21

La piel de la tapicería hizo un ruido similar a un suspiro humano cuando me senté. Un panel de cristal negro nos impedía ver a Barinthus. Era como estar en una cápsula espacial negra. En un pequeño compartimiento situado delante de nosotros había un cubo de plata que contenía una botella de vino y un trapo para servir. Dos copas de cristal esperaban a ser llenadas, y había también una bandejita con crackers y algo con aspecto de caviar detrás del vino.

– ¿Es cosa tuya?-pregunté.

Galen negó con la cabeza.

– Ya me gustaría, aunque habría omitido el caviar. Gustos de campesino.

– A ti tampoco te gusta -dije.

– Pero también soy un campesino.

– Eso nunca.

Me sonrió con esa sonrisa que me calentaba de la cabeza a los pies. A continuación, la sonrisa se desvaneció.

– Eché un vistazo en el coche antes. Estoy de acuerdo en que la reina está actuando de forma extraña, y quería asegurarme de que no habría sorpresas detrás de todo este cristal negro.

– ¿Y? -pregunté.

Levantó el vino.

– Y esto no estaba aquí.

– ¿Estás seguro?

Asintió, apartando el trapo para ver la etiqueta de la botella. Dejó escapar un silbido.

– Es de su reserva privada. ¿Te importaría degustar un Borgoña de mil años de antigüedad?

Hice un gesto de negación con la cabeza.

– No comeré ni beberé nada de lo que nos pueda ofrecer este coche. Gracias de todas formas. -Pasé la mano por la piel del asiento del coche-. Sin ánimo de ofender.

– Podría ser un regalo de la reina -dijo Calen.

– Razón de más para no beberlo -dije-. No hasta que descubra qué pretende.

Calen me miró, asintiendo, y volvió a colocar el vino en su sitio.

– Es un buen argumento.

Nos acomodamos en los asientos. El silencio parecía más duro de lo que debería, como si alguien estuviera escuchando. Siempre pensé que era el coche el que nos escuchaba.

La Carroza Negra es uno de los objetos que, entre los elfos, tiene energía y vida propia. No fue creado por ningún elfo o antiguo dios del que tengamos conocimiento. Simplemente, ha existido desde hace más tiempo del que ninguno de nosotros pueda recordar. Más de seis mil años. Por supuesto, antes era un carro negro tirado por cuatro caballos negros. Los caballos no eran de raza sidhe. No eran visibles hasta que caía la noche. Entonces aparecían criaturas de oscuridad con órbitas vacías que llameaban cuando se les ataba al carro.

Un día, nadie sabe exactamente cuándo, el carro se desvaneció y apareció una amplia carroza negra. Sólo los caballos seguían siendo los mismos. La carroza cambió cuando dejaron de utilizarse carros. Se había actualizado.

Entonces, una noche, no hace ni veinte años, la Carroza Negra se desvaneció y apareció una limusina. Los caballos no regresaron nunca, pero he visto el tipo de mecanismo que hay debajo de la carrocería de este ingenio. Juro que quema con el mismo fuego enfermizo que llenaba los ojos de aquellos caballos. El coche no consume gasolina, así que no tengo ni idea de lo que arde allí, pero sé que el carro o carroza o coche a veces lo desvanece todo. La Carroza Negra era un presagio de muerte, el aviso de un cataclismo inminente. Ya había empezado a circular la leyenda de un siniestro coche negro que pasaba por delante de una casa a todo gas y con fuego verde danzando por su superficie, y luego una desgracia se abatía sobre el dueño de la casa. Así pues, perdonadme si estaba un poco nerviosa encima de aquellos asientos de piel tan delicada.

Miré a Galen y le tendí la mano. Él sonrió y la tomó entre las suyas.

– Te echaba de menos -dijo.

– Yo también.

