pero la había matado yo. Seguía sin sentir nada acerca de su muerte. Quizá al día siguiente me sentiría mal, o quizá no. En ocasiones, uno sólo se queda entumecido porque todo lo demás no sirve de nada. A veces es preciso este entumecimiento para mantener la cordura.
Contemplé mi rostro impávido en el espejo. Mis ojos mostraban aquella mirada apagada característica de un estado de shock. La última vez que la había visto fue después del último duelo, cuando por fin comprendí que los duelos no finalizarían hasta que estuviera muerta. Fue la noche en la que tomé la decisión de huir, de esconderme.
Sólo hacía unas horas que me habían invitado a regresar al país de los elfos y yo ya tenía el aspecto de alguien traumatizado por la guerra. Volví a levantar los brazos y observé los zarpazos. De alguna manera, había pagado el precio de mi regreso. Lo había pagado con sangre, con carne, con dolor: la moneda de la corte de la Oscuridad. La reina me había vuelto a invitar y había garantizado mi seguridad, pero la conocía. Todavía quería castigarme por huir, por esconderme, por destruir sus mejores esfuerzos por cazarme. Decir que mi tía no es buena perdedora es un eufemismo de proporciones universales.
Golpearon a la puerta del cuarto de baño.
– ¿Puedo salir? -preguntó Doyle.
– Estoy tratando de decidirlo ahora -dije.
– ¿Perdón? -preguntó.
– De acuerdo, sal -dije.
Doyle se había atado las correas de la vaina de la espada en torno a su pecho desnudo. La empuñadura estaba situada en sus costillas hacia abajo, ligeramente ladeada, como una pistola en su cartuchera. Las correas parecían sueltas, como si hubiera quitado algo que había contribuido a mantenerlas en su sitio.
Siempre había visto a Doyle vestido desde el cuello hasta el tobillo. Incluso en pleno verano, rara vez llevaba mangas cortas, sólo ropa algo más ligera. Llevaba un aro de plata en el pezón izquierdo. Era algo que llamaba la atención en la oscuridad de su piel. La herida escarlata que se extendía por encima de su músculo pectoral izquierdo tenía un aspecto casi decorativo, como un maquillaje muy sofisticado para alegrar la vista.
– ¿Son graves tus heridas? -preguntó.
– Te podría preguntar lo mismo.
– No tengo sangre mortal, princesa. Me curaré. Te vuelvo a preguntar lo mismo: ¿son graves tus heridas?
– Quizá necesite puntos en el brazo, y… -Empecé a subirme el camisón para mostrar el pinchazo del muslo, pero me detuve a medio movimiento. A los sidhe no les molesta la desnudez, pero yo siempre había tratado de ser más recatada con los guardias-. Me pregunto qué profundidad tendrá la herida de mi muslo.
Dejé que la seda púrpura cayera de nuevo sin mostrar la herida. Estaba muy arriba del muslo y todavía no me había puesto ropa interior. Tenía la costumbre de no llevar ropa interior en la cama, pero en ese momento lamenté no habérmela puesto. A pesar de que Doyle no podía saber lo que llevaba o dejaba de llevar bajo el camisón, de repente me sentí con poca ropa.
Habría provocado a Jeremy, pero no a Uther, y tampoco a Doyle, por motivos muy similares. Los dos habían sido privados de una parte de ellos mismos. Uther, porque su exilio lo privaba de mujeres de su estatura. Doyle, por capricho de su reina.
Cogió el saco de dormir y lo colocó en el suelo entre la cama y la pared, luego se sentó al borde de la cama.
– ¿Puedo ver la herida, princesa?
Me senté a su lado, colocándome el camisón en su sitio. Levanté el brazo izquierdo hacia él.
Utilizó las dos manos para levantar el brazo, doblándolo a la altura del codo para ver mejor la herida. Notaba sus dedos más largos de lo que eran en realidad, más íntimos.
– Es profunda; algunos músculos están desgarrados. Tiene que doler.
Me miró al decir esto último.
– No puedo mostrar demasiado mis sentimientos, actualmente -dije.
Puso su mano en mi frente. Su mano estaba muy caliente, casi quemaba.
– Estás fría, princesa. -Movió la cabeza-. Debería haberlo advertido antes. Tienes un shock. No es grave, pero ha sido una negligencia por mi parte no detectarlo. Tienes que curarte y entrar en calor.
