16

Me puse a chillar:

– ¡No! ¡Sholto, Doyle, no os hagáis daño!

Oí carne golpeando a carne, pisadas resbaladizas a medida que alguno se deslizaba por la oscuridad. Alguien respiró con dificultad y a continuación, oí unos ruiditos.

– Por favor, escuchadme, ninguno de vosotros está aquí para hacerme daño. Los dos me queréis viva.

No sé si no me oyeron, o bien no querían hacerlo. Como mínimo, alguien utilizaba una espada en la oscuridad, con lo cual no me levanté sino que fui a rastras hasta el interruptor. Palpaba los lavabos a la derecha y avanzaba tanteando con la mano izquierda.

La batalla continuó en un silencio casi completo hasta que uno se puso a gritar, y pronuncié una plegaria silenciosa para que nadie muriese. Casi choqué con la pared. Me levanté tanteando con las manos hasta que di con el interruptor. Lo encendí y la habitación se iluminó. Me quedé allí, deslumbrada.

Los dos sidhe estaban abrazados, con los cuerpos tensos. Doyle, de rodillas, con un tentáculo oprimiéndole el cuello. Sholto estaba cubierto de sangre, y tardé un segundo en darme cuenta de que uno de los tentáculos del estómago había sido cercenado y se retorcía junto a la rodilla de Doyle. Éste todavía sostenía la espada, pero la mano de Sholto y dos de sus tentáculos la mantenían alejada. Las otras manos parecían entrelazadas en un juego de lucha de dedos. Sólo que no era un juego. Me sorprendió la resistencia de Sholto. Doyle era el campeón reconocido de la corte de la Oscuridad. Había muy pocos que se le pudieran resistir y casi nadie capaz de vencerle. Sholto no formaba parte de esa pequeña lista, o eso pensaba yo. Entonces, distinguí algo con el rabillo del ojo: un pequeño resplandor. Cuando lo miré no vi nada. A veces la magia es así, sólo perceptible mediante la visión periférica. Había un objeto que brillaba en la mano de Sholto: un anillo.

Doyle tuvo que soltar la espada y empezó a flojear en manos de Sholto. Éste la cogió antes de que tocará el suelo. Los tentáculos inmovilizaban el brazo de Doyle. Yo avanzaba, pero no aún no había pensado que haría al llegar allí.

Sholto sostuvo el cuerpo de Doyle con sus tentáculos y levantó la espada con las dos manos, dispuesto a hundírsela en el pecho. Estaba detrás de Doyle cuando la espada empezó a bajar. Pegué mi cuerpo al suyo y levanté una mano sin que mi mirada abandonara en ningún momento aquella rutilante hoja. Tuve sólo un instante para preguntarme si Sholto se detendría a tiempo. Entonces él giró la espada y la sostuvo hacia arriba.

– ¿Qué estás haciendo, Meredith?

– Está aquí para salvarme, no para matarme.

– Él es la Oscuridad de la Reina. Si ella quiere tu muerte, él será su instrumento.

– Pero tiene Temor Mortal, una de sus armas personales. Llevaba consigo su marca para dármela. Si consigues calmarte lo suficiente, lo entenderás.

Sholto me miró y a continuación, frunció el entrecejo.

– ¿Entonces, por qué me envió a matarte? Eso no tiene sentido ni siquiera para Andais.

– Si dejas de estrangularle, quizá lleguemos a entenderlo.

Miró el cuerpo de Doyle, que todavía colgaba de los tentáculos.

– ¡Oh! -dijo como si hubiese olvidado que todavía estaba estrujando a otro hombre. Técnicamente, no es posible estrangular a un sidhe hasta matarlo, pero no me gusta comprobar los límites de la inmortalidad. Nunca se sabe en qué punto la armadura puede tener una grieta lo suficientemente ancha para morir por ella.

Sholto liberó a Doyle, y éste cayó en mis brazos. Su peso me obligó a hincarme de rodillas. La sangre que había perdido no explicaba semejante debilidad. Se debía a un estado de shock o a haber utilizado por primera vez una mano de poder. Fuera cual fuese la causa, sólo quería cerrar los ojos y descansar, pero eso no iba a suceder.