Levantó mi mano hacia sus labios y me dio un beso suave en los nudillos. Me atrajo hacia él, y yo no me resistí. Me moví por los asientos de piel hasta situarme entre sus brazos. Adoraba la sensación de su brazo alrededor de mis hombros, envolviéndome contra su cuerpo. Mi cabeza acabó reposando en la suavidad de su suéter, sobre su firme pecho hinchado, debajo del cual escuchaba el latido de su corazón como un reloj.

Suspiré y me acurruqué contra su cuerpo, poniendo mi pierna alrededor de la suya hasta quedar enlazados.

– Siempre me has abrazado mejor que nadie -dije.

– Soy así, simplemente un osito de peluche grande y adorable. -Había algo en su voz que me hizo levantar la mirada.

– ¿Qué ocurre?

– Nunca me dijiste que te ibas a marchar.

Me senté, con su brazo todavía sobre mis hombros, pero se había estropeado la perfecta comodidad de un segundo antes. Estropeado con acusaciones, y seguramente habría más.

– No podía arriesgarme a contárselo a nadie, Galen, ya lo sabes. Si alguien hubiera sospechado que iba a huir de la corte, me habrían detenido, o algo peor.

– Tres años, Merry. He pasado tres años sin saber si estabas viva o muerta.

Empecé a escurrirme de debajo de su brazo, pero me apretó con más fuerza y me atrajo hacia sí.

– Por favor, Merry, deja que te abrace, sólo esto, déjame saber que eres real.

Le dejé abrazarme, pero la sensación de comodidad se había perdido. Ningún otro me habría preguntado por qué no se lo había dicho a nadie, por qué no había contactado con nadie. Ni Barinthus ni Gran, nadie, nadie excepto Galen. Había momentos en los que entendía por qué mi padre no había elegido a Galen como esposo para mí. Galen se dejaba gobernar por la emoción, y eso era algo muy peligroso.

Finalmente, me aparté.

– Galen, ya sabes por qué no me puse en contacto contigo.

No me miraba. Toqué su mentón y le moví la cabeza para que me mirara. Aquellos ojos verdes estaban heridos, todas sus emociones se reflejaban en ellos como en un lago cristalino. Era pésimo para la política de la corte.

– Si la reina hubiese sospechado que sabías dónde estaba, o tenías alguna noticia de mí, te habría torturado.

Me cogió la mano, sosteniéndola contra su cara.

– Nunca te habría traicionado.

– Lo sé, y ¿crees que hubiera podido vivir sabiendo que tú estabas siendo torturado indefinidamente mientras yo me mantenía a salvo en otro sitio? No tenías que saber nada, así ella no tendría ningún motivo para hacerte preguntas.

– No necesito que me protejas, Merry.

Esto me hizo sonreír.

– Nos protegemos mutuamente.

Él también sonrió, porque nunca pasaba mucho tiempo serio.

– Tú eres el cerebro, y yo el músculo.

Me levanté y lo besé en la frente.

– ¿Cómo has evitado los problemas sin mis consejos?

Puso sus brazos alrededor de mi cintura y atrajo hacia sí.

– Con dificultad. -Me miró, frunciendo el entrecejo-. ¿Qué me dices de ese suéter de cuello de cisne? Pensé que habíamos acordado no vestir nunca de negro.

– Queda bien con estos pantalones grises y la chaqueta a juego -dije.

Apoyó su mentón justo encima de mis pechos, y aquellos ojos verdes honestos no me dejarían evitar la pregunta.

– Estoy aquí para quedarme, si puedo, Galen. Si eso significa vestir de negro como la mayor parte de la corte, entonces puedo hacerlo. -Lo miré-. Además, el negro me sienta bien.

– Sin duda.