Aparté mi mano de él. La sensación de sus dedos desplazándose por mi piel a medida que me separaba de él me obligó a apartar la cara para que no me viera.
– Dado que ninguno de nosotros puede curar mediante el tacto, creo que deberé buscarme algunos vendajes.
– Puedo curar mediante magia -dijo.
Miré una vez más su rostro inexpresivo.
– Nunca te he visto hacerlo en la corte.
– Es un método más… íntimo que la imposición de manos. En la corte hay curanderos mucho más poderosos que yo. No hay necesidad de mis pequeñas habilidades en el área de la curación. -Me tendió las manos-. Puedo curarte, princesa. ¿O prefieres ir de urgencias a que te pongan puntos? De un modo u otro hay que detener las hemorragias.
No tengo especial predilección por los puntos, de manera que puse mi mano en la suya. Me dobló nuevamente el brazo a la altura del codo, me tomó la mano y enlazamos nuestros dedos. Mi piel blanca contrastaba con la suya, como una perla engastada en azabache pulido. Colocó su otra mano justo detrás de mi codo para sostenerme el brazo de un modo delicado pero firme. Me di cuenta de que no me podía apartar de él y no sabía cómo funcionaba esta curación.
– ¿Me hará daño?
Me miró.
– Quizás, un poco. -Empezó a doblarse hacia mi brazo como si se dispusiera a besarme la herida.
Coloqué mi mano libre en su hombro, frenando su movimiento. Su piel era como seda caliente.
– Espera, ¿cómo me vas a curar, exactamente?
Esbozó aquella leve sonrisa.
– Si te esperas sólo unos segundos, lo verás.
– No me gustan las sorpresas -dije, con la mano todavía en su hombro.
Sonrió y negó con la cabeza.
– Muy bien. -Pero seguía sujetándome, como si ya hubiera decidido curarme por las buenas o por las malas-. Sholto te dijo que uno de mis nombres es Barón Lengua Dulce.
– Me acuerdo -dije.
– Supuso que tenía connotaciones sexuales, pero no es así. Puedo curarte la herida, pero no con las manos.
Le miré durante unos segundos.
– ¿Estás diciendo que cicatrizarás la herida lamiéndola?
– Sí.
Continué mirándole.
– Algunos perros de la corte pueden hacerlo, pero nunca he oído decir que un sidhe tuviera esta habilidad.
– Como dijo Sholto, no ser sidhe puros tiene sus ventajas. Él puede hacer crecer una parte amputada de su cuerpo, y yo puedo lamer una herida hasta que se cure.
No intenté ocultar mi incredulidad.
– Si fueras cualquier otro guardia, te acusaría de buscar una excusa para poner tu boca encima de mí.
Sonrió, y esta vez la sonrisa era más brillante, más llena de humor.
– Si mis compañeros cuervos intentaran engañarte, no sería tu brazo lo que tocarían.
No pude contener la risa.
– Bien pensado. De acuerdo, entonces, consigue que deje de sangrar. No quiero ir de urgencias esta noche. -Quité el brazo de su hombro-. Adelante.
Se inclinó hacia mi brazo, despacio, hablando mientras se movía.
– Intentaré que te duela lo menos posible. -Sentí su respiración cálida junto a mi piel y a continuación su lengua me lamió ligeramente la herida.
Salté.
Me miró sin apartar la cara de mi brazo.
– ¿Te ha hecho daño, princesa?
Negué con la cabeza, porque no confiaba en mi voz.
Lamió dos veces más a lo largo de la herida, muy despacio, y a continuación su lengua se metió en la herida. El dolor fue agudo, inmediato, y tuve que sofocar un grito.
Esta vez no se retiró, sino que apretó más la boca contra mi piel. Sus ojos se cerraron mientras su lengua hurgaba en la herida, provocando sensaciones de agudo dolor como pequeñas descargas eléctricas. Con cada punzada sentía que algo se tensaba en mi cuerpo, más abajo. Era como si los nervios que tocaba estuvieran conectados a otras cosas que no tenían nada que ver con mi brazo.
Empezó a lamer la herida con movimientos largos y lentos. Continuaba con los ojos cerrados, y yo estaba lo bastante cerca como para ver sus negras pestañas. Ya apenas sentía dolor, sólo la sensación de su lengua deslizándose por mi cuerpo. Sentir su boca en mi piel me aceleró el pulso y se me formó un nudo en la garganta. Sus pendientes capturaban la luz y la reflejaban con un brillo argentino, como si los lóbulos de sus orejas estuvieran labrados en plata. La herida empezó a concentrar calor. Era semejante a ser curada por imposición de manos. El calor creciente y la energía que vibraba contra mi piel, dentro de mi piel, eran sensaciones casi idénticas.