Me senté en el suelo, colocando la cabeza de Doyle en mi regazo. El pulso de su cuello era fuerte, constante, pero no se despertó. Respiró dos veces, rápidamente. Luego echó la cabeza hacia atrás, abrió los ojos y cogió una gran cantidad de aire. Empezó a toser y se sentó. Lo vi tenso, y sin duda Sholto también, porque de repente apuntaba la espada a la cara de Doyle.

Doyle se quedó inmóvil, mirando al otro hombre.

– Acaba de una vez.

– Nadie va a terminar nada -dije.

Ninguno de los dos me miró. No podía ver la expresión de Doyle, pero sí la de Sholto, y no me gustó lo que vi. Enfado, satisfacción. Se le veía en la cara que deseaba matar a Doyle.

– Doyle me ha salvado, Sholto. Me ha salvado de tus sluagh.

– Si no hubieras protegido la puerta, habría llegado a tiempo -dijo Sholto.

– Si no hubiera protegido la puerta, habrías llegado a tiempo para llorar sobre mi cadáver, pero no para salvarme.

Sholto seguía sin quitar ojo a Doyle.

– ¿Cómo entró si yo no pude?.

– Soy un sidhe -dijo Doyle.

– Yo también -dijo Sholto. El enojo se hizo más visible en su rostro.

Le pegué un fuerte manotazo en el hombro a Doyle. No se volvió, pero hizo una mueca de dolor.

– No lo provoques, Doyle.

– No estaba provocándole, simplemente constataba un hecho. La lucha empezaba a adquirir un cariz muy personal, como si hubiera entre ellos algún asunto pendiente que no tuviera nada que ver conmigo.

– Mira, no sé qué tenéis cada uno en contra del otro, pero llamadme egoísta, me da igual. Quiero salir viva de este cuarto de baño, y esto es prioritario sobre cualquier venganza personal que tengáis vosotros dos. Por lo tanto, dejad de actuar como niños y empezad a comportaros como guardaespaldas reales. Sacadme de aquí entera.

– Tiene razón -dijo Doyle, en voz baja.

– La Oscuridad de la Reina, ¿retirándose de una lucha? Cuesta imaginarlo. ¿O es porque ahora soy yo quien lleva la espada? Sholto movió la espada hacia adelante, hasta tocar el labio superior de Doyle.

– Una espada que puede matar a cualquier elfo, incluso a un sidhe noble. Oh, lo olvidé, no tienes miedo de nada. -En la voz de Sholto había un deje de resentimiento, de burla, que dejaba claro que había ido a topar con una vieja rencilla.

– Tengo miedo a muchas cosas -dijo Doyle, con una voz calmada y neutral-. La muerte no es una de ellas. Pero el anillo de tu dedo es algo con lo que soy cauteloso. ¿Cómo conseguiste Beathalachd? No había visto utilizarlo a nadie desde hacía siglos.

Sholto levantó la mano de manera que el bronce oscuro de su anillo brilló débilmente. Era una pieza pesada de joyería, y me habría fijado en ella si hubiera estado en su dedo antes.

– Fue un regalo de la reina para mostrar su bendición a esta cacería.

– La reina no te dio Beathalachd, al menos no personalmente. -Doyle parecía muy seguro de ello.

– ¿Qué es Beathalachd? -pregunté.

– Vitalidad -dijo Doyle-. Roba la vida y la destreza de tu contrario, que es el único modo que tiene Sholto de vencerme en una batalla.

Sholto se ruborizó. Se consideraba un signo de debilidad utilizar magia ajena a ti para vencer a otro sidhe. Lo que Doyle venía a decir era que Sholto no podría ganar una batalla en condiciones de igualdad y que tenía que hacer trampas. Pero no era hacer trampas: sólo ser poco caballeroso. A1 cuerno con la caballerosidad, lo importante es salir vivo. Eso era lo que había dicho a todos los hombres que había amado, incluido mi padre, antes de cualquier duelo.