Aquellos ojos honestos removieron en mi interior viejas sensaciones. Había habido tensión entre nosotros desde que fui lo bastante mayor para darme cuenta de lo que era aquella extraña sensación. Pero independientemente del calor que hubiera, nunca podría haber nada entre nosotros. No físicamente, como mínimo. Él, igual que muchos otros, era uno de los Cuervos de la Reina, y eso significaba que le pertenecía y estaba a sus órdenes. Entrar en la Guardia de la Reina había sido la única jugada política acertada que había hecho Galen. No tenía poderes mágicos y no se manejaba bien entre bastidores, sólo contaba con un cuerpo fuerte, unos buenos brazos y la habilidad de hacer sonreír a la gente. Su cuerpo exudaba gracia igual que algunas mujeres dejan un rastro de perfume tras de sí. Era una habilidad fantástica, pero igual que muchas de las que yo poseía, no muy útil en una batalla. Como miembro de los Cuervos de la Reina, disfrutaba de cierta seguridad. Uno no los retaba fácilmente a duelo, porque nunca se sabía si la reina se lo tomaría como un insulto personal. Si Galen no hubiese sido un guardia, probablemente habría muerto mucho antes de que yo naciera; sin embargo, el hecho de que fuera un guardia nos mantuvo eternamente separados, sin cumplir nunca nuestros deseos. Me había enfadado con mi padre por no dejarme estar con Galen. Fue el único desacuerdo importante que tuvimos. Me costó años ver lo que había visto mi padre: que la mayoría de los puntos fuertes de Galen eran también sus puntos débiles.

Galen apoyó su mejilla en mis pechos y la frotó en mi escote. Esto detuvo mi respiración durante un segundo, luego dejé escapar un suspiro.

Bajé mis dedos por su mejilla y le pasé la punta del índice por sus labios gruesos y suaves.

– Galen…

– Shhh -dijo.

Me levantó por la cintura y acabé con las rodillas sobre sus muslos, mirándole. Mi pulso batía tan fuerte en mi garganta que casi me hacía daño.

Bajó sus manos lentamente hasta colocarlas en mis muslos. No pude evitar recordar lo ocurrido con Doyle la noche pasada. Galen movió las manos para separar poco a poco mis piernas, haciéndome resbalar por su cuerpo hasta que quedé a horcajadas sobre él. Me retiré lo justo para no estar en contacto con él. No quería que su cuerpo tocara íntimamente al mío, todavía no.

Sus manos se desplazaron por mi cuello hasta la nuca, me acarició el cabello con sus dedos finos hasta que el increíble calor de sus palmas tomó contacto con mi piel.

Galen era uno de los guardias que creían que tocar un poco de carne era mejor que nada. Siempre habíamos bailado al filo de la navaja.

– Ha pasado mucho tiempo, Galen -dije.

– Diez años desde que te tuve así -dijo.

Siete años con Griffin, tres años fuera, y Galen intentaba retomarlo desde donde lo habíamos dejado, como si no hubiera cambiado nada.

– Galen, no creo que debamos hacerlo.

– No lo pienses -dijo.

Se inclinó hacia mí, con los labios tan cerca que un suspiro lo habría llevado a mí, y el poder brotó de su boca en una línea de calor que robaba el aliento.

– No, Galen. -Mi voz sonaba agitada, pero lo decía en serio-. No uses magia.

Se echó hacia atrás para verme la cara.

– Siempre lo hemos hecho de esta manera.

– Hace diez años -dije.

– ¿Y qué diferencia hay? -preguntó.

Sus manos habían resbalado por debajo de mi chaqueta y masajeaban los músculos de mi espalda.

Quizá diez años no le habían hecho cambiar, pero a mí sí.

– Galen, no.

Me miró, claramente desconcertado.

– ¿Por qué no?

No estaba segura de cómo explicárselo sin lastimarle. Esperaba que la reina me diera permiso para tomar de nuevo a un guardia como consorte, como había hecho cuando autorizó a mi padre para escoger a Griffin. Si dejaba que las cosas con Galen volvieran a ser como antes, supondría que lo elegiría a él. Le quería, seguramente le querría siempre, pero no podía permitir que se convirtiera en mi consorte. Necesitaba a alguien que me ayudara política y mágicamente, y Calen no era esa persona. Mi consorte ya no tendría la protección de la reina cuando abandonara la Guardia. Mi amenaza no bastaba para mantener a Galen fuera de peligro, y todavía menos la suya, porque era menos despiadado que yo. El día en que Galen se convirtiera en mi consorte firmaría su sentencia de muerte. Pero nunca había podido explicarle todo esto a él. No aceptaría nunca lo terriblemente peligroso que era para mí y para él.