Doyle se apartó de mi brazo, con los ojos entrecerrados. Tenía el aspecto de quien despierta de un sueño, o como si le hubieran interrumpido pensamientos más íntimos. Me soltó el brazo, lentamente, casi a regañadientes.
Habló muy despacio, con voz ronca.
– Llevaba mucho tiempo sin hacerlo. Había olvidado cómo se siente.
Doblé el brazo para ver la herida, y ya no había herida. Toqué la piel con la punta de los dedos. Estaba limpia, intacta, todavía húmeda por la boca de Doyle, todavía caliente al tacto, como si una parte de la magia se aferrara a la piel.
– Es perfecto, ni siquiera ha quedado cicatriz.
– Pareces sorprendida.
– Más bien contenta.
Hizo una leve reverencia, todavía sentado al borde de la cama.
– Me alegro de haber sido útil a mi princesa.
– He olvidado traer más cojines.
Me puse de pie, y empecé a moverme hacia el armario, pero Doyle me agarró por la muñeca.
– Estás sangrando.
Me miré el brazo, perfectamente curado.
– Tu pierna, princesa.
Bajé la mirada y vi sangre resbalando por mi pierna derecha.
– ¡Maldita sea!
– Échate en la cama y déjame mirar la herida. -Todavía me sujetaba la muñeca e intentaba tumbarme en la cama.
Me resistí y me soltó.
– No tendría que sangrar ya, princesa Meredith. Déjamelo curar, como te hice con el brazo.
– Está muy arriba de mi muslo, Doyle.
– La arpía intentó destrozarte la arteria femoral.
– Sí -dije.
– Debo insistir en ver la herida, princesa. Es un área demasiado vital para no cuidarla.
– Está muy arriba de mi muslo -repetí.
– Lo entiendo -dijo-. Ahora, por favor, échate y déjamela ver.
– No llevo nada debajo del camisón -dije.
– Oh -dijo.
Por un instante su rostro mostró distintas emociones, pero pasaron tan deprisa que no fui capaz de interpretarlas.
– Quizá podrías ponerte algo para que pudiera verte la herida -dijo finalmente.
– Buena idea.
Abrí el cajón de la cómoda que contenía mis prendas íntimas. Las bragas, como los camisones, eran casi todas de satén y seda, con encaje. Elegí unas bragas de satén negro, sin volantes ni encajes. Era lo más discreto que tenía.
Volví a mirar a Doyle, que se había dado la vuelta sin necesidad de que se lo pidiera. Me puse la ropa interior, me acomodé el camisón y le dije:
– Ya puedes mirar.
Se volvió, y su expresión era muy solemne.
– La mayoría de las señoras de la corte no se habrían molestado en advertirme. Algunas para burlarse, y otras simplemente porque no se les habría ocurrido decírmelo. La desnudez es bastante común en las cortes. ¿Por qué pensaste en decírmelo?
– Algunos guardias se divierten, juegan a dar palmadas, y no se me hubiera ocurrido advertirlo a ninguno de ellos. Sería simplemente otra parte del juego. Pero tú no juegas nunca, Doyle. Siempre estás al margen. Tumbarme en la cama y separar las piernas habría sido… cruel.
Asintió.
– Sí. Muchos miembros de la corte tratan a los que nos mantenemos a distancia como eunucos, como si no sintiéramos nada. Yo prefiero no tocar carne suave antes que excitarme hasta el punto de no tener escapatoria. Eso para mí es peor que nada de nada.
– ¿La reina todavía os prohíbe incluso que os toquéis a vosotros mismos?
Bajó la mirada y me di cuenta de que había ido más allá de las preguntas educadas.
– Lo siento, Doyle, no tenemos tanta confianza como para preguntarte esto.
Habló sin levantar la cabeza.
– Eres la más educada de las soberanas de la Oscuridad. Para la reina, tu educación era una… debilidad. -Su mirada buscó por fin la mía-. Pero a los que estábamos en la guardia nos gustaba. Era siempre un alivio tener que protegerte, porque no te temíamos.
– No tenía suficiente poder para que me tuvierais miedo -dije.