– El anillo demuestra que cuento con el favor de la reina -dijo Sholto, con la cara todavía colorada.

– El anillo no llegó de la mano de la reina a la tuya -dijo Doyle-, lo mismo que tu orden de matar a la princesa tampoco salió de su boca.

– Sé quién habla por boca de la reina y quién no -dijo Sholto, y le tocaba a él parecer convincente.

– ¿De verdad? -dijo Doyle-. ¿Y si me hubiera dirigido a ti y te hubiera dado las órdenes de la reina, me habrías creído?

Sholto torció el gesto, pero asintió.

– Eres la Oscuridad de la Reina. Cuando tu boca se mueve, son sus palabras las que salen por ella.

– Entonces, escucha estas palabras. La reina quiere a la princesa Meredith viva y en casa.

No podía descifrar todos los pensamientos que se reflejaban en el rostro de Sholto, pero había muchos. Intenté formular yo la pregunta que no quería responderle a Doyle.

– ¿Te dijo la propia reina que fueras a Los Ángeles y me mataras? Sholto me miró. Era una mirada larga y condescendiente, pero finalmente movió la cabeza.

– No -dijo.

– ¿Quién te dijo que fueras a Los Ángeles y mataras a la princesa? -preguntó Doyle.

Sholto abrió la boca para responder, pero después la cerró. La tensión se disipó, y se apartó de Doyle, bajando la espada.

– No, de momento reservaré para mí el nombre del traidor.

– ¿Por qué? -pregunté.

– Porque la presencia de Doyle aquí sólo puede significar una cosa. La reina quiere que regreses a la corte. -Miró a Doyle-. Tengo razón, ¿verdad?

– Sí -dijo Doyle.

– ¿Quiere que yo regrese a la corte?

Doyle se movió para poder mirar tanto a Sholto como a mí, dando la espalda a los retretes.

– Sí, princesa. Negué con la cabeza.

– Me fui porque había gente que quería matarme, Doyle. Y la reina no iba a detenerles.

– Eran duelos legales -dijo.

– Eran intentos de asesinato sancionados por la corte -dije.

– Ya se lo comenté -dijo Doyle.

– ¿Y qué dijo ella?

– Me dio su marca para dártela a ti. Si alguien te mata ahora, incluso en un duelo, tendrá que afrontar la venganza de la reina. Confía en esto, princesa: ni siquiera los que más desean tu muerte están dispuestos a pagar tan alto precio por ello.

Miré a Sholto, y el movimiento me mareó un poco.

– De acuerdo, volveré a la corte, si la reina puede garantizar mi seguridad. ¿Qué tiene que ver esto con que tú no nos des el nombre del traidor? ¿Quién utilizó el nombre de la reina para ordenarte matarme, si ella no me quería muerta?

– Me reservaré esa información de momento -repitió Sholto. Su cara volvía a ser aquella máscara arrogante que solía utilizar en la corte.

– ¿Por qué? -pregunté.

– Porque si la reina te permite regresar a la corte, no necesitarás negociar conmigo. Podrás volver al mundo mágico, a la corte de la Oscuridad, y apuesto mi reino a que ella te encontrará otro amante sidhe. De manera que no me necesitas a mí, Meredith. Tendrás todo lo que yo podía ofrecerte, y no estarás ligada de por vida a un monstruo deforme.

– No eres deforme, Sholto. Si tus arpías no lo hubieran impedido, te lo hubiese demostrado.

Algo iluminó su rostro por encima de esa máscara de arrogancia.

– Sí, mis arpías. -Volvió hacia mí sus ojos amarillos-. Pensé que no tenías mano de poder, Meredith.

– No la tengo -dije.

– Creo que Nerys no estaría de acuerdo contigo al respecto.

– No lo sabía, Sholto, no quería… -no tenía palabras para definir lo que le había hecho a Nerys.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Doyle.