Me había hecho mayor y finalmente, era la hija de mi padre. Algunas elecciones se hacen con el corazón, otras con la cabeza, pero en caso de duda, escoger la cabeza antes que el corazón puede salvarte la vida.

Me arrodillé sobre él, empezando a apartarme de su regazo. Sus brazos me sujetaban la espalda. Parecía tan herido, tan perdido.

– Me lo dices en serio.

Asentí. Vi que sus ojos intentaban comprender.

– ¿Por qué? -preguntó al fin.

Le toqué la cara, peiné la punta de sus bucles con mis dedos.

– Oh, Galen.

Sus ojos mostraban pena, con la misma claridad con que mostraban alegría, o asombro, o cualquier emoción que sintiera. Era el peor actor del mundo.

– Un beso, Nlerry, para darte la bienvenida a casa.

– Ya nos besamos en el aeropuerto -dije.

– No, un beso de verdad, sólo una vez más. Por favor, Merry.

Debería haber dicho que no, pedirle que me soltara, pero no pude. No podía decir que no a aquella mirada, y la verdad, si nunca iba a volver a estar con él, quería un último beso.

Levantó su cara hacia la mía, y yo bajé mi boca hacia la suya. Sus labios eran muy delicados. Mis manos encontraron la curva de su cara y le sostuve mientras nos besábamos. Sus manos me acariciaban la espalda con las manos, rozaban mis nalgas, resbalaban por mis muslos. Me apartó las piernas delicadamente de manera que volví a resbalar hasta su cuerpo. Esta vez, se aseguró de que no quedara espacio entre nosotros. Podía sentir su miembro duro apretado contra sus pantalones, contra mí.

La sensación de contacto me hizo apartar mi boca de la suya, me hizo ahogar un grito. Sus manos resbalaban por mi cuerpo, agarrándome las nalgas, apretándome con fuerza contra él.

– ¿Puedes quitarte la pistola? Se me está clavando.

– La única manera de sacar la pistola es desatar el cinturón -dije, y mi voz afirmaba cosas no verbalizadas.

– Lo sé -dijo.

Abrí la boca para decir que no, pero no fue eso lo que salió. La historia se repitió en toda una serie de decisiones: cada vez, debería haber dicho que no, debería haber parado, y nunca paraba. Acabamos echados sobre el largo asiento de piel con casi toda nuestra ropa y todas nuestras armas dispersas por el suelo.

Mis manos se deslizaron por el ancho y suave pecho de Galen. La fina trenza de cabello verde le caía por el hombro y se curvaba hacia la piel oscura de su pezón. Acaricié la línea de vello que bajaba desde el centro de su estómago y se perdía bajo los pantalones. No podía acordarme de cómo habíamos llegado a esta situación. No llevaba nada, excepto sujetador y bragas. No recordaba haberme quitado los pantalones. Era como si hubiera perdido la noción del tiempo durante algunos minutos y luego hubiera despertado para comprobar cuánto habíamos avanzado.

Sus pantalones estaban desabrochados y vislumbré unos calzoncillos verdes. Quería sumergir mi mano ahí, lo deseaba tanto que ya lo sentía en mi mano como si lo estuviera agarrando.

Ninguno de nosotros había usado poder, era únicamente la sensación de piel sobre piel, nuestros cuerpos que se tocaban. Habíamos llegado más lejos hacía unos años, pero algo no iba bien. Simplemente, no podía acordarme de qué.

Galen se inclinó para besar mi abdomen. Su lengua dibujó un sendero húmedo en mi cuerpo. No podía pensar, y necesitaba hacerlo.

Su lengua jugaba por el borde de mis bragas, su cara se hundía en las puntillas, las apartaba con su mentón y su boca, para seguir más abajo.