– No, princesa, no me refiero a tu magia. Me refiero a que no temíamos tu crueldad. El príncipe Cel ha heredado el… sentido del humor de su madre.
– Te refieres a que es un sádico.
Asintió.
– En todos los sentidos. Ahora acuéstate en la cama y déjame mirar tu herida. Si por pudor dejo que te desangres, la reina me convertirá en eunuco.
– Eres su mano derecha. No te perdería por mi causa.
– Creo que te desprecias y me sobrevaloras. -Me tendió la mano-. Por favor, princesa, échate.
Cogí la mano que me ofrecía y subí de rodillas a la cama.
– ¿Puedes llamarme Meredith, por favor? Hace años que no oía princesa esto, princesa aquello. Ya tendré tiempo para hartarme cuando vuelva a Cahokia. Dejémonos de títulos por esta noche. Inclinó levemente la cabeza.
– Como quieras, Meredith.
Dejé que me ayudara a tumbarme en medio de la cama, aunque no necesitaba la ayuda. Se lo permití en parte porque a los sidhe mayores les gusta ayudar, y en parte por la sensación de su mano en la mía.
Acabé tumbándome con la cabeza recostada en los muchos cojines de la cama. Con la cabeza levantada, tenía una visión perfecta de mi cuerpo.
Doyle se arrodilló junto a mi pierna.
– Cuando quieras, princesa.
– Meredith -dije.
Asintió.
– Cuando quieras, Meredith.
Levanté la seda hasta que apareció la herida. El pinchazo estaba lo suficientemente alto para dejar al descubierto las bragas negras. Examinó la herida con las manos, apretándome la piel. Hacía daño, y no era del que me gustaba, como si hubiera una lesión mayor de la que pensaba. La hemorragia continuaba, pero sin duda la sangre no manaba de una arteria. Si me hubiesen seccionado la femoral ya habría muerto desangrada.
Doyle se incorporó.
– La herida es muy profunda, y creo que hay algún músculo dañado.
– No me dolía tanto hasta que empezaste a tocarlo.
– Si no te curo esta noche, mañana estarás coja y tendremos que ir a urgencias. Puede que requiera cirugía, que tengan que suturarte la herida. O puedo curarla ahora.
– Prefiero ahora -dije. Sonrió.
– Bueno. Detestaría tener que explicar a la reina por qué te traje a casa cojeando, cuando podía curarte. -Empezó a inclinarse hacia mí, pero se levantó-. Sería más fácil si me moviera.
– Tú eres el que cura, haz lo que tengas que hacer -dije.
Se colocó entre mis piernas, y tuve que abrirlas para dejarle sitio para sus rodillas. Costó algunas maniobras, y algunos «perdóname, princesa», pero finalmente acabó tumbado boca abajo, agarrándome los muslos. Su mirada me recorrió el cuerpo hasta que encontró la mía. Bastó con verlo en esa posición para se me acelerase el pulso. Intenté disimular, pero creo que no lo conseguí.
Doyle dejó escapar el aire y yo lo sentí como un viento cálido contra la piel de mi muslo. Me miró a la cara mientras lo hacía, y comprendí que lo hacía deliberadamente, y no creo que tuviera nada que ver con curarme.
Se apartó un poco.
– Perdóname, pero no sólo es el sexo lo que uno echa en falta, sino también pequeñas intimidades, la expresión de una mujer cuando reacciona a tus caricias. -Me dio un rápido lametón-. Tomar aire mientras el cuerpo de ella empieza a alzarse en busca del contacto.
Estaba entre mis piernas, mirándome. Miré su silueta. Su cabello caía en una gruesa cola negra por encima de la piel desnuda de su espalda y siguiendo la suave línea de sus vaqueros ajustados. Cuando volví a mirarle, vi esa certeza que muestran los ojos de un hombre cuando está seguro de que no le dirás que no, te pida lo que te pida. Doyle no se había ganado esa mirada, todavía no.
– Se supone que no debo provocarte, recuerda.
Rozó mi muslo con su mentón mientras hablaba.
– Normalmente, no suelo dejarme colocar en una situación tan comprometida, pero creo que una vez aquí me resultará muy difícil no sacar partido de mi posición.
Me mordió el muslo, delicadamente, y cuando esto me hizo estremecer hincó sus dientes con más firmeza en mi piel. Me tensó la columna vertebral y me hizo gritar. Cuando pude volver a mirar, me fijé en la marca roja de sus dientes en mi muslo. Hacía tanto tiempo que no tenía un amante deseoso de dejarme el cuerpo marcado.