– Agnes la Negra mintió a los sluagh. Les dijo que si me acostaba con Meredith, me convertiría en un sidhe puro, y ya no sería su rey. Les convenció de que me estaban protegiendo de mí mismo, protegiéndome de las tretas de la bruja sidhe.

Arqueé las cejas al oír esto. Sholto me miró.

– Pero he convencido a Agnes y al resto de que tú no constituyes ningún peligro.

Lo miré a los ojos.

– Vi el método de persuasión antes de irme.

Asintió.

– Agnes quería darte las gracias. Nunca le había ido tan bien conmigo. Cree que tiene algo que ver con tu magia.

– ¿No está furiosa por lo de Nerys? -pregunté.

– Quiere matarte, sí, pero ahora te tiene miedo, Meredith. Nadie hubiera dicho que tienes una mano de carne como la tu padre. Había en sus ojos algo más que una cuidadosa arrogancia. Me di cuenta enseguida de que era miedo, un miedo que traspasaba su máscara. Agnes la Negra no era la única asustada por lo que yo había hecho en aquella habitación.

– ¿Una mano de carne? -repitió Doyle-. ¿Qué estás diciendo, Sholto?

Sholto le tendió la espada a Doyle, con la empuñadura por delante.

– Cógela, y ven a mi habitación para ver lo que ha hecho nuestra princesita. Nerys no puede curarse, de modo que te pido que le concedas una muerte digna antes de acompañar a Meredith a casa. Os acompañaré a un taxi por si acaso mis sluagh no son… totalmente obedientes.

Sus palabras y su lenguaje corporal revelaban su antipatía hacia Doyle.

Doyle hizo una leve reverencia y cogió la espada.

Si es un favor lo que necesitas, entonces te complaceré a cambio del nombre del traidor que te envió a Los Ángeles.

Sholto negó con la cabeza.

– No os diré el nombre, ahora no. Me lo reservaré hasta que me sirva de algo, o hasta que decida tratar personalmente con él.

– Si nos lo dijeras contribuirías a mantener a la princesa a salvo en la corte.

Sholto se echó a reír, con aquel extraño sonido amargo que él tomaba por risa.

– No diré quién me envió aquí, pero imagino quién quería que se entregara el mensaje, igual que tú. Meredith se fue de la corte, porque los que apoyaban al príncipe Cel no paraban de retarla a duelos. Si hubiera sido algún otro quien estaba detrás de los ataques contra la vida de Meredith, la reina habría tomado cartas en el asunto y los habría parado. No habría permitido un insulto de este tipo contra la familia real, ni siquiera uno cometido contra una mortal sin magia y con sangre mezclada. Pero era su encantador niñito quien estaba detrás, y todos lo sabíamos. Por eso, Meredith huyó y se escondió, porque no confiaba en que la reina la mantuviese con vida cuando Cel la quería muerta.

Doyle miró aquellos ojos acusadores con semblante tranquilo.

– Creo que descubrirás que nuestra reina ya no es tan tolerante con las… excentricidades del príncipe.

Sholto volvió a reír, haciendo un sonido doloroso.

– Cuando me fui de la corte hace sólo unos días, hubiera dicho que todavía las toleraba muy bien.

La cara de Doyle seguía mostrando sosiego, como si nada de lo que pudiese hacer el otro hombre fuera capaz de perturbarle. Creo que esto molestaba a Sholto más que cualquier otra reacción de Doyle, y éste lo sabía.

– Un problema cada vez, Sholto. De momento, tengo la promesa de la reina y su magia para asegurar que la princesa no sufrirá daño alguno en la corte.

– Como quieras creerlo, Doyle, pero de momento te pediría que me ayudaras a matar a alguien a quien apreciaba.

Doyle se levantó con facilidad, como si no hubiese estado casi a punto de ser estrangulado momentos antes. Yo no estaba segura de que pudiera mantenerme en pie. No es sólo inmortalidad lo que encuentro a faltar por haber salido a mi sangre humana.

Los dos me ofrecieron su mano al mismo tiempo, y yo me agarré a ambas. Casi me levantaron en vilo.

– Muy bien, chicos, pero necesito ayuda para levantarme, no para volar.