Le cogí un puñado de cabello y le levanté la cara, separándola de mi cuerpo.

– No, Galen.

Me puso las manos en mi torso y luego forzó sus dedos bajo el aro de mi sujetador. Lo levantó y puso mis pechos al descubierto. -Di que sí, Merry, por favor, di que sí. -Me acarició los pechos y los sostuvo entre sus manos, amasándolos, sopesándolos.

No podía pensar, no podía acordarme de por qué no debíamos hacerlo.

– No puedo pensar -dije en voz alta.

– No pienses -dijo Galen.

Bajó su cara hacia mis pechos. Los besó suavemente y me lamió los pezones.

Le puse una mano sobre el pecho y lo aparté. Estaba encima de mí, con un brazo a cada lado de mi torso, con las piernas estiradas y su cuerpo sobre el mío.

– Algo va mal -protesté-. No deberíamos hacerlo.

– Nada va mal, Merry.

Intentó bajar su cara a mis senos, pero puse mis manos sobre su pecho para mantenerlo apartado.

– Sí, algo va mal.

– ¿El qué? -preguntó.

– Ése el problema, que no me acuerdo. No me acuerdo, Galen, ¿lo entiendes? No me acuerdo. Debería acordarme.

Frunció el entrecejo.

– Hay algo -insistí.

Negó con la cabeza.

– ¿Por qué estamos en la parte trasera de este coche? -pregunté.

Galen se separó de mí y se sentó con los pantalones todavía sin abrochar, y las manos en el regazo.

– Vas a ver a tu abuela.

Volví a ponerme el sujetador en su sitio y me senté, corriéndome hacia mi lado del coche.

– Sí, está bien.

– ¿Lo que acaba de pasar? -preguntó.

– Es un hechizo, creo -dije.

– No hemos bebido vino ni hemos comido nada.

Miré el negro interior del coche.

– Está aquí en alguna parte. -Empecé a mover las manos por el borde del asiento-. Alguien lo ha puesto aquí dentro, y no ha sido el coche.

Galen desplazó sus manos por el techo, buscando.

– Si hubiéramos hecho el amor…

– Mi tía nos hubiera ejecutado.

No le hablé de Doyle, pero tenía serias dudas de que la reina me dejara mancillar a dos de sus guardias en otros tantos días sin ser castigada por ello.

Encontré una protuberancia debajo de la alfombrilla negra del suelo. La levanté delicadamente, con cuidado de no dañar el coche. Lo que encontré fue una cuerda con un anillo de plata atado a un extremo. El anillo era el anillo de la reina, uno de los objetos mágicos que los elfos pudieron llevarse de Europa durante el gran éxodo. El anillo era un objeto de gran poder que había permitido que la magia de la cuerda actuara sin tocar ninguna de nuestras pieles ni ser invocada.

Levanté el anillo para examinarlo.

– Lo he encontrado, y lleva su anillo.

Los ojos de Galen se abrieron como platos.

– La reina nunca se quita este anillo. -Cogió la cuerda de mí, tocando los filamentos de diversos colores-. Rojo por la lujuria, naranja por el amor temerario, pero ¿por qué verde? Normalmente, el verde está reservado para encontrar a un compañero monógamo. No deberían mezclarse nunca estos colores.

– Esto es una locura, incluso para Andais. ¿Por qué invitarme a casa para ser su huésped de honor y prepararme para la ejecución de camino a la corte? No tiene ningún sentido.

– Nadie podría haber obtenido este anillo sin su permiso, Merry.

Un objeto blanco salía de entre el asiento y la parte trasera. Me acerqué a él y vi que era medio sobre.

– No estaba aquí antes -dije.

– No, no lo estaba -confirmó Galen. Cogió el suéter del suelo y se lo puso.

Tiré del sobre, y sentí que algo estaba tirando del otro extremo; manteníamos una especie de pulso. Se me aceleró el corazón, pero cogí el sobre. Tenía mi nombre escrito con una bella caligrafía, la letra de la reina.