Habló con una voz sorprendentemente profunda:
– Ha sido maravilloso.
– Si me provocas, yo también te provocaré.
Intenté que sonara como una advertencia, pero jadeaba demasiado.
– Pero tú estás ahí arriba y yo estoy aquí abajo.
Me apretó los muslos con más fuerza. Entendí lo que quería decir. Tenía suficiente fuerza para sujetarme sólo agarrándome por los muslos. Podía sentarme si quería, pero no podía soltarme. Entonces se relajó una tensión que ni siquiera había percibido. Me calmé entre sus manos y me recosté en la cama. Había estado perdiéndome cosas que tenían poco que ver con el orgasmo. Doyle nunca me miraría horrorizado por que le pidiera algo. Nunca me haría sentir como un monstruo por pedir lo que mi cuerpo suplicaba.
Levanté el camisón de seda de debajo de mi espalda, y me lo quité por la cabeza. Me levanté y me senté sobre él. La sabia oscuridad de sus ojos había desaparecido, dejando en su lugar necesidad pura. Vi en su cara que había llevado el juego demasiado lejos. Puse el camisón delante de mis pechos para taparme. No sabía cómo pedir disculpas sin agravar la incómoda situación.
– No -dijo-, no te tapes. Me has sorprendido, eso es todo.
– No, Doyle. No podemos llegar hasta el final, y por ti, especialmente… lo siento. -Empecé a ponerme el camisón.
Sus dedos apretaban mis muslos con fuerza; me estaba haciendo daño. Las puntas de los dedos se hundían en mi piel. Contuve un grito y lo miré con el camisón a medio poner.
Doyle habló con voz imperativa, con una rabia apenas contenida que hacía que sus ojos brillaran como joyas negras.
– ¡No!
Esta palabra me dejó paralizada. Lo miré con los ojos abiertos como platos y mi corazón latió como si algo se me hubiera atascado en la garganta.
– No -dijo, con una voz sólo un poco menos severa-, no, quiero verte. Te haré estremecer, mi princesa, y quiero ver tu cuerpo mientras lo hago.
Dejé caer el camisón en la cama y me senté lo más cerca de él que pude. Su forma de agarrarme los muslos había superado el punto de placer y se había convertido en simple dolor, pero éste, también, en las circunstancias adecuadas, es un tipo de placer.
Sus dedos me soltaron un poco, y noté que me había dejado marcadas las uñas: pequeñas medias lunas de sangre.
Empezó a quitar las manos de debajo de mis muslos, pero yo dije que no con la cabeza.
– Tú estás allí abajo y yo aquí arriba, recuerda.
No discutió, se limitó a colocar de nuevo las manos en torno a mis muslos, esta vez sin hacerme daño, sólo el agarre preciso para que no pudiera moverme. Subí las manos por mi estómago hasta los pechos y los sostuve con ellas, y después me recosté en los cojines para que me viera bien.
Me miró durante largos segundos, como si pretendiera memorizar la manera en que mi cuerpo yacía entre los cojines oscuros, luego su boca se aproximó a la herida. La lamió con movimientos amplios y lentos. Entonces se detuvo ante la herida y empezó a chupar. Me succionó la piel con tanta fuerza que me hizo daño, como si estuviera chupando algún veneno oculto en lo más profundo de la herida.
El dolor me hizo levantar, y me miró lleno de ese oscuro conocimiento que no se había ganado. Me eché de nuevo en la cama, con la presión de su boca en mi muslo y sus dedos hincándose en mi carne con tanta fuerza que supe que al día siguiente estaría magullada. Mi piel había empezado a brillar con luz trémula en el dormitorio.
Lo miré, pero sus ojos estaban concentrados en su trabajo. Empezó a aumentar el calor bajo la presión de su boca, a llenar la herida como agua caliente vertida en la fisura de mi piel.
Doyle empezó a brillar. Su piel desnuda resplandecía como la luz de la luna en un charco de agua, con la diferencia de que aquella luz procedía de su interior y temblaba bajo su piel en siluetas claras y oscuras.
El calor me golpeaba el muslo como un segundo pulso. Su boca se apretó a mi cuerpo, al ritmo de este pulso, como si quisiera succionarme hasta vaciarme por completo. El centro mismo de mi cuerpo empezó a calentarse y comprendí que era mi propio poder, pero nunca había sido así anteriormente.