Doyle me miró.

– Estás pálida. ¿Estás mal herida?

Negué con la cabeza y me aparté de los dos.

– No tanto. Básicamente, es sólo un shock, y… me dolió cuando… hice lo que le hice a Nerys.

– ¿Qué le hiciste? -preguntó.

– Ven a verlo -dijo Sholto-. Vale la pena. -Entonces me miró-. Las noticias de lo que has hecho llegarán antes que tú a la corte, Meredith. Meredith, Princesa de la Carne, ya no sólo la hija de Essus.

– Es muy raro que un hijo reciba los mismos dones que su padre -afirmó Doyle.

Sholto caminó hacia la puerta, colocándose bien el abrigo gris a medida que andaba. La ropa quedaba empapada de sangre allí donde la tocaba el tentáculo cercenado.

– Ven, Doyle, Portador de la Llama Dolorosa, Barón Lengua Dulce, ven y dime qué opinas de los dones de Meredith.

Conocía su primer apelativo, pero no el segundo.

– ¿Barón Lengua Dulce? -pregunté.

– -Es un mote muy antiguo -dijo.

– Venga, Doyle, eres demasiado modesto. Era el nombre cariñoso que le puso la reina.

Los dos hombres se miraron uno a otro, y nuevamente el rencor se podía cortar.

– El nombre no representa lo que te imaginas, Sholto -dijo Doyle.

– No me imagino nada, pero creo que el sobrenombre habla por sí mismo. ¿No te parece, Meredith?

– El Barón Lengua Dulce. Tiene cierto encanto -dije.

– No es para lo que tú piensas -repitió Doyle.

– Bueno -dijo Sholto-, sin duda no es a causa de tus palabras de miel.

Era cierto. A Doyle no le gustaban los discursos largos, ni era amigo de los cumplidos.

– Si dices que no es nada sexual, entonces te creo -dije.

Doyle me hizo una leve reverencia.

– Gracias.

– La reina no pone apelativos que no tengan que ver con el sexo -aseguró Sholto.

– Te equivocas -dije.

– ¿Cuándo y para qué?

– Cuando cree que un mote molestará a la persona que lo lleve, y porque le gusta molestar.

– Bueno, de esto último no cabe duda -afirmó Sholto. Tenía la mano sobre el pomo de la puerta.

– Me sorprende que todavía no haya entrado nadie -dije.

– He colocado un pequeño hechizo de aversión en la puerta. Ningún mortal se atrevería a pasar, y muy pocos elfos. -Empezó a abrir la puerta.

– ¿No quieres tu… miembro? Quizá puedas volverlo a unir.

– Volverá a crecer -dijo.

Seguramente, mi aspecto era tan escéptico como lo que estaba pasando por mi mente, porque sonrió de una manera que en parte indicaba superioridad y en parte pedía perdón.

– Hay algunas ventajas de ser un ave nocturna a medias, no muchas, pero sí algunas. Puedo regenerar cualquier parte perdida de mi cuerpo. -Pareció reflexionar un segundo, y después añadió-: Al menos de momento.

No sabía qué decirle, así que me quedé callada.

– Creo que la princesa necesita un poco de calma, o sea que si pudiésemos ver a tu amiga… -dijo Doyle.

– Por supuesto. -Sholto nos aguantaba la puerta.

– ¿Y qué haremos con todo esto? -pregunté-. ¿Vamos a dejar trozos de tentáculo y sangre esparcidos por el suelo?

– El Barón es el responsable, deja que la limpie él-dijo Sholto.

– Ni las partes del cuerpo ni la sangre me pertenecen -aseguró Doyle-. Si lo quieres limpio, te sugiero que te encargues tú mismo. ¿Quién sabe el daño que podría hacer una bruja con talento con una parte del cuerpo dejada por los suelos?

Sholto protestó, pero al final se metió el trozo de tentáculo en el bolsillo de su abrigo. El trozo más grande quedó allí. Yo en su lugar habría dado una buena propina a la empresa de limpieza, aunque sólo fuera por compensarles por el pobre al que le tocara limpiar el baño.