Se lo mostré a Galen mientras continuaba vistiéndose.

– Será mejor que lo abras -dijo.

Le di la vuelta y encontré el sello de la reina en lacre negro, sin romper. Rompí el sello y saqué una única hoja gruesa.

– ¿Qué dice? -preguntó Galen.

Se lo leí en voz alta.

– «A la Princesa Meredith NicEssus. Acepta este anillo como un regalo y una muestra de cosas por venir. Lo quiero ver en tu mano cuando nos encontremos». Incluso lo ha firmado.

– Miré a Galen-. Esto cada vez tiene menos sentido.

– Mira -dijo.

Miré hacia donde estaba señalando, y vi un bolsito de terciopelo que asomaba por el asiento y que no estaba ahí en el momento de coger el sobre.

– ¿Qué pasa?

Galen puso el bolsito a la vista, delicadamente. Era muy pequeño, y sólo contenía un trozo de seda negra.

– Déjame ver el anillo -dijo.

Saqué el anillo de la cuerda y lo puse en la palma de mi mano. El frío metal se entibió en mi mano. Esperaba con tensión que se calentara más, pero era sólo un calor delicado. O era una parte del encanto del anillo o… Le pasé el anillo a Galen.

– Cógelo con la palma de tu mano y dime lo que sientes.

Galen cogió el anillo entre dos dedos y lo puso en su otra mano. Vi la pesada joya octagonal brillando delicadamente en su palma. Nos sentamos y miramos el anillo durante unos segundos. No pasó nada.

– ¿Está caliente? -pregunté.

Galen me miró, levantando las cejas.

– ¿Caliente? No, ¿debería estarlo?

– No para ti, según parece.

Envolvió el anillo con el trozo de seda y lo depositó en el bolsito de terciopelo. Cabía perfectamente, pero no había espacio para la pesada cuerda. Me miró.

– No creo que la reina provocara el hechizo. Creo que puso este anillo aquí como un regalo para ti, como dice la nota.

– Entonces alguien añadió el hechizo -dije.

Asintió.

– Era un hechizo muy sutil, Merry. Casi no lo notamos.

– Sí, casi pensé que se trataba de mí. Si hubiese sido algún hechizo de lujuria, lo habríamos percibido mucho antes.

No había tanta gente en la corte de la Oscuridad capaz de llevar a cabo un hechizo de amor tan sofisticado. El amor no era nuestra especialidad; la lujuria, sí.

Galen se hizo eco de mis pensamientos.

– Sólo hay tres, o quizá cuatro, personas en toda la corte que puedan hacer este hechizo. Si me lo hubieses preguntado, te habría dicho que ninguna de ellas desea tu mal. Puede que no todos te quieran, pero no son tus enemigos.

– O no lo eran hace tres años -dije-. La gente cambia de opinión y forma nuevas alianzas.

– No he observado nada distinto -dijo Galen.

No pude reprimir la sonrisa.

– Lo dices como si fuera extraordinario que no te dieras cuenta de los tejemanejes políticos en la sombra.

– De acuerdo, de acuerdo, no soy un animal político, pero Barinthus sí lo es, y nunca ha mencionado que haya habido un cambio de sentimientos importante entre las partes neutrales de la corte.

Extendí la mano para coger el anillo. Galen me dio el bolso. Lo cogí y me lo puse en la palma. Incluso antes de que tocara mi piel, noté el calor que desprendía. Envolví el anillo con la mano y cerré con fuerza el puño. El calor aumentó. El anillo, el anillo de mi tía, el anillo de la reina, respondía a mi carne. ¿Le gustaría esto a nuestra reina o la enfurecería? Si no quería que el anillo me reconociera, ¿por qué me lo habría dado?

– Pareces satisfecha -dijo Caten-. ¿Por qué? Acabas de ser víctima de un intento de asesinato; te acuerdas, ¿verdad?

Estaba observando mi rostro, como si intentara desentrañar mis pensamientos.