El calor de mi muslo y el de mi cuerpo se fusionaron como dos focos de calor, cada vez más caliente, más y más, hasta que el calor me devoró y mi piel brilló blanca y pura en una danza subacuática. Los dos poderes fluían uno contra el otro y durante un instante, el calor sanador de Doyle flotó en la superficie del mío. Luego los dos poderes se salpicaron mutuamente, fusionándose en una oleada de magia que doblaba la columna vertebral, hacía bailar la piel y tensaba el cuerpo.
Doyle levantó su cara de mi muslo.
– ¡Meredith, no! -gritó.
Pero era demasiado tarde, el poder penetró a través de nosotros dos en una oleada de calor que endureció mi cuerpo ahí abajo hasta que no pude moverme. Grité, y el poder brotó de mí con un brillo que dejaba sombras de mi piel en la habitación.
Vi a Doyle como a través de una neblina. Estaba de rodillas. Tenía una mano levantada como si quisiera protegerse de un golpe, después el poder se abatió sobre él. Vi que su cabeza se echaba para atrás, que su cuerpo se alzaba apoyado en las rodillas, como si el poder tuviera brazos para levantarle. La danza del claro de luna empezó a crecer bajo su piel hasta que distinguí una nube de luz negra, brillando como un arco iris oscuro en torno a su cuerpo. Durante un segundo imposible permaneció alzado, tenso, como un objeto brillante, tan bello que uno sólo podía llorar o quedar ciego al mirarlo. Entonces un grito escapó de su boca, un grito entre el dolor y el placer. Se dobló sobre la cama, abrazando su propio cuerpo. Ese brillo maravilloso empezó a desvanecerse como si su piel estuviera absorbiendo la luz, succionándola de nuevo a las profundidades de las que procedía.
Me senté, me dirigí hacia él con una mano que todavía guardaba un poco de esa tenue luz blanca.
Él se apartó de mí y en su apuro cayó de la cama. Me miró por el borde de ella con los ojos abiertos y asustados.
– ¿Qué has hecho?
– ¿Qué pasa, Doyle?
– ¿Qué pasa? -Se levantó y fue a apoyarse contra la pared, como si sus piernas no fueran capaces de sostenerle-. No se me permite ningún alivio sexual, Meredith. Ni con mi mano ni con la de nadie más.
– Yo no te he tocado.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared. Hablaba sin mirarme.
– Lo ha hecho tu magia. Me ha recorrido todo como una espada. -Abrió los ojos y me miró-. ¿Entiendes ahora lo que has hecho?
Finalmente, lo entendí.
– Estás diciendo que la reina dirá que lo que hemos hecho cuenta como sexo.
– Sí.
– Nunca lo pretendí… Mi poder nunca había sido así antes.
– ¿Fue así la noche en la que estuviste con el roano?
Pensé sobre ello durante un momento y luego fruncí el entrecejo.
– Sí y no. No fue exactamente así, pero… -me detuve a media frase y le miré el pecho.
Mi rostro debió de mostrar espanto, porque se miró a sí mismo.
– ¿Qué? ¿Qué ves?
– La herida de tu pecho ha desaparecido.
Mi voz era delicada, de sorpresa.
Doyle se pasó las manos por el pecho, palpándose la piel.
– Está curada. No fui yo quien lo hice. -Se fue a una punta de la cama-. Fueron tus brazos.
Miré hacia abajo y vi que las marcas de los zarpazos habían desaparecido. Mis brazos estaban curados. Me toqué los muslos, pero no estaban curados. Las marcas de las uñas, llenas de sus pequeños trozos de sangre; las marcas rojas de sus dientes; la presión de su boca que me había provocado una magulladura en el muslo, allí donde había estado la herida.
– ¿Por qué está todo curado, excepto estas marcas?
Sacudió la cabeza.
– No lo sé.
Lo miré.
– Dijiste que mi iniciación en el poder curó a Roane, pero ¿qué pasaría si no fuera sólo una primera explosión de poder? ¿Qué ocurriría si fuera una parte de mi magia recién descubierta?
Lo miré para tratar de dar sentido a mis palabras.
– Podría ser, pero curar mediante sexo no es un don de la corte de la Oscuridad.
– Lo es de la corte de la Luz -afirmé.