Nos dirigimos al ascensor, y Doyle se arrodilló en el suelo estudiando lo que quedaba de Nerys la Gris. Era una masa de carne de aproximadamente el tamaño de una papelera. Nervios, tendones, músculos, órganos internos, todos brillaban, húmedos, por el exterior de esa masa. Y todos parecían funcionar con normalidad. Aquel montón de carne subía y bajaba al ritmo de la respiración. Lo peor era el sonido: un chirrido agudo, apagado porque tenía la boca dentro del cuerpo, pero aun así seguía vociferando. Gritó. El temblor, que se había mitigado, se intensificó de nuevo. De golpe, sentí frío, allí de pie con sólo el sujetador y los pantalones.

Cogí mi camisa del suelo justo donde la había dejado y me la puse, aunque sabía que la ropa no serviría para calmar ese tipo de frío. Era más un temblor del alma que del cuerpo. Me podía meter debajo de un montón de mantas y no serviría de nada.

Doyle me miró, arrodillándose al lado de aquella masa de carne vociferante:

– Impresionante. El príncipe Essus en persona no lo habría hecho mejor. -Las palabras eran un cumplido, pero su rostro impasible no me permitió determinar si le gustaba o no.

En realidad, pensé que era una de las cosas más horribles que había visto nunca, pero sabía que no debía compartir la observación. Era un arma poderosa, la mano de carne. Si la gente creía que la utilizaba con facilidad, me serviría más como arma disuasoria. Si pensaban que yo misma la temía, entonces la amenaza sería menor.

– No sé, Doyle, una vez vi a mi padre sacarle las tripas a un gigante. ¿Crees que yo podría hacer algo de esas características?

Mi voz era seca, interesada, pero en un plano teórico. Era la voz que había cultivado en la corte. La voz que utilizaba cuando intentaba no mostrar histeria o salir gritando de una habitación. Había aprendido a observar las cosas más horribles y a hacer cumplidos secos y educados.

Doyle se tomó la pregunta al pie de la letra.

– No sé, princesa, pero será interesante descubrir los límites de tu poder.

Estaba en desacuerdo, pero no rebatí el comentario, porque no podía pensar en algo suficientemente seco y educado para cubrir la situación. Los chillidos ahogados continuaban con el mismo ritmo que la respiración de aquella masa de carne. Nerys era inmortal. Mi padre había hecho lo mismo una vez a un enemigo de la reina. Andais guardó aquella bola de carne en un arca, en su habitación. Periódicamente, uno la encontraba en su cama. Que yo sepa, nunca nadie preguntó qué hacía fuera del arca. Uno simplemente la cogía, la devolvía al arca, cerraba ésta y luchaba contra las imágenes que le pasaban por la cabeza cuando encontraba esa bola de carne en la cama de la reina.

– Sholto pidió que dieras muerte a Nerys. Hazlo, así podremos salir de aquí.

Me mostré desinteresada, aburrida incluso. Pensé que, si tenía que estar de pie allí escuchando durante mucho tiempo cómo gritaba aquella cosa, me uniría a sus alaridos.

Todavía de rodillas, Doyle me ofreció la espada, sosteniéndola por el filo.

– Es tu magia: mátala tú.

Miré la empuñadura de hueso, los tres cuervos y sus ojos adornados con joyas. No quería hacerlo. Miré el filo durante otro minuto, intentando pensar en cómo salir de la situación sin mostrar debilidad. No se me ocurrió nada. Si me ponía a gritar, el tormento de Nerys sería en vano.

Cogí la espada y maldije a Doyle por ofrecérmela. Debería haber sido fácil de hacer. Su corazón estaba atrapado y latía a un lado de la bola. Hundí la hoja en él y empezó a brotar sangre. El corazón dejó de latir, pero los chillidos no se detenían.

Miré a los dos hombres.

– ¿Por qué no está muerta?

– Es más difícil matar a un sluagh que a un sidhe-dijo Sholto.

– ¿Mucho más?