– El anillo se calienta cuando lo toco, Galen. Es una reliquia de poder y me reconoce. -El asiento se sacudió bruscamente debajo de mí y me hizo saltar-. ¿Lo has notado?

Galen asintió.

– Sí.

La luz del techo se encendió y salté de nuevo.

– ¿Lo has hecho tú? -pregunté.

– No.

– Yo tampoco -dije.

Esta vez vi el asiento de piel tirando el objeto al aire. Fue como ver algún objeto vivo sacudiéndose de forma repentina. Se trataba de una joya pequeña y de plata. Casi temía tocarla, pero el asiento continuó sacudiéndose hasta que el objeto quedó a la luz, y de inmediato vi que era un gemelo.

Galen lo cogió. Su rostro se ensombreció, y me lo entregó. El gemelo tenía la letra C perfilada con unas líneas maravillosas.

– La reina hizo fabricar gemelos para todos los guardias hace aproximadamente un año. Llevan grabadas nuestras iniciales.

– Estás diciendo pues que un guardia puso el hechizo en el coche e intentó enterrar la carta y el bolso en los asientos.

Galen asintió.

– Y el coche guardó los gemelos hasta que te los mostró a ti.

– Gr… gracias, coche -murmuré.

Por suerte, el coche no dio muestras de entender el cumplido. Mis nervios se lo agradecieron. No obstante, sabía que me había escuchado. Podía sentir que me observaba, era como la sensación de que alguien te está mirando y cuando te vuelves lo ves detrás de ti.

– Cuando dijiste «todos los guardias», ¿querías decir los guardias del príncipe, también? -pregunté.

Galen asintió.

– A la reina le gustaba el aspecto de las guardias mujeres con camisa de hombre, dijo que era estético.

– ¿Y esto añade cuántos, cinco, seis más, a la lista de sospechosos?

– Seis.

– ¿Desde cuánto tiempo se sabe que la reina iba a enviar la Carroza Negra para irme a buscar al aeropuerto?

– Barinthus y yo nos enteramos hace sólo dos horas.

– Tenían que actuar rápidamente. Quizás el hechizo de amor no estaba destinado a mí. Tal vez lo habían dejado ahí con algún otro propósito.

– Tenemos suerte de que no estuviera destinado a nosotros. Podríamos no haber reaccionado a tiempo si lo hubiese estado.

Volví a poner el anillo en el bolsito de terciopelo y levanté mi suéter de cuello de cisne. Por algún motivo que no sabía precisar, quería estar vestida antes de ponerme el anillo. Miré al techo negro del coche.

– ¿Es esto lo único que tienes que mostrarme, coche?

Se apagó la luz del techo. No pude evitar dar otro brinco, aunque ya me lo esperaba.

– Mierda -dijo Galen. Se apartó de mí o de la luz apagada. Me miró, con los ojos muy abiertos-. No he viajado nunca en el coche con la reina, pero he oído que…

– Este coche, si responde a alguien -dije-, es a ella.

– Y ahora a ti -dijo con delicadeza.

Negué con la cabeza.

– La Carroza Negra es magia salvaje; no soy tan pretenciosa para pretender que la controlo. El coche oye mi voz. Si hay algo más… -Me encogí de hombros-. El tiempo lo dirá.

– No hace ni una hora que has aterrizado en San Luis, Merry, y ya ha habido un atentado contra tu vida. Es peor que cuando te fuiste.

– ¿Cuándo te volviste pesimista, Galen?

– Cuando te fuiste de la corte -contestó.

Tenía una expresión apenada. Le acaricié el mentón.

– Oh, Galen, te he echado de menos.

– Pero has echado más en falta a la corte. -Apretó mi mano contra su mentón-. Lo veo en tus ojos, Merry. La antigua ambición que se despierta.

Aparté mi mano de él.

– No soy ambiciosa de la manera en que lo es Cel. Sólo quiero poder caminar por la corte con relativa seguridad, y desgraciadamente esto requerirá algunas maniobras políticas.