– Procedes de su línea sanguínea -dijo en voz baja-. Se lo tengo que contar a la reina.
– ¿Contarle qué? -pregunté.
– Todo.
Me arrastré hacia el borde de la cama, todavía medio desnuda, estirándome hacia Doyle.
Él se apartó de mí, apretándose contra la pared como si le hubiese amenazado.
– No, Meredith, más no. Quizá la reina nos perdone porque fue un accidente, y le gustará que tengas más poderes. Puede que eso nos salve, pero si vuelves a tocarme… -Sacudió la cabeza-. No tendrá piedad de nosotros si nos volvemos a juntar esta noche.
– Sólo quería tocarte el brazo, Doyle. Creo que deberíamos hablar antes de que vayas con el cuento a la reina.
Pegó la espalda a la pared y caminó así hasta la esquina de la habitación.
– Acabo de tener el primer alivio desde hace más centurias de las que te puedes imaginar y estás ahí sentada, así… -Volvió a sacudir la cabeza-. Tú sólo me tocarías el brazo, pero mi autocontrol no es ilimitado, ya lo hemos visto. No, Meredith, otro roce, y podría caer sobre ti y hacer lo que he estado queriendo hacer desde que vi tus pechos temblando sobre mí.
– Me puedo vestir -dije.
– Es una buena idea -dijo-, pero aun así le explicaré lo sucedido.
– ¿Qué hace? ¿Lleva una cuenta espermática? No hemos tenido una relación sexual. ¿Por qué se lo tienes que contar?
– Es la Reina del Aire y la Oscuridad; lo sabrá. Si no se lo confesamos y lo descubre, el castigo será mil veces peor.
– ¿Castigo? Fue un accidente.
– Lo sé, y tal vez eso nos salve.
– No estarás diciendo en serio que pedirá el mismo castigo para esto que si hubiésemos hecho el amor voluntariamente.
– Muerte por tortura -dijo-. Espero que no, pero tiene derecho a exigirla.
Negué con la cabeza.
– No, no te perdería después de mil años por un accidente.
– Espero que no, princesa, espero francamente que no.
Dobló la esquina hacia el cuarto de baño.
– Doyle -lo llamé. Regresó.
– ¿Sí, princesa?
– Si te dice que se nos ejecutará por esto, hay una parte buena. Colocó su cabeza hacia un lado como lo haría un pájaro.
– ¿ Cuál?
– Podemos tener una relación sexual, de verdad, carne con carne. Si nos van a ejecutar por algo, al menos seamos culpables de ello. En su rostro se vislumbraron emociones, que una vez más no supe interpretar, y finalmente sonrió.
– Nunca pensé que pudiera mirar a mi reina con estas noticias y dudar acerca de lo que debo decirle. Eres tentadora, Meredith, algo por lo que un hombre no dudaría en entregar la vida.
– No quiero tu vida, Doyle, sólo tu cuerpo.
Esto lo envió riendo al cuarto de baño. En fin, siempre es mejor reír que llorar. Volví a ponerme el camisón y estaba sepultada bajo las mantas cuando llegó. Tenía una cara solemne, pero dijo:
– No nos castigarán, aunque dejó entrever que quería verte curar con este poder recién descubierto.
– A mí no me van sus pequeñas exhibiciones públicas de sexo -dije.
– Lo sé, y ella también, pero tiene curiosidad.
– Deja que sea curiosa. ¿Así que no ejecutarán a ninguno de nosotros?
– No -dijo.
– ¿Por qué no alegras esa cara? -pregunté.
– No he traído otra muda de ropa.
Tardé un segundo en darme cuenta de lo que quería decir. Le traje un par de bóxers de seda. Le quedaban un poco ajustados en la cadera, porque él y Roane no tenían la misma talla, pero servían.
Regresó al cuarto de baño. Pensé que no tardaría y que volvería a dormir, pero oí que abría la ducha. Finalmente, coloqué algunas almohadas encima de los sacos de dormir y me giré para intentar dormir. No estaba segura de poder conciliar el sueño, pero Doyle se quedó mucho tiempo en el cuarto de baño. Lo último que oí antes de que me invadiera el sueño fue el sonido de un secador. Ya no le escuché salir del cuarto de baño. Simplemente, me desperté al día siguiente y ya estaba frente a mí con té caliente en una mano y nuestros billetes de avión en la otra. No sabía si Doyle había utilizado el saco de dormir, ni si había dormido.