Se encogió de hombros.

– Eres tú quien mata.

Entonces, les odié a los dos, porque me di cuenta finalmente de que se trataba de una prueba. Si me negaba a matarla, eran capaces de dejarla con vida, y eso era inadmisible. No la podía dejar así, sabiendo que nunca envejecería, ni se curaría, ni se moriría. Simplemente, continuaría existiendo. En este caso la muerte era una expresión de misericordia; cualquier otra cosa era una locura, para ella y para mí.

Clavé la espada en todos los órganos vitales que encontré. Sangraban, dejaban de funcionar, y aun así el chillido continuaba. Finalmente, levanté la espada con las dos manos por encima de la cabeza y empecé a acuchillarla. Al principio, hacía una pausa entre cada estocada, pero los chillidos no cesaban en el interior de aquella bola de carne. En algún momento, después de la décima estocada, o de la decimoquinta, dejé de hacer pausas, dejé de escuchar, me limité a clavar la espada.

Tuve que detener el chillido. Tuve que matarla. Mi mundo se estrechó, se circunscribió al hundimiento de la espada en aquella carne dura. Mis brazos subían y bajaban, subían y bajaban. La espada golpeó la carne. Me salpicó sangre en la cara y la camisa. Acabé de rodillas al lado de algo que ya no era redondo ni entero. Había despedazado aquella cosa, en piezas irreconocibles. Y el chillido, por fin, se había detenido.

Tenía las manos empapadas de sangre carmesí, hasta los codos.

La hoja de la espada era escarlata, la empuñadura de hueso, sangre coagulada, pero se seguía adaptando a mi mano, sin resbalar. La camisa de seda verde que me había puesto estaba empapada de sangre. Alguien respiraba demasiado rápido, demasiado apresurado, y advertí que era yo. En algún momento de la carnicería había experimentado una satisfacción feroz, casi había encontrado placer en la destrucción pura. Miré lo que había hecho y no sentí nada. Ya no era capaz de sentir nada. Estaba entumecida, y no podía quejarme por ello.

Me levanté, apoyándome en el borde de la cama. La cama ya estaba manchada con sangre: ¿qué significaría otra huella? Mis brazos estaban doloridos, y los músculos temblaban a causa del ejercicio. Ofrecí la espada a Doyle igual que él me la había ofrecido a mí.

– Una buena espada, la empuñadura nunca resbala.

Mi voz sonó tan vacía de emoción como yo la sentía. Me preguntaba si estar loco era eso. Si lo era, no estaba tan mal.

Doyle cogió la espada y se arrodilló, inclinando la cabeza. Sholto lo imitó. Doyle me saludó con la espada ensangrentada y dijo:

– Meredith, Princesa de la Carne, verdadera soberana de sangre, bienvenida al círculo íntimo de los sidhe.

Les miré a los dos, todavía un poco entumecida. Si existían palabras rituales para responder, no podía pensar en ellas. O bien no las había conocido nunca, o bien no podía hacer funcionar mi cabeza. Lo único que se me ocurrió decir fue:

– ¿Puedo usar tu ducha?

– Eres mi huésped -respondió Sholto.

La alfombra chapoteaba bajo mis pies, y cuando salí de ella, dejé huellas de sangre tras de mí. Me desnudé y me di una ducha muy caliente. La sangre no era roja cuando se iba por el desagüe, sino rosada. Entonces me di cuenta de dos cosas. En primer lugar, estaba orgullosa de la valentía que había mostrado al matar a Nerys y no dejarla en aquel horror. En segundo lugar, una parte de mí se lo había pasado bien matándola. Estuve tentada de pensar que la parte a la que le había gustado matarla estaba motivada por la misericordia del primer pensamiento, pero no podía permitirme ser tan generosa conmigo misma. Me planteé si la parte de mí que disfrutaba hundiendo la espada en la carne era la misma parte que hacía que Andais conservara su trozo de carne en un arca cerrada de su dormitorio. En cuanto dejas de cuestionarte a ti mismo te conviertes en un monstruo.

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