Coloqué el bolsito de terciopelo en mi regazo y me puse el suéter. Acto seguido, me enfundé los pantalones y volví a colocar la pistola y los cuchillos en su sitio. Por último me puse la chaqueta. -Se te ha ido la pintura de labios -dijo Galen.

– En realidad, parece que tú te has quedado la mayor parte -dije.

Volvimos a aplicar mi pintalabios utilizando el espejo de mi bolso y limpié la de la boca de Galen con un pañuelo de papel. Me peiné: ya estaba vestida. Ya no podía demorarlo más.

Cogí el anillo en la penumbra. Era demasiado grande para mi dedo anular, de modo que me lo puse en el pulgar. Lo había puesto en mi mano derecha sin pensarlo. El anillo proporcionaba una agradable calidez, como si fuera una forma de recordarme que estaba allí, esperando a que descubriera qué hacer con él. O, quizá, para que él descubriera qué hacer conmigo. No obstante, confiaba en mi propio sentido de la magia. El anillo no era activamente malvado, lo cual no significaba que no pudieran suceder accidentes. La magia es como cualquier herramienta: tiene que ser tratada con respeto, o se puede volver contra ti. La magia no suele ser más peligrosa de lo que lo es una sierra circular, pero ambas herramientas te pueden matar.

Intenté quitarme el anillo, pero no pude. El corazón me latió un poco más deprisa; se me hizo un nudo en la garganta. Empecé a sacarlo de una manera casi desesperada, y después me detuve. Respiré profundamente y con calma. El anillo era un regalo de la reina, con sólo verlo en mi mano muchos me tratarían con más respeto. El anillo, como el coche, tenía su propio programa. Quería quedarse en mi dedo, y se quedaría allí hasta que desease marcharse, o hasta que se me ocurriera cómo sacarlo. No me hacía daño. No había necesidad de alarmarse.

Le tendí la mano a Galen.

– No saldrá.

– Pasó lo mismo con la mano de la reina una vez -dijo, y sabía que trataba de mostrarse tranquilizador.

Se llevó mi mano a la cara y la besó delicadamente. Cuando sus manos acariciaron el anillo, se produjo una especie de descarga eléctrica, pero no se trataba de eso, sino de magia.

Galen me soltó y se escabulló hacia el otro extremo del asiento.

– Me gustaría saber si el anillo salta de esta manera si lo toca Barinthus.

– A mí también -dije.

La voz de Barinthus llegó por el interfono.

– Estaremos en casa de tu abuela dentro de unos cinco minutos.

– Gracias, Barinthus -dije.

Me pregunté qué diría cuando viera el anillo. Barinthus había sido el consejero más cercano de mi padre, su amigo. Era Barinthus el Influyente y al morir mi padre, se convirtió en mi amigo y asesor. Algunos miembros de la corte se burlaban de que sirviera a una mujer, pero sólo a sus espaldas. Barinthus era uno de los pocos miembros de la corte capaces de vencer con magia a quienes intentaron asesinarme. Pero si hubiese destruido a mis enemigos, yo habría perdido la escasa credibilidad que tenía entre los sidhe. Barinthus había tenido que observar sin poder hacer nada mientras yo me defendía, aunque me había aconsejado ser despiadada. A veces, no se trataba de cuánto poder desprendes, sino de qué quieres hacer con él. «Haz que tus enemigos te teman, Meredith», había dicho, y yo había hecho todo lo que estaba a mi alcance. Pero yo nunca causaría tanto terror como Barinthus. Él podía destruir ejércitos enteros con un pensamiento. Lo cual significaba que sus enemigos evitaban encontrarse con él.

También significaba que si ibas a nadar con tiburones, un ex dios de seis mil años de edad era una buena compañía. Amaba a Galen, pero no me gustaba tenerlo como aliado. Me preocupaba que tuviese que morir por ser mi amigo. No me preocupaba por Barinthus. Me imaginé que si alguien iba a enterrar al otro, sería él quien me enterrara a mí.